Pocos minutos después de la partida de Susan, Bertrand se introdujo en la alcoba del Laureado y encontró a su amo dando furiosas zancadas, suspirando y golpeándose con un puño en la palma de la otra mano.
—¡Pardiez y cómo zampan estos bellacos! —dijo el criado. Tenía la voz turbia y el equilibrio inestable—. La comida era vulgar, lo reconozco, mas copiosa.
—Me parece que también has saciado sobradamente la sed —comentó Ebenezer sin cordialidad—. ¿Qué es lo que quieres?
—Pues nada, que yo sepa, señor. Lo que quiero decir es que me dijeron que durmiera aquí.
—Entonces duerme y maldito seas. Ahí está la cama.
—Ah, señor, es vuestra, no mía. Dejadme tan sólo esa colcha; no me será menester más.
Ebenezer se encogió de hombros y fue hasta la ventana; desgraciadamente, desde allí no se podía ver el establo. Su criado extendió la colcha en el suelo, se dejó caer pesadamente sobre la misma y suspiró vigorosamente.
—No es lo mismo que ser un dios en una ciudad de oro —afirmó, acariciándose el estómago—, pero a fe mía que de momento servirá. Me pregunto qué tal le irá a nuestro Drakepecker.
Cuando vio que no le respondían, Bertrand suspiró una vez más, se echó sobre un costado y en un abrir y cerrar de ojos se quedó profundamente dormido. Su amo, menos tranquilo, hizo crujir los nudillos y chasqueó la lengua, debatiendo qué hacer. Cuando Susan Warren lo distrajo por primera vez, su loco impulso flaqueó, y después de que ella se hubo ido de la habitación, le falló por completo. Ebenezer luchaba consigo mismo. Dos veces había estado a un paso del fornicio —peor aún, de una violación carente de sentido— y sólo la casualidad había preservado su integridad, sirviéndose de agentes externos. La muchacha que quedara atrapada en la arboladura del Cyprian había sido victima de un asalto estando indefensa; aquella mujer, Warren, había sido víctima de otro asalto y era dueña de un semblante vulgar y feo; ninguna de las dos era objeto digno de pasión sino de lástima, y su posible parecido con Joan Toast, lejos de servir de excusa para el inexcusable comportamiento suyo, constituíase en agravante. Todo aquello lo veía él con claridad, y también recordaba el alivio y la vergüenza que sentía desde hacía una semana, después de que el destino lo hubiera apartado de los flechastes de mesana. Ir al establo ahora sería engañar a la muchacha que, increíblemente, había recorrido medio mundo por amor a un hombre a quien jamás le había dirigido una sonrisa mujer ninguna, excepto su hermana, y por ende sacrificar una buena parte de su esencia por causa de una mujerzuela maltrecha con la que no compartía ninguna clase de amor y la cual juzgaría aquel acto tan detestable como lo juzgaría él. Sin embargo, Ebenezer también se daba cuenta, y no era capaz de comprenderlo, de que en el seno de su corazón la cuestión aún seguía abierta.
—¡Es de todo punto absurdo! —pensó, y se arrojó enojado sobre la cama donde había forcejeado con Susan Warren—. No volveré a pensar en ello.
Contempló a Bertrand con envidia, pero para él dormir era algo inimaginable: en su fantasía ardían imágenes en las que la porquera padecía castigos e importunidades de su mano inferidas, mientras apartaba la vista y le confesaba lo ruidosa que era en el amor. A la sazón, estaría aguardándolo en el establo. En la balanza de la prudencia había un platillo vacío, mientras todo el peso de la razón tiraba hacia abajo del otro; entonces, ¿qué oscura fuerza hacía de contrapeso en la balanza de la elección?
