Una cosa es cierta —dijo Ebenezer cuando reemprendieron la exploración de la playa—: debemos exigirle obediencia a este hombre si hemos de ser sus deidades. En primer lugar, ése es el atributo más claramente propio de los dioses, y además es la política más segura: si se entera de que somos mortales puede acabar con los dos.
Una vez le hubieran hecho ponerse de pie al negro y ordenado que se lavara las heridas, las cuales no eran por fortuna más que rasguños causados por las conchas, lo obsequiaron además con los cangrejos blandos que guardaban —fríos y magullados de llevarlos en el bolsillo, pero comestibles pese a todo—, y aguardaron mientras él daba rápida cuenta de ellos. Aquella muestra de caridad provocó un nuevo despliegue de gratitud postrada y, después de reconocerla, Bertrand y Ebenezer se acuclillaron junto a él en la arena y trataron de entenderse por medio de palabras, gestos y dibujos trazados con palos. ¿Cómo se llamaba la isla? —le preguntó Ebenezer—. ¿Cómo se llamaba él? ¿Dónde estaba su ciudad? ¿Quién lo había atado de pies y manos y lo había arrojado al mar y por qué motivo? Y Bertrand, para no quedarse relegado, había añadido preguntas de su cosecha: ¿A qué distancia de donde estaban se encontraba la primera de las ciudades de oro? ¿Qué clase de falsos dioses tenían sus conciudadanos? ¿Eran las mujeres de piel clara u oscura?
Mas, pese a que el negro había escuchado sus preguntas con atención fervorosa, su mirada denotaba más devoción que comprensión; todo lo que pudieron sacar de él fue su nombre, que —aunque, sin duda de ningún género, no correspondía a lengua civilizada ninguna— a Ebenezer le sonaba de diversas maneras, como, por ejemplo, Drehpunkter, Dreipunkter, Dreckpäcbter, Droguepécheur, Droitpacteur, o incluso Despartidor, mientras que Bertrand oía, invariablemente, Drakepecker[26]. Por lo demás, no sería de extrañar que no se tratara en absoluto de su nombre, sino de algún modo salvaje de llamar a la oración, pues cada vez que ellos pronunciaban aquella palabra el negro hacía una genuflexión.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Bertrand—. No manifiesta intención de ocuparse de sus asuntos.
—Sea —repuso Ebenezer—. Que nos ayude con los nuestros entonces. Es la disposición a recibir órdenes lo que convierte a la persona en súbdito, y la disposición a darlas es lo que la convierte en señor. Además, si le asignamos bastantes tareas no podrá tramar ningún mal contra nosotros.
Por lo tanto resolvieron permitir que el grandullón negro los acompañara en calidad de procurador de comida y de madera, cocinero y, a la postre, factótum; en realidad le dieron pocas oportunidades de elegir, ya que era claro que no tenía intención de irse y, si se encolerizaba, podía aniquilarlos a los dos en cosa de medio minuto. Partieron pues los tres de nuevo en dirección norte. Ebenezer y Bertrand iban delante y Drakepecker, un par de pasos más atrás, por respeto. Durante una hora o más caminaron afanosamente por encima de guijarros, arena blanca y cauces de arcilla de diversos colores —rojo, azul y blanco—, teniendo siempre a la siniestra la fachada incólume del empinado acantilado, y a la diestra, el océano, extrañamente plácido; a cada recodo Bertrand se esperaba descubrir una ciudad de oro, pero lo que aparecía, sin embargo, no era más que una pequeña ensenada o cualquier otra quebradura de la costa que, en lo principal, discurría en línea recta, hacia el norte. Al cabo, como tenían las piernas fatigadas y los pies doloridos, se detuvieron a descansar debajo de la boca de una gruta situada a unos diez o doce pies de altura, en la pared del acantilado. El salvaje, a quien Ebenezer había confiado la tosca lanza con la que se había procurado el desayuno, manifestó, blandiéndola al tiempo que se frotaba el estómago, el deseo de ir en busca de comida; cuando le fue otorgado el permiso, trepó como un simio por la pared de roca y desapareció.
Bertrand le vio partir y suspiró:
—Es la última vez que vemos a Drakepecker, y menos mal, digo yo.
