19. EL LAUREADO ATIENDE AL CUENTO DE LA PORQUERA

Al darse cuenta de que el barquero los había dejado cual náufragos en no sabía qué bosques salvajes, Ebenezer la emprendió a grandes voces, llamando con la esperanza de que alguien de la otra orilla acudiera en su rescate; pero evidentemente los hombres que vestían tela escocesa estaban al tanto de la broma, pues se dieron la vuelta y dejaron a la desdichada pareja a merced de sus recursos. Ya declinaba la luz; al cabo Ebenezer dejó de gritar y se puso a inspeccionar los bosques circundantes, que ofrecían un aspecto más sombrío a cada minuto que pasaba.

—¡Tú, fíjate! —dijo—. ¡Era Maryland desde el primer momento!

Bertrand, desconsolado, le propinó una patada al tocón de un árbol.

—Más lamentable aún, digo yo. Vuestra Maryland no tiene siquiera ciudadanos civilizados.

—Ah, amigo mío, tenías puesto el corazón en una ciudad de oro, y en Maryland no hay ninguna. Mas el oro está donde uno se lo encuentra, ¿o no? ¿Qué tesoro hay de mayor valor que éste, llegar al final de nuestro viaje sanos y salvos?

—Hubiera preferido quedarme en la playa con Drakepecker —dijo el criado—. ¿Qué bien hemos alcanzado desde que descubrimos dónde estamos? ¡Quién sabe qué bestias nos vamos a encontrar en esas sombras! ¡O incluso salvajes que, con razón, odian los rostros ingleses!

—¡Con todo, esto es Maryland! —suspiró, feliz, Ebenezer—. ¡Quién sabe si acaso mi padre, y su padre también, han cruzado este mismísimo río y han visto estos mismísimos árboles! ¡Tú piénsalo, hombre: no estamos lejos de Malden!

—¿Y tan gozosa es esa idea cuando, que nosotros sepamos, es una propiedad que ya no os pertenece?

A Ebenezer se le ensombreció el semblante.

—¡A fe mía que se me había olvidado tu apuesta! —Al pensarlo se sumó al ánimo lúgubre de su criado y se sentó al pie de un abedul cercano—. Sea como fuere, no osemos adentrarnos en los bosques esta noche. Prepara un fuego y al amanecer buscaremos un camino.

—Atraerá a los indios, ¿no os parece? —preguntó Bertrand.

—Puede —dijo el poeta, taciturno—. En contrapartida, alejará a las fieras. Haz como quieras.

El caso es que en cuanto Bertrand empezó a dar golpes con el pedernal que guardaba en el yesquero —donde también llevaba a modo de yesca una pequeña provisión de algas secas que había recogido en la playa—, los dos hombres oyeron entre los árboles, a no muchas yardas corriente arriba, el gruñido de un animal.

—¡Escucha! —Al Laureado se le puso la carne de gallina en los brazos y se puso en pie de un salto—. ¡Date prisa con el fuego!

Se volvió a oír el gruñido, acompañado de un crujir de hojas; un momento después, otro gruñido respondió desde más lejos, y luego otro, y otro más, hasta que el bosque se pobló con ruidos de fieras que avanzaban en dirección a ellos. En tanto Bertrand golpeaba furiosamente el pedernal, Ebenezer volvió a dar voces pidiendo ayuda a la otra orilla del río, pero no había nadie que lo oyera.

—¡Una chispa! ¡Tengo una chispa! —exclamó Bertrand, protegiendo la yesca con las manos ahuecadas para lograr hacer una llama por medio de soplidos—. ¡Preparad madera que prender!

—¡Demonio, no tengo nada! —Los ruidos ya los tenían encima—. ¡Corre al río!

Bertrand dejó caer las algas y los dos salieron de cabeza hacia los bajíos; aún no les cubría por la rodilla cuando oyeron que los animales salían en tropel tras ellos, chillando y hozando en el barro de la orilla.

—¡Eh, vosotros! —exclamó una voz de mujer—. ¿Estáis locos o sólo borrachos?

—¡Pardiez! —dijo Bertrand—. ¡Es una mujer!

