—¡Maryland! —Ebenezer soltó los calzones de su víctima y volvió la vista hacia los bosques de los que había emergido, hacia los verdes campos de tabaco y hacia los negros, que sonreían ampliamente junto a sus toneles. Se le iluminó el semblante. Todavía de rodillas, como transfigurado, se llevó la mano derecha al corazón y elevó la izquierda hacia las colinas de contornos suaves, tras las cuales empezaba a ocultarse el sol—. ¡Tu dulce cantor, tu Laureado ha llegado para proclamar tu gloria!
Se trataba de una composición de desembarco que había ingeniado a bordo del Poseidón hacía unos meses, juzgando adecuado, como Laureado de Maryland, saludar poéticamente a su deudo cuando pusiera por vez primera pie en el mismo, haciéndolo también para dejar fuera de toda duda entre sus nuevos compatriotas su condición de poeta hasta la médula de los huesos. Por lo tanto se sintió no poco ofendido al ver que su primera declamación pública era recibida con gran hilaridad por parte de su audiencia, cuyos miembros prorrumpieron en carcajadas y bufidos, dándose palmadas en los muslos, sujetándose los ijares, moqueando, dándole codazos a quien tenían cerca, poniéndole los cuernos a Ebezener y librando ventosidades a través de sus rústicos calzones.
El Laureado depuso su actitud, púsose de pie, enarcó sus grandes cejas rubias, apretó los labios y dijo:
—No os arrojaré más flores, amigos míos. Andaos con cuidado o haré que vuestros amos os azoten a todos.
Les volvió la espalda y acudió presuroso al pie del embarcadero, donde estaba Bertrand, aguantando con incomodidad el escrutinio de varios negros, que lo miraban regocijados.
—Olvida tu sueño de las siete ciudades, Bertrand: ¡Has puesto pie en el bendito suelo de Maryland!
—Eso he oído —dijo el criado con acritud.
—¿Verdad que es un paraíso? Mira allí, ¡cómo inflama aquellos árboles el crepúsculo!
—Sin embargo creo que vuestros paisanos de Maryland no se ganarían un puesto como cortesanos.
—No; ¿quién puede culparlos por su falta de respeto? —Ebenezer echó una ojeada a su propio atuendo y al de Bertrand, riéndose—. ¿Quién podría ver que aquí se encierra un Laureado? Además, no son sino unos simples criados.
—En tal caso indolentes han de ser los amos que les consienten pasarse las tardes bebiendo. No puedo culpar a Quassapelagh…
—¡Cuidado! —le advirtió el poeta—. ¡No pronuncies su nombre!
—Sólo quería decir que comprendo su punto de vista.
—¿Te das cuenta? —dijo Ebenezer, maravillado—. ¡Era el rey de los indios salvajes de Maryland! Y Drakepecker… —Ebenezer miró con asombro a los musculosos negros y frunció el entrecejo.
Bertrand siguió su pensamiento y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Cómo es posible que aquel hombre principesco fuera un esclavo? ¡Ojalá te arrase la peste, Maryland!
—No debemos precipitarnos en nuestros juicios —dijo Ebenezer, pero se acariciaba la barba, pensativo.
El tiempo que duró aquel coloquio se lo pasaron los ociosos ingleses resollando y disimulando la risa, un tanto apartados. Uno de ellos —un réprobo entrado en años, nervudo, lleno de arrugas, que tenía un tajo en cada oreja y en una mano la marca del hierro— se dirigió entonces hacia Ebenezer y Bertrand y, haciendo grandes reverencias e inclinaciones, dijo, exagerando el tono:
—Vuestra Gracia tenga a bien perdonar nuestra rudeza. Estamos a vuestro servicio, milord.
—Bien está —dijo Ebenezer al punto, y lanzándole a Bertrand una mirada de entendimiento se encaramó al muelle para dirigirse al grupo—. Sabed, buenas gentes, que pese a mi aspecto tosco y andrajoso, yo soy Ebenezer Cooke, designado por el lord propietario de la provincia para ejercer el cargo de Poeta Laureado de Maryland; mi criado y yo hemos padecido prisión a manos de piratas y hemos escapado por muy poco de una tumba de agua. Por esta vez no informaré de vuestra conducta a vuestros amos, mas de ahora en adelante mostrad mayor respeto, si no hacia mí, al menos hacia la poesía.
El discurso fue recibido con aplausos y vítores estentóreos, que, al interpretarlos el Laureado como un signo de gratitud por su clemencia, le arrancaron una sonrisa de benignidad.