—¿Qué? —sonrió Ebenezer—. ¿Tan pronto te has cansado de ser Dios?
El sirviente admitió que así era.
—Prefiero hacer el trabajo yo antes que ser el señor de alguien tan temible. En este mismo instante no me extrañaría que estuviera planeando atravesarnos a los dos con su lanza, para luego freírnos y que le sirvamos de cena.
—No creo tal —dijo el poeta—. Le place servirnos.
—¡Ah, señor, a ningún hombre le gusta la esclavitud! ¿Creéis que habría un solo criado en el orbe si a todo el mundo se le dejara elegir? La mala suerte, la fuerza y la penuria hacen que unos hombres se pongan al servicio de otros, y esas tres cosas son amos enojosos.
—¿Y qué hay del hábito y de la inclinación natural? —dijo Ebenezer en son de burla—. Algunos hombres nacen para servir.
Bertrand consideró aquello durante unos instantes y luego dijo:
—El hábito no es la primera causa, sino que es hijo de la cruda necesidad, ¿no es así? Nuestras piernas se habituaron a los grilletes de los piratas, pero nosotros deseábamos de todos modos sacudírnoslos de encima. En cuanto a la tendencia natural hacia la esclavitud, es un cuento fomentado por los amos: ningún esclavo le da crédito.
—Hace un momento hablabas de ocuparte tú de los trabajos —dijo Ebenezer—, pero no dijiste palabra de que los desempeñara yo, y sin embargo fui yo quien propuso que nos olvidáramos de nuestras antiguas posiciones, ya que las tierras salvajes nada saben de clases.
Bertrand se rio.
—Entonces a la lista de mis yugos añadid la obligación; no es mejor amo.
—Mejor llámalo gratitud o amor —dijo Ebenezer—. ¡Y observa cómo los hombres se regocijan del pacto que hacen! Este Drakepecker, como tú lo llamas, eligió su esclavitud presente cuando lo libramos de una esclavitud peor, y puede acabar con ella cuando le apetezca. Por consiguiente, yo no le temo y espero que siga a nuestro servicio durante muchos días.
A continuación le preguntó al criado cómo se proponía gobernar él solo una ciudad entera, si tanto le amedrentaba un súbdito compartido.
—Yo quiero ser dios, no rey —dijo el criado—. Que los demás den órdenes y las reciban o que intriguen y aborten motines; yo me procuraré un templo pertrechado de comida y bebida y me pasaré toda la mañana durmiendo en mi lecho de oro. Gozaré de la compañía de diez sacerdotisas mozas, que escucharán las confesiones y rezarán las plegarias en la iglesia, y tendré un par de eunucos que se ocuparán de recoger los donativos y velar por el dinero.
—¡Pereza y depravación!
—¿No haríais vos lo mismo? ¿No lo haría cualquiera? ¿Quién desea para sí la pesada carga de gobernar? Lo que los hombres codician es la corona, no el cetro.
—Quien ostenta la una ha de blandir el otro —respondió Ebenezer—. El hombre ante quien los demás se inclinan es la oveja que marcha a la cabeza del rebaño que corre; tienen que seguir su paso o perecer.
—Así pues, ¿vos gobernaríais en vuestra ciudad? —quiso saber Bertrand.
—Sí —dijo Ebenezer. Se hallaban sentados uno junto al otro, con la espalda recostada en el acantilado, contemplando ociosamente el mar—. ¡Y menudo gobierno implantaría! Sería una república antiplatónica.
—¡Eso espero, señor! ¿Para qué necesitáis al papa siendo vos Dios?
—No, Bertrand. Platón hablaba de una nación gobernada por filósofos, en la cual no sería aceptado ningún poeta, salvo los que cantaran las alabanzas del gobierno. Es antigua la disputa entre el sabio y el poeta.
—Cielos, si es por eso —dijo Bertrand—, poco se diferencia de Inglaterra o de cualquier otro lugar; ningún rey prudente consentiría que lo atacara un poeta. ¿Por qué os empleó lord Baltimore sino para que cantarais las alabanzas de su gobierno, o por qué busca John Coode vuestra ruina, si no es para abortar el poema? ¡Pues vaya, ese lugar prodigioso del que habláis bien pudiera ser Maryland!