Se volvieron, sorprendidos, y bajo la última luz divisaron, de pie, en el lado de la orilla, una mujer desaliñada, de edad incierta, vestida, al igual que los hombres del embarcadero, con tela escocesa, descolorida y andrajosa, y que llevaba un palo con el que guiaba a unos cuantos cerdos. Estos gruñían y hozaban por la orilla y se paraban muchas veces, dirigiéndoles a los hombres miradas siniestras.

—¡Santo cielo, nos llueven las burlas! —contestó el poeta y se esforzó por reírse—. ¡Mi criado y yo somos extraños en la provincia y un majadero nos dejó varados aquí por gastarnos una broma!

—Pues entonces, acercaos —dijo la mujer—. Estos puercos no os comerán. —Para tranquilizarlos alejó al cerdo más cercano con su vara, y los dos hombres vadearon hasta la ribera.

—Os agradezco vuestra gentileza —dijo Ebenezer—; tal vez esté en vuestro poder que me concedáis otra, pues he menester alojamiento para esta noche. Me llamo Ebenezer Cooke, Poeta Laureado de la provincia de Maryland y… yo, ¡no, señora, no temáis por vuestra modestia! —La mujer se había quedado boquiabierta y luego se había alejado al verlos acercarse—. Nuestras ropas están mojadas y andrajosas, pero todavía nos cubren —siguió parloteando Ebenezer—. En verdad que no ofrezco la imagen de un Poeta Laureado, lo sé muy bien; es debido a las muchas pruebas que he pasado, a las cuales jamás daríais crédito aunque os las refiriera. Pero en cuanto llegue a mi casa solariega, a orillas del Choptank… ¡Dios mío!

La mujer se había vuelto en dirección a él, alzando la cabeza. En su pelo negro no había indicios de peine ni de jabón, y tampoco había castigado en exceso la mujer su piel restregándola. Pero lo que había llevado a Ebenezer a interrumpirse a mitad de frase fue el hecho de que, exceptuando su desaseo y las heridas que incluso en la oscuridad eran patentes en su cara y brazos, la porquera hubiera podido pasar por la muchacha de la arboladura del Poseidón, y pese a la década de diferencia entre sus edades tenía un cierto parecido con aquella joven ramera, Joan Toast.

—¿Es para tanto mi apariencia? —preguntó la mujer con aspereza.

—¡No, no, perdonadme! —imploró Ebenezer—. Es todo lo contrario: en ciertos aspectos os parecéis a una muchacha que conocí en Londres… ¡Cuánto tiempo hace ya de eso!

—¡No me digáis! ¿Tenía aquella moza mis lindas ropas y mi delicado semblante y vos mostrabais la misma preocupación gentil por su virginidad?

—Ah, os lo ruego, ¡hablad con menos acritud! —dijo el Laureado—. ¡Si he dicho algo que os ha dolido, juro que no fue intencionado!

La mujer se volvió bruscamente.

—La casa de mi amo se encuentra justamente tras aquel recodo, a un par de millas. Podéis dormir allí si os place.

Sin aguardar respuesta golpeó con la vara al cerdo más cercano en los cuartos traseros y la procesión marchó río arriba, hacia el recodo.

—Tiene un cierto parecido con Joan Toast —le susurró Ebenezer a Bertrand.

—El mismo que hay entre un murciélago y una mariposa —replicó, desdeñoso, el sirviente—, los cuales se abren paso por el mundo sirviéndose de los mismos recursos.

—Bueno, bueno —protestó el poeta, y el recuerdo de su aventura en el Cyprian le hizo sentir vértigo—; no es más que una porquera, y va sucia, sin embargo, tiene un cierto aire…

—Claro, y no llega de sotavento, si me lo preguntáis.

Pero Ebenezer no se dejó desalentar; llegó junto a la mujer y le preguntó su nombre.

—Pues Susan Warren, señor —dijo sin cordialidad—. Supongo que me querréis alquilar como puta.

—¡Santo cielo, no! ¡No era sino mera galantería, os lo juro! ¿Pensáis que un Poeta Laureado se dedica a retozar con rameras?

