15. EL RAPTO DEL CYPRIAN; ADEMÁS, LA HISTORIA DE HICKTOPEAKE, REY DE ACCOMAG, JUNTO CON EL MAYOR PELIGRO QUE HASTA AHORA HA AMENAZADO AL LAUREADO

En menos de un cuarto de hora, el bajel pirata y el bergantín, que navegaban gallardamente, recorriendo bordadas en sentido opuesto, hallábanse a tiro de cañón el uno del otro. Los pasajeros del bergantín se agolpaban por decenas, queriendo ver al otro navío, seguramente, el primero que se encontraban en el transcurso de muchas semanas; saludaban inocentemente, haciendo señas con la mano y con pañuelos. Los piratas, de los cuales todos cuantos tenían una mano libre empleábanla en parejo menester, respondieron con un grito temible y lanzaron una salva que cayó justo delante de su presa. No fue sino entonces, cuando las gentes del otro barco dieron en gritar y corrieron para ponerse a cubierto, que Ebenezer principió a columbrar vagamente lo que sucedía: todos los pasajeros que acertaba a ver eran del sexo femenino.

—¡Santo cielo! —dijo con un suspiro.

El capitán del bergantín comprendió las intenciones del otro barco y efectuó un viraje, poniendo rumbo al norte, a favor del viento, al tiempo que disparaba sobre el atacante; mas su defensa llegaba demasiado tarde. Anticipando con exactitud aquella maniobra, el capitán Pound ya tenía preparada a su tripulación para hacer otro tanto, de modo que el barco pirata ya estaba siguiendo aquel rumbo antes de que el bergantín hubiera terminado de aparejar las velas. Además, aunque las varias velas que llevaba el bergantín terciadas eran más adecuadas para navegar con el viento a favor que el aparejo de velas aúricas de la nave que lo perseguía, el menor tamaño del bajel pirata y su peso más ligero compensaban ampliamente la diferencia. El capitán Pound ordenó a sus hombres que no respondieran al fuego de mosquetes y pistolas; en lugar de ello, gobernando él mismo, se acercó tanto a la popa del bergantín que era perfectamente legible el nombre Cyprian, escrito sobre una banderola sujeta por Cupidos de madera de roble tallada en la viga de borda de la nave. En aquel mismo momento, cuando el bauprés del bajel parecía estar a punto de ir a taladrar la popa de su presa, Pound viró unos grados a estribor; el cañonero de proa disparó una bala que dio de lleno en el timón del bergantín y allí concluyó la persecución. La tripulación del Cyprian gateó por la arboladura para recoger velas antes de que el barco volcara. Cuando el bajel viró y volvió sobre el curso que había seguido, el bergantín se mecía con los palos desnudos en medio del oleaje; la tripulación estaba de pie con los brazos en alto, el primer oficial izó una bandera blanca en las drizas principales, y el capitán, con las manos cruzadas a la espalda, aguardaba lo peor en la toldilla.

Los piratas estaban fuera de sí. Se abalanzaron en tropel sobre la borda, profiriendo gritos obscenos y haciendo gestos procaces. Todo lo que pudo hacer Boabdil fue situar el costado de su nave junto al de la otra, tan inmersos estaban los piratas en su alborozo: el moro mismo se había despojado de todas sus ropas, excepto el turbante rojo, y se alzaba junto al timón como una pesadilla. Por fin se ajustaron los garfios de abordaje, se amainaron las velas y los barcos quedaron sujetos por los baos, de modo que se desplazaban por entre las olas como dos aves marinas en trance de aparearse. Entonces, entre aullidos, los piratas treparon por la borda como un enjambre, profiriendo maldiciones y tropezándose por causa del apresuramiento. Los tripulantes del Cyprian retrocedieron aterrados, pero nadie les hizo el menor caso: de hecho, el capitán Pound tuvo que obligar a punta de pistola a tres de sus hombres a que los ataran a los mástiles. El resto no paraba mientes en otra cosa que no fuera entrar a saco por la escalera de toldilla y derribar las puertas de los camarotes, que los pasajeros, aterrorizados, habían cerrado con pestillo desde dentro.

Aquel salvajismo hizo palidecer a Ebenezer. Junto a él, cerca del trinquete del barco pirata, se hallaba el miembro de más edad de la tripulación, Carl, el velero —un hombrecillo arrugado como una pasa, de aspecto malévolo, sesentón, con una barbita sucia y un solo diente—, riendo ahogadamente y moviendo la cabeza ante aquella escena.

—¿El barco está lleno de mujeres? —le preguntó el Laureado.

El hombre, divertido, hizo un gesto de asentimiento.

—Es el barco de las putas procedentes de Londres.

Explicó que una o dos veces al año el capitán del Cyprian transportaba un cargamento de mujeres depauperadas, dispuestas a prostituirse voluntariamente por un período de seis meses en las colonias, donde se daba una aguda escasez de mujeres. Las transportaban sin cobrarles; el emprendedor capitán no sólo recuperaba lo que costaban los pasajes, sino también —en el caso de las muchachas que tuvieran algún mérito especial, como la virginidad, la respetabilidad, la juventud extrema o la apostura física— una gratificación por parte de los propietarios de los lupanares, los cuales llegaban a Filadelfia procedentes de todas las provincias con el fin de abastecer o acrecentar sus huestes. En cuanto a las muchachas, algunas ya habían ejercido la prostitución en Londres, otras eran mujeres desesperadas por la pobreza u otras circunstancias y otras, aún, eran criadas de temperamento frío que habían tomado la determinación de irse a América a toda costa, pareciéndole más atractivo prostituirse durante seis meses que firmar el contrato de cuatro años habitual entre los sirvientes de las colonias.

—En esta época del año todos los piratas costeros están ojo avizor por si aparece el Cyprian —dijo el velero—. Hay más de cien mozas detrás de esa puerta. ¡Mira, mira a Boabdil!