—No me entiendes —dijo, incómodo, Ebenezer—. Prohibir que un asunto sea objeto de la poesía es una cosa; prescribirlo, otra. En mi ciudad los filósofos serán todos bienvenidos —en tanto no instiguen insurrecciones—, pero un poeta sería su dios, un poeta, su rey, y poetas, todos sus ministros. ¡Será una poetocracia! Me parece que era esto lo que sir William Davenant tenía en mente cuando se hizo en vano a la mar para ocuparse de gobernar Maryland. El rey poeta, Bertrand… ¡Es un pensamiento digno de ser evocado! Y no es locura, te lo juro. ¿Quién lee mejor el corazón de los hombres, el filósofo o el poeta? ¿Cuál de los dos está en más estrecha armonía con el mundo?
Tenía más cosas que decirle a Bertrand sobre el tema, pues había estado dándole vueltas al mismo en su imaginación durante toda la mañana, pero en aquel momento cayeron, como llovidos del cielo, un par de salvajes que se plantaron delante de ellos, lanza en mano. Eran muchachos en edad de crecimiento, de no más de diez o doce años, vestidos con zamarras y calzones de piel de ciervo; no tenían la piel de color marrón negruzco, como Drakepecker, sino de un marrón cobrizo, como los acantilados, y el cabello, lejos de ser corto y ensortijado, lo tenían liso y les caía sobre los hombros. Pusieron la expresión más feroz que pudieron y apuntaron con las lanzas a los hombres blancos. Bertrand profirió un alarido.
—¡Diantre! —exclamó Ebenezer y alzó el brazo para protegerse el rostro—. ¡Drakepecker! ¿Dónde está Drakepecker?
—¡Estamos perdidos por su culpa! —gimió Bertrand—. ¡El muy canalla nos la ha jugado!
Pero era impensable que los muchachos hubieran descendido sin hacer ruido ninguno ni haber hecho caer piedras. A Ebenezer le pareció plausible que estuvieran ocultos en la cueva que tenían sobre sus cabezas, aguardando la ocasión de saltar. Uno de ellos se dirigió a los prisioneros con tono áspero, en una lengua desconocida, haciéndoles señas para que se levantaran, e indicó la boca de la caverna.
—¿Tenemos que subir? —preguntó Ebenezer, y a modo de respuesta sintió que una punta de lanza le azuzaba una nalga.
—¡Decidles que somos dioses! —le instó Bertrand—. ¡Se proponen comernos vivos!
La orden fue repetida; treparon por las rocas hasta el saliente de la cueva. Los muchachos hablaban como si se dirigieran a alguien que estuviera en el interior, y desde la oscuridad respondió una voz más añosa y sosegada. Los prisioneros fueron forzados a entrar, inclinados, pues el techo no alcanzaba en parte ninguna los cinco pies de altura. El interior apestaba a excrementos y otros olores innombrables. Después de unos momentos, cuando se les acostumbraron los ojos ala oscuridad, vieron a un salvaje adulto, desnudo, tumbado sobre una manta, en el suelo, que estaba atestado de conchas, huesos y cacharros de loza. Al menos parte del hedor procedía de su rodilla derecha, que llevaba vendada con harapos. El viejo se incorporó sobre los codos, hizo una mueca de dolor y escrutó a los prisioneros. Entonces, para inenarrable sorpresa de los mismos, dijo:
—¿Ingleses?
—¡Dios mío! —dijo Ebenezer, boquiabierto—. ¿Quién sois vos, señor, que habláis nuestra lengua?
El salvaje volvió a contemplar el pelo enmarañado de los prisioneros, sus ropas desgarradas y sus pies descalzos.
—¿Buscáis a Quassapelagh? ¿Os envió Warren a por Quassapelagh? —Los muchachos se acercaron más con sus lanzas.
—No buscamos a nadie —dijo el poeta en voz alta y clara—. Somos ingleses, arrojados al mar por los piratas para que pereciéramos ahogados; llegamos a esta isla anoche, merced a una gran suerte, mas desconocemos dónde estamos.
Uno de los mozalbetes habló con gran agitación y enarboló la lanza, deseoso de agredirlos, pero el de más edad lo silenció con una palabra.
