16. EL LAUREADO Y BERTRAND, ABANDONADOS AL DESTINO DE PERECER AHOGADOS, TOMAN POSESIÓN DE SUS NICHOS EN EL PANTEÓN CELESTIAL

Para bien o para mal, el Laureado encontró el agua templada; el susto inicial de la inmersión había desaparecido cuando logró aflorar a la superficie, y cuando abrió los ojos vio las luces de popa de la nave ya a varias yardas de distancia, alejándose inexorablemente. Mas, a pesar de lo moderado de la temperatura del agua, se le heló el corazón. No acababa de entender la situación en que se encontraba: la idea principal que ocupaba su cabeza no era, en absoluto, la inminencia de la muerte, sino la última afirmación del capitán Pound, según la cual el verdadero Ebenezer Cooke se encontraba en la ciudad de Saint Mary. ¡Otro impostor! ¿Qué portentoso plan se estaba, pues, tramando? Por supuesto, existía la posibilidad de que Burlingame, a quien se le daban tan bien los disfraces, hubiera llegado sano y salvo, pareciéndole útil representar el papel del poeta, para seguir confundiendo a Coode. Pero si, como cabía suponer, se había enterado por los pasajeros del Poseidón de que habían capturado a Ebenezer, sin duda, Burlingame comprendería que adoptando la identidad de su amigo ponía en peligro su vida; y si en lugar de ello pensaba que su pupilo y protegido había muerto, era difícil suponer que tuviera el valor de llevar adelante la impostura. No, lo más probable era que el responsable fuera el mismo Coode. ¿Y con qué maligno propósito querría cambiarse de nombre? Ebenezer se estremeció al pensarlo. Se desembarazó de los zapatos para mantenerse mejor a flote; también se deshizo, a su pesar, del preciado manuscrito, y empezó a desplazarse por el agua lo más suavemente posible a fin de conservar las fuerzas.

Mas, ¿para qué? Lo desesperado de su situación empezó a hacerse patente. Las luces del barco ya habían empequeñecido por la distancia, y cada ola las oscurecía; pronto desaparecerían por completo y no habría ninguna otra luz. Por lo que él sabía se hallaba en medio del Atlántico; era seguro que estaría a decenas y decenas de millas de distancia de tierra y la probabilidad de que pasara otro barco que quedara dentro de su alcance visual, siquiera a la luz del día era, sencillamente, impensable. Además, la noche era joven: no podían faltar menos de ocho horas para el amanecer y, aunque la mar no estaba embravecida, eran pocas las esperanzas de sobrevivir tanto tiempo.

—¡A fe mía que voy a morir! —exclamó para sí—. ¡No cabe otra posibilidad!

Aquello era algo en lo que había pensado muchas veces. De hecho, siempre —desde los días de su infancia, cuando Anna y él jugaban en Saint Giles a ser santos y Césares, o cuando Henry les leía historias de la antigüedad— se había sentido fascinado por el aspecto de la muerte. ¿Qué sentirían el ladrón o el asesino al remontar la escalinata de la horca? ¿Y el escalador caído cuando ve la roca que le reventará los sesos y los intestinos? Por la noche, en el espacio que mediaba entre sus dormitorios, su hermana y él habían examinado todas las maneras de morir que conocían, comparando los dolores y horrores inherentes a cada una de ellas, incluso habían jugado con la muerte: en una ocasión apretaron la punta de sendos abrecartas, cada uno contra su propio pecho, probando hasta dónde se atrevían a llegar, pero ninguno de los dos tuvo valor de derramar sangre; en otra ocasión intentaron estrangularse el uno al otro para ver quién era capaz de llegar más lejos sin gritar. Pero el mejor juego de todos era ver quién era capaz de aguantar la respiración durante más tiempo; en concreto querían comprobar si tenían el valor necesario para aguantarla hasta el punto de perder la conciencia. Ninguno de los dos había alcanzado aquella meta, pero la rivalidad les llevaba a prolongar sus esfuerzos de modo sorprendente: se abotargaban, se les desorbitaban los ojos, se les desencajaba la mandíbula y por fin respiraban con un estallido que los dejaba sin fuerzas. Aquel juego era enormemente emocionante; ningún otro se acercaba tanto al sentimiento de la muerte, sobre todo, si en el frenesí de los últimos momentos uno se imaginaba que lo estaban enterrando vivo, que se estaba ahogando o que, de algún otro modo, no podía respirar a voluntad.

No ha de sorprender, por tanto, que a pesar de que jamás hubiera pasado por aquella experiencia, la situación en que se encontraba en aquellos momentos Ebenezer no fuera en modo alguno novedosa para su imaginación. Incluso los detalles, como recorrer la tabla en medio de la noche, emerger de las profundidades braceando en busca de aire y el ver cómo se alejaban las luces de la popa del barco, eran cosas que Ebenezer había tomado en consideración y casi sabía de antemano qué sentiría al final: el agua penetrando en la garganta, el picor de la nariz, la tos convulsiva que trataba de expeler el líquido, y el volver a respirar, sin poder evitarlo, aun sabiendo que no había aire; la entrada del agua en los pulmones; después, el vértigo, una presión monstruosa en la cabeza y en el pecho y, lo peor de todo, el frenesí, la ansiedad del cuerpo por no morir, el deseo total e irracional de aire que debía desgarrar en los últimos segundos cuerpo y alma hasta lo indecible. Cuando Anna y él elegían la forma de morir, el ahogarse —junto con el ser quemado, aplastado lentamente y otras agonías similarmente retardadas— quedaba descartado inmediatamente, y si les contaban que alguien había muerto en la realidad de tal modo, se estremecían hasta el punto que sentían mareos. Pero en el fondo de su corazón el hecho de la muerte y todas aquellas maneras sensuales de anticiparla eran para Ebenezer como los hechos de la vida y los datos de la geografía y la historia, los cuales, debido a su educación y a sus inclinaciones naturales, siempre los contemplaba desde el punto de vista del narrador de historias: teóricamente aceptada la finalidad de la muerte; con carácter sucedáneo, jugaba con el horror que entrañaba, pero jamás, jamás, fue capaz de abrazar verdaderamente ni una cosa ni otra. Que las vidas son historias, lo asumía; que las historias tienen un final, lo reconocía (de lo contrario, ¿cómo podría empezarse la historia siguiente?), pero que el narrador mismo debía vivir un relato concreto y morir… ¡Impensable! ¡Impensable!

