20. EL LAUREADO ATIENDE A LA PORQUERA

Ebenezer y Bertrand escucharon, mudos de asombro, aquella historia, una vez acabada la cual, exclamó el poeta:

—¡Pero bueno, vuestro amo es el diablo en persona! ¡Charles, Charles! ¿Dónde está la majestad de la ley de Maryland, cuando tan mal se trata a una mujer? ¡Ah, si el cielo hubiera querido que mi equipaje se encontrara aquí y no donde sólo Dios sabe! ¡Entonces hubiera sacado la espada y ese capitán Mitchell iba a hablar con viveza!

—Ah, no, no os atreváis —advirtió Susan—. Si se os escapa una sola palabra de lo que he dicho, somos todos muertos.

—En ese caso —dijo el Laureado tras reflexionar un poco—, no tendrá el honor de mi visita. ¡Sí, ese patán va a ver cómo las gentes de bien dan de lado a las bestias como él!

—¡Por mi fe! —comentó Bertrand—. ¡Temible castigo es el que demandáis, señor!

Al punto Susan reemprendió el llanto.

—¡Entonces todo está acabado! —dijo—. ¡Completamente acabado!

—¿Cómo es eso? —inquirió el poeta—. ¿Qué es lo que está acabado?

—Yo —contestó la mujer—, pues cuando os vi el rostro y supe cuál era vuestro prodigioso cargo, mi pobre cerebro concibió un plan. Pero lo que yo he concebido, vos lo habéis abortado, y ello es el fin de Susan Warren.

—¿Un plan decís?

La porquera asintió.

—Para tramar mi huida y librarme de ese anticristo que es mi amo.

—Entonces os suplico que lo desveléis para que podamos juzgarlo.

—Hace algún tiempo —dijo ella—, cuando el capitán Mitchell dio con su última víctima, supuse que mis ampollas pronto se convertirían en un peso para él, de modo que, al tiempo que fingía comer todo el contenido de aquéllas, en realidad dejaba un poco cada vez, y lo reservaba en mi caja de rapé. De cada ampolla me comía un grano menos y guardaba un grano más, y así ahora tengo reservas casi para un mes; además he ocultado mi único vestido nuevo, el que me proporcionó la señora Sissly para que me azotaran. He tenido noticias secretas de que el contrato de servidumbre de mi padre ha expirado, y de que el señor Spurdance, su amo, le ha donado veinte acres de su propiedad, en la orilla oeste, para que los cultive. Si logro huir de esta casa maligna, me dirigiré a la granja de mi padre y me esconderé hasta que finalice mi cura; entonces él y yo buscaremos un pasaje para regresar a Londres.

—¡Bravo plan! —dijo Bertrand, cuya simpatía había sido enteramente ganada por las cuitas de la porquera—. ¿Qué podemos hacer para ayudaros?

—¡Ah, señor! —dijo Susan, llorando y aún dirigiéndose a Ebenezer—. Este bravo plan sería en verdad necio tan sólo con que yo pusiera pie en la carretera. La ley es dura con la servidumbre que huye y mis espaldas no tienen sed de nuevos latigazos. Lo que preciso para abandonar este pozo del infierno no es más que una cantidad de plata que vos no echaréis en falta; he encontrado a un barquero que correrá el riesgo de ser azotado por llevarme al otro lado de la bahía, pero exige el pago. ¡Dos libras, milord! —exclamó la mujer, y dejó sumamente desconcertado al Laureado, hincándose de hinojos ante él y abrazándole las piernas—. ¡Dos libras bastarán para hacerme llegar a salvo junto a mi querido padre! ¡Oh, señor, no me rechacéis! Imaginad que alguien a quien amáis se halla en este triste aprieto…, vuestra hermana o alguna elegida de vuestro corazón.

—Pluguiera a Dios que estuviera en mi poder ayudaros —dijo Ebenezer—, pero no tengo un céntimo. No poseo más que este anillo sin valor, que es de hueso…

Lo extrajo con pesar de la camisa para mostrar su pobreza, mas al verlo Susan dio un salto y exclamó:

—¡Dios nos salve! ¿De dónde procede ese anillo?

—No me está permitido decirlo —replicó el poeta—. ¿Por qué os alarmáis al verlo?

—No importa —dijo Susan, y asió el anillo hecho con hueso de pescado, que aún pendía de un cordón ceñido al cuello del poeta—. Tiene un cierto valor en el mercado y me parece que el barquero lo aceptará como pago.

Mas Ebenezer dudaba.

—Fue una especie de regalo —dijo—. Me cuesta desprenderme de él…

—¡Cristo! ¡Cristo! —gimió Susan—. ¡Vais a rechazarme! ¡Mirad allí, acordaos de cómo abusa de mí ese desalmado! ¿Queréis enviarme allí a por más?

Alzó la falda andrajosa por encima de las rodillas y mostró las piernas, que, pese a estar plagadas de cardenales y verdugones, no se veían afectadas por la fealdad que había alterado el resto de su físico. La verdad es que eran unas piernas bastante agraciadas, las primeras que Ebenezer veía desde aquel día a bordo del Cyprian.