—Os suplico que nos perdonéis la vida —imploró Ebenezer—. No conocemos a ese tal Warren del que habláis ni a nadie de por aquí.
De nuevo los jóvenes hicieron ademán de ir a atravesarlos. El salvaje malherido les riño con mayor aspereza que antes y, a lo que pareció, les ordenó que montaran guardia fuera, ya que evacuaron la gruta dando muestras de no querer hacerlo.
—Son buenos chicos —dijo el salvaje—. Odian a los ingleses tanto como yo, y desean mataros.
—Entonces, ¿hay ingleses en esta isla? ¿Cómo se llama? —Bertrand estaba aún demasiado amedrentado como para hablar, pero Ebenezer, pese a sus recientes ensoñaciones en torno a una isla de poetas, no era capaz de contener la alegría ante la perspectiva de reunirse con compatriotas suyos. El salvaje lo miró con suma atención.
—¿No sabéis dónde estáis?
—No sé sino que ésta es una isla del océano —repuso el Laureado.
—¿Y conoces el nombre de Quassapelagh, el rey Anacostino?
—No.
Durante unos momentos su captor siguió estudiando el rostro de Ebenezer. Al cabo, como convencido de su inocencia, se echó en el jergón y clavó la mirada en el techo de la cueva.
—Yo soy Quassapelagh —afirmó—. El rey Anacostino.
—¡Rey! —exclamó Bertrand, susurrándole a Ebenezer en el oído—. ¿Creéis que se tratará del rey de una de nuestras ciudades de oro?
—Esta es la tierra de los piscataways —prosiguió diciendo Quassapelagh—. Estos son los campos y los bosques de los piscataways. Esa agua es la de los piscataways; estos acantilados son nuestros acantilados. Han pertenecido a los piscataways desde el comienzo del mundo. Mi padre fue rey de esta tierra, y su padre, y el padre de su padre, y también lo fui yo durante un tiempo. Pero Quassapelagh ya no es rey ni mis hijos y nietos reinarán.
—Preguntadle dónde está la ciudad de oro más próxima —susurró Bertrand, pero su amo le ordenó silencio mediante un gesto.
—¿Por qué yacéis aquí, en esta guarida miserable? —preguntó Ebenezer—. No me parece morada adecuada para un rey.
—Este ya no es el país de Quassapelagh —respondió el rey—. Vuestro pueblo lo ha robado. Llegaron en barcos, con espada y cañón, y le quitaron los campos y los bosques a mi padre. Nos pusieron en manada, como animales, y nos llevaron lejos. Y cuando yo dije: «Esta tierra pertenece a los piscataways», me metieron en prisión. Nuestro emperador, Ochotomaquath, se ve obligado a esconderse en los montes, como alimaña, y en su lugar se sienta un joven insensato, Passop, que le lame las botas al emperador inglés. Mi pueblo ha de obedecerlo o morir de hambre.
—¡Injusticia! —exclamó Ebenezer—. ¿Has oído, Bertrand? ¿Quién es ese Warren que tanto presume y que me hace avergonzarme de ser inglés? ¡Por vida de…! Me juego algo a que es un pirata y un bellaco que ha reclamado esta isla para sí. —Cogió al criado por la manga de la camisa—. Me acuerdo de que el viejo Carl, el velero, hablaba de una ciudad pirata llamada Libertada, en la isla de Madagascar. ¡Quiera dios que no sea el mismo!
—No conozco el nombre del emperador —dijo Quassapelagh—, porque hace poco que ha venido para oprimir a mi nación. Este Warren sólo es un carcelero y jefe de soldados…
En aquel momento se originó un gran alboroto en el exterior de la cueva.
—¡Drakepecker! —exclamó Bertrand.
Efectivamente, a la entrada de la caverna se encontraba el negro enorme: a sus pies, caída por causa de la ira, estaba la tosca lanza que improvisara Ebenezer, en la que había, ensartados y ensangrentados, dos conejos; con cada una de sus manazas tenía Drakepecker sujeto por el cuello a un joven centinela. A uno, no se sabía cómo, lo había desarmado, y antes de que el otro pudiera servirse con ventaja de su arma, el temible negro hizo chocar las dos cabezas y arrojó a los muchachos a la playa.