Mientras Ebenezer yacía de tal modo debatiendo consigo mismo, su criado, aunque dormido, no estaba en modo alguno sosegado. Las tripas le empezaron a rugir y gruñir como perros que acosaran a un zorro; la pasta de maíz y la sidra que dentro de sí tenía estaban en plena efervescencia; al poco se escucharon salutaciones a la luna naciente, mientras el aposento se llenaba del perfume de los fermentos. El autor de las salutaciones roncaba estentóreamente, pero su amo no era tan afortunado; lo cierto es que el poeta hubo de huir de la estancia, mientras le retumbaban los oídos, le daba vueltas la cabeza y le escocían los ojos por causa de los anales truenos. Los invitados seguían de jarana en el salón; por lo que alcanzó a oír, Ebenezer coligió que el hijo del anfitrión, Timothy, había vuelto y estaba regalando a la concurrencia con versos indelicados. Salió al porche delantero sin ser visto, para respirar el aire fresco que se levantaba del río, y poco después de llegar al apeadero echó a andar en dirección al establo, sordo a los dictados de su conciencia.
La luna derramaba la suficiente luz como para ir andando por el patio, mas el interior del establo estaba negro como el caos. Pensó en llamar a Susan, pero decidió no hacerlo.
—¡Me acercaré en silencio y la inmovilizaré en la oscuridad como si yo fuera un bandolero!
Se trataba de una fantasía estremecedora: a cada ruido que se producía en el establo, Ebenezer daba un respingo y los retortijones del amor, como polluelos dentro de un cascarón, pugnaban por resquebrajar sus prisiones. Lo que es más, seis pasos dados con sigilo en el seno de la oscuridad bastaron para poner en funcionamiento sus glándulas, siéndole imposible no atenderlas; se vio obligado a buscarse alivio allí mismo, sin dar un paso más.
—Dios ayuda a quienes a sí mismos se ayudan —reflexionó.
Pero a diferencia de Onán, cuyo más ruidoso blanco era el suelo, el desdichado Laureado alcanzó por casualidad a un gato, un macho semiadulto que estaba a menos de tres pies de distancia y que, en medio de la oscuridad, le había parecido una piedra gris. Y al igual que la chispa despedida por el Dios de Descartes, de la cual hablara en una ocasión Burlingame, aquel exiguo disparo lanzado en la oscuridad puso en movimiento a todo el universo. El cazador de ratones se despertó bufando y se abalanzó con las garras desplegadas sobre el animal más próximo, que afortunadamente no fue Ebenezer, sino uno de los lechones de Susan. El cochinillo chilló y enseguida el granero se pobló con los gritos de los animales asustados. El propio Ebenezer se sintió aterrorizado, primero por temor a que el estrépito, ahora magnificado por los ladridos de los perros que estaban fuera, pusiera en pie a toda la casa. Cuando dio un salto hacia atrás, sujetándose los calzones con una mano, cayó sobre un palo que había apoyado en la pared, posiblemente la vara de Susan. Lo cogió, al tiempo que gritaba «¡Susan! ¡Susan!» y la emprendió a varazos en derredor hasta que los combatientes salieron huyendo a la carrera, el lechón en dirección a los establos de las vacas y el gato hacia un rincón del que procedían ruidos de aves. Un momento después concluyó la tregua: el establo se llenó de graznidos y cacareos; patos, gansos y gallinas revoloteaban frenéticamente, tratando de huir del gato, y Ebenezer recibió picotazos en la cabeza y en las piernas a medida que cada ave iba tropezándose con él. Aquella nueva conmoción resultó excesiva para los canes, una pareja de perros de aguas que ladraban roncamente; entraron desde el patio, de un salto, en persecución de lo que ellos tomaron por un zorro o una comadreja que estaría dando captura a las aves, y por más varazos que dio el Laureado entorno a sí, lo persiguieron desde el establo hasta un chopo situado junto al más próximo de los cobertizos que servían para almacenar el tabaco, obligándolo a trepar al árbol. Allí lo tuvieron acorralado por espacio de más de quince minutos, hasta que se fueron a dormir trotando, cuando su natural falta de entusiasmo pudo más que su ambición.