A modo de respuesta, Susan Warren se limitó a aspirar aire por la nariz.

—Entonces, ¿quién es vuestro amo? —preguntó Ebenezer algo menos gentilmente—. Sería sumamente grato conocer a un caballero de verdad, pues no he conocido a ningún habitante de Maryland que no fuera un simple o un canalla. Sin embargo, lord Baltimore, en el momento de redactar mi nombramiento, habló mucho de los modales y la buena crianza de las gentes de esta provincia, encomendándome que escribiera sobre ellos.

En lugar de responder, la porquera, para considerable sorpresa de Ebenezer, rompió a llorar.

—¡Cómo! ¿Qué es esto? ¿He dicho algo que os afrente?

La procesión se detuvo y Bertrand se acercó desde atrás, riendo ahogadamente.

—Es que la dama es de corazón tierno, señor. Habéis sido rudo no contratando sus servicios.

—¡Basta! —ordenó el poeta y le dijo a Susan Warren—: No tengo por costumbre traficar con putas, señora; perdonadme si os he dado pie a pensar de otro modo.

—No tiene nada que ver con vos, señor —contestó la mujer, reanudando el camino—. La verdad es que mi amo es un canalla de tamaña envergadura y que me trata tan mal que sólo pensarlo me hace estallar en lágrimas.

—¿Y cómo es eso? ¿Es que os pega?

La mujer negó con la cabeza y se sorbió la nariz.

—Si sólo fuera que me da palos de cuando en cuando no me quejaría. La vara no es más que una de sus aficiones, y tampoco de las mayores.

—¿Hace cosas peores? —exclamó Ebenezer.

—A fe mía que le debe de acuciar mucho la necesidad antes de que resuelva divertirse —dijo el criado, ganándose una mirada severa por parte de su amo.

Susan Warren se permitió otra tanda de gemidos y lágrimas, tras lo cual, lanzando un suspiro al cielo y dándole un puntapié en el pernil a un cerdo que se detuvo delante de ella para hacer aguas en el camino, obsequió al Laureado con la historia completa de sus tribulaciones, tal como sigue:

—Mi nombre de nacimiento es Susan Smith —dijo— y mi madre murió al darme a luz. Mi padre tenía una tienda pequeña en Londres, cerca de Puddle Dock, donde fabricaba toneles y barricas para barcos. Un día, cuando yo contaba dieciocho años de edad y era bonita hasta decir basta, iba de paseo por Blackfriars camino de Ludgate, cuando un mozo de buen ver se inclinó ante mí, me llamó señorita Williams y me pidió permiso para pasear a mi lado. «No lo tenéis», le dije, «ni tampoco respondo al nombre de señorita Williams». «¿Cómo es eso?» exclamó. «¿No sois la señorita Elizabeth Williams, de la calle Gracechurch?». «No lo soy», dije yo. «Entonces, perdonadme», dijo él, «parece que fuerais su hermana gemela».

»Para mí estaba claro que el muchacho hablaba sinceramente, pues era un caballero cortés, que se ruborizó por causa de su equivocación. Dijo que estaba enamorado de la tal señorita Williams, y que por más que ella afirmara amarlo no lo quería por esposo; díjole ella que existía un gran pecado que le manchaba el alma. Con todo Humphrey Warren (tal era su gracia) declaró que la tomaría por esposa aunque pesaran sobre su conciencia todos los pecados de la humanidad.

»A partir de entonces vi con frecuencia al pobre Humphrey por Ludgate, pues la señorita Williams se manifestaba menos ardiente a cada día que pasaba; me refirió todos sus padecimientos por causa de ella y dijo que tanto nos parecíamos que era como si hablara con ella y no conmigo. Yo, a mi vez, sentía no poca envidia de la señorita Williams y la consideraba una grandísima necia por desdeñar a tan digno caballero. Mi querido Humphrey no era rico, mas ostentaba un puesto decente en la compañía de un tal capitán Mitchell, que era hermanastro mayor de la señorita Williams, y poseía cuantas virtudes pudieran complacer a un corazón femenino.