—¡Bravo! —vitoreó Ebenezer.
—¡Aquí dentro, Drakepecker! —llamó Bertrand, y dio un salto con ánimo de inmovilizar a Quassapelagh—. ¡Ven aquí y cáscale también la cabeza a este bellaco!
El negro recogió su lanza y entró en la gruta a la carga, rugiendo, con la clara intención de añadir a Quassapelagh a sus otros trofeos.
—¡Alto! ¡Drakepecker! —ordenó Ebenezer.
—¡Atraviésalo! —gritó Bertrand, sujetándole a Quassapelagh los brazos por detrás. El salvaje no ofreció resistencia, sino que miró al intruso con severidad y desdén.
—¡Lo prohíbo! —dijo Ebenezer, y asió la lanza.
Bertrand protestó:
—¡Es lo que pensaba hacernos este villano, señor!
—Si así era, no dio muestra ninguna de ello. Suéltalo. —Cuando tuvo los brazos libres, Quassapelagh se tumbó en la manta y contempló impasible el techo—. Esos muchachos son sus hijos —dijo Ebenezer—. Ve con Drakepecker y tráelos aquí, si es que no los ha matado. —Partieron los dos hombres, Bertrand con considerables recelos que no vaciló en manifestar; Ebenezer le dijo a Quassapelagh—: Perdonad que mi servidor haya herido a vuestros hijos; creyó que estábamos en peligro. No tenemos ninguna intención de haceros daño, señor. Ya habéis sufrido bastante a manos de los ingleses.
Pero el salvaje permaneció impasible.
—¿He de alegrarme por haber encontrado a un inglés capaz de sentir piedad? —señaló la rodilla hedionda—. ¿Qué es más piadoso, una lanzada en el corazón o esta rodilla emponzoñada que me corté cuando huía como un conejo en mitad de la noche? Si mis hijos han muerto, yo muero de hambre; si viven, yo muero por este veneno. Tu corazón es bueno: te pido que mates a Quassapelagh.
Al poco regresaron Bertrand y el negro, haciendo ir delante de ellos, a punta de lanza, a los dos muchachos, que sólo parecían tener magulladuras y dolor de cabeza.
—Bastante es que mis hijos vivan —dijo Quassapelagh—. Ahora dile a tu hombre que me mate.
—No, tengo mejores ocupaciones para él —dijo Ebenezer, y luego, a Bertrand—: Drakepecker se quedará aquí con el rey y atenderá sus necesidades mientras sondeamos el humor de los bandidos ingleses. Los muchachos nos pueden conducir hasta las afueras de su emplazamiento.
—No me corresponde discutirlo —dijo Bertrand con un suspiro—. Lo único que espero es que no se hayan hecho con las ciudades divinas, estableciéndose en ellas como dioses.
Entonces Ebenezer le dio a entender al negro, por medio de señas, que quería que se ocupara de darle de comer al rey y de vendarle la herida; con respecto a lo segundo, expresado más como pregunta que como orden, el negro respondió, asintiendo enérgicamente con la cabeza y con un parloteo entusiasta, que daba a entender que conocía algunas medidas terapéuticas o profilácticas. Sin mayor dificultad, quitó el vendaje sucio y examinó la maloliente inflamación con claro interés quirúrgico. Luego, acompañando sus órdenes de gestos que las aclaraban, se dirigió a uno de los muchachos en su propio idioma, indicándole que limpiara y cocinara los conejos, y al otro lo mandó a llenar de agua dos cuencos de loza.
—¡Diantre! —dijo Bertrand respetuosamente—. ¡Este fulano encima es médico! Es un honor ser su dios, ¿no os parece, señor?
El poeta sonrió.
—Tal vez se merezca uno mejor, Bertrand; en verdad que es una creación magistral.
Antes de transcurridas dos horas, los conejos habían sido aderezados y engullidos —junto con ostras al natural que procuraron los mozos y una especie de maíz en polvo, tostado, llamado rockahominy del cual el rey se comió un cuenco grande; además, la herida de Quassapelagh había sido sajada con su propio cuchillo, le había sido extraído el pus, estaba lavada y curada con una cocción que preparó el negro con varias raíces y hierbas que había recogido en el bosque mientras se asaban los conejos. Incluso los salvajes estaban impresionados por su actuación. Los muchachos comían con los dedos, dando más muestras de asombro que de resentimiento, y la mirada severa de Quassapelagh se había tornado luminosa.