El poeta aún no había visto ni rastro de Susan Warren y empezaba a recelar que, a fin de cuentas, ésta le hubiera engañado. Tomó la resolución de descender y probar de nuevo suerte en el establo, por un lado, para verificar sus sospechas y por otro, para ponerse a salvo de los mosquitos, que le estaban cubriendo de señales la cara y los tobillos; pero cuando descendía oyó una especie de zumbido o chirrido en medio de la hierba. ¿Se trataba de un vulgar grillo o era una de aquellas serpientes que había descrito el señor Keech durante la cena? La idea de bajar perdió todo su encanto, aunque no volvió a oír el ruido ni los mosquitos se mostraron menos hambrientos, Ebenezer se quedó aún un buen rato en el árbol, demasiado amedrentado para siquiera hacer una indignada composición hudibrástica.
De hecho, hubiera podido muy bien quedarse allí hasta que despuntara el sol —pues, pisándole los talones al miedo, como la ramera que va en pos de su rufián, llegó la vergüenza, que, como él sabía, tarde o temprano acabaría apoderándose de él, y la vergüenza trajo consigo a su hermana de prostitución: la desesperación—, pero por fin oyó que un hombre decía, por la parte trasera de la casa: «¡Ya basta, Susan; buenas noches y vete de una vez!». Cerraron luego la puerta de la casa y una silueta embozada bajo una manta cruzó el lejano patio y entró en el establo.
—¡Ese desvergonzado de Mitchell ha estado con ella en el salón! —pensó Ebenezer, y recordó la burda familiaridad con que el plantador la había saludado. ¡La había abordado cuando salía y la había sometido a algún acto lascivo, y hasta ahora ella no había logrado escaparse!
Aquella conjetura, lejos de infundirle lástima, reavivó su ardor al instante, tal como ocurriera con la desgracia de las mujeres del Cyprian; sigilosa y cautamente se deslizó chopo abajo y recorrió a grandes zancadas la alta hierba, hasta llegar al establo, esperando en cualquier momento los colmillos de la víbora en un talón. Llegó salvo a la puerta, entró sin hacer ruido y en el interior atisbo tan sólo unos destellos muy tenues que despedía un fanal tapado.
—¡Chist! —susurró, y escuchó otro ¡Chist! como respuesta. Ebenezer percibió una respiración trabajosa, inconfundiblemente humana, un poco más allá, junto a la misma pared donde se encontraba él, de modo que decidió no volver a llamar y en cambio llevar a cabo su plan original de lanzar un ataque por sorpresa. Se arrastró con sumo cuidado hacia su presa, cuya ubicación dentro de la pocilga determinó fácilmente debido a la fuerza de aquella respiración y a los ruidos que hacían los inquietos puercos junto a la misma. Sólo cuando consideró que se encontraba virtualmente encima de su víctima, dijo, con voz melosa:
—¡Susie, Susie, queridita mía, paloma! —Y al mismo tiempo se abrazó amorosamente a la silueta.
Palpó unas piernas desnudas y las nalgas, pero…
—¡Por todos los demonios! ¿Qué es esto?
—Eso digo yo, ¿qué es esto? —exclamó una voz de hombre, y tras un breve forcejeo el poeta se vio sujeto boca abajo con el rostro contra la paja acre de la pocilga. Su supuesta víctima se encontraba sentada encima de su espalda y lo tenía sujeto por los brazos; cerdas, verracos y cochinillos gruñían con nerviosismo todos a la vez al otro extremo del recinto—. ¿Así que me habéis tomado por vuestra queridita y vuestra paloma, eh? ¿Qué clase de bellaco sois, señor?
—¡Por favor, permitidme que os explique! —imploró Ebenezer—. ¡Soy invitado del capitán Mitchell!
—¡Invitado nuestro! ¿Qué manera es ésta de corresponder a nuestra hospitalidad? ¡Os bebéis nuestra sidra, os coméis nuestras tortas de maíz y luego se os ocurre holgar con mi Porcia!
—¿Porcia? ¿Quién es Porcia?
—La misma a quien mi padre llama Susie. ¡Me apuesto algo a que ha sido él quien os ha metido en esto!
Al Laureado se le cayó el alma a los pies.
—¡Vuestro padre! ¿Entonces sois Tim Mitchell?
—El mismo. ¿Y qué especie de canalla y desagradecido sois vos?