—Bueno, bueno, seguís siendo una mujer —dijo Bertrand, apreciativamente—, y las buenas mozas se sientan encima del mejor argumento que poseen.

Aquel comentario provocó nuevas lágrimas de Susan y una mirada cáustica por parte de Ebenezer.

—He visto bastante puterío —aseveró ella— y el barquero es demasiado viejo como para preocuparse.

—¿De veras? —sonrió el criado—. Pero mi amo y yo no.

—¡Refrena tu lengua! —ordenó el poeta. Susan se acercó a él y se sintió más conmovido que nunca por su extraña historia y por su parecido con Joan Toast.

—¿No permitiríais que me volvieran a golpear, verdad que no, señor? —Para entonces tenían a la vista una casa, la luz de cuyas ventanas iluminaba los campos de tabaco—. Esa es la casa del capitán Mitchell; él os recibirá de buen grado en calidad de huésped, pero a mí me azotará a escondidas hasta hartarse del juego.

Ebenezer tuvo cierta dificultad con la voz:

—Sería verdaderamente lamentable —graznó.

—No lo permitiré —dijo la mujer con suavidad—. Si el hombre que más aborrezco en el mundo hace conmigo lo que quiere cuando le place, ¿he de negárselo al hombre que me libre de todo mi dolor? —Acarició el anillo de hueso de pez con el dedo y sonrió—. No, sería un pecado que mi salvador no obtuviera todo el placer que le corresponde esta misma noche, antes de que yo huya.

—Por favor, no sigáis —respondió Ebenezer—. Mi conciencia no descansaría si yo me interpusiera entre vos y vuestro amante padre. Tendréis el anillo.

Ebenezer sacó por encima de la cabeza el cordón de cuero sin curtir y le ofrendó el anillo de Quassapelagh. La porquera no se deshizo en muestras de gratitud inmediatamente, para su leve desencanto; de hecho, su porte se tornó más rígido cuando cogió el regalo y su sonrisa mostró cierta amargura.

—Entonces, hecho —dijo ella, y se guardó anillo y cordón en un bolsillo del vestido. Se encontraba en el lindero del bosque, junto a un campo de tabaco; la luna, al alzarse sobre la desembocadura del río teñía de blanco sus rostros y los costados de los puercos que hozaban perezosamente por entre el tabaco verde. Susan entró en el campo, dejó su vara en el suelo, entre las hileras de tabaco y se volvió hacia los dos hombres, plantándoles cara con los brazos en jarras.

—Y ahora, señor Laureado de Maryland —dijo ella—, venid a holgar conmigo entre el tabaco y acabemos con esto.

El poeta estaba perplejo.

—¡Cielos, señora Warren, interpretáis mal mi gesto!

—¿Eh? —se echó hacia atrás el pelo que le caía despeinado sobre la cara—. Vamos presto, ¿entonces en el henil que hay junto al granero? ¿No seréis de esos que necesitan una cama?

Ebenezer dio un paso adelante para protestar.

—Señora, yo os suplico…

—¿No será la presencia de vuestro criado lo que os intimida, verdad? —dijo Susan en son de burla—. Parecéis del tipo de los que fornican a la luz del día y que mire quien quiera. ¿Os complacería más que fingiera una violación?

—Dios nos salve —dijo Bertrand—. ¡Esta mujerzuela tiene temple! ¡Maldita sea la hora en que perdí mi anillo de hueso de pez!

—¡Basta! —exclamó el Laureado—. No abrigo intenciones con respecto a vuestra persona, señora Warren, ni tampoco quiero recompensa de ninguna clase, excepto que os reunáis con vuestro padre y os libréis del anhelo vicioso que os ha prostituido. Yacer con mujeres es contrario a mis votos y ponerle un precio a la caridad es un insulto a mis principios.

Aquello causó que la porquera hiciera una pausa; se cruzó de brazos, volvió la cabeza a un lado y hundió un pensativo pulgar del pie en el lodo.

—Mi amo es una especie de cura que hace rimas —explicó rápidamente Bertrand—. Es el obispo, por si no lo sabíais, de todos los poetas. Pero es un hecho conocido que los votos del cura no son extensivos a su sacristán, del mismo modo que los principios de mi amo no son extensivos a mí…

—¿Es por razón de principios por lo que vuestro amo me desdeña? —interrumpió Susan, y aunque la pregunta iba dirigida a Bertrand, era a Ebenezer a quien ella miraba—. ¿O es mi lamentable estado lo que lo vuelve tan moralista? Me parece que entonaría una melodía más lujuriosa si yo estuviera libre de las cicatrices del látigo y del olor a puerco, y si fuera joven y estuviera llena de vida como esa muchacha, Joan Toast.

—¿Qué nombre es ése? —exclamó el poeta—. ¡Santo cielo, pensé que dijiste Joan Toast!

Susan hizo un gesto afirmativo, deshaciéndose una vez más en lágrimas.