Ebenezer vio que el moro desnudo hacía a un lado a sus compañeros de barco y alzaba un descomunal mazo que se había encontrado a mano, probablemente olvidado en cubierta por el carpintero del bergantín. De un solo golpe hizo astillas la puerta y se lanzó de cabeza al interior, seguido muy de cerca por los demás. Un momento después el aire se desgarró con gritos y maldiciones.

A Ebenezer le temblaban las rodillas.

—¡Pobres desdichadas! ¡Pobres desdichadas!

—¿Eso? —se burló Carl—. ¡Eso no es más que una malhadada reunioncilla de feligreses, eso es lo que es! Tendrías que haberte embarcado con el bueno de Tom Tew, de Newport, como hice yo. El último año, una vez que hacíamos la travesía entre Libertaria y la costa de Arabia, hallándonos en el mar Rojo le dimos alcance a uno de los barcos del Gran Mongol, lleno de peregrinos que se dirigían a La Meca, tenía cien cañones, pero lo abordamos sin perder a un solo hombre, ¿y qué te crees que nos encontramos? ¡Mil seiscientas vírgenes, señor mío! ¡Ni un virgo más ni un virgo menos! Mil seiscientas vírgenes que iban a La Meca, las moritas más lindas que hayas visto en tu vida. ¡Y nosotros no pasábamos de cien! Nos llevó un día y una noche desvirgarlas a todas —entre nosotros había franceses, holandeses, portugueses, africanos e ingleses—, y antes de terminar la cubierta parecía un tajo de carnicero. ¡No ha habido nada semejante a ese día y a esa noche en la historia de la lascivia universal, voto a tal! Yo me calafateé a un par, pese a que andaba frisando los sesenta: dos gemelas morenitas, tensas como una vuelta de braza. ¡Desde entonces no se me empina el pasador!

El viejo prosiguió con su cháchara, pero Ebenezer no fue capaz de aguantar a que acabara. Además, la escena que estaba teniendo lugar en cubierta era demasiado llamativa como para distraer la atención; los piratas sacaban a sus víctimas a rastras, de una en una o de dos en dos, a punta de pistola o por la fuerza bruta. Vio a las mujeres ser violadas en las cubiertas, en las escalerillas, en todas partes, de todos los modos concebibles. No se salvó ni una y sobre las presas más atractivas caían las garras de uno, dos y hasta tres hombres a la vez, Boabdil apareció con una encima de cada hombro; pataleaban y lo arañaban en vano. Cuando le ofreció una al capitán Pound, la otra logró escabullirse e intentó librarse de su monstruoso destino trepando por los flechastes de mesana. El moro le concedió una buena ventaja y luego empezó a escalar pausadamente en pos de ella, llamándola en un árabe voluptuoso a cada paso que daba. A cincuenta pies de altura, desde donde cualquier distancia con respecto al casco de la nave se veía magnificada, le fallaron los nervios a la muchacha: se lanzó desnuda de brazos y piernas por entre los recuadros que formaban, los cordajes y quedó colgando, inerme, mientras Boabdil, que se le acercó por detrás, consumaba sin piedad la violación. Abajo, en la nave pirata, el velero aplaudía, ahogándose de risa; Ebenezer, sin corazón para aguantarlo, se alejó.

—¡Estate atento! —le susurró al criado—. Voy a por el diario ahora y luego intentaremos pasarnos al Cyprian.

E ignorando la mirada amedrentada de Bertrand se encaminó con cautela hacia popa y se dirigió hacia la puerta de los aposentos del capitán Pound. No hizo falta búsqueda ninguna para encontrar lo que perseguía: el diario estaba a la vista, en la mesa, sus hojas sueltas estaban sujetas por un pisapapeles de coral y hongos. Ebenezer lo cogió y le echó un vistazo a la primera página con el corazón palpitante. Era una transcripción de la reunión de la Asamblea, algo carente de significado para él. Pero en el reverso…

—¡Ah!

Historia secreta de la travesía de la bahía de Chesapeake, que dio comienzo en Jamestown, Virginia —leyó— y tuvo lugar en el año de Nuestro Señor de 1608, llevada a cabo por el capitán John Smith y sus leales seguidores, narrada por el primero en diversas partes. Y debajo, en una caligrafía antigua, casi ilegible, daba comienzo la narración, mas no al modo de un diario, sino en forma de relación abreviada, pues probablemente sería un bosquejo inicial de la conocida obra del mismo autor intitulada Historia General de Virginia.

Siete soldados, seis caballeros, el doctor Russell, cirujano, y yo mesmo nos embarcamos en la ciudad de Kecoughtan, en Virginia, en junio del presente año de 1608, a fin de torpes recorrer una senda aún sin trazar, camino que el pie cristiano no habia hollado jamás…

De momento el poeta no se atrevió a leer mucho más, pero no pudo resistir la tentación de pasar velozmente las restantes hojas del manuscrito en busca del nombre de Henry Burlingame. No tardó mucho en encontrarlo: No bien el rey se hobo quedado dormido —siguió leyendo en una de las primeras páginas— dirigime luego a la puerta e hobiera satisfecho todos los sus deseos de no ser porque lord Burlingame prevínome y en cogiéndome del brazo manifestó su protesta porque yo hubiera obrado de tal modo…

—¡Burlingame, lord! —exclamó Ebenezer para sí, guardándose jubilosamente el manuscrito debajo de la camisa, sujetándolo bajo la cintura de los calzones. Echó un vistazo a la cubierta. Parecía todo despejado; el único hombre que se encontraba en posición de verlo era el moro, que se encontraba en el flechaste de la mesana del Cyprian, y que ya descendía en busca de nuevas conquistas, dejando a la primera maltrecha entre los cordajes. Se estaba poniendo el sol; sus últimos rayos, alargados, iluminaban irreal y oblicuamente la escena, tiñéndola de rosa y oro.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Amo Eben!

El Laureado se acobardó al oír la llamada; pero era la voz de Bertrand.

—¡Majadero! ¡Este acaba conmigo! —El poeta buscó en vano a su criado por cubierta: el velero estaba solo, junto a la borda.

—¡Venid, amo Eben! ¡Por aquí!