Incluso ahora que no veía el menor atisbo de esperanza y sabía que aquellos dos minutos aciagos pronto le llegarían, la desesperación que sentía era de orden teórico y el horror tenía un carácter sucedáneo, igual que si estuviera en su habitación de Saint Giles, jugando a la muerte, o bien representando una historia en el cenador. Bertrand, supuso con cierta envidia, se habría ahogado y habría acabado con aquello; no había razones para pensar que el fin no le fuera a llegar también a él enseguida. Pero no era simplemente el miedo lo que le hacía mover las extremidades; era la misma deficiencia constitucional que antaño le hiciera ser incapaz de derramar su propia sangre, perder la conciencia voluntariamente o reconocer en su fuero interno que el Imperio Romano hubiera existido de verdad. El barco se había ido. No se veía nada excepto las estrellas ni se oía nada fuera del chapoteo del agua en derredor de su cuello y, sin embargo, su espíritu estaba casi en calma.

Al poco oyó un chapoteo cercano; el corazón le latió violentamente. «¡Es un tiburón!», pensó, y envidió a Bertrand más que nunca. ¡Aquello era algo que no se le había ocurrido! ¿Por qué no se había ahogado enseguida? La cosa chapoteó más cerca; una ola más y se hallaron en el mismo interregno entre cresta y cresta. En el momento mismo en el que Ebenezer nadó para alejarse, su pierna izquierda rozó al monstruo.

—¡Ay!— chilló.

—¡No! —gritó el otro, igualmente alarmado.

—¡Santo cielo! —dijo Ebenezer, chapoteando para volver—. ¿Eres tú, Bertrand?

—¡Amo Eben! ¡Alabado seáis! ¡Creí que era una serpiente de mar! ¿No os habéis ahogado?

Se fundieron en un abrazo y emergieron, balbucientes.

—¡Adelante, de lo contrario es el fin! —dijo el poeta, tan contento como si el criado hubiera traído una barca. Bertrand comentó que a fin de cuentas era cuestión de tiempo, y Ebenezer respondió expresando el sentimiento de que la muerte no era tan terrible en compañía como estando solo.

—¿Tú qué dices? —propuso, animado por el mismo espíritu con que antaño le proponía a Anna el juego de la respiración—: ¿Acabamos con esto juntos, ahora?

—En todo caso no nos quedan muchos minutos —dijo Bertrand—. Ya me fallan los músculos.

—Mira allí, se están ocultando las estrellas. —Ebenezer señaló un fragmento de cielo a oscuras, en el horizonte oeste—. Al menos no tendremos que capear ese temporal.

—Yo no, eso seguro. —La respiración del criado era trabajosa como consecuencia del esfuerzo que le había supuesto nadar—. Un minuto más y es mi fin.

—Te perdono todos los daños que me hayas causado anteriormente, amigo mío. Acabemos juntos.

—Antes de que llegue el momento —dijo Bertrand jadeando—. Tengo que deciros una cosa, señor…

—¡Nada de señor! —exclamó el poeta—. ¿Crees que al mar le importa quién es el amo y quién el criado?

—… es sobre mis juegos de apuestas a bordo del Poseidón —prosiguió Bertrand.

—¡Hace mucho que están olvidados! Perdiste mi dinero: ¡Ojalá le hubieras dado un buen uso! ¿Qué necesidad de dinero tengo yo ahora?

—Hay más, señor. ¿Os acordáis de que el reverendo Tubman ofreció apostar…?

—¡Perdonado! ¿Qué más podría perder, si ya me has desplumado?

Pero Bertrand no se daba por consolado.

—¡Cuán canalla me sentí, señor! Respondía a vuestro nombre, comía en vuestro lugar, detentaba los honores de vuestro cargo…

—¡No hables más de eso!

—Pensaba que es él quien debería holgar con Lucy entre estas sábanas, no yo. ¡Y encima perdí también vuestras cuarenta libras! ¡Y vos, señor, en un coy del castillo de proa, sufriendo en mi lugar!

—Es agua pasada —dijo Ebenezer gentilmente.

—¡Oídme hasta el final, señor! Cuando acabó aquel terrible temporal y avanzábamos rumbo al oeste me juré devolveros aquel dinero y más, para pagaros por las penalidades que habíais pasado. El reverendo había organizado una nueva estafa sobre la arribada a los Cabos de Virginia y a mí se me ocurrió la idea de hacerle la corte a la señorita Lucy con el fin de ganarla en secreto para mi causa. ¡Así esquilaríamos al esquilador!

—Caritativa resolución, pero no tenías nada para apostar…

—Ni tampoco algunos otros que habían sido engañados —repuso Bertrand—. Amenazaron con darle una paliza a Tubman, pese a su condición de clérigo. Pero se olió lo que había y les dio la oportunidad de apostar sobre Maryland. Bastaba con que empeñaran alguna propiedad que tuvieran…

—¡A fe mía —exclamó Ebenezer— que debajo de esa sotana se escondía todo un judío!