—Soy Ebenezer Cooke, señor, Poeta Laureado de la provincia de Maryland…
—¡No! —dijo Mitchell, claramente impresionado y, para gran sorpresa de Ebenezer, lo soltó enseguida—. Incorporaos, señor, os lo ruego, y perdonad mi rudo comportamiento; sólo estaba preocupado por la castidad de mi Porcia.
—Yo… yo os perdono de buen grado —dijo el poeta y se incorporó presurosamente, pensando en las palabras del otro hombre. Tim Mitchell, a juzgar por su voz, era como mínimo de la edad de Ebenezer. ¿Cómo era posible que hablara de la castidad de Susan?—. Creo que os estáis burlando a mi costa, señor Mitchell, ¿es así?
—O vos a la mía —dijo el otro hombre, suspirando—. Muy bien; me habéis cogido por sorpresa y la vida de Porcia está en vuestras manos.
—¿Su vida? ¿Entonces está aquí, en esta pocilga?
—Claro que sí, señor; allí, con los demás. ¡Os ruego que no le digáis ni una palabra a mi padre!
—¡Diantre! —exclamó el poeta—. ¿Qué locura es ésta, señor Mitchell? ¡Explicaos, os lo ruego!
El otro hombre suspiró.
—Daría igual que lo hiciera, porque si tenéis intención de labrar vuestra desgracia, así lo haréis, y si sois un caballero, tal vez nos dejéis en paz.
—¿Estáis enamorado de Susan? —preguntó Ebenezer con incredulidad.
—Pues claro que lo estoy —repuso Tim Mitchell—, y lo estoy desde el día en que la vi. Su verdadero nombre es Porcia, señor Cooke, es mi padre quien la llama Susie, que era el nombre de una ramera que fue amante suya. La mira como si le perteneciera, señor, y la trata como si fuera una bestia. ¡Si se conociera la verdad de nuestro amor, su cólera no tendría fin!
—Querido señor Mitchell…
—¡El muy canalla! —prosiguió Timothy con voz insegura—. En tanto aguarda a tener en su poder a esa fulana nueva se viene todas las noches con mi pobre y querida Porcia, cuya virginidad reclamó para sí cuando aún era una lechoncilla demasiado joven para ser capaz de rechazarlo.
Ebenezer no pudo menos de admirar la metáfora de la lechoncilla, mas con todo existían obvias discrepancias con respecto a lo que contaba Susan de su pasado.
—Yo afirmo —protestó— que esto no es…
—La cobardía humana no conoce límites —dijo Timothy con voz sibilina—. A pesar de ser mi padre, señor, lo aborrezco como si fuera el diablo. No digáis nada de esto, os lo ruego, pues en su perfidia, si llega a saber algo de nuestro amor, se la entregaría a ese verraco lascivo que hay en aquella pocilga, el cual siempre la ha mirado con intenciones obscenas, consintiéndole que llevase a término los babeantes deseos que abriga hacia ella.
Ebenezer se quedó boquiabierto.
—No estaréis dando a entender…
Mas en el momento que Ebenezer atisbo la verdad, el joven Mitchell dijo a voces:
—¡Porcia! ¡Ven acá! ¡Porcia, jiá!
Y en medio de la oscuridad se oyó gruñir a un animal desde la pared del fondo.
—¡Miradla! ¿Verdad que es linda? —dijo Tim, orgulloso.
—¡Basta ya! —susurró el Laureado.
—Pensad en ella como si fuera vuestra hermana querida, señor: ¿la entregaríais para que la violara una sucia bestia?
—¡No! —exclamó Ebenezer—. ¡Y me siento afrentado por la analogía! En realidad no puedo decir quién es más bestial si el sodomita o el verraco. ¡Este es el peor vicio que he conocido jamás!
La voz de Timothy Mitchell revelaba que se sentía más desilusionado que intimidado por aquel estallido.
—Ah, señor, ninguna práctica amorosa es un vicio en sí. ¿Es posible que seáis poeta y no os deis cuenta de eso? Adulterio, violación, engaño, seducción desleal…, ésas son cosas viciosas, no el apareamiento en sí: el pecado no está en el acto sino en las circunstancias que lo rodean.