—Esa es la muchacha de la que hablé y que en breve será la hermana más reciente de mi amo, lo que supondrá la muerte de Susan Warren.

Ebenezer se dirigió a su criado.

—¡Es demasiado fantástico, Bertrand!

—Yo mismo apenas soy capaz de darle crédito, señor —dijo Bertrand—. Sin embargo, existe ese parecido pasajero que su historia explica.

—No es tan raro —dijo la mujer, malhumorada—. Pese a esos aires tan galantes que se da, la tal Joan Toast era una simple puta de Londres no hace mucho, y son muchos los hombres que la han conocido.

—¡Os prohíbo que habléis así! —ordenó el Laureado—. Le profeso cierta reverencia a Joan Toast; hay en mi interior una morada honrada y extraña de la que ella es dueña por razones que nadie conoce aparte de nosotros. ¿Dónde está, por el amor de Dios? ¡Debemos preservarla de ese Mitchell!

—¿Cómo podemos hacerlo? —preguntó Bertrand—. No tenemos ni armas ni dinero.

Ebenezer cogió a la porquera por el brazo.

—¡Tenéis que llevárosla con vos a la granja de vuestro padre! —dijo—. Contadle vuestra historia y explicadle el peligro en que se encuentra. Cuando llegue a Malden me la llevaré allí…

—¿Y os casaréis con ella? —preguntó Susan con cierta acritud—. ¿O en vez de eso seréis su alcahuete y salvaguardaréis vuestros principios?

El Laureado se ruborizó.

—¡No es momento para especulaciones y conjeturas!

—En cualquier caso, no puedo llevármela —dijo Susan—. Sólo tengo para pagar una travesía.

—¡Eso lo podemos cambiar enseguida! —rio Bertrand, dando un salto y sujetándola de los dos brazos—. ¡Recuperad el anillo, señor, mientras la sujeto!

—¡Cerdo! —chilló ella—. ¡Os arrancaré los ojos!

—No, Bertrand —dijo Ebenezer—, suéltala.

—¿A esta mujerzuela? —exclamó Bertrand, riéndose de sus intentos por soltarse—. ¡No es más que una putilla, señor! ¡Coged el anillo!

Ebenezer sacudió la cabeza con tristeza.

—Putilla o no, yo se lo di de buena fe. Además no conocemos a ese barquero ni sabemos dónde puede estar Joan Toast. Suéltala.

Bertrand soltó los brazos de la porquera y le dio un pellizco. Ella profirió otra maldición, cogió su vara y le lanzó un golpe que, de no haberse apartado de un salto, le hubiera costado algunas costillas.

—¡Me vas a llamar putilla! —dijo con ferocidad y salió corriendo en pos de él por la plantación.

Ebenezer, mucho más preocupado por Joan Toast que por ninguno de los dos, se encaminó hacia la casa con gesto de inquietud.

—Vuestro criado es un marrano lascivo —dijo Susan, dándole alcance un momento después. Se echó el pelo hacia atrás con la mano y azuzó a los cerdos—. Os pido disculpas por haberle hecho salir corriendo.

—Se lo ha ganado —dijo el poeta, distraídamente.

—Y os doy las gracias por haber respetado el regalo aunque haya sido sólo la caridad lo que os ha movido a ello. Debéis tener en alta estima a esa moza, Joan Toast.

—Haré cualquier cosa por salvarla —dijo Ebenezer.

—Creo que puedo arreglarlo con el barquero —dijo Susan—. Yo no le valgo, pero una furcia joven y fresca como Joan dispone de medios para complacer al más débil.

—¡No, no lo permitiré! Hallaré algún otro modo. ¿Dónde está ella?

La porquera no sabía dónde vivía Joan Toast, pero dijo que visitaba al capitán Mitchell por las noches.

—Esta misma noche el capitán tiene la intención de darle opio, con mi ayuda. La alcanzaré antes de que llegue, si vos lo deseáis, y la enviaré a algún lugar apartado a fin de que se reúna con vos.

Ebenezer aceptó aquel plan con entusiasmo y aunque lo acobardaba un tanto la perspectiva de ver al capitán Mitchell, Susan lo convenció de que se encontrara con el plantador a la hora de cenar.

—El mismísimo diablo puede representar el papel de caballero —dijo—. Todo el mundo es bienvenido a la mesa del capitán Mitchell y puede que cambie vuestros harapos por algo mejor cuando escuche vuestra historia. Cuando Joan Toast esté bien escondida, os lo haré saber y os llevaré hasta ella antes de partir a casa de mi padre.

—¡Hecho! —exclamó el poeta, muy complacido—. No acierto a entender por qué está en Maryland, pero me alegraré de verla.

—Y, decidme, ¿estáis seguro de que ella sentirá lo mismo? —dijo en son de burla la porquera—. ¿Puede alguna ramera creer que aún sois virgen?

—Eso no importa —dijo Ebenezer—. Tampoco nadie pensaría que soy Laureado al verme en este estado, y sin embargo, soy Laureado, y virginal también. Santo cielo, Susan, ¡cuánto ansío ver a esa muchacha! ¡Os suplico que no me falléis!