—Pues bien —dijo—, no sé en qué lugar de Maryland me encuentro, pero he de acudir inmediatamente a Malden, la plantación que poseo a orillas del río Choptank. Precisaré transporte y guía, pues nada sé de la provincia. Tú, buen hombre —prosiguió, dirigiéndose al viejo que tenía una mano marcada y que había hablado anteriormente—, ¿querréis llevarme allí? Estoy seguro de que vuestro amo no pondrá objeciones cuando quede enterado del cargo que ostenta vuestro pasajero.
—¡Sí, eso seguro! —respondió el interpelado, lanzando una mirada a sus compañeros. Pero decidme, señor poeta, ¿cómo me vais a pagar por el trabajo? Porque habremos de cruzar el río remando, y nada hay que flote mejor que el oro.
Ebenezer ocultó su disgusto tras una expresión aún más altanera.
—Da la casualidad, buen hombre, de que el oro que poseo no lo llevo encima de mi persona. En todo caso, presumo que vuestro amo os prohibiría recibir dinero por prestar un servicio tan digno.
—Correré ese riesgo —dijo el viejo—. Si no podéis pagarme, os las compondréis como podáis para cruzar. ¿Es posible que persona de tan alto rango no lleve consigo un anillo o algún otro objeto de valor?
—Podéis quedaros el mío —gruñó Bertrand—, es una auténtica reliquia salvaje que, según tengo entendido, vale una fortuna. —Metió la mano en el bolsillo del calzón—. ¡Ahí va! Se me ha caído por un agujero…
—¡Basta ya! —exclamó Ebenezer, perdiendo la paciencia con el lugareño de Maryland—. ¡Por algo soy el Laureado de esta provincia! ¡Transpórtame al otro lado y serás, recompensado con el oro más fino que jamás se haya obtenido: la moneda purísima de la poesía!
El viejo dio un respingo con la cabeza, como impresionado.
—¿La moneda de la poesía, decís? ¿Queréis dar a entender que me vais a recitar unos versos a cambio de llevaros al otro lado del río?
—¿Recitar? —preguntó Ebenezer con desdén—. No, buen hombre, no voy a recitar. ¡Voy a componer! ¡Voy a improvisar! ¡Vuestro oro no habrá pasado por innumerables manos, sino que aparecerá luciente ante vuestros ojos nada más haber sido acuñado!
El hombre se rascó una de las orejas mutiladas.
—Bueno, es que no sé. Jamás oí hablar de trato semejante.
—¡Bah! —dijo Ebezener, tranquilizándolo—. En Europa se hace todos los días, y por asuntos de mayor peso que una miserable travesía fluvial. ¿Acaso no nos habla Cervantes de un poeta español que se mercó una puta por trescientos sonetos que trataban el tema de Píramo y Tisbe?
—¡No me digáis! —dijo, maravillado, el barquero—. ¡Trescientos sonetos! Y decidme, os lo ruego, ¿qué viene a ser un soneto?
Ebenezer sonrió ante la ignorancia de aquel hombre.
—Es un tipo de composición poética.
—¡Composición poética! ¡Ya!
—Sí. Los poetas no nos limitamos a componer poemas; componemos diversas clases de poemas. Así como entre las monedas tenemos los cuartos, los peniques, los chelines y las coronas, en poesía tenemos los cuartetos, los sonetos, los tercetos encadenados y las silvas.
—¡Ajá! —dijo el barquero—. Y entonces ¿este soneto equivale a un chelín? ¿O a media corona? Porque os voy a pedir una corona por pasaros a la otra parte del río.
—¡Una corona! —exclamó el poeta.
—Nada menos, Excelencia…, ya sabéis cómo están las corrientes y las mareas en esta época del año.
Ebenezer miró con escepticismo hacia el plácido río.
—¡Es un bribón y un judío de tomo y lomo! —dijo Bertrand.
—Ah, bueno, tanto da, Bertrand. —Ebenezer le guiñó un ojo a su criado y volvió a dirigirse al plantador—. Pero reparad en una cosa, buen hombre; debéis saber que el precio actual de los sonetos en el mercado de Londres es media libra esterlina.
—Pues entonces ahorradme la última estrofa —dijo el barquero—, porque no os daré el cambio.
—Hecho. —A los circunstantes, que habían presenciado, divertidos, el regateo, les dijo—: Sed testigos de que este individuo ha acordado por el precio de un soneto, sin incluir la última estrofa, transportar a Ebenezer Cooke, Poeta Laureado de Maryland, y a su criado, a la otra orilla del…, decidme, ¿cómo llamáis a este río?
—Choptank —respondió con prontitud el barquero de Ebenezer.
—¿Qué me decís? ¡Entonces Malden ha de estar muy cerca!
—Sí —aseveró el anciano—. Está justo detrás de aquel bosque. Se puede ir andando tranquilamente una vez cruzado el río.