—Tenía los papeles perfectamente redactados, como si fuera un leguleyo: bastaba con que firmáramos y podíamos apostar por el valor de la propiedad.

—¿Firmaste empeñando algo? —preguntó Ebenezer con incredulidad.

—Sí, señor.

—¡Dios mío! ¿El qué?

—Malden, señor, yo…

—¡Malden! —El asombro del poeta era tal que se le olvidó mover las extremidades, y la ola siguiente le cubrió la cabeza. Cuando fue capaz de hablar, preguntó—: De todos modos no sería más que por valor de un par de libras…

—No he de ocultarlo, señor; fue bastante más.

—¿Diez libras entonces? ¿Veinte? ¡Ja! ¡Olvídalo, compañero! ¿Qué más me da aun cuando fueran cien?

—Eso mismo pienso yo, señor —dijo Bertrand tímidamente; se le había ido casi completamente la fuerza—. Precisamente por eso os lo dije, ahora que nos estamos ahogando. ¡Mirad cómo se acerca la oscuridad! Me parece oír al mar alzarse por allí, además, pero yo no estaré aquí para sentir la lluvia. Adiós, señor.

—¡Espera! —gritó Ebenezer, y asió a su criado del brazo para ayudarlo a mantenerse.

—Es mi fin, señor; dejadme.

—Y el mío, Bertrand. ¡Iré contigo! ¿Cuánto perdiste, doscientas libras?

—Fue sólo a modo de garantía, señor —dijo Bertrand—. ¿Quién puede decir que perdí un céntimo? Que yo sepa, en estos momentos sois un hombre rico.

—¿A cuánto alcanzó la garantía, hombre? ¿Trescientas libras?

Bertrand había dejado de pedalear en el agua y se hubiera hundido de no ser porque Ebenezer, moviendo furiosamente brazos y piernas, lo sujetó con una mano por la pechera de la camisa.

—¿Qué más da, señor? Lo empeñé todo.

—¡Todo!

—Las tierras, la casa solariega, el tabaco del almacén… Todo es de Tubman.

—¡Has empeñado mi herencia!

—Os suplico que me dejéis ahogarme, señor, si vos no queréis hacerlo.

—¡Así lo haré! —dijo Ebenezer—. ¿Mi dulce Malden perdida? ¡Entonces adiós y que Dios te perdone!

—¡Adiós, señor!

—¡Espera, todavía estoy contigo! —Amo y criado se abrazaron—. ¡Adiós, adiós!

—¡Adiós! —exclamó Bertrand de nuevo, y se sumergieron. Inmediatamente los dos forcejearon libremente y lucharon por subir, en busca de aire.

—¡Esto no va a resultar! —dijo Ebenezer boqueando; se sumergió y, nuevamente, luchó por librarse.

—No puedo hacerlo —dijo Bertrand—, aunque mis músculos apenas se pueden mover, me sacan a flote.

—Entonces me despido —dijo, lúgubre, el poeta—. Tu confesión me da fuerzas para morir solo. ¡Adiós!

—¡Adiós!

Como antes, Ebenezer tomó aliento antes de hundirse, de modo que lo único que pudo hacer fue sumergir el rostro. Sin embargo, esta vez estaba decidido: expelió el aire, le dijo adiós por última vez al mundo y se hundió en serio.

Un momento después había emergido de nuevo, mas por una razón diferente.

—¡El fondo! ¡He tocado el fondo, Bertrand! ¡No hay ni dos brazas de profundidad!

—¡No! —dijo, jadeando, el criado, que casi había logrado sumergirse—. ¿Cómo puede ser, en mitad del océano? Puede que fuera una ballena o algún otro monstruo.

—¡Era un fondo de arena firme! —insistió Ebenezer. Bajó de nuevo, esta vez sin temor, y de una profundidad no mayor de ocho pies extrajo un puñado de arena a modo de prueba.

—Entonces puede que sea un banco de arena —dijo Bertrand, sin dejarse impresionar—. Lo mismo dan dos brazas que cuarenta; no podemos hacer pie en ningún caso. ¡Adiós!

—¡Espera! ¡Eso no es ninguna nube, Hombre, sino una isla a la que nos ha arrastrado la marea! Son esos acantilados lo que ocultan las estrellas, y ese ruido es el rompiente de la costa.

—Yo no puedo ganarla.

—¡Sí puedes! ¡No hay ni doscientas yardas hasta la orilla, y menos para hacer pie!

Temiendo por su propio aguante, Ebenezer no esperó más tiempo para convencer a su criado, sino que avanzó en dirección oeste, rumbo al cielo sin estrellas, y pronto oyó que Bertrand jadeaba y chapoteaba en pos de él. A cada brazada sus conjeturas se hacían más plausibles; el sonido del mar rompiendo suavemente se hizo distante y reconocible, y el perfil de la forma oscura se definió con mayor nitidez.

—Si no es una isla, por lo menos será un islote —dijo, voceando por encima del hombro, Ebenezer— y podremos aguardar a que pase algún barco.

Al cabo de cien yardas no podían seguir nadando; afortunadamente Ebenezer descubrió que de puntillas el agua le llegaba justo por la barbilla.

—Eso está muy bien para vos que sois alto —se lamentó Bertrand—. ¡Pero yo debo perecer aquí, a la vista de la tierra!