Susan manifestó su aquiescencia con un resoplido y juntos llegaron a la casa, una morada de troncos, grande pero mal conservada. Se hallaba situada en medio de los campos de tabaco verde y los huertos infestados de malas hierbas, y la tierra desnuda que la circundaba olía mal por causa de los excrementos de numerosas gallinas.

—Me parece que vuestro amo ha caído bajo —comentó Ebenezer—, pues se rebaja a ocupar una vivienda semejante.

—¿Qué decís? —exclamó la mujer—. ¡Es una de las mejores del río! ¡Es un emplazamiento demasiado bueno para un canalla como él!

Ebenezer no hizo ningún comentario, sino que tomó brevemente en consideración si eliminar de su cabeza ciertos versos que ensalzaban la gracia de las viviendas de Maryland o bien conservarlos por si los conocimientos de Susan resultaban ser incompletos. Cuando la porquera lo dejó a fin de llevar a sus custodiados de regreso al establo, Ebenezer llamó a Bertrand, que llegó profiriendo maldiciones contra la mujer, y juntos se dirigieron a la parte delantera de la casa.

—Pido al cielo que esa mujer esté en lo cierto con respecto a su amo —dijo Ebenezer, y llamó a la puerta.

—Yo no confiaría en esa fulana ni veinte pasos —dijo Bertrand, refunfuñando—. Ese hombre podría asesinarnos mientras dormimos.

Abrió la puerta un hombre grueso, de cincuenta y tantos años, nariz colorada y patillas recortadas, cuya persona, de todos modos, tenía un aire de buena crianza.

—Buenas noches, caballeros —dijo, efectuando una inclinación levemente burlona. Sus ropas estaban a la moda, bien que raídas, y la excelente gravedad de su voz, sospechó Ebenezer, se debía en parte a su educación y en parte a que su laringe estaba bien regada de licores. A pesar del aspecto miserable que presentaban, él se mostró hospitalario, conforme había predicho Susan: se presentó como el capitán William Mitchell, invitó a los visitantes a pasar al interior de la casa con suma cordialidad e insistió en que se quedaran a pasar la noche.

—Procedan vuestras mercedes de la cárcel o de la universidad —afirmó—, aquí son bienvenidos, lo juro. Están preparando la cena, así que siéntense allí con los demás, que hay sidra para afilar el hambre.

Ebenezer le dio las gracias a su anfitrión y se lanzó a dar una explicación de sus penalidades —la cual, sin embargo, el capitán Mitchell amablemente declinó escuchar, sugiriendo que sirviera en cambio para amenizar la mesa. Entonces los huéspedes fueron conducidos al comedor, de donde no habían dejado de llegar en ningún momento ruidos de alegría, y fueron presentados a una concurrencia de media docena de plantadores de la vecindad, entre los cuales, para considerable sorpresa suya, Ebenezer vio al viejo barquero de las orejas cortadas y a alguno más de los que se hallaban aquel día en el embarcadero, vestidos con tela escocesa. Lo saludaron alegremente y sin malicia.

—Le buscamos para que se uniera a nosotros, señor Cooke —dijo uno—. Debéis perdonar la bromilla de Jim Keech.

—Claro, claro —dijo Ebenezer, que no veía qué otra postura podía adoptar—. Reconozco que tengo más aspecto de mendigo que de Laureado de Maryland, pero cuando vuestras mercedes hayan oído las penalidades que hemos padecido mi criado y yo, podrán entender nuestra situación.

—Estoy seguro de que así será —dijo, conciliador, el anfitrión—. Sin duda alguna lo entenderemos.

Acto seguido envió a Bertrand a comer a la cocina y le indicó a Ebenezer que se sentara a la mesa, que compensaba en cantidad lo que faltaba en elegancia. Como tenía mucha hambre, Ebenezer cayó enseguida sobre la comida y se atiborró de pan de borona, leche, maíz molido y una papilla de sidra, aderezada con grasa de tocino y dulcificada con melaza, regándolo todo con sidra de una cuba que había a mano. Por un momento debatió consigo mismo la conveniencia de revelar su identidad, mas puesto que ya se la había manifestado impulsivamente a los hombres del embarcadero y puesto que la concurrencia no daba muestras de hostilidad, no vio daño alguno en referir toda la historia. Procedió a hacerlo cuando concluyó la cena y todos los invitados se habían retirado a unos asientos de cuero manchados de grasa que había en el salón; sólo omitió los aspectos políticos de su captura y la aventura con Drakepecker y el rey Anacostino, cuya seguridad temió pudiera poner en peligro el cuento. Su audiencia le escuchó con gran interés, especialmente cuando llegó al rapto del Cyprian. Con la lengua inspirada por el barril de ron que había en el salón, Ebenezer habló con elocuencia de Boabdil encaramado a las jarcias de mesana, así como de las damas noblemente despreocupadas que se encontraban atadas a la borda de babor; sin embargo, cuando acabó, vio, levemente decepcionado, escasos signos de la piedad y el terror que pensó que su cuento debía inspirar en el oyente más insensible: en lugar de ello, los hombres aplaudieron como si hubieran presenciado una representación, y el capitán Mitchell, lejos de sentir conmiseración, le pidió que recitara un par de poemas, a modo de bis.