—¡Excelente! ¿Entonces, hecho?
—¡Hecho, alteza, hecho! —El viejo alzó un dedo sucio—. Pero quiero el pago por adelantado.
—Ah, ¡vamos, vamos! —protestó Ebenezer.
—¿Qué más da? —susurró Bertrand.
—¿Qué garantías tengo de que sois poeta? —insistió el hombre—. Pagadme ahora o no hay pasaje en barca.
Ebenezer suspiró.
—Así sea. —Y al grupo le dijo—: Haced silencio, os lo ruego. Entonces, oprimiéndose la sien con un dedo y entornando ambos ojos, adoptó una actitud de componer y, tras un momento, declamó:
Y por ello, odiada melancolía,
por Cerbero y por la noche engendrada,
en la Estigia Caverna abandonada,
entre gritos y visiones impías,
Donde la oscuridad celosa extiende
sus alas y el nocturno cuervo canta,
y el ébano sombrío se levanta
y entre las rocas ceñudas se tiende;
Allí has de morar, por siempre aislada,
en el negro desierto de Cimeria,
igual que tus cabellos desgreñada.[27]
Se hizo un momento de silencio.
—¡Bueno, vayamos ya, buen hombre! —dijo, con apremio, el poeta—. ¡Ya habéis sido pagado!
—¿Qué? ¿Eso es un soneto?
—Por mi honor —le aseguró Ebenezer—. Menos la última estrofa, claro.
—Claro, claro. —El barquero dio un tirón a su oreja mutilada—. ¿Conque ése es mi soneto de a media libra? ¡Pues a decir verdad que era feísimo, con tanto grito y tanta negrura!
—¿Qué pasa? ¿Le haríais ascos a una moneda de oro porque el rey tuviera un busto feo? Un soneto es un soneto.
—Sí, sí, es verdad —dijo el barquero, y sacudió la cabeza, como reconociendo su derrota—. Muy bien, pues; allá está mi canoa.
—Partamos —dijo el poeta, y cogió a su criado del brazo, con aire triunfante.
Pero cuando vio la embarcación en la que debía efectuar la travesía a punto estuvo de cederle gratis el soneto a su barquero.
—De haber sabido que vuestra barca era este pesebre para puercos, me hubiera guardado el negro desierto de Cimeria en la bolsa.
—No sigáis quejándoos —respondió el barquero—, de haber sabido yo lo inmundo que era vuestro soneto por mí habríais cruzado a nado.
Y entendiéndose de aquella guisa, barquero y pasajeros subieron con cautela a bordo de la canoa y surcaron el río, que estaba tan liso como un espejo. Cuando, superada la mitad del trayecto, vieron que en la superficie no había ni una honda, los pasajeros empezaron a sospechar que se había exagerado la dificultad de la travesía.
—Decidme —preguntó Bertrand desde la proa—, ¿dónde están esas corrientes y mareas perniciosas que tanto encarecen este viaje?
—En ningún lugar sino en mi fantasía —dijo el barquero, sonriendo—. Puesto que vuestras mercedes pagaban el pasaje con un poema, a mí me cumplía demandar uno de envergadura… A vuestras mercedes eso no les supone mayor coste.
—¡Ajá! —exclamó Ebenezer—. ¡Conque me habéis engañado! Muy bien, pues no creáis que habéis salido ganando, amigo, porque el soneto no era mío: lo tomé prestado de alguien cuyo talento iguala al mío…
Pero el barquero no se corrió ni un ápice por aquella revelación.
—Tanto vale el oro del año pasado como el de este año —afirmó—, y el de un hombre como el de otro. Aunque vuestra promesa cayó en falso, yo no salgo perdiendo. Media libra es media libra y un soneto es un soneto. —En aquel preciso instante la canoa tocó la orilla opuesta del río—. Aquí estáis, señor poeta, y vos sois el burlado.
—¡Canalla! —masculló Bertrand.
Ebenezer sonrió.
—Como gustéis, señor, como gustéis.
Saltó a la orilla con Bertrand y aguardó a que el barquero volviera a ponerse en movimiento. Entonces se rio y le dio una voz.
—Con todo, lo cierto es, señor cabeza hueca, que os hemos esquilado de la nuca a los pies. No sólo no es obra mía el soneto. ¡Ni siquiera es un soneto! ¡Buen día, señor!
Ebenezer se aprestó a salir huyendo por la arboleda hacia Malden, no fuera que el barquero saliera a perseguirlos, pero éste se limitó a chasquear la lengua tras cada golpe de remo.
—Tanto da, señor orate —gritó a su vez—. Tampoco es éste el río Choptank. ¡Buenas noches, señor!