—Si los ingleses no andan muy lejos, me gustaría echarles un vistazo antes de que oscurezca —anunció el Laureado.
Cuando Quassapelagh contestó que no se hallaban a más de tres millas de distancia, Ebenezer le repitió sus órdenes al negro, quien, arrodillándose, como acostumbraba a hacer cada vez que pronunciaban su nombre, consintió en la separación con lágrimas en los ojos.
—Si descubrimos que son piratas o salteadores de caminos regresaremos enseguida —le dijo Ebenezer al rey.
—El emperador de los ingleses no te hará daño —dijo Quassapelagh—, y tampoco tienes que temer por mis hijos, que le son desconocidos. Pero no le menciones el nombre del rey Anacostino a nadie a menos que me desees la muerte, y no vuelvas a esta cueva. Tu amabilidad con Quassapelagh no será olvidada.
Se dirigió a uno de sus hijos en lengua nativa y éste le trajo un pequeño paquete de cuero de la parte posterior de la gruta.
—¡Nos va a mostrar un mapa de las siete ciudades de oro! —musitó Bertrand.
—Lleváoslos —dijo el rey, y a cada hombre le entregó un pequeño amuleto esculpido, a lo que parecía, en la columna vertebral de algún pez de gran tamaño; tratábase de un cilindro de hueso, hueco, de color blancuzco, tal vez de unos tres cuartos de pulgada de longitud y, aproximadamente, la mitad de diámetro, con pequeñas protuberancias a la altura de donde se habían arrancado las vértebras ventrales y dorsales, y eran casi translúcidos, como es característicos de los huesos de pez. Bertrand puso cara de desilusión—. Parece una recompensa exigua como pago por haberme salvado la vida —dijo Quassapelagh gravemente—, pero Warren me dejó en libertad a cambio de uno igual.
—Ese Warren es un mentecato —masculló Bertrand.
El rey pasó aquello por alto.
—Cálzatelo en el dedo como anillo —le dijo a Ebenezer—. Un día, cuando la Muerte esté muy cerca, esta sortija podrá alejarla.
Ebenezer también se sentía un tanto desilusionado por el regalo, cuya tosca talla no podía siquiera considerarse decorativa, pero lo aceptó cortésmente, lo enhebró en una tira de cuero sin curtir y se lo puso al cuello, por debajo de la camisa. Bertrand, por el contrario, se lo guardó con brusquedad en un bolsillo del calzón. Entonces, como ya estaba mediada la tarde y sobre la playa se proyectaba la sombra de los acantilados, se despidieron afablemente del negro gigantesco y de Quassapelagh y, llevándose a los muchachos salvajes en calidad de guías, subieron a la foresta y emprendieron ruta en dirección más o menos nordeste, avanzando despacio porque iban descalzos.
—No se te ve muy contento de que vayamos a reunirnos con nuestros compatriotas —le comentó Ebenezer a Bertrand.
—No estoy muy contento porque nos dirigimos a un nido de piratas, cuando podríamos estar camino de las ciudades de oro —admitió el criado—. Y tampoco hemos hecho buen negocio con ese rey salvaje, cambiándole a Drakepecker por un par de huesos de pez.
—No fue un truque, ni siquiera un regalo —dijo el poeta—. Si estaba en deuda con nosotros porque le habíamos salvado la vida, al salvárnosla él a nosotros, su deuda quedó saldada.
Pero Bertrand no se dejaba convencer fácilmente.
—¡Diantre, señor, no quisiera parecer egoísta ni blasfemo, pero bonito provecho el que saca un criado de ser dios! No había ni empezado a conocer el oficio, por decirlo así, ni le había cogido el truco, ¡y vais y me cambiáis a mi adorador por un par de tristes huesos! Me hacían falta sólo un par de días más ejerciendo de dios, por si no lo sabíais, y cogéis y dejáis a Drakepecker en libertad.