Sin embargo, Ebenezer no quiso ni oír hablar de aquello: le indicó a su criado que se mantuviera a flote por detrás de él, apoyando las manos en los hombros del poeta. El avance era trabajoso, especialmente para Ebenezer, que sólo alcanzaba a tocar fondo con las puntas de los dedos: el peso que llevaba detrás le hacía perder el equilibrio a cada paso que daba, y aunque Bertrand iba bien, su peso mantenía a Ebenezer a una profundidad constante, de modo que sólo podía coger aire entre ola y ola. El modo en que avanzaban era como sigue: entre una ola y otra Ebenezer afianzaba el equilibrio e inhalaba aire; cuando llegaba la ola cogía impulso con ambos brazos, que mantenía a la altura del pecho y, con la cabeza sumergida, avanzaba tal vez dos pies, uno de los cuales se perdía por la leve contracorriente antes de que se afianzara de nuevo. Media hora, durante la cual no cubrieron una distancia mayor de cuarenta o cincuenta pies, bastó para agotar las fuerzas del poeta, pero para entonces el agua les cubría a una altura que les permitía ocuparse por separado de ir venciendo la distancia restante: de haber sido grandes las olas, tal vez se hubieran ahogado, pero aquéllas jamás alcanzaban más de dos pies de altura y las más de las veces no llegaban al pie. A la postre ganaron una playa pedregosa y, demasiado fatigados para hablar, se arrastraron a cuatro patas hasta la base del acantilado más próximo, donde quedaron tumbados como si se hubieran desmayado.

Sin embargo, al poco, pese a la bonanza de la noche y la protección que les brindaba el acantilado frente al viento del oeste, vieron que el lugar elegido para descansar era demasiado frío como para que se sintieran cómodos y hubieron de buscarse un refugio mejor en tanto se les secaban las ropas. Se encaminaron hacia el norte, bordeando la playa, y tuvieron la fortuna de dar, no demasiado lejos, con un lugar donde la alta piedra de arenisca se veía cortada por una garganta boscosa que daba a la orilla. Allí, entre pinos y zarzales se acurrucaron uno junto al otro, cual animales dentro de una madriguera, y no supieron más hasta pasado el alba.

Fueron las pulgas de mar lo que acabó despertándolos: decenas y decenas de pulgas marinas saltaban y se arrastraban por todas las partes de sus cuerpos —atraídas, afortunadamente, no por el hambre, sino por el calor de aquéllos— y los despertaron a picotazos. Ebenezer se levantó de un salto y miró en derredor sin dar crédito a sus ojos.

—¡Santo Dios! —dijo, riendo—. ¡Se me había olvidado!

Bertrand se levantó también y las pulgas de mar —que resultaron no ser parásitos— huyeron dando saltos en busca de refugio.

—Y a mí —dijo, ronco por haber estado expuesto a la intemperie—. Soñé que estaba en Londres con mi Betsy. ¡Así les mande Dios un mal a esos bichos por despertarme!

—Pero estamos vivos, eso es lo que cuenta. Es más de lo que nadie podía esperar.

—¡Gracias a vos, señor! —Bertrand se postró de rodillas ante el poeta—. ¡Hay que ser un santo católico para salvar al hombre que ha labrado la ruina de uno!

—No me hagas santo hoy —dijo Ebenezer—, que si no me harás jesuita mañana —aunque de todos modos se sentía halagado—. ¡Sin duda cuando se entere mi padre más me valdría haberme ahogado!

Bertrand entrelazó las manos.

—Muchos males os he causado, señor, y pronto pagaré por ellos en el infierno… y tampoco ha de faltarme compañía entre las llamas. Pero en este mismo instante os juro que seré vuestro esclavo por siempre y que siempre cumpliré vuestra voluntad, y si alguna vez nos rescatan de esta isla ofrendaré la vida para que recuperéis vuestra pérdida.

El Laureado, azarado por aquellas protestas, replicó:

—¡No me atrevo a pedírtelo, no vaya a ser que empeñes mi alma!

Acto seguido propuso que se pusieran a buscar comida sin mayor dilación. Hacía un día soleado y, para ser mediados de septiembre, caluroso. Estaban calados de frío por haber dormido a la intemperie y cuando se sacudieron la arena se dieron cuenta de que tenían las articulaciones entumecidas y que les dolían todos los músculos como consecuencia de los esfuerzos de la noche anterior. Pero las ropas las tenían secas, exceptuando el costado sobre el que habían dormido, y unos cuantos pisotones y movimientos de brazos bastaron para hacerles entrar en calor y activarles la circulación. No tenían sombrero, peluca ni zapatos, pero por lo demás iban adecuadamente vestidos, conforme al rudo atuendo marinero. Sin embargo, habían de procurarse comida, aunque Ebenezer anhelaba ponerse a explorar la isla inmediatamente: las tripas les rugían y no les quedaban muchas fuerzas. Cocinar los alimentos no sería mucho problema: Bertrand tenía consigo el pequeño yesquero que portaba en el bolsillo para fumar, y aunque la yesca en sí estaba húmeda, el pedernal y el acero estaban como nuevos y la playa les proporcionaba trozos de madera y algas secas. Encontrar algo que cocinar era otra cuestión. Sin duda, en los bosques abundaría la caza menor; por la playa veíanse remontar el vuelo y revolotear gaviotas, martín pescadores, rascones y lavanderas, y en los bajos habría a ciencia cierta peces que capturar, pero carecían de utensilios para cobrarse las piezas.

Bertrand volvió a desesperarse.

—¡Es una broma cruel que el destino nos juega, trocar una muerte rápida por otra lenta!