»Entonces, un buen día, Humphrey vino a la tienda que tenía mi padre cerca de Puddle Dock, llorando como si fuera a morir, y dijo que la señorita Williams se había causado la muerte, envenenándose. Sentí lástima de aquel hombre, bien que, en el fondo de mi corazón, ninguna por la señorita Williams, y me alegré cuando Humphrey empezó a acudir a verme a diario. Por fin me dijo: «Querida Susan, tu parecido con Elizabeth es mi maldición y mi salvación. Lloro cuando te veo, pensando en que ella está muerta; mas no puedo pensar que ella se ha ido cuando es así que tengo su viva imagen ante mí todos los días». Y yo le dije: «Desearía, señor, que vierais algo más allá de ese parecido».

»Aquello le hizo detenerse y poco después se presentó ante mi padre, y contrajimos matrimonio. Sin embargo, y por más que yo me esforzaba por ganar el amor de mi Humphrey, vi que a quien él hacía el amor era a la imagen de la señorita Williams. Una noche, estando él profundamente dormido, lo besé y él me dijo entre sueños: «¡Dios te bendiga, dulce Elizabeth!». Yo, estúpida de mí, lo desperté al instante y le hice elegir entre nosotras. «Elizabeth está muerta», dije yo, «y yo estoy viva. ¿Me quieres? ¿Me quieres por mí y no porque me parezca a ella? ¡De lo contrario no me quedaré en esta cama ni un momento más!».

»¡Ah, Dios mío! ¡Si yo hubiera tenido diez años más o una pizca más de entendimiento habría refrenado mi lengua! ¿Qué importaba cómo me llamara en tanto me quisiera? ¿Acaso no me llamaba corazón, paloma y un sinfín de otras cosas, además de Susan? Maldije mis palabras no bien las hube pronunciado, pero el daño estaba hecho. «¡Querida Susan!» —exclamó Humphrey—. «¿Por qué has hecho eso? ¡Ojalá no me hubieras pedido que eligiera!».

»De nada sirvieron entonces mis súplicas y llantos; no me permitió retractarme de mis palabras, sino que había de elegir. Y en efecto, eligió, aunque no dijo ni palabra; pues a la mañana siguiente se mostraba demasiado enfermo como para levantarse y no habían pasado cuatro días cuando murió. Así fue como enviudé a los diecinueve años…

»Mi padre tenía sus propios problemas, pues el negocio iba mal, y el mísero funeral de Humphrey se llevó sus ahorros. Se endeudó para poder pagarse el sustento y mantener sus propiedades, y justo cuando no quedaba nada y los acreedores acechaban como perros a nuestras puertas, vino un hombre e hizo un pedido de toneles para su buque, que según dijo partía hacia Maryland a fin de mes. Tan contento se puso mi padre por tener aquel encargo que me ordenó prepararle un poco de té a aquel hombre. Mas al verme, éste palideció y rompió a llorar, por más que era un marino fornido y barbudo.

»«¿Qué sucede?», dije yo, que llevaba muchas semanas a punto de morir. El capitán me pidió perdón y dijo que la causa de sus lágrimas era mi parecido con su querida hermana, que había fallecido. En resumidas cuentas, supimos que se trataba del capitán William Mitchell, de la calle Gracechurch, el mismo que era medio hermano de Elizabeth, así como la última persona para quien trabajó mi Humphrey. De haber sabido yo entonces que tras su rostro amable anidaban víboras, lo hubiera echado dándole con la puerta en las narices. Pero en lugar de eso, lloramos juntos: yo por mi Humphrey, el capitán Mitchell por su hermana, y mi padre por las miserias de esta vida, en la que perdemos a quienes amamos y ni siquiera los podemos llorar como es debido, pues tenemos que arrimar el hombro para dar de comer a los vivos.

Al llegar a aquel punto Susan hubo de interrumpir su relato por unos momentos, a fin de dar rienda suelta a su dolor. También rodaron lágrimas por el rostro de Ebenezer, e incluso Bertrand dejó de mostrarse hostil y suspiraba comprensivamente.