La voz procedía de la dirección donde se hallaba el bergantín. Horrorizado, Ebenezer vio que Bertrand se encontraba en la popa del barco, a punto de arrojarse encima de una mozuela regordeta a la cual tenía recostada sobre el coronamiento. Ebenezer le hizo gestos frenéticos a su criado, apremiándole para que volviera, mas Bertrand se rio y meneó la cabeza.

—¡Nos han dicho que nos unamos a ellos! —dijo a voces y volvió a su labor.

A la vista de aquella defección era impensable que Ebenezer subiera a bordo sin que repararan en él. La orgía continuaba por todo el Cyprian; las desdichadas mujeres, doradas por la luz del sol, habían perdido la mayoría la esperanza, y en lugar de salir corriendo, se sometían a los atacantes implorando piedad o sumidas en un silencio doloroso. El poeta se estremeció y salió disparado a su celda, el almacén de las cuerdas, con la determinación, en vista de que no era posible escapar, de aprovecharse de la jarana para leer parte del preciado manuscrito. Cogió un farolillo que había en el castillo de proa, cerró la pesada puerta, sacó el diario y se tumbó en el lecho de jirones de vela, donde leyó lo que sigue:

Siete soldados, seis caballeros, el doctor Russell, cirujano, y yo mesmo nos embarcamos en la ciudad de Kecoughtan, en Virginia, en junio del presente año de 1608, a fin de torpes recorrer una senda aún sin trazar, camino que el pie cristiano no había hollado jamás…

Para la travesía empleamos una barcaza de tres toneladas de peso, cuyo aprovisionamiento previamente encargué al insigne ciudadano de Liverpool Henry Burlingame, pues la mi voluntad era evitar que mi nombre fuere mancillado con calumnias e difamación. Mas no bien habíamos dejado atrás Kecoughtan rumbo al sur cuando hallé que el villano habíamela jugado; para avituallamiento de la compañía de quince hombres por un verano todo proveyome de una saca magra de avena agorgojada y una tina de agua turbia. Inquirile: ¿Por ventura desea vuesa merced matarnos de hambre o es acaso vuesa intención hacerme volver sobre mis pasos? Cuya última esperanza, según hube de saber compartía él con los demás caballeros, todos, gentes desocupadas. Asígneles entonces flacas raciones e híceles pescar por sobre las regalas, bien que mi ignorancia era completa en punto al aderezo de pescados en el interior de la barcaza. En verdad yo calculaba efectuar una recalada antes de cumplidas dos jornadas, mas no hice mención alguna a tal respecto, y cuanto peje pescaban devolvíalo yo a la bahía. Principié luego a instruirlos a todos y cada uno dellos en el arte de la vela y el gobernalle, cuyos menesteres los soldados captaron con prontitud en tanto los caballeros sólo se quejaban y entre ellos ninguno más estentóreamente que lord Burlingame, a quien tenía achicando agua en la sentina.

El tal Burlingame, a quien le tocara al lado decíale: ¿Qué se le da al capitán si nosotros perecemos? Cada vez que se mete en un embrollo nosotros, los caballeros, hemos de sacarlo del apuro, y si no, aparece alguna salvaje desnuda, llovida del cielo, y le salva el pescuezo. Mediante lo cual referíase a Pocahontas, hija de Powathan, que nos había rescatado hacía unos meses, y yo vi que se proponía importunarme durante toda la travesía.

Al día siguiente arribamos a un promontorio emplazado justo al norte de Kecoughtan, y el grupo se regocijó por ello, pues las tripas de todos quejábanse de las comidas y del agua turbia. Dirigímonos inmediatamente a la orilla, donde dimos con un par de temibles salvajes, armados con lanzas rematadas por puntas de hueso. Atrevime a saludallos y oí con satisfacción que hablaban una lengua cual la de Powathan, el emperador, de quien afirmaron ser sus súbditos. La ferocidad de aquellos hombres circunscribíase a sus pinturas; no estaban sino capturando pejes en el bajío, sirviéndose de las lanzas. A instancias mías nos condujeron a su ciudad y ante su rey, que llamábase Hicktopeake.

Aconteció luego una aventura que no es posible incluir entre mis historias. La referiré en estas páginas privadas, pues ella vuelve a poner de relieve la enemistad reinante entre lord Burlingame y yo, de la que ya he hablado y que en breve nos llevó a las puertas mesmas de la muerte…

¡Dios mío! —exclamó Ebenezer, y pasó la hoja.

Hicktopeake luego nos dio la bienvenida a su reino, al que llamaba Accomac, y dispuso ante nosotros una comida suntuosa. Estuve observándolo mientras comíamos e doy fe de que era el salvaje más agraciado, limpio e cortés con que hasta entonces habíamos dado. Comí abundantemente, como suelo, y otro tanto hicieron Walter, el médico, y los soldados, mas nuestros caballeros mostraron poco apetito por la cocina salvaje.

Especialmente Burlingame mostró tener poco estómago si se tiene en cuenta su corpulencia y lo mucho que había protestado a costa de sus tripas. Concluida la comida, Hicktopeake pronunció un breve discurso, una vez más dándonos la bienvenida a su ciudad y ofresciéndose a abastecernos de provisiones antes de que lo dexáramos. Paresciome entonces que el rey tenía un singular interés porque nos demoráramos algún tiempo a su lado, pero yo no vi inmediatamente la causa de tal interés.

Cuando le pregunté por la extensión de su reino; Hicktopeake repuso solamente que era de una anchura considerable y que se extendía hacia el norte, donde la tierra hacíase aún más anchurosa. Gobernaba aquel territorio conjuntamente con su hermano, llamado Debedeavon, a quien los salvajes denominaban «el Rey Riente» de Accomac. La ciudad de Debedeavon, díxosenos, hallábase más hacia el interior, e allí vivía el monarca en compañía de su reina, en una mansión celestial. Entonces demandé dónde se hallaba la reina de Hicktopeake sin más ánimo que conferille un carácter cortés a mi demanda. Mas viendo que el semblante todo del monarca se nublaba, busqué mudar de asunto e inquirí por qué llamaban a Debedeavon «el Rey Riente». Con lo cual, pese a ignorar yo el porqué, la cólera de Hicktopeake no hizo sino aumentar, al punto que apenas acertaba a refrenarse. No vi que se pudiera derivar fruto alguno si persistía en mis preguntas, de modo que me mantuve en calma y fumé del tabaco que en aquellos momentos principiaban a pasar en círculo.