Y a pesar de su reciente gratitud, la acrimonia con que Bertrand rechazó varias propuestas encaminadas a improvisar armas reveló un cierto resentimiento de aquél hacia Ebenezer por haberlo salvado. Lo cierto es que al poco abandonó como desesperada la búsqueda de medios y se fue a recoger leña, proclamando su intención de morir de inanición al menos con una comodidad relativa. Ebenezer, abandonado a sus propios recursos, resolvió recorrer una cierta distancia playa abajo, con la esperanza de hallar inspiración a lo largo del camino.

Era una playa larga. En efecto, la isla aparentaba ser de un tamaño considerable, pues aunque la costa se curvaba hasta desaparecer de la vista en ambas direcciones, el hecho de que volviera a reaparecer más hacia el sur sugería la existencia de una ensenada o bahía, puede que una sucesión de ellas; no era posible determinar la curva real que conformaba el perímetro de la isla. Del terreno no se podía ver nada excepto la hilera de acantilados estratificados, socavados por el mar, y que por causa de la erosión atmosférica dejaban al descubierto una variedad de tonos marrones y anaranjados, y los árboles limítrofes del bosque, que se alejaban desde el principio, algunos con la mitad de sus raíces al descubierto, otros ya caídos desde la altura de sesenta o setenta pies que distaba la playa; estos aparecían bruñidos cual estaño por la arena y el aire salino. Si se escalaban aquellos acantilados, ¿qué maravillas se podrían ver?

Ebenezer ya llevaba en el mar un total de casi medio año, y sin embargo jamás lo habia visto tan calmo. No había apenas marejada, sólo ventolina que rizaban las aguas acá y acullá, y amagos de ola que no levantaban ni dos palmos. Al caminar vio pececillos que nadaban velozmente en los bajíos, y bandadas de percas blancas, coleando y cimbreándose a unos pies de la orilla. También había cangrejos, de una variedad que él no había visto nunca, que huían de lado buscando protegerse cuando él se acercaba; en el seno del agua los caparazones tenían color oliváceo, contra el fondo de arena amarilla, pero las conchas vacías de los que encontró por la playa habían adquirió una coloración rojo anaranjada merced a la acción del sol.

—¡Ojalá tuviera una red!

Al tomar la curva que se abría inmediatamente después de dejar atrás el lugar por donde había llegado con Bertrand a la costa, vio un espectáculo sorprendente: a lo largo de la orilla, justo por debajo de la línea que formaban las algas y residuos marinos que marcaban el límite de la marea alta, había hojas de papel blanco; otras se enroscaban y doblaban al borde del mar. La idea de que pudiera haber gente en la orilla le encendió las mejillas, no enteramente de gozo… De hecho tuvo una curiosa sensación de alivio, leve pero innegable, cuando los papeles resultaron ser la historia de Hicktopeake, «el Rey Riente» de Accomac; pero todavía no era capaz decir claramente qué era lo que le hacía sentir alivio. Recogió todos los papeles que pudo encontrar, aunque la tinta estaba tan desvaída que sólo era legible alguna palabra aislada: cuando estuvieran secas servirían para hacer fuego.

Inició el camino de regreso llevándose las hojas, pensando ociosamente en las aventuras de John Smith. ¿Se derivaba aquel placer tan curioso del hecho de que él, al igual que Smith, se encontraba en terra incógnita, o había algo más?

Tenía la esperanza de al menos no toparse con ningún indio, como aquéllos tan temibles que se había encontrado Smith alanceando peces por la orilla…

—¡Diantre! —exclamó en voz alta, y besó el diario prodigioso.

Una hora después tenían la comida al fuego: siete percas respetables, de medio pie de longitud que, ya limpias, se estaban asando en un verde espetón de laurel, y sobre una fina lámina de esquisto, que podía cogerse por doquier en los acantilados, había cuatro cangrejos —todo un experimento— friéndose en sus jugos naturales. Los de concha dura no era posible horadarlos, pero al perseguirlos Bertrand había encontrado otros de aspecto similar pero con el caparazón blanda, ocultos entre racimos de algas, cerca de la orilla. Tampoco andaban faltos de agua; Ebenezer había encontrado a lo largo de la base de los acantilados una docena de manantiales que brotaban de lo que parecían ser capas de arcilla, de color claro, desde donde se dirigían hacia el mar, siguiendo unos cauces de otra arcilla más blanda que cruzaban la playa a cada pocos cientos de pies. A decir verdad, era menester ser cuidadoso a la hora de acercarse a aquellos manantiales, pues los cauces de arcilla eran resbaladizos y en algunos lugares, engañosamente blandos, como Ebenezer pudo comprobar: sin previo aviso se hundía uno hasta la rodilla al poner pie en lo que parecía ser una superficie de roca dura. Pero era agua dulce y estaba limpia, pues se había filtrado a través de la piedra, y estaba tan fría que al beberla dolían los dientes.

Para sacar el máximo provecho del sol cocinaron en la playa. Bertrand, de nuevo humilde debido a la inspiración de su amo, se ocupaba de la comida. Ebenezer se sirvió de un árbol caído que había cerca para apoyar la espalda, y se contentaba con mascar una caña mientras contemplaba el chisporroteo de los cangrejos.

—¿Dónde os imagináis que nos hallamos? —inquirió el sirviente, cuya curiosidad le había vuelto junto con el buen humor.

—¡Dios sabe! —dijo alegremente el poeta—. Es una isla del Atlántico, eso seguro, y puede que no venga en los mapas, de lo contrario dudo mucho que Pound hubiera elegido este lugar para hacernos saltar por la tabla.

Aquella conjetura complació al criado en grado sumo.

—He oído hablar de las Islas Afortunadas, señor; la vieja Twigg solía hablar de ellas en Saint Giles cuando le venían los dolores de la gota.