—Entonces el capitán Mitchell empezó a visitarnos con asiduidad —prosiguió Susan—, y siendo mi padre y yo inocentes criaturas a merced de la perfidia del mundo, lo acogimos en nuestros corazones. No teníamos secretos para él, bien que él nos daba a conocer poco de sí mismo. Supusimos, empero, que sería rico, pues hablaba de llevarse veinte criados a Maryland, hacia donde zarpaba con el fin de ocupar un buen puesto en el gobierno.

»Entonces, una vez concluida la manufactura y efectuado el transporte de las barricas al puerto, el capitán Mitchell le hizo una extraña proposición a mi padre; saldaría sus deudas y lo dejaría libre de estorbos de una vez y para siempre con tal de que yo zarpara hacia Maryland con la señora Mitchell y con él. Me trataría como a su querida hermana, aseveró; mejor dicho, era precisamente el parecido lo que le había decidido, y tenía intención de llamarme Elizabeth Williams. Yo sería para él una hermana y la compañera de su achacosa vida…

»Mi padre lloró y le dio las gracias por su amabilidad, pero dijo que no podría seguir viviendo si yo me iba, en vista de lo cual el capitán Mitchell le propuso al punto que vendiera la tienda junto con todos sus enseres y aparejos y que iniciara una nueva vida en América. Nada hubo que hacer entonces, sino que cogimos nuestros cuadernos y libros de cuentas, casi desmayados de alegría y gratitud, y él pagó a nuestros acreedores en metálico. «¡Sin duda, alguna condición tendrá tanta amabilidad!» exclamó mi padre, y el capitán Mitchell dijo: «No más que lo expresado: la señorita Warren ahora es mi hermana».

»Así se cerró el trato, con mi consentimiento. Aquella noche, cuando las cosas se volvieron a calmar, me sentí rara por el hecho de ser Elizabeth Williams, a quien yo había envidiado y despreciado, y me pregunté si no habría hablado con un apresuramiento excesivo. Sin embargo, aquello también era una suerte de placer, pues Humphrey en vano había amado a Elizabeth con toda el alma y ahora él vería su amor recuperado y multiplicado por diez.

»A bordo del barco me alojaron en la habitación de la señora Mitchell, mientras que a mi padre lo alojaron en la entrecubierta, con los criados del capitán Mitchel. La señora Mitchel cayó en cama, aquejada de una extraña enfermedad, mas se mostró gentil para conmigo. Me llamaba Elizabeth y me indicaba que hiciera cuanto pedía su marido, pues era un gran hombre, bueno por demás, y sin el cual ella no sabía vivir. Dos veces al día yo le llevaba su medicina en unas ampollas que el capitán Mitchell cogía de un arcón de madera: si me retrasaba, la mujer casi enloquecía, pero una vez que tenía su ampolla se quedaba dormida casi al instante. El capitán Mitchell tenía muchas ampollas de aquéllas y una mañana me indicó que tomara una para evitar marearme.

»«Gracias», dije yo, «pero llevamos ocho días de navegación y aún no me he mareado». Entonces el capitán Mitchell se me acercó y me rodeó la cintura con el brazo, ante los ojos de la señora Mitchell, y dijo: «Hermana, debes hacer lo que te dice tu hermano». Y la señora Mitchell exclamó: «¡Sí, sí, Elizabeth; haz lo que te dice tu hermano!».

»Entonces él me dio una ampolla y, para apaciguarlos a ambos, hice lo que me indicaba y masqué la goma marrón que contenía la ampolla. ¡Ah, por Cristo, ojalá hubiera muerto nada más sentir aquel sabor amargo! No fue ninguna medicina lo que tomé, sino un mal peor que la muerte: ¡fue opio lo que inocentemente ingerí aquel día!

—¡Diantre! —exclamó Bertrand.

—¡Qué canalla! —exclamó Ebenezer.