Recobrando por fin un tanto la mesura, Hicktopeake ordenó que se le proporcionara alojamiento a mi partida para aquella noche, e yo consentí, pues estaba el cielo cada vez más baxo y se presagiaba mal tiempo. A los caballeros y a mí se nos proporcionó un lugar en la morada de Hicktopeake, la qual, pese a su condición de rey, consistía en una sola estancia de grandes dimensiones. Hecho aquello, fuéronse todos a dormir, salvo Burlingame, que siempre anda tras de mis pasos y no duerme sino cuando también duermo yo. El rey y yo entonces fumamos numerosas pipas cabe el fuego, en completo silencio. Yo sabía muy bien que él estaba deseoso de seguir hablándome; empero, conforme a la costumbre de los salvajes, demoróse luengo tiempo antes de comenzar. Por tal razón deseaba yo que Burlingame se retirara, a fin de poder hablar privadamente, más él rehusaba, pese a mis alusiones e sugerencias.

Por fin habló Hicktopeake, y se estuvo un buen rato charlando de cosas banales, como es costumbre entre los salvages. Luego dixo, en esencia (pues yo aquí conformo su discurso a la lengua inglesa): Señor, vos, a no dudarlo, pensaréis que soy soltero, ya que no hay esposa que me atienda en mi casa ni a la mesa, e otrosí cuando me demandasteis por el paradero de mi reyna no os di yo respuesta. En esto, empero, andáis, errado. Reyna tengo, en verdad, y de una beldad superlativa, y con quien hace bien poco he casado. Sin embargo, esposa no es, pues ¿no es el primer requisito de la condición de reyna el no hacer otra cosa que no sea poner de relieve la grandeza de su rey? Pero mi reyna, por causa de su insatisfacción para con mi virilidad, siempre busca el placer en las casas de otros hombres, con lo que me cubre la cabeza de oprobio; con todo, sigue luego insatisfecha, según ella mesma dice. Ahora bien, mala cosa es ésta, pues no sólo me deshonra a mí esta mujer, sino también fatiga a los jóvenes de mi ciudad e otrosí a los viejos. Es incluso como la sanguijuela, que cuando ha probado el sabor de la sangre luego jamás queda satisfecha de bebella; o como la lechuza, que tras haber devorado a todos los ratones del campo regresa hambrienta al nido. Mi hermano Debedeavon le da grande importancia a este asunto y no para de reírse a mi costa (por lo cual es llamado «el Rey Riente»). Esposa tiene, y tiénela satisfecha, de ahí que se juzgue superior a mí, al igual que su pueblo se juzga superior al mío. (Y, sin embargo, su esposa es un ratón que pronto se colma, pues a menudo hela catado yo mientras mi hermano pescaba). Por lo tanto, yo solicito de vos, el de la piel clara, lo siguiente: que probéis a satisfacer a mi reyna, o bien que le enseñéis a quedarse satisfecha con lo que ya tiene, a fin de que la paz y el honor reynen en mi ciudad y mi hermano no se mofe más de mí. Pues juzgo por vuestro atuendo, vuestra extraña embarcación y vuestro porte viril que no sois hombre común, sino capaz de obrar prodigios.

Así habló Hicktopeake y yo le escuché asombrado, pues la mayor parte de los hombres que no son capaces de satisfacer a sus esposas son reacios a confesalle tal deficiencia a otros hombres. Empero yo admiré su sinceridad, su franqueza y su generosidad por invitarme a intentar lo que él no era capaz de hacer. Con todo el donaire que fui capaz de reunir acepté el ofrescimiento de Hicktopeake, con lo qual mostróme una puerta de la su morada, la qual según él daba a la alcoba de la reyna. El entonces recostose junto al fuego y durmiose, bien que desasosegadamente, como cabe esperar en un hombre que le ha dado licencia a otro para que acuda junto a la esposa con la que comparte el lecho.

No bien se hobo dormido el rey encamíneme derecho a la puerta e hobiera satisfecho todos sus deseos de no habérmelo impedido lord Burlingame, que cogiéndome del brazo afirmó protestar porque yo hiciera tal. Yo le demandé la causa de su protesta, sabiendo que no era ningún santo católico. A lo cual replicó que fuera como fuere proponíase desempeñar aquella labor él mesmo, puesto que yo ya había recibido los favores de Pocahontas, habiendo desflorado a dicha doncella recurriendo a subterfugios y engañifas, mientras que él no había yacido con mujer desde que zarpáramos de Londres. Además aseveró que de negalle yo aquella merced (ello a pesar de que me debía su vil vida), tenía la intención de propalar a voces la verdad sobre mi factura de berengenas por todo Jamestown e ansimesmo por Londres.

En aquel punto díxele que podía ocuparse de la reyna salvage como le pluguiere, pues a mí no me importaba, y añadí que si ella era la mitad de Mesalina de lo que Hicktopeake afirmaba serían menester más de diez Burlingames para apaciguaba. Dicho aquello indiquele la puerta y acudí junto a mis camaradas, los quales roncaban a la vera del fuego. Empero, no me dormí inmediatamente, sino que permanecí despierto y fumé tabaco, pensando que muy probablemente no hubieran concluido mis aventuras de aquella noche.

Al cabo regresó Burlingame muy malhumorado y en demandándole yo si era cosa tan liviana satisfacer a la reyna expelió una ventosidad y, viendo que el rey aún dormía, en modos diversos tildó a la reyna de puta y de soliviantamiembros. Dijo que hubiera penetrado en la reyna, toda vez que ella lo había recibido bastante amigablemente, mas que en hallándose plenamente dispuesto a ejecutar su carnal tarea, ella habíale inquirido dónde estaban los sus dineros, y no teniendo él nada que ofrecelle salvo una bolsa de tabaco, ella se volvió boca abajo y no quiso saber más dél. Tras lo qual habíala dexado.