—Debo declinar la petición —dijo el poeta, no poco molesto—. Hoy ha sido un día cansado y no me queda voz.

—¡Qué pena que no esté con nosotros nuestro Timmy! —dijo Jim Keech, el de la palma marcada—. Os sacaría a colación un poema que os llevaría al otro lado de la bahía.

—Mi hijo Tim tampoco es manco a la hora de hacer versos —le explicó el capitán Mitchell a Ebenezer—, pero tal vez vos pudierais decir que son de una clase algo más burda.

—El también es un Laureado —afirmó Jim Keech sonriendo—. Se denomina a sí mismo el Laureado de la Lubricidad, que según dice quiere decir, simplemente, suciedad.

—¿De veras? —dijo el poeta, más por cortesía que por verdadera curiosidad—. No sabía que nuestro anfitrión tuviera un hijo.

En realidad, Ebenezer estaba ocupado pensando en Joan Toast y en la porquera, de quienes se había acordado por la referencia que hiciera Keech a la travesía de la bahía. El capitán Mitchell le pidió disculpas al grupo por la ausencia de su popular hijo, quien, según dijo, había ido a gestionar cierto asunto a la ciudad de Saint Mary y esperaba que volviera aquella noche o al día siguiente; a Ebenezer le resultaba difícil aceptar que aquel afable propietario rural que tenía ante sí fuera el villano del cuento de Susan Warren; sin embargo, en sus piernas estaban las marcas del látigo, y cada señal era tan cruel como las que tenía Drakepecker en la espalda; también existía el parecido, inexplicable de otro modo, entre las víctimas de la pasión del capitán.

A aquellas alturas la concurrencia hacía caso omiso de Ebenezer: se habían distribuido pipas confeccionadas al estilo indio y el humo y el chismorreo general llenaban toda la habitación. Como no sabía nada de las cosechas, los peces, las serpientes de cascabel y las personalidades sobre las que versaba la conversación, irritado como estaba porque su condición no había despertado mayores simpatías y cansado tras aquel día largo y cargado de acontecimientos durante el cual había sido náufrago, dios, libertador de reyes y doncellas desdichadas, además de Poeta Laureado de Maryland, Ebenezer apartó su atención de los comentarios de aquellos hombres y se sumió en una suerte de ensueño lleno de ansiedad. ¿Cómo le recibiría Joan Toast a fin de cuentas? ¿Adónde había ido tras dejar su habitación de Pudding Lane y cómo le había llevado hasta allí su temible cólera?

Ardía en deseos de saberlo, y sin embargo temía las respuestas a aquellas preguntas. Se estaba haciendo tarde; dentro de poco, si no le estaba engañando, Susan Warren le mandaría recado indicándole la cita, y la perspectiva era no poco alentadora. Evocó la visión de Joan Toast en su habitación, así como la de la muchacha a la que tuvo intención de violar a bordo del Cyprian

—¡Dios santo que estás en los cielos! —exclamaron sus pensamientos, y se estremeció hasta la médula. La conexión que no había visto hasta entonces lo colmó de remordimientos y pesar: ¿sería posible que Joan Toast, de algún modo, hubiera subido a bordo del Cyprian? ¿Era ella la muchacha en pos de la que había ido profiriendo gritos lascivos, y a la cual el moro horrible…?

Sus facciones se convulsionaron tan violentamente ante aquella posibilidad indecible que el anfitrión le preguntó al punto por su salud.

—Nada, señor, os pido disculpas —logró decir Ebenezer—. No es más que cansancio, os lo juro.

—Entonces a la cama antes de que os muráis aquí en el salón —dijo el capitán Mitchell, riéndose—. Os indicaré donde dormir.

—No, os lo ruego… —imploró el poeta, temeroso de no poder acudir a la cita prevista.

—¡A un lado con vuestros modales londinenses, señor Cooke! —insistió el anfitrión—. En Maryland cuando un hombre está cansado, duerme. ¡Susan! ¡Susan, eh, sucia ramera, ven aquí!

—Ah, bien, señor, si no es una afrenta para nuestros graciosos huéspedes…

La porquera apareció en el umbral del salón, respondió a la mirada de Ebenezer con un leve gesto de asentimiento y lanzó una mirada hosca a los plantadores, que recibieron su aparición saludándola con frialdad.

—Lleva al señor Cooke a una alcoba —ordenó Mitchell, y le dio las buenas noches a su invitado.

—¿Creéis que se acostaría a cambio de un soneto —dijo Jim Keech dando una voz cuando Ebenezer ya salía—, como esa puta española de que hablasteis?