Ebenezer sintió deseos de ver el rostro de aquel moralista tan singular.
—Lo que vos decís puede muy bien ser cierto, pero estáis hablando de hombres y mujeres…
—¡Qué pena que un poeta escuche tan a la ligera! —le recriminó Timothy—. Yo hablaba de machos y hembras, no de hombres y mujeres.
—¡Pero una unión tan sucia, tan antinatural!
Timothy se rio.
—Me parece que Nuestra Señora Naturaleza no es tan delicada como vos, señor. Os concedo que cuando un perdiguero está en celo busca una perra con la que aparearse, pero ¿le importa lo más mínimo que sea caniche o mastín? No, vive el cielo; más aún; cualquier cosa le servirá de pareja, sea una perra, su hermano o la bota de su amo. La urgencia que siente es natural y tiene por objeto a la naturaleza toda…, cualquier diana le sirve de perra, digámoslo así. Yo he visto a esos perros de ahí fuera montar ovejas.
Ebenezer suspiró.
—De todos modos, el rostro de la sodomía sigue estando revestido de una sonrisa siniestra, a pesar de los afeites y ungüentos de vuestra retórica. Estas pobres criaturas mudas se ven engañadas por accidente, pero el hombre posee la luz suficiente para ver el plan de Nuestra Señora Naturaleza.
—Y el suficiente sentido como para ver que carece de finalidad, salvo la de perpetuar las especies —añadió Timothy—. Y el ingenio suficiente como para hacer por diversión lo que las bestias hacen por necesidad. Yo no ando enemistado con las mujeres, señor Laureado: muchas son las doncellas que he amado antes de ahora, y sin duda lo volveré a hacer. Pero así como las Escrituras nos dicen que la muerte es el fruto del árbol del conocimiento, así también el aburrimiento, me parece a mí, es fruto del ingenio y de la fantasía. Una amante nueva se tumba boca arriba y su amante queda satisfecho. Pero enseguida aquel placer tan simple los cansa y ellos se aprestan a refinar su entretenimiento: del Aretino aprenden el gozo de diversas posturas e inclinaciones; de Boccaccio y los demás aprenden a cortejar a la luz del día, en los campos, dentro de toneles y en los recovecos de las chimeneas; de Catulo y de los picaros griegos aprenden que hay más de un camino para llegar al bosque, así como que hay más de un bosque que cabe explorar de innumerables modos. Si se tiene ingenio y audacia, los descubrimientos no tienen fin y, si además leen, tienen a su disposición las investigaciones amorosas de la raza: los placeres de Catay, de los moros, de los turcos y de los africanos, así como los de los pueblos más inteligentes de Europa. ¿No sucede muchas veces así, señor? Cuando los hombres como nosotros nos enamoramos de una mujer, nos enamoramos de todas sus partes y aspectos; no podemos descansar hasta conocer con todos nuestros sentidos cada una de las partes más normales y más secretas de nuestra amada, y entonces hacemos rechinar los dientes por no ser capaces de rebasar el límite de su piel. Yo no soy un gran poeta como vos, señor, pero este mismo anhelo de que hablo lo transformé en cierta ocasión en poesía de la manera siguiente:
Dejad que pruebe el sabor
de las vuestras lagrimillas,
probar también el cerumen
de esas orejas divinas;
dejadme beber el vino
que vuestro cuerpo destila…
—¡Eh! ¡Pardiez! ¡Acabad antes de que me entren náuseas! —exclamó Ebenezer—. ¡El vino que vuestro cuerpo destila! ¡Jamás había oído versos semejantes!