Mucho reí yo con su cuento e díxele que mal le iría siempre en las conquistas mugeriles, pues por tan poco desistía, amén de que era una circunstancia feliz para su cabeza y para la mía que Powhatan me hobiera designado a mí y no a él para horadar las corazas inferiores de su hija. A modo de respuesta, Burlingame expelió una nueva ventosidad e dixo que si quería dar por buenos mis alardes la puerta tenía el cerrojo aún sin correr y la reina seguía echada en el suelo. En quanto a él, nada quería saber de rameras, fueran éstas reynas o fregonas.

Acudí entonces sin pérdida de tiempo al aposento de la reyna, dexando a Burlingame junto al fuego, cociéndose en su propia cobardía. No bien se habituaron mis ojos a la luz atisbé la persona de la reyna, que se hallaba nuevamente boca abajo. Era una salvaje asaz donosa, conforme pude ver, de rasgos graciosos, miembros bien formados y el vientre liso y breve, en tanto sus pechos y otras partes bastaban a afilar el deseo de cualquier hombre. Cuando me dijo, en jerga salvaje, que hiciera mi voluntad, me enderezé como las orejas de un can al olor de la carne. Presenteme como el capitán John Smith, de Virginia, pues parecíame cosa brutal holgar con mujer sin antes haber intercambiado cordialidades. Mas ella hizo caso omiso de aquello dándome únicamente a entender por medio de ciertos movimientos que consideraba aquellas gentilezas una pérdida de tiempo. Por consiguiente apresúreme a desnudarme y al instante la hubiera tomado de no ser porque ella refrenó mi ardor; y señalando aquella parte que, conforme a la moda salvaje, tenía calva cual galleta y engalanada con pintura extraída de la sanguinaria, exigió previamente algún pago, alegando que no tenía por costumbre entregar sus encantos a cambio de nada.

Aquello no me inquietó ni un ápice, pues yo estaba habituado a tratar tanto con salvages como con rameras. Subime los calzones y dellos saqué un puñado de abalorios, que siempre son gratos a los ojos de los salvages. Diselos, mas ella los arrojó lejos de sí y pidió otra cosa. Dile entonces un pequeño amuleto que le había cogido a un moro muerto y del cual decíase que tenía poderes mágicos, pero tampoco se dignó aceptar aquello. Después de lo cual ofrecíle a la mujerzuela una lasciva talla de marfil y una pequeña moneda con una inscripción obscena en árabe, y prometíle dalle doce yardas de tela escocesa que llegarían en el siguiente barco de Londres…, mas fue todo ello en vano. Ella quería seis medidas de wompompeag, dijo, o nueve de roanoke[25], a cambio de sus favores, y ninguna otra cosa, pues aquélla era la suma que sus otros amantes solían satisfacer por gozar de su cuerpo, ya que era reyna. Repuse que no llevaba dineros salvajes en mi persona ni disponía de medios para hacerme con ellos, pero que si me aseguraba dar satisfacción a mis deseos le enviaría una libra esterlina desde Jamestown, moneda que basta para pagarse una docena de buenas hembras en Londres. Pero la reyna no quiso oír hablar de mi libra esterlina y, poniéndose de espaldas, liberó un pedo que hubiera hecho los honores de la mismísima Elisabeth. Entonces declaré que no era tan fácil deshacerse del capitán John Smith, e cuando volvió a dar la mesma respuesta que antes dixe para mí que habíame hartado de su falta de consideración. Hay un proverbio entre los franceses de mundo que reza que cuando un hombre no puede comerlo todo, por fuerza ha de componérselas con cuervo. No me demoré más, sino que inmediatamente cometí con la reyna aquel pecado por el qual el Señor hizo llover fuego sobre las ciudades de la llanura.

Cuando hube acabado retíreme y aguardé a que la reyna llamara al cuerpo de guardia para que me prendiera, cosa que supuse haría inmediatamente. Durante un tiempo permaneció jadeando en el suelo y cuando por fin recobró el aliento quitose del cuello tres sartas de wompompeag, y obsequiómelas. Entonces declaró haber tenido bastante amor por aquella noche como para estarse dolorida hasta la luna nueva. Diciendo lo qual cayó en un sueño como si se hubiera desmayado y yo me retiré a la estancia contigua para reprender a Burlingame por su falta de imaginación. El tomóselo con su acostumbrado mal humor, pues nuevamente habíale aventajado…

Dormí hasta bien entrado el día, y cuando desperté vi a Hicktopeake en el trono real, de todos sus lugartenientes rodeado. Habíales ordenado que guardaran silencio mientras yo dormía y, cuando me desperté, acercóseme y abrazome, y dijo que yo debía ser el segundo poder en el gobierno de su ciudad y que debía tomar por esposa a la salvaje más hermosa de su tribu, pues había restaurado la paz de su pueblo. Demándele yo cómo era tal y él respondiome que la reyna había acudido junto a él al alba y habíale pedido perdón por su infidelidad, jurando que tan satisfecha había quedado de mí que jamás volvería a escapar del lecho del rey. Únicamente, dijo él, temía que la resolución de su reyna pudiera no ser muy duradera; de necesidad yo tenía que haberla complacido merced a algún inusitado recurso viril, y por añadidura partía de su ciudad en breve.

En aquel punto llevémelo aparte y referile privadamente la sencilla estratagema que había empleado, asegurándole que él podía hacerlo al igual que yo. Pues tan pequeña era la charca que en su seno cualquier rana parecía grande. Hicktopeake no había oído hablar jamás de semejante práctica (que yo había aprendido de los pérfidos árabes), y escuchaba atónito. Nada quiso saber en tanto no le era dado poner a prueba lo aprendido, de modo que salió de la estancia dando grandes zancadas.