—¡Ya me acuerdo! —Ebenezer rio—. ¿Acaso no le oí desde la cuna contar cómo montó guardia durante toda la travesía iniciada en Maryland con la esperanza de avistarlas?

—¿Pensáis que puede tratarse de este lugar?

—A fe mía que es un lugar bastante bello —concedió el poeta—. Pero en el océano hay multitud de islas que no conoce el hombre. ¡Cuántas veces mi querida Anna y yo le hemos implorado a Burlingame que nos hablara de ellas! ¡Grocland, Helluland, Stokafixa y todas las demás! ¡Cuántas horas de lectura devota dedicadas a los libros de viajes marinos de Zenón «el veneciano», Pedro Mártir de Anglería y el buen Hakluyt! Incluso en Cambridge, cuando concluía otros menesteres, me pasaba las tardes enteras delante de antiguos mapas y manuscritos. Fue allí, en Magdalene College, en el ancestral Libro de Lismore, donde hallé una descripción de las Islas Afortunadas, por las que tanto suspiraba la buena señora Twigg; allí leí cómo las encontró el santo Brendan. También fue allí donde supe de Markland, la isla de los bosques, y de Frisland e Icaria. ¿Quién sabe cuál podría ser ésta? Puede que sea la Atlántida, emergida del océano, o la Isla Sumergida de Buss, que halló el viejo Frobisher; a lo mejor es la isla de Bra, cuyas mujeres padecen tantos dolores al parir; o Daculi, la isla de la cuna, adonde acuden aquéllas para tener un parto mejor.

—Nada de eso me importa —dijo Bertrand— en tanto no seamos muertos por los salvajes. Es una cosa que me da miedo desde que hemos puesto pie en tierra firme. ¿Habéis leído qué clase de maridos tienen esas hembras?

—He compartido tu temor —admitió Ebenezer—. Algunas islas están desprovistas de hombres; otras, como la afamada Cíbola, presumen de tener magníficas ciudades. Algunas hay, como Estoliland, cuyas gentes son duchas en todas las artes y leen libros escritos en latín; hay otras, como Drogio, vecina de la anterior, donde según Zenón los salvajes devoran, a sus cautivos.

—¡Roguemos al cielo que no sea ésta Drogio!

—Subiremos a lo alto del acantilado cuando hayamos comido —dijo Ebenezer—. Si puedo dominar con la vista la isla toda, tal vez pueda dar con su nombre. —Pasó luego a explicar que en tanto la ubicación y el tamaño de las islas variaba notablemente de un mapa a otro, existía un cierto acuerdo entre los cartógrafos en lo tocante a la configuración de las mismas—. Si tiene forma de una gran media luna, por ejemplo, necesariamente ha de ser Mayda; si la media luna es pequeña, sin duda se trata de Tanmare, de la que habló Pedro Mártir. Un paralelepípedo de grandes proporciones sería la Antilla; otro de menor tamaño, Salvaggio. Un rectángulo simple nos daría a conocer Illa Verde, y un pentágono, a Reylla. Si hallamos que esta isla es un círculo perfecto, deberemos seguir indagando en las características de tierra adentro: si está hendida en dos por un río, sabremos que se trata del Brasil, mas si en cambio es una especie de círculo o anillo que rodea a un lago interior, en cuyo seno hay varios islotes, entonces el cielo ha tenido a bien sonreímos como nunca le sonrió a Coronado, pues sería Cíbola, la isla de las siete ciudades de oro.

—¡Diantre, ojalá sea así! —dijo Bertrand, dándole la vuelta a los pescados para que se dorasen—. ¿Creéis probable que a las gentes de las ciudades de oro les dé por comerse a los extraños?

—No, es más probable que nos tomen por dioses y nos concedan cuantos placeres tengamos a bien —declaró Ebenezer.

—¡Cielos, espero y ruego a Dios que sea la isla de las siete ciudades, pues! ¡Yo me quedaré con tres y las demás para vos, así compensaréis la pérdida de Malden! ¿Dice algo el libro sobre las mujeres de las islas, si son gordas o flacas, o si tienen la tez pálida?

—Nada, que yo recuerde —repuso el poeta.

—¡Vive Dios, y que nos vamos a andar con pocas contemplaciones con estos pescados, señor! —dijo Bertrand, apremiante, dejándolos caer del espetón de laurel a las pizarras que había hallado y lavado para comer en ellas—. ¡No puedo esperar a ver mis ciudades de oro!

—No te precipites todavía; a fin de cuentas puede que ésta no sea Cíbola. Por lo que yo sé puede tener la forma de una mano humana, en cuyo caso tenemos el ganso en el asador: la mano de Satanás tiene esa forma y es una de las Insulae Demonium…, las islas del demonio.

Aquella última posibilidad los amedrentó lo bastante como para que le hicieran plena justicia a las percas y a los cangrejos blandos, que aderezaron con su hambre, comieron con los dedos y regaron con agua fría de manantial servida en conchas de almeja. Luego se embutieron un cangrejo más en los bolsillos, con grasa y todo, y ascendieron por la garganta hasta la cima del acantilado, desde donde, para decepción suya, no se podía ver más que el mar abierto por un lado y árboles por el otro. El sol sólo había alcanzado una inclinación de cuarenta y cinco grados sobre el horizonte oriental; quedaban varias horas durante las cuales era posible explorar antes de que se vieran necesitados de pensar en procurarse cena y refugio para pasar la noche.

—¿Qué curso proponéis que sigamos, señor? —preguntó Bertrand.

—Tengo un plan —dijo Ebenezer—. Mas antes de decírtelo, ¿cuál es el curso que propones tú?