—Yo no lo veo así —dijo el Laureado—. Es un cargo que me alegro de haber dejado. Encontramos a ese hombre desamparado, vomitado por el mar, y lo hemos dejado amparado, en una cueva; era esclavo de un dios y ahora es esclavo de un rey. Dónde vaya después, eso es asunto suyo. Nosotros obramos bien facilitándole el principio de su andadura… ¿No es eso bastante propio de una deidad? Además de lo cual —concluyó— no recaía sobre ti la penosa labor de mantenerlo ocupado, como era mi caso, de lo contrario no te quejarías, yo me alegro de haberle encontrado la ocupación que tiene. Si llegamos a nuestras ciudades de oro, la mía sería una república, no una teocracia, y además no tengo el menor deseo de ser quien la gobierne. Todo eso lo he aprendido de Drakepecker.
Bertrand sonrió.
—¡No lleváis tanto tiempo de amo como para hablar así, señor! ¿Pensáis que tengo intención de llenarme la cabeza de dogmas y secretos cuando esté en mi templo? Esa es labor de subalternos…, sacerdotes, sacristanes y toda esa calaña. Un dios no ha menester más que sentarse, oler el incienso, contar las limosnas y ocuparse de las mozas.
—Paréceme que no durará mucho tu reino celestial —observó Ebenezer.
—Ni tampoco hace falta —dijo su criado.
Al cabo de un rato los bosques fueron haciéndose menos tupidos y hacia el oeste, por entre los árboles, vieron un claro de considerable extensión en el cual crecían ordenadamente verdes hileras de una planta de hojas anchas que no les era familiar. Al verlo, a Ebenezer le dio un vuelco el corazón.
—¡Mira allí, Bertrand! ¡No son plantas salvajes! —Ebenezer agarró a uno de los guías y señaló hacia el campo—. ¿Cómo llamáis a eso? —preguntó en voz alta, como si quisiera lograr la comunicación merced al volumen—. ¿Cómo se llama eso? ¿Ese campo lo han plantado los ingleses?
El muchacho captó la palabra y asintió jovialmente:
—Ingleses, ingleses.
Entonces se lanzó a hacer nuevas observaciones, en el transcurso de las cuales Ebenezer oyó la palabra tabaco.
—¿Tabaco? —inquirió—. ¿Eso es tabaco?
—¿Cómo es posible? —se extrañó Bertrand.
—No es tan raro a fin de cuentas —dijo el Laureado—. El capitán Pound seguía la ruta que está en la latitud de las Azores y que llega hasta los cabos de Virginia, de modo que cualquier isla situada en dicho paralelo tendrá el clima de Virginia, ¿no es cierto?
Entonces Bertrand quiso saber por qué una banda de piratas iba a perder el tiempo dedicándose a la agricultura.
—No tenemos pruebas de que sean piratas —le recordó Ebenezer—. También podrían ser contrabandistas de tabaco, que, según Burlingame, abundan, o simplemente honestos plantadores. Cabe esperar una cosa así, ¿no?
El semblante de Bertrand revelaba un sentimiento de índole opuesta, mas antes de que tuviera ocasión de formularlo, los dos muchachos les hicieron ademán de que guardaran silencio. Los cuatro se movieron sigilosamente por entre un último grupo de árboles, llegando a un lugar donde acababa el bosque. Hacia el norte se veía la ribera de un río y al oeste una carretera cuyo firme eran troncos de árbol. Desde una edificación de grandes dimensiones, también de troncos de madera, que semejaba un almacén y ocupaba el espacio comprendido entre la carretera y los árboles y que evidentemente era obra de hombres blancos, llegaba hasta ellos un rumor de gentes ocupadas; siguiendo las indicaciones de los guías, Bertrand y Ebenezer se acercaron sigilosamente a la pared posterior y, desde aquella posición privilegiada, con el corazón en un puño, podían observar sin peligro la carretera, que llegaba hasta el río.
—¡Dios mío! —musitó Ebenezer.