Mientras él se ocupaba de cortejar de aquella guisa, reuní a mi partida e díxeles que aprestaran la embarcación a fin de reanudar el curso de nuestras exploraciones. Al punto pusiéronse todos a ello salvo Burlingame, que se lamentaba por la orilla, propinando puntapiés a los guijarros, y ya estábamos a punto de largar velas cuando Hicktopeake salió de su casa. Abrazome de nuevo, esta vez más calurosamente que antes y suplicome que me quedara en su ciudad para siempre en calidad de príncipe y sucesor. Había cortejado de tal modo a su reyna que tardaría tres días en levantarse de la cama y se pasaría una semana estreñida. Mas yo decliné su ofrescimiento diciendo que tenía otros asuntos que atender. Tras mucho debate avínose y diome la venia de partir, haciéndonos a mis hombres y a mí toda suerte de regalos salvages, además de darnos comida y agua para la embarcación.

Así pues zarpamos de nuevo y pusimos rumbo a alta mar y a lo que se presentara ante nosotros. Yo sentíame un tanto reacio a partir y de buen grado hubiérame quedado algún tiempo más, pues Hicktopeake me había expresado su intención de viajar a la ciudad de Debedeavon, su hermano, para allí holgar con la reyna, conforme al modo que había aprendido, y así confundir a su hermano para siempre. Tras lo cual Hicktopeake sería «el Rey Riente» de Accomac. Lo cual hubiera sido en verdad digno de verse. Pero el favor de los reyes es don escurridizo que con ligereza se otorga y con ligereza se retira, y parecióme más prudente ausentarme a tiempo, mientras aún contara con su beneplácito, que quedarme y acaso dexar de ser bienvenido allá en Accomac…

Aquí concluía la narración, o el fragmento de la misma que Meech había traído a bordo. Ebenezer lo volvió a leer una segunda vez, y una tercera, con la esperanza de hallar algo que relacionara a Henry Burlingame con el desdichado homónimo del relato. Pero todo parecía indicar que el antagonista del capitán Smith, el cual Henry esperaba que fuera su antepasado, no sólo carecía de descendencia, sino que estaba soltero, y su futuro con la partida de exploradores distaba mucho de ser prometedor. Con un suspiro, el Laureado reunió las páginas del diario y lo ocultó bajo su lecho de tela de velas, donde no era probable que nadie diera con él. Extinguió luego el farol y se quedó sentado durante un rato en medio de la oscuridad. Los ruidos desnudos de las violaciones, que llegaban por el aire hasta el castillo de proa del barco pirata concitaban imágenes lo bastante claras como para hacerlo estremecerse. Junto con la historia del manuscrito —que tan reveladora había sido para él como para Hicktopeake—, aquellas imágenes lo conducían forzosamente, al margen de su voluntad, por un único camino, y no transcurrió mucho tiempo hasta que se sintió físicamente acuciado por el deseo. Ebenezer no podía honradamente aseverar que la lástima que le hacían sentir las muchachas del Cyprian estaba exenta de ambigüedad, ni que condenaba sin paliativos aquel asalto; si el espectáculo le había repugnado, también le había excitado y fascinado hasta el punto de que lo único que pudo apartarlo del mismo fue el diario. A decir verdad, la visión de la muchacha atrapada entre las jarcias como una mosca en una telaraña, y de Boabdil trepando pausadamente hasta envolverla como una araña negra y gigantesca, habían despertado su deseo, y el recordarlo volvía a despertárselo.

Para él estaba sobradamente claro que el valor de su virginidad no era de índole moral, ni siquiera cuando se lo explicara a Bertrand cierto día, a bordo del Poseidón. El valor místico y ontológico que entonces le atribuyera le parecía ahora menos convincente. El recuerdo de la visita que hiciera Joan Toast a su habitación, por ejemplo, que de ordinario estaba dominado por el discurso que hiciera él al partir ella, o por el Himno a la castidad que compusiera después, ahora se detenía en la evocación de la muchacha misma, sentada en su cama, en actitud impertinente, y no iba más allá. Ella, entonces, se había inclinado hacia delante y lo había abrazado, estando él de rodillas; sus pechos le habían rozado la frente con tacto fresco y sedoso; él habría reclinado la mejilla en el cojín de su estómago. ¡Sus ojos se habían demorado en las proximidades del misterio!

Del exterior llegó un nuevo grito, una protesta endurecida y estentórea que se transformó en lamento. En aquel grito resonaba un eco antiguo, una pena ancestral que le hizo pensar al poeta en Filomena, en Lucrecia, en las vírgenes sabinas y en las hijas de Troya, en la legión entera y quejumbrosa de las mujeres que habían sido alguna vez violadas. Se dirigió a la escalera de toldilla y al ascender alzó la vista al cielo para contemplar las estrellas. ¡Cuán trivial era aquella escena para ellas, que habían presenciado las innumerables guerras de los hombres, el despojo de las naciones y las incontables violaciones en solitario acontecidas por campos y callejones! ¿Hubo en el transcurrir del tiempo un solo año en el que no apagaran su luz en algún lugar de la tierra las llamas de las ciudades incendiadas? En aquel instante en que él ponía pie en cubierta, ¿cuántas mujeres escuchaban tras de sí —en Inglaterra, en España, en la remota Cipango— la pisada del violador en la escalera o en el camino? Las filas de mujeres ultrajadas, por centenares, por miles y millones, de toda edad y condición, a lo largo de los siglos, hacían resonar sus gritos. ¡Sus lágrimas lavaban la suciedad del planeta!