—No, Keech —respondió otro—. ¿De qué le sirve a Susie un Poeta Laureado? ¡Ya tiene al verraco rojo de Bill Mitchell para retozar con él!

Si aquellos comentarios mortificaron a Ebenezer, también lo excitaron, reavivando el vago ardor que su última conjetura no había apagado del todo. La porquera llevaba puesto el vestido de andar por casa que, si bien era poco más elegante que el otro, al menos estaba limpio, y a juzgar por el olor, también ella se había lavado. En cuanto llegaron a la escalera, Ebenezer cogió a Susan del brazo y susurró:

—¿Dónde está Joan Toast? ¡No puedo esperar más sin verla!

Los dientes imperfectos de la mujer destellaron a la luz de la vela.

—Sois de lo más ardiente para ser virgen, señor Laureado. Temo por vuestros votos cuando ella os vea en vuestra alcoba…

—¿Mi alcoba? Ah, Dios mío, señora Warren, fue en mi alcoba donde la vi por última vez, desnuda y sonrosada como en los sueños de los enamorados. No os creeríais lo delicado que es el tacto de su piel, ni lo prieto y lleno de vida que está su cuerpecito menudo…, ah, alto, eso no es todo; además: ¿cómo iba a olvidarme de la redondez de sus breves nalgas, que cubren unos músculos jóvenes y recios? ¿Y la suavidad de sus pechos que se alisaban dulcemente cuando se tumbaba boca abajo, y cuando se inclinaba sobre mí pendían como manzanas del paraíso? ¡Me estremezco al recordarlo!

—¡Demonio, señor, estáis que echáis fuego! —dijo Susan, que marchaba delante, camino de un vestíbulo del piso de arriba—. No me atrevo a dejar a esa pobre muchacha en vuestras manos: ¡por vuestra manera de hablar, más que un cura parecéis un violador!

Dijo aquello con sequedad, sin ninguna preocupación real, pero la mención de la violación bastó para calmar la fiebre del poeta.

—Os pido perdón por hablar así, señora: el ron, el cansancio y la alegría activan mi lengua. Os suplico que recordéis que jamás he holgado con esa muchacha, a pesar de que es cierto todo cuanto he dicho y más. No tengo intención de quebrantar mis votos.

Susan se detuvo ante la puerta y se volvió hacia Ebenezer, de modo que la luz de la vela caía temblorosa sobre su semblante estropeado.

—¿Cómo podéis saber que sigue conservando toda su belleza? —dijo—. Yo también fui hermosa en tiempos, y no hace mucho de eso. Mi marido lloraba de alegría al ver mi cuerpo, y si yo le cogía la mano y se la ponía así, le fallaban las rodillas. Hoy le darían náuseas.

—Sois demasiado severa —protestó el poeta.

—¿Creéis que no soy capaz de ver lo que tenéis en vuestra mente? Deseáis que me esfume a toda prisa para así conservar el apetito por ese fruto del paraíso que anheláis. Pero la vida nos deja a todos sus cicatrices, tanto a los puros como a los pérfidos, y las muchachas bonitas son las que se llevan la peor parte. Apostaría a que vos también habéis cambiado desde que ella os vio por última vez.

Ebenezer se acarició la barba enmarañada.

—No soy ningún cortesano, desde luego —admitió—, y apesto a suciedad y a humo de chimenea. ¿Hay por aquí alguna palangana para lavarme? ¡Bah, qué más da! ¡Que me reciba como quiera, no aguanto más sin verla! Os deseo buenas noches, señora Warren, y buena suerte. Mil gracias por ayudar a mi querida Joan. ¡Adieu, ahora, y bon voyage!

Ebenezer hizo ademán de rebasarla y acercarse a la puerta.

—¡No, aguardad! —imploró ella.

—¡Ni un momento más! —Ebenezer la apartó y entró en la alcoba que, como daba al río, recibía un poco de luz lunar, pero por los demás estaba totalmente a oscuras—. ¡Joan Toast! —dijo con voz suave—. ¿Dónde estáis, preciosidad? ¡Soy Eben Cooke, el poeta, que he venido a salvaros!

La luz de la luna no dejaba ver a ninguna otra persona en el interior de la alcoba, ni tampoco llegó respuesta alguna de las sombras circundantes; cuando la porquera llegó del vestíbulo lloriqueando, la vela que portaba confirmó los temores de Ebenezer.

—¿Dónde está? —preguntó, y cuando ella agachó la cabeza, él la agitó bruscamente, cogiéndola por los hombros—. ¿También me habéis engañado a mí, ramera desagradecida? ¡Llevadme junto a Joan Toast en este mismo instante!

—No está aquí —dijo la porquera, sollozando. Dejó la palmatoria en el suelo y salió disparada hacia el vestíbulo, pero Ebenezer tiró de ella hacia atrás y cerró la puerta.

—Vive el cielo que me lo voy a cobrar en tu horrible pellejo —dijo, sujetándola con firmeza desde atrás—. ¡Si le ocurre algo malo a Joan Toast, te mato!