—¿Entonces no conocéis al maestro Barnes, el sonetista? El anhelaba ser el jerez que contenía el vaso de su amada, para que así ella pudiera removerlo con la lengua, calentar su sangre amorosa con él, y después, orinarlo…
—Hay algo de verdad en todo esto que me decís —admitió Ebenezer—. Además estoy dispuesto a reconocer que de no estar decidido a conservar mi castidad…, no, no os riáis, señor, es cierto, como os explicaré a su debido tiempo; de no estar decidido a conservar mi castidad, como digo, y si tuviera una amante, como el común de los mortales, entonces sentiría esa ansiedad de que habláis por conocer a la mujer en todo aspecto posible, con la sola excepción del «vino de su cuerpo» y otros licores semejantes, que para los tragos que estoy dispuesto a dar, pueden seguir en su destilería. En esto no hay nada de antinatural: no es más que el ancestral anhelo del amante, del que habla Platón, ser un solo cuerpo con la amada, y en especial, tratándose de poetas, no hay de qué asombrarse, pues el amor y la mujer son con frecuencia el asunto de la poesía. Sin embargo, no es pequeño el salto que hay que dar para pasar de la Laura de Petrarca, o incluso de la hembra sedienta de Barnes, hasta vuestra gorda Porcia, aquí presente.
—Todo lo contrario, señor, no es preciso dar salto ninguno —dijo Tim—. Ya habéis defendido mi causa. Vuestro Sócrates tenía a Jantipa para que le calentara la cama, pero al mismo tiempo se dedicaba a retozar con un muchachuelo griego, ¿o no es verdad? Vos decís que las mujeres son frecuentemente el asunto de la poesía, pero en realidad el poeta canta al orbe entero en toda su plenitud: es su amante la creación divina toda, y a ella le profesa este mismo amor y curiosidad ilimitada de que hablamos. El poeta ama el cuerpo femenino —¡bien lo sabe el cielo!—, ama el pequeño espacio vacío que media entre los muslos, el cual busca para efectuar una dulce fricción, ahondando en él, y asimismo los hoyuelos que se forman en la base de la espalda no son ajenos a sus besos.
—¡Nadie pone en tela de juicio —dijo Ebenezer, a quien se le había vuelto a alborotar la sangre— que el cuerpo femenino es un prodigio digno de ser contemplado!
—Mas ¿ello os dejará ciego para la contemplación de la belleza del cuerpo masculino, señor? No tal, si tenéis los ojos de Platón o los de Shakespeare. ¡Qué hermoso es un hombre bien formado! La belleza del tórax, los firmes músculos de las pantorrillas y los muslos; las manos, tan nítidamente definidas, con los trazos de las venas y los tendones, mucho más gratas a la vista que las de la mujer; el vello del pecho, que ni los mejores escultores son capaces de reproducir, y lo más noble de todo: ¡su virilidad en reposo! ¡Qué contraste con la dulce ausencia de desorden propia de la mujer! A mi parecer, el defecto principal de los escultores griegos es que sus hombres de mármol tienen las partes que corresponderían a un niño pequeño: eso es arte pederasta, y yo abomino de él. ¡Cuán prodigioso hubiera sido que hubieran cincelado la verdad viviente, a la que los pueblos de la antigüedad solían rendir adoración: la esfera y la maza que simbolizan el poderío!
—También yo he admirado a veces a los hombres —dijo Ebenezer a regañadientes—, pero mi carne retrocede ante la idea del contacto amoroso. Lo cierto era que las palabras de su invisible interlocutor le habían recordado las indignidades que había padecido hacía más de tres meses en el castillo de proa del Poseidón.
—Entonces tanto más lamentable —dijo Tim con ligereza—, pues hay mucho que decir de los hombres en verso. Diantre, a veces me gustaría poseer el don de la palabra, señor, o que algún poeta tomara posesión de mi alma. ¡Qué versos escribiría sobre los cuerpos de los hombres y de las mujeres! ¡Y también sobre el resto de la creación! —Ebenezer le oyó darle unas palmaditas a Porcia—. Grandes sabuesos de cuerpo sinuoso, yeguas lustrosas o vacas áureas… ¿Cómo pueden los hombres quedarse satisfechos con darle unas palmaditas a bestias tan hermosas? Yo, yo las amo desde los más hondos recovecos de mi alma. ¡La pasión me oprime dolorosamente el corazón por causa de sus cuerpos!