La escena que tenía lugar a bordo del Cyprian ya era considerablemente menos violenta. Aunque no era en modo alguno tranquila. Los tripulantes seguían fuertemente atados a los mástiles y contemplaban las festividades sumidos en un silencio hosco; de momento ninguno había sufrido daños. Los piratas, disipado su primer deseo, se habían hecho con el ron y sucumbían rápidamente a sus efectos. Algunos yacían sin sentido junto a los imbornales; otros estaban echados con sus víctimas en las cubiertas y en los tejados de los camarotes, bebiendo y tomándose libertades alternativamente, pero incapaces ya de consumar el acto amoroso; otros aún habían perdido enteramente el interés por las mujeres y se dedicaban a bailar, a cantar canciones obscenas o bien jugaban al tresillo a la luz de los faroles, disfrutando del aire encalmado, como si fuera cualquier otra noche en alta mar. De los camarotes seguían llegando más ruidos de juerga, pero no de violencia: al parecer estaban obligando a alguna muchacha a ejecutar alguna habilidad en contra de su voluntad, y Ebenezer oyó que varias mujeres se sumaban al jolgorio general, dando ánimos.

—¡Con qué ligereza aceptan su destino!

El poeta volvió a pensar en las viudas troyanas, a quienes Hécuba aconsejaba que se resignasen sin protestar a ser concubinas y esclavas.

La suerte menos envidiable, por lo que hasta el momento había visto, era la de siete mujeres que estaban atadas cadera con cadera a la borda de estribor, al clásico estilo corsario, de modo que la cabeza y la parte superior del cuerpo pendían sobre la nave pirata, que era de una altura algo menor: sin embargo, ni siquiera aquéllas, pese a la indignidad y evidente incomodidad de su postura estaban totalmente abatidas por la desgracia. Una de ellas, cierto, parecía estar llorando, aunque en aquel momento no la importunaran, y otras dos se miraban fijamente y sin expresión a los brazos, que tenían atados por las muñecas a la base de los balaústres; pero las demás estaban de cháchara con Carl, el velero, que fumaba en pipa delante de ellas, en la cubierta del barco pirata. Cuando avistaron a Ebenezer, que se situó a la altura del viejo, no se sintieron avergonzadas.

—¡Oh, no! —dijo una, fingiendo alarma—, ¡aquí viene otro!

—¡Bah, pero parece buen chico! —dijo su vecina, que era de más edad—. ¿A que tú no harías nada indecoroso, a que no, hijo?

Cuando se rieron, un pirata borracho se levantó y apareció por detrás de ellas, dando tumbos.

—¡Uf! —exclamó la mujer a la que el pirata dio cuenta de su presencia—. ¡Carl, dile que no me toca a mí! ¡Eh! ¡Este bellaco me toma por una pierna de cordero asado! ¡Carl, díselo!

El velero, en razón de su edad, gozaba de cierto predicamento entre sus compañeros.

—Ve por otra, camarada —aconsejó.

El pirata, dócilmente, se dirigió hacia la jovencilla llorosa del final, la cual, en cuanto la tocaron, profirió un grito que se le clavó a Ebenezer en el corazón.

—¡No, canalla, no te atrevas a darme calabazas! —exclamó la mujer a la que el pirata importunara en primer término—. ¡Ven aquí conmigo, que yo sé lo que hay que hacer!

—¡Sí! ¡Deja a la niña en paz! —le recriminó otra—. ¡Te voy a enseñar cómo lo hacemos en Leicestershire! —Aparte, le dijo a sus compañeras—: ¡Pido a Dios que no sea el moro!

—Tú lo has querido —dijo el pirata y volvió junto a la que eligiera originariamente.

—¡Diantre! ¡Este sí que es un buen chico! —exclamó, fingiendo placer—. ¡Demonios, menuda herramienta, chicas! —A su vecina le dijo entre suspiros—: No es ni la mitad que el moro; me recuerda más bien las gachas de Grantham: nueve medidas de sémola y un galón de agua. ¡Ay! ¡Piedad, señor! ¡Piedad!

Las otras tres estaban de lo más entretenidas.

—Tu amigo está allá en el camarote —le dijo Carl a Ebenezer—. ¡Salta rápido ahí si tienes idea de ocuparte de las damas, porque no nos quedaremos mucho más tiempo!

—¿Sí? —Ebenezer se rebullía, incómodo; las mujeres lo miraban con interés—. Tal vez sea mejor que vaya a ver los daños que está causando Bertrand.

—Ah, diantre, no le interesamos —dijo una de las mujeres—. Le gusta más su amigo. —Las demás se sumaron a la burla, incluso la que estaba siendo cortejada, y Ebenezer se batió en presurosa retirada.

—No acierto a entenderlo —dijo para sí.

Aunque había desdeñado totalmente la idea de ocultarse a bordo del Cyprian, y tenía poco o ningún interés por las actividades que en aquellos momentos pudiera tener su criado, Ebenezer se valió de aquellas dos razones para tener el valor de subir al bergantín, después de haberse ido hasta popa para escapar de los comentarios de las mujeres. No podía, sin embargo, negar que tenía intención de volver a mirar en dirección a ellas desde el privilegiado punto de observación que era la cubierta del Cyprian, al menos, por curiosidad. Se encamaró a la borda y asió los obenques de mesana para ayudarse a subir. Cuando lanzó una mirada casual hacia lo alto, la luz de la luna le ofreció una visión sorprendente: la primera conquista del moro seguía suspendida allá arriba, entre los flechastes de mesana, olvidada de todos; tenía los brazos y las piernas aprisionados como si se los hubieran atado. No era posible hacerse una idea de su situación desde abajo.

Tal vez siguiera suspendida por miedo, con la esperanza de librarse de nuevas violaciones; o tal vez estuviera desmayada (su posición le impedía caer). Tampoco era imposible que estuviera muerta como consecuencia de la picadura de la gigantesca araña negra. Asegurándose de que sólo quería satisfacer su curiosidad, pero, de todos modos, presa de una gran agitación, Ebenezer dirigió sus pasos no a la cubierta del Cyprian, sino al primero de los flechastes de mesana y, metódicamente, a la manera de Boabdil, inició la ascensión hacia la muchacha colgante…

Al subir hizo temblar los obenques; la muchacha se movió, miró hacia abajo y escondió el rostro, dejando escapar un gemido. El poeta, claramente azuzado por el deseo, emitía sonidos arrulladores y acompasados en dirección a ella.

—¡Voy a poseerte, mozuela! ¡Voy a poseerte!