A pesar de lo alarmado que estaba, Ebenezer no pudo dejar de darse cuenta de que por debajo del algodón, Susan Warren llevaba las caderas sin encorsetar; además le estaba oprimiendo los pechos con el brazo. Su justa cólera le hacía temblar: respiraba entrecortadamente y apretaba a Susan con fuerza hasta que ella dejó de forcejear y empezó a dar voces. La llevó por la fuerza hasta la cama, poseído por la urgencia de castigarla. Como carecía de experiencia en tales lides, primero le propinó golpes secos por la espalda, al tiempo que exclamaba con voz ronca: «¿Dónde está Joan Toast?». Un momento después la sujetó boca abajo poniéndole una rodilla en la región lumbar y empezó a darle vivos azotes con la palma de la mano, como si fuera una mala hija.

—¡Está a salvo! —berreó Susan—. ¡Quitaos de encima!

Ebenezer se detuvo antes del siguiente golpe, pero siguió sujetándola fuertemente con la rodilla.

—¿Dónde está?

—Está cruzando la bahía de Chesapeake, camino del condado de Dorset, para aguardaros en Malden —dijo Susan—. El barquero dice que conoce bien la casa.

—¿Cómo es eso? —Ebenezer soltó a Susan inmediatamente y se puso en pie de un salto, pero la porquera, que tenía la cara lastimosamente apretada contra la colcha, no hizo ademán de levantarse—. ¿Dónde consiguió el dinero del pasaje y cómo es que no estáis vos con ella?

—No tenía ni un céntimo —dijo Susan—. Le di alcance cuando se disponía a pedirle dinero prestado al capitán Mitchell, lo cual hubiera supuesto su fin; pero maldita si quería coger el anillo para pagarse el pasaje, hasta que le dije quién me lo había dado y adonde tenía que huir. Entonces lo recogió con presteza, diciendo que quería veros al instante, pero yo le indiqué que buscara al barquero antes de que zarpara.

A Ebenezer se le saltaron las lágrimas; apoyando una rodilla en el lecho, abrazó la espalda de la mujer.

—Cuerpo de Dios, ¡y yo que os he golpeado por traicionarme! ¡Perdonadme, Susan, de lo contrario pereceré de remordimiento! ¡Aún hallaremos algún modo de salvaros, lo juro!

Ella negó con la cabeza.

—La muchacha que amáis es joven y hermosa, señor, pese a haber ejercido de puta en Londres; dijo que estaba harta de hombres que se portaban como carneros, y que había abandonado su profesión antes de que acabara con ella. En una ocasión, cuando no quisisteis comprarla, os despreció, y más aún cuando decidisteis seguir siendo virgen; pero cuanto más ha pensado en ello, tanto más noble le habéis parecido, y cuando supo que su rufián os había enviado a Maryland, lo dejó inmediatamente y os siguió por puro amor.

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Por puro amor! —musitó el Laureado—. ¡Pero vos sois una santa por haberos sacrificado en beneficio de ella!

—Joan Toast era digna de ser salvada —respondió Susan—. No hay nada que preservar de Susan Warren, de lo contrario, yo misma me ocuparía de ello. Que se muera esta pobre desgraciada.

—¡No lo permitiré! —exclamó Ebenezer. Se puso en pie de un salto—. ¡Valéis demasiado!

Susan se sentó en la cama.

—No hace mucho que me habéis llamado ramera horrible y me parece que os proporcionaba cierto placer el golpearme.

—¡He sido una bestia por tocaros! —dijo Ebenezer—. ¡Pluguiera a Dios que me devolvierais mis golpes multiplicados por diez!

Susan se tapó el rostro con las manos.

—¡Soy tan fea!

—¡Nada de eso! —mintió el poeta—. Aún sois de una belleza poco común, ¡lo juro! —Se arrodilló ante ella, azarado y contrito, pero todavía alterado, a su pesar, como consecuencia del reciente altercado—. Os confesaré algo que servirá de prueba —dijo—. La paliza que os he dado ha sido doblemente pérfida, porque no sólo era inmerecida, sino que, además (¡ah, Dios mío, qué pecado!) me causaba placer, tal como habéis dicho. ¡Y tampoco era un placer justo, sino libidinoso! Veros y tocaros (lo que vi y toqué) inflamó mis venas de lascivia. ¿Eso no demuestra que no habéis perdido vuestra belleza, Susan?

La audacia de su discurso lo excitó aún más, pero Susan no se sintió consolada.

—Demuestra que mi espalda es mejor que mi cara. No es ésa la alabanza que una mujer desea oír.

El Laureado oprimió la frente contra las rodillas de Susan. Sus propias rodillas le dolían un poco de tenerlas en el suelo, y recordó, con un escalofrío, que la última vez que se había arrodillado junto a un lecho fueron las piernas de Joan Toast las que había asido.

—¿Qué puedo hacer para mostraros mi estima?

—No es estima lo que sentís; es mera gratitud.

Pero Ebenezer pasó por alto aquella respuesta hosca, pues mientras Susan la formulaba, él halló, como por inspiración, una respuesta.