—¡Perversión, señor Mitchell! —le reprochó el Laureado—. ¡Os habéis alejado de la compañía de Platón y de Shakespeare, y de todos los demás caballeros también!
—Pero no de la humanidad —declaró Timothy—. Europa, Leda y Pasífae son mis hermanas; mi descendencia, el Minotauro, los dioses egipcios que tienen cabeza de animal, los hermosos príncipes y princesas de los cuentos de hadas, a los que es preciso amar bajo la forma de sapos, gansos y osos. ¡Yo amo el mundo, señor, y, por lo tanto, le hago el amor! Yo he depositado mi semilla en hombres y en mujeres y en una docena de animales de especies distintas, en los rugosos troncos de los árboles y en los úteros llenos de miel de las flores; yo he retozado encima del pecho negro de la tierra y la he abrazado con fuerza; yo he cortejado a las olas del mar, he impregnado los cuatro vientos y he lanzado mi pasión hacia el cielo, apuntando a las estrellas.
Era tan exaltada la voz que hacía aquella confesión que Ebenezer retrocedió, lo más discretamente que pudo, alejándose unas pulgadas del autor de la misma, del que empezó a recelar que estuviera loco.
—Es un punto de vista… sumamente interesante —dijo.
—Estaba seguro de que os agradaría —dijo Timothy—. Es la única manera de mirar el mundo propia de un poeta.
—Ah, bueno, yo no he dicho que compartiera vuestros gustos tan variopintos.
—¡Vamos, vamos, señor! —dijo Timothy, riéndose—. ¡No estabais dormido cuando entrasteis aquí diciendo Susie!
Ebenezer masculló un amago de protesta; por una parte no le gustaba que Timothy creyera que el Laureado de Maryland compartía su gusto vicioso por los animales, pero por otra parte no estaba dispuesto a revelar la verdadera razón de su presencia en el establo.
—Sois demasiado caballeroso como para importunarla ahora —prosiguió Tim.
Ebenezer le oyó acercarse y retrocedió un paso más.
—¡Fue un error de juicio! —exclamó, estremecido de vergüenza—. ¡Puedo explicarlo todo!
—¿Por qué? ¿Creéis que me propongo mancillar vuestro nombre, después de que habéis salvado a Porcia? Susan Warren me lo contó todo y yo le dije que os aguardara; os llevaré enseguida junto a ella y podréis pasaros la noche entera refocilándoos. Se situó junto a Ebenezer antes de que éste pudiera echarse a correr y lo cogió del brazo.
—Sois más que amable —dijo el Laureado con aprensión—, pero no tengo el menor deseo de acudir. Es verdad que soy virgen, lo juro, a pesar de mis malas intenciones con respecto a Susan Warren; alguna pasión monstruosa y repentina se adueñó de mí, y ahora me siento sumamente avergonzado. —Una vez más recordó con amargura su actitud deplorable a bordo del Poseidón—. Gracias al cielo me he retrasado, de modo que la prudencia ha enfriado mi ardor, de lo contrarío le hubiera causado un gran mal a ella y a mí mismo.
—¿Entonces es verdad que todavía sois virgen? —preguntó Tim con suavidad, oprimiendo con más fuerza el brazo del poeta—. ¿Y tenéis intención de seguir siéndolo pase lo que pase?
Hablaba con voz totalmente diferente de la que había empleado hasta entonces; al Laureado se le pusieron los pelos de punta y la sorpresa lo dejó tan vacío que no acertó a hablar.
—No resultaba fácil creerlo —agregó la nueva voz—. Por eso dije que la porquera esperaba.
—¡No doy crédito a mis oídos!
—Tampoco yo cuando Mitchell me habló del invitado que había para la cena. ¿Nos confiamos mejor a la vista?
El hombre apartó totalmente la cobertura del fanal: en medio del resplandor amarillento, que atrajo la atención de los cerdos, Ebenezer vio no a aquel «Peter Sayer» de barba y pelo negro que era el Burlingame de Plymouth —¡aunque aquello ya habría sido bastante increíble!—, sino al tutor de Saint Giles in the Fields y de Londres, bien vestido, cuidadosamente afeitado y con peluca.