—El opio tenía a la señora Mitchell postrada en cama y su falta le hacía enloquecer. El opio provocó mi caída y la de mi padre y me arrastró al estado en que me ven vuestras mercedes: ¡una sucia ramera que se ocupa de pastorear puercos! ¡Dios maldiga la mano que recogió la ampolla de la que se obtuvo el opio que ingerí aquel día! Sin embargo, yo pensé que era una simple medicina, tal vez un somnífero y pese a lo amargo que sabía lo ingerí todo. Caí dormida inmediatamente, estando aún de pie, y la habitación cambió de tamaño; hálleme luego en casa junto a la señora Mitchell, que me cogía de la mano, y el capitán Mitchell se inclinaba sobre nosotras dos. Su cabeza se había vuelto enorme y sus ojos despedían llamas. «¡Hermana Elizabeth! ¡Hermana Elizabeth!», decía…

»En mis sueños me elevé por encima del barco, cogida de la mano de la señora Mitchell. El cielo tenía color azul zafiro y el mar que se extendía bajo nosotros semejaba un tejido arrugado. El barco era un objeto minúsculo, claro y luminoso, y ante nosotros, en el horizonte, estaba el sol. Luego el sol se transformó en un ojo humano y la señora Mitchell dijo: «Mira allí, Elizabeth: ese hombre es Cristo todopoderoso, y debes hacer lo que te diga, si eres una católica como es debido». Nos acercamos al ojo enorme de Cristo y cuando El nos miró quedamos desnudas a la espera de su juicio.

»«Hermana Elizabeth», me dijo, «pronto te voy a elegir para una ardua labor. Tengo intención de concebir un hijo en ti, como hizo mi padre con María. A continuación, me vi vestida con el hábito de una monja y la señora Mitchell me llamó hermana Elizabeth, esposa de Cristo». Entonces me alcanzó por detrás la voz de Cristo como un viento cálido y poderoso, y decía: «¡Hermana! ¡Hermana! ¡Hermana!», y mientras me sujetaba la señora Mitchell fui poseída.

»Todo se aclaró cuando me levanté, pues el rostro de Jesucristo era el del capitán Mitchell: comprendí por qué Elizabeth se había alejado de Humphrey avergonzada y por qué se había matado con veneno; comprendí por qué el capitán Mitchell me llamaba, en su espantosa perfidia, hermana suya, y por qué la señora Mitchell tenía que ayudarlo a cometer su pecado. Desde aquel día estuve perdida y el capitán Mitchell dejó de ocultar su verdadera naturaleza. Una y otra vez me forzaba a tomar la droga hasta que me pasaba la mitad del día soñando con mi amante, Jesucristo. La ansiedad se adueñó de mí de tal manera que hubiera matado a cualquiera con tal de conseguir mi ampolla. El capitán Mitchell fijó el precio en cinco libras la dosis hasta que acabó con todo el dinero que él mismo le había dado a mi padre, y el buen hombre llegó a Maryland depauperado. Después de aquello, lo único que me quedó fue ofrecer mis servicios para el futuro a raíz de un mes de servidumbre por ampolla: firmé un contrato en blanco para que el capitán Mitchell fuera sumando los meses y supe que seria su puta y su esclava de por vida.

»Durante todo aquel tiempo no vi a mi padre ni una vez, ni tampoco lo deseaba. El capitán Mitchell le dijo que me encontraba enferma y que el dinero era para medicinas; mi padre pidió más dinero, pero el capitán Mitchell le indicó que firmara un contrato de servidumbre con el capitán del barco, quien a su vez vendería el contrato en puerto. Mi padre se vendió inicialmente por dos años, luego, por cuatro, y todo el dinero fue a parar al capitán Mitchell, para mis medicinas.

»Un día, hacia el final de la travesía, el capitán Mitchell le dio a su mujer dos ampollas en lugar de una, y luego otras dos más, hasta que murió ante mis ojos. Como no teníamos médico y todo el mundo sabía de su enfermedad, recibió sepultura en el mar y no se hicieron preguntas. Cuando arribamos a la ciudad de Saint Mary le vendieron el contrato de mi padre a un tal señor Spurdance, de la orilla oriental, y fue la última vez que lo vi en estos cinco años. El capitán Mitchell se trasladó a una casa grande y elegante, en Saint Mary, y yo no volví a ser Elizabeth Williams (salvo en la cama), sino Susan Warren, su sierva por contrato.