—No me cumple a mí el decirlo, señor. Reconozco que antes me salté el turno al hablar, pero no me es posible evitarlo. Me habéis salvado la vida y perdonado el daño que os he hecho; bailaré al son que toquéis.

Ebenezer reconoció la propiedad de tales sentimientos, pero de todos modos expresó su desacuerdo.

—Somos náufragos en una isla dejada de la mano de Dios —dijo—; estamos lejos del mundo de las pelucas y los tirabuzones. ¿Qué sentido tienen aquí el título de Poeta Laureado o las etiquetas como amo y criado? Tú eres un hombre, yo otro, y sanseacabó.

Bertrand tomó en consideración aquellas palabras durante un momento.

—Confieso que tengo mis preferencias —dijo—. Si me correspondiera a mí decidirlo, me dirigiría hacía el interior a toda prisa. Puede que encontremos una o dos ciudades antes de la hora de cenar.

—No tenemos la certeza de que se trate de la isla de las siete ciudades —le recordó Ebenezer— ni tampoco me apetece caminar por tierra sin zapatos. Lo que yo propongo es que vayamos andando por la orilla a fin de determinar el perímetro y la forma de la isla. Tal vez identifiquemos nuestro hallazgo, o averigüemos cómo viven las gentes de aquí, si es que las hay. Y además disponemos de bastante papel, así como de palos carbonizados con los que hacer trazos: podemos contar los pasos que damos antes de cada giro e ir dibujando un mapa al mismo tiempo.

—Así sea —admitió el criado—. Pero eso significaría tener que volver a comer pescado y cangrejos blandos y volver a pasar la noche durmiendo en el suelo. Si vamos deprisa hacia el interior (¡vive el cielo!) a lo mejor comemos en platos de oro y en lechos de oro dormimos. —La voz de Bertrand iba cobrando un tono febril—. Vos tan sólo imagináoslo: ¡un par de diosas de aquí te espero, señor! ¿A que nos buscábamos unas diosas entre sus vírgenes y pasábamos la bandeja de los donativos dominicales? ¡Eso es mejor que la triste santidad de Baltimore, voto a tal! ¡No le cambiaba el puesto ni al papa!

—Bien pudiera ser que ocurriera todo eso —dijo Ebenezer—. Y también pudiera ocurrir que, por el contrario, nos salieran al encuentro monstruos o indios salvajes que nos devoraran para cenar. Me parece que sería discreto explorar un poco en derredor, para así determinar la configuración de la tierra: ¿qué son para un dios inmortal unos pocos días?

La discreción de aquel plan era innegable; pese a sentirse reacio a retrasar siquiera un día los gozos que entrañaba el ser una deidad, Bertrand no tenía en su ánimo servir de alimento ni a los caníbales ni a los dragones —seres ambos con respecto a cuya existencia hubiera podido mostrarse escéptico estando en Londres, mas no allí—, de modo que se avino al plan con prontitud, bien que no con entusiasmo. Descendieron de nuevo a la playa, señalizaron el punto de partida con una estaca a la que ataron un jirón de la camisa de Bertrand y se pusieron de camino hacia el norte, siguiendo la orilla, mientras Ebenezer iba contando los pasos.

No había llegado a los doscientos cuando Bertrand lo cogió del brazo.

—¡Escuchad! —susurró—. ¡Escuchad allí!

Se quedaron inmóviles. De detrás de un árbol caído que había no mucho más adelante, arrastrado por el viento, les llegaba un sonido que ponía los pelos de punta: era a medias, un gemido, a medias un cántico sin melodía, lúgubre y salvaje.

—¡Huyamos! —musitó Bertrand—. ¡Es uno de esos monstruos!

—No —dijo Ebenezer con la carne de gallina—. No es ninguna bestia.

—Entonces es un salvaje hambriento. ¡Vayámonos!

Aquel sonido llegó de nuevo hasta ellos, flotando por el aire.

—Me parece que es un quejido de dolor, no de hambre, Bertrand. Hay alguien herido junto a ese tronco.

—¡Pues entonces que Dios lo salve! —exclamó el criado—. Si nos acercamos, sus amigos nos saltarán encima desde atrás y nos zamparán.

—¿Tan ligero vas a abandonar tu puesto? —se burló Ebenezer—. ¿Qué clase de dios eres que no socorres a tus devotos?

Por tercera vez les llegó aquel sonido lastimero y, aunque el criado estaba demasiado aterrorizado como para moverse, Ebenezer se acercó al árbol caído y se asomó por encima del mismo. En la arena yacía un negro desnudo, boca abajo, atado por las muñecas y los tobillos; tenía en la espalda señales de latigazos cicatrizados, y de una miríada de cortes y arañazos le manaba sangre, que caía en la arena. Era un hombre alto, musculoso, en la plenitud de la vida, pero visiblemente agotado; tenía la piel mojada y había dejado un reguero de gotas de sangre entre el lugar donde se hallaba y la orilla del mar. Estando Ebenezer observándolo desde arriba, sin ser visto él, el negro alzó la cabeza con gran esfuerzo y profirió el lamento, usando una lengua salvaje.

—¡Ven aquí! —dijo el poeta, llamando a Bertrand, y se encaramó al tronco.

El negro se retorció tratando de volverse hacia un costado y se encogió contra el árbol caído, mirando al recién llegado con expresión feroz. Estaba bien formado, tenía los pómulos y la frente altos, protuberantes los arcos superciliares, muy notorio el blanco de los ojos, la nariz aplastada y el cuero cabelludo muy afeitado y lleno de cicatrices —al igual que las mejillas, la frente y la parte superior de los brazos— que conformaban extraños dibujos.