El ruido que habían oído, un fragor acompañado de voces que cantaban, lo hacían varios grupos formados cada uno por un trío de negros que, descalzos y desnudos de cintura para arriba, hacían rodar enormes cubas de madera por la carretera hasta un desembarcadero que estaba a las orillas del río; mientras trabajaban, cantaban. En un muelle que salía de la orilla se hallaba un grupo de hombres descalzos que llevaban la cabeza descubierta; llevaban ropas de tela escocesa y, a pesar de sus rostros quemados por el sol y de su aspecto desastrado, eran evidentemente de origen europeo y no bárbaro; su esforzada actividad consistía simplemente en recostarse en los montones de troncos, fumar en pipa y pasarse unos a otros un jarro de loza (después de beber del cual se limpiaban la boca con la parte superior de sus velludos antebrazos), y observar cómo los negros se afanaban en transportar su carga hasta un par de gabarras atracadas de costado. A la vista de aquellos hombres Ebenezer se regocijó; pero más maravilloso aún —tan maravilloso que su contemplación hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas— era lo que había en mitad del anchuroso río, el cual debía de tener casi dos millas de lado a lado en aquel punto: un buque anclado, de aspecto majestuoso, popa alta y tres mástiles, hasta el que llevaban su carga las gabarras, y de cuyo palo mayor pendían los colores rojo, blanco y azul, enseña que no podía ser más que la del rey.
—¡No son bandidos, sino honrados plantadores ingleses! —dijo Ebenezer riéndose—. ¡Hemos ido a parar a alguna de las islas de las Indias!
Y por más que todos cuantos lo acompañaban le advirtieron que guardara silencio, lanzó un grito de júbilo, se lanzó como una exhalación hacia la carretera y corrió, dando vivas y saludando, en dirección al muelle. Los jóvenes salvajes huyeron hacia el bosque; Bertrand, lúgubre y consternado, se quedó junto a la pared del almacén, observando.
—¡Compatriotas! ¡Compatriotas! —gritaba Ebenezer.
Los negros interrumpieron su canción y dejaron el trabajo para verlo pasar, y los blancos también se volvieron, sorprendidos por las voces. Era ciertamente un espectáculo de lo más insólito: más flaco aún que de costumbre debido al rigor de los meses que había pasado embarcado, Ebenezer avanzaba por la carretera de troncos dando zancadas como una cigüeña con las plumas erizadas. Llevaba los pies desnudos y llenos de ampollas, la camisa y los pantalones hechos jirones; rapado y afeitado cuando lo raptaron del Poseidón, ahora le había crecido salvaje el pelo del cuero cabelludo y de la barbilla, de modo que, si bien no muy largo, lo tenía completamente enmarañado y sin cuidar. Añádase a esto que estaba más quemado por el sol que los plantadores y, por lo menos, igual de sucio, que era la viva estampa del descastado y que su apresuramiento resultaba aún más grotesco debido al modo en que llevaba los brazos cruzados por delante de la pechera de la camisa, donde aún llevaba las arrugadas páginas del diario.
—¡Compatriotas! —volvió a gritar cuando llegó al embarcadero—. ¡Decid algo deprisa para que oiga la lengua que habláis!
Los hombres intercambiaron miradas entre sí; algunos se cambiaron de sitio y otros chuparon con incomodidad sus pipas.
—Es un loco —sugirió uno, y antes de poder retirarse vio que lo abrazaban.
—¡Sois ingleses! ¡Dios santo, sois ingleses!
—¡Quítate de encima!
Ebenezer señaló jubiloso hacia el mar.
—¿Qué destino tiene ese buque, señor, ya que sois inglés y cristiano?
—Portsmouth, con la flota…
—¡Alabado sea Dios! —dio un salto, entrelazó las manos y llamó a voces en dirección al almacén—. ¡Bertrand! ¡Bertrand! ¡Son todos honrados caballeros ingleses! Y, decidme, os lo ruego, oh, inglés prodigioso —dijo, y sujetó a otro plantador que, debido a que tenía el agua a sus espaldas, no podía escapar—, ¿qué isla es ésta a la que me han traído las aguas? ¿Son las Barbados o las remotas Antillas?
—El ron te ha reblandecido los sesos —gruñó el plantador, zafándose.
—¡Las Bermudas, pues! —exclamó Ebenezer. Se hincó de rodillas y asió las perneras del calzón de aquel hombre—. Decidme, ¿es Corvo o alguna isla que yo no haya oído nombrar?
—Ni la una ni la otra ni es isla ninguna —dijo el plantador—. Esta mierda no es más que Maryland, maldita sea tu estampa.