»Solía decir para mis adentros: «Ciudad de santa María. Ciudad de santa María». En mis ensoñaciones opiáceas se convertía en la Ciudad de santa Susana, en la que gobernaba yo, y Cristo descendía para poseerme noche tras noche. Una mañana, la señora Sissly, nuestra vecina, dijo: «Señorita Warren, lleváis un niño», y, yo dije: «Señora Sissly, si llevo un niño, no lo inspiró hombre alguno, sino el Espíritu Santo». Mas la señora Sissly pensó que sería algún criado de la ciudad, con el cual me habría acostado y le fue con el cuento al capitán Mitchell.

Éste montó en cólera al saber la nueva, pese a ser él el padre; le dijo a Martha Webb, la cocinera, que a la mañana siguiente me hiciera un huevo pasado por agua, en el que echó un medicamento horrible, haciéndomelo comer todo. Luego se puso una toalla alrededor del cuello y le dijo a la señora Webb que se había tomado la medicina él indicándole que no recibiera a ninguna visita mientras se estuviera purgando. Era un medicamento de una potencia terrible que me tuvo purgándome durante días, siempre cerca del retrete evacuatorio. Además me hizo caer enferma y me dejó todo el cuerpo maltrecho; me salieron bubas y forúnculos y se me cayó el pelo de la cabeza y de mis partes. Luego el niño que llevaba en el vientre murió y supe por qué me había hecho tomar aquello…

»«¿Y ahora qué te parece?» dijo. «¿Vas a volver a intentar esa treta?». Y yo dije: «Ese niño era sagrado, señor; Jesucristo lo concibió en mí por medio de vuestra persona». «¡Con que Jesucristo, eh!», dijo él. «¡No existe tal persona, hermana, ni tampoco hay ningún Espíritu Santo!». Y afirmó estar atónito porque el mundo llevara tantos años engañado por un hombre y una paloma.

»Ahora bien, aquellas blasfemias las oyeron la señora Webb y la señora Sissly, que solían escuchar tras nuestra puerta, y siendo ambas buenas cristianas le fueron con el cuento al sheriff. El capitán Mitchell fue citado para la siguiente convocatoria del gran jurado, acusado de fraude, asesinato, adulterio, fornicación, blasfemia y homicidio frustrado. Yo me alegré sobremanera, aun cuando el opio y mi vida acabarían cuando la del capitán.

»Más, ¡ay!, me olvidé de su posición y de la malignidad de los tribunales de Maryland: al capitán Mitchell le impusieron una triste multa de cinco mil libras de hoja de tabaco, de las cuales una tercera parte fue remitida por el gobernador, en tanto que a mí —Dios sabe que había soportado bastante me condenaron a treinta y nueve latigazos sobre mis sufridas y desnudas espaldas, a las puertas del Tribunal, por llevar una vida lúbrica. También privaron de su cargo a mi amo —no por su perfidia, sino por sus blasfemias—, y me libraron de mi vínculo contractual. Pero de poco me sirvió, pues hube de someterme a un nuevo contrato para obtener la siguiente ampolla, además de recibir una paliza a manos del capitán.

»Después nos trasladamos a este lugar, en el condado de Calvert, donde mi amo cultiva tabaco. Soy más desgraciada que nunca, pues desde que aquel medicamento me robó la belleza, el capitán no me posee más que muy de pasada. Corteja a una muchacha nueva, recién llegada de Londres, una criaturita que tiene la cara de Elizabeth y la mía, a la que trata como a una reina en tanto que a mí se me destina a llevar los puercos. Con todo, el capitán me sigue dando mis ampollas y yo sé muy bien por qué: no pasará mucho antes de que yo tenga que sujetar a esa muchacha, mientras él le pone por vez primera opio en la boca y la llama hermana Elizabeth. Después de eso no obtendré más ampollas: me arrojaré al Patuxent para morir ahogada y allí acabará todo, mientras él se queda en posesión de su nueva y joven hermana para siempre jamás…

»¡Dios maldiga a ese hombre y a esta provincia! —exclamó finalmente la mujer, apoyándose en su vara para llorar—. ¡Ojalá Jesucristo me hubiera hecho morir cuando aún era doncella, allí en la modesta fábrica de barriles que tenía mi padre junto al Támesis!