—Lo llaméis como lo llaméis, es algo grande —dijo—. Habéis sacrificado vuestro amor propio por salvar a la muchacha que amo. Muy bien, pues: ¡yo sacrificaré mi esencia para salvar vuestro amor propio!

La porquera lo miró sin comprenderlo.

—¿Entendéis? —Ebenezer se puso de pie, respirando tan agitadamente que las palabras le salían con dificultad—. Tan grande es mi estima… que a pesar de que he hecho voto de preservar mi inocencia por siempre…, es en prueba de mi gratitud. Ello demostrará que no habéis perdido la capacidad de complacer a un caballero.

Temblando con todo el cuerpo, le puso las manos en los hombros. Susan contempló alarmada su rostro arrebatado.

—¿Queréis holgar conmigo, señor? ¿Qué va a pensar Joan Toast, que os ama por ser virgen?

—Mi castidad significa para mí más que la vida —proclamó el poeta—; de no ser así no tendría la presunción de ponerla a la altura de vuestro sacrificio. Grande es mi pérdida, mas también sutil, y no deja ningún himen roto como símbolo. Nadie lo sabrá, salvo vos y yo, y yo jamás lo diré. Venid, muchacha —graznó, ardentísimo—, ¡no os demoréis más! ¡Me muero por entrar en combate!

Pero Susan se zafó y se alejó de él.

—¡La engañaríais a ella, que ha venido desde tan lejos por amor! ¡Entonces puede que no seáis virgen ahora!

—A Dios pongo por testigo de que hasta ahora lo soy —dijo— y si vos calificáis este acto de engaño, conceded al menos que se lleve a cabo por una causa noble.

Susan se alejó llorando, pero cuando, reuniendo hasta la última partícula de valor, Ebenezer la abrazó por detrás, ella no hizo más protesta que exclamar:

—¿Qué voy a pensar?

—¡Que aún sois una linda moza!

Asombrado por su propia temeridad, Ebenezer la acarició. Cuando ni siquiera entonces se resistió, la pasividad de Susan lo inflamó de coraje.

—¡Ya basta! —exclamó—. ¡A la cama con vos! —Embriagado por el éxito, Ebenezer le dio rienda suelta a la lengua—. ¡Os hendiré con la hoja del vate, os curaré con el humo del amor, os aderezaré con la grasa del parnaso, os rociaré e infundiré el néctar de la musa y os devoraré cuando todavía estéis temblando!

—¡No, por favor —dijo Susan—, ya habéis demostrado lo que queríais!

—¿Y ahora es necesario que insista y lo remache como santo Tomás —dijo Ebenezer—, hasta que mi virginal pluma haya escrito toda una Summa?

—Sería cruel fingir semejante pasión por gratitud, y maligno engañar a Joan Toast. —Ahora Susan ofrecía resistencia, pero Ebenezer se negaba a soltarla.

—¡Entonces llamadme cruel y maligno después de que os haya poseído! —Ebenezer la tumbó a empujones en la cama.

—¡Será una vulgar violación! —chilló ella.

—¡Así sea!

—¡Entonces aquí no! ¡Demonios, aquí no!

—¿Por qué no, decidme? —preguntó el poeta; se detuvo, dispuesto a sacrificar su inocencia.

—Hay mujeres que toman a los hombres sin hacer ningún ruido —dijo la porquera, desviando la vista—, pero yo no puedo; tanto si os ciega la pasión como si es otra cosa lo que tenéis, tengo que gritar como una gata en celo y dar manotazos.

—Tanto mejor —dijo Ebenezer.

—Vendrá toda la gente de la casa corriendo… ¡Deteneos, os lo advierto!

—No son puritanos gazmoños, me parece… ¡Estaos quieta de una vez!

—¡Entonces poseedme, maldita sea vuestra estampa! —dijo Susan, y abandonó por completo la lucha—. Romped vuestro voto, engañad a Joan y que el capitán Mitchell venga corriendo cuando yo grite. Se reirá cuando lo vea y más tarde me golpeará y contará la historia por todos los confines de la provincia.

Aquella posibilidad hizo detenerse al Laureado. Dejó de sujetar los brazos de la mujer y ella aprovechó la ocasión para hacerse a un lado e incorporarse.

—Os estrangularé si no me queda otro remedio —dijo él, pero la amenaza era más desabrida que sincera.

—No os hace falta —masculló Susan—. Relajaos ahora, antes de que os dé el dolor del amante y reuníos conmigo en el establo dentro de un rato.

—Olvidadlo. No soy tan crédulo. Iremos juntos.

Pero Susan explicó que con toda seguridad les verían salir de la casa juntos y el escándalo sería el mismo.

—Yo iré ahora —dijo ella—, y vos vendréis media hora después. Entonces podréis jugar al monstruo de las dos espaldas hasta que vuestro corazón se sacie y nadie nos oirá más que mis cerdos.

Y con aquel compromiso ambiguo fuese antes de que el poeta pudiera darle alcance.