—¡Santo Dios que estás en los cielos! —exclamó Bertrand al verlo. Los ojos del negro se volvieron en dirección a él—. ¡Es un salvaje de verdad!

—Tiene las manos atadas a la espalda y está herido porque se ha arrastrado por encima de las piedras.

—¡Entonces corramos! ¡Jamás nos daría alcance!

—Al contrario —dijo el Laureado, y dirigiéndose hacia el negro dijo con voz alta y distinta—: Permíteme-que-te-desate-las-cuerdas.

La respuesta consistió en una retahíla de jerigonza exótica; era evidente que el negro se esperaba que le dieran muerte.

—No, no —protestó Ebenezer.

—¡Os lo suplico, no lo hagáis, señor! —dijo Bertrand—. ¡Ese desgraciado se os echará encima en el momento que se vea libre! ¿Pensáis que estos salvajes saben lo que es la gratitud?

Ebenezer se encogió de hombros.

—No sabrían menos que otros. ¿No lo han arrojado, como a nosotros, al mar para que pereciera y ha conseguido llegar por la fuerza bruta hasta esta orilla? Soy-el-Poeta-Laureado-de-Maryland —le dijo al negro—; no-voy-a-hacerte-daño. —Para ilustrar sus palabras, blandió un palo como si fuera a golpearle con él, pero en lugar de ello lo partió contra la rodilla y lo arrojó lejos de sí, negando con la cabeza y sonriendo. Señaló a Bertrand, luego a sí mismo, le pasó el brazo cordialmente al criado por los hombros y dijo—: Este-hombre-y-yo-somos-amigos. Tú —señaló a los tres uno a unó— también-serás-amigo-nuestro.

El hombre parecía seguir teniendo miedo, pero ahora su mirada revelaba más suspicacia que temor. Cuando Ebenezer empezó a hacer movimientos enérgicos a su espalda con el fin de librarle las manos, y Bertrand, debido a la insistencia de su amo, se ocupó —a regañadientes— de las cuerdas que le ataban los tobillos, el negro emitió un gemido de dolor.

Ebenezer le dio un golpecito en el hombro.

—No temas, amigo.

Le costó algún trabajo desatar las cuerdas, ya que los nudos se habían hinchado por causa del agua, y estaban más apretados debido a los esfuerzos del cautivo.

—¿De quién creéis que puede ser prisionero? —preguntó Bertrand—. Yo creo que se trata de uno de esos sacrificios humanos de los que me habéis hablado, esos que las gentes de las ciudades de oro ejecutan durante el sabbat en lugar de dinero.

—Bien pudiera ser —convino el poeta—. Sus capturadores deben de ser en verdad gente inteligente, y no menos salvajes, de otro modo jamás hubieran podido fabricar unas cuerdas tan finas y resistentes ni hacer con ellas nudos tan portentosos. Puede que lo condujeran a la muerte cuando se escapó, o acaso estaba destinado a algún dios del mar. ¡Malditos nudos!

—En todo caso —dijo Bertrand—, poca gracia les va a hacer cuando se enteren de que lo hemos puesto en libertad. Es igual que robar en la iglesia de la bandeja de las limosnas.

—No tienen por qué enterarse. Además, somos sus dioses, ¿o no? Lo que hagamos con sus ofrendas es asunto nuestro.

Lo último, a buen seguro, lo había dicho Ebenezer de broma. Aflojaron los últimos nudos y retrocedieron unos pasos, por razones de seguridad, pues no sabían qué haría aquel hombre.

—Saldremos corriendo en direcciones opuestas —dijo Ebenezer—. Cuando eche a correr tras de uno, el otro lo perseguirá desde atrás.

El negro se sacudió las ligaduras aflojadas, mientras seguía mirando precavidamente en torno a sí, y se puso en pie con dificultad. Entonces, como cayendo en la cuenta de que estaba libre, estiró las piernas, sonrió ostensiblemente, alzó los brazos al sol y pronunció una breve arenga, entremezclando su alocución con gestos dirigidos a Bertrand y Ebenezer.

—¡Fijaos en su tamaño! —dijo Bertrand, maravillado—. ¡Ni siquiera Boabdil tenía esa constitución!

Ebenezer se puso ceñudo ante la mención del moro.

—Me parece que ahora está dirigiéndose al sol; puede que sea una plegaria de acción de gracias.

—¡Es todo un percherón semental!

Entonces, para desasosiego de ellos, el hombre concluyó su discurso y se volvió hacia amo y criado, dando incluso un paso adelante.

—¡Corramos! —exclamó Bertrand.

Pero no hubo ninguna manifestación de violencia; en lugar de ello, el negro se postró a sus pies y, musitando reverencias, los abrazó por los tobillos, primero a uno y luego al otro; cuando hubo terminado no quiso alzarse, sino que permaneció arrodillado con la cabeza en la arena.

—¡Demonios, señor! ¿Qué significa esto?

—No sabría decirlo a ciencia cierta —replicó Ebenezer—, mas me parece que es lo que antes deseabas: este sujeto se ha despedido del sol y nos ha tomado por sus dioses.

—¡Voto a tal! —dijo, incómodo, el criado—. Esto no es lo que pedimos. ¿Qué narices querrá que hagamos?

—¿Quién sabe? —respondió el poeta—. Nunca había sido dios hasta ahora; podemos bendecirlo o flagelarlo. Eso supongo —Ebenezer suspiró—. Sea como fuere indiquémosle que se ponga de pie antes de que le dé un lumbago: ningún dios tiene a sus fieles eternamente arrodillados.