Pero cuando se hallara en mitad del camino el capitán Pound, allá abajo, salió de su camarote y el moro ordenó a todos los hombres que regresaron al bajel. Los piratas respondieron con protestas estentóreas, pero de todos modos obedecieron, tomándose a la desesperada las últimas libertades, al paso que se retiraban. Ebezener dobló la velocidad de su ascenso.

—¡Voy a poseerte!

Pero desde abajo llegó la voz de Boabdil.

—¡Eh! ¡El de los flechastes de mesana! ¡Venga, bájate! ¡Ahora! ¡Déjalo!

La muchacha estaba literalmente a su alcance.

—¡Eres un moza afortunada! —dijo Ebenezer con audacia.

Ella lo miró desde arriba. Desde aquella distancia, a la luz de la luna, se parecía levemente a Joan Toast, cuyo recuerdo había inflamado originariamente los deseos de Ebenezer. El rostro de la muchacha revestía una expresión de horror.

Debilitado por causa de la excitación, Ebenezer volvió a llamarla.

—¡Dentro de un momento serás mia!

Ella ocultó el rostro y él descendió. Unos minutos después los piratas habían soltado los garfios de abordaje y se afanaban en largar velas. Volviendo la vista atrás, mientras se ensanchaba el brazo de mar que los separaba del otro barco, Ebenezer vio cómo las mujeres del Cyprian desataban a sus compañeras de la borda y liberaban a la tripulación. En lo alto del aparejo de mesana todavía podía distinguir la blanca figura de la muchacha, y el deseo insatisfecho que la misma despertaba en él ya empezaba a importunarle. El alivio que sintió cuando por accidente su esencia se vio rescatada, aunque era una sensación genuina, no tenía la profundidad que aquella otra que se adueñó de él estando en los flechastes, y que era algo que Ebenezer ni por asomo comprendía. Sin duda, se decía con insistencia, aquello era algo más que simple concupiscencia; si no, ¿por qué con sólo pensar en el ataque del moro se ponía enfermo de celos? ¿Por qué habia elegido a la muchacha de la arboladura en lugar de las que estaban atadas a la borda? ¿Por qué su parecido con Joan Toast (que por otra parte bien pudiera ser algo meramente imaginario) en lugar de enfriar su ardor, lo atizaba? Su comportamiento en aquel asunto le resultaba enteramente incomprensible.

Se volvió y se dirigió hacia su celda del almacén de velas, tanto para afianzar la seguridad de su precioso manuscrito como para aliviar de algún modo, si le era posible, el dolor creciente que sentía. Cuando bajaba por la escalera que conducía al castillo de proa, un grito femenino, agudo y estridente, resonó en la oscuridad, procedente del bergantín, seguido de un segundo y un tercero.

—Ahora les toca a ellos —dijo alguien, y unos cuantos piratas rieron entre dientes.

A Ebenezer la sangre le abandonó velozmente el cerebro; se tambaleó en medio de la escalera y se vio precisando a detenerse un momento, oprimiendo la frente contra el escalón superior.

—No es más que una ramera; una simple ramera —se dijo, y se vio obligado a repetir aquellas palabras varias veces, antes de ser capaz de continuar el descenso.

Bien porque creyera que lo habían guardado por razones de seguridad antes de abordar el Cyprian, bien porque cuando volvió estaba demasiado borracho como para reparar en su ausencia, el capitán Pound no descubrió la pérdida del fragmento del diario hasta después del mediodía siguiente, y para entonces Ebenezer había dado con un escondrijo aún mejor. Juzgando imprudente confiar demasiado en su sirviente, aguardó a que Bertrand subiera a cubierta por la mañana y entonces trasladó su captura de debajo del jergón a un pliegue de una vela sin estrenar que estaba debajo de un montón de velas iguales, en un anaquel de grandes dimensiones. Y así, cuando por la tarde Bertrand y él se encontraban en cueros, de pie, junto al resto de la tripulación, mientras Boabdil y el capitán registraban el barco de cabo a rabo, Ebenezer no se sintió alarmado al ver que levantaban los camastros de su celda, aderezados con velas: era impensable que desplegaran y volvieran a plegar una a una las velas del anaquel. Después de que una búsqueda de dos horas no sirviera para dar con el manuscrito, el capitán Pound llegó a la conclusión de que alguien del Cyprian había entrado a hurtadillas en el barco y lo había robado. Todo aquel día y el siguiente los piratas navegaron a toda prisa, en busca del bergantín, hasta que, al avistar el cabo de Henlopen y la bahía de Delaware, hubieron de poner fin a la persecución, viéndose obligados a regresar, buscando la seguridad del mar abierto.

Por causa de la pérdida, el capitán estaba cada día más amargado e irascible. De modo natural hizo recaer sus sospechas fundamentales sobre Ebenezer y Bertrand: aunque no tenía ninguna razón para creer que ninguno de ellos tuviera conocimiento previo de la presencia del diario a bordo y carecía de pruebas de que ninguno de los dos lo hubiera robado —ambos habían sido visto a bordo del Cyprian, por ejemplo—, de todos modos los confinó nuevamente en su celda, por causa de su mal humor. Al mismo tiempo hizo que le propinaran diez latigazos al velero en su añosa espalda como castigo por no haber visto al ladrón: se podían oír los golpes desde el almacén de las cuerdas y Ebenezer tuvo que recordarse a sí mismo, con incomodidad, que el manuscrito era sumamente valioso para la causa del orden y la justicia de Maryland. A Bertrand, que casi se desmaya cuando les registraron el cuarto, le dijo que había arrojado el diario al mar por temor a que los descubrieran y que Carl era a fin de cuentas un pirata a quien, en tierra, cualquier juez condenaría a la horca.

—No obstante —añadió con resolución—, si me entero de que tienen intención de matar o torturar a alguien inocente por eso, aunque se tratara de esa bestia aborrecible de Boabdil, confesaré.

Ebenezer no se preocupó de indagar si efectivamente llegaría a hacer una cosa así; formuló aquella promesa fundamentalmente por Bertrand, a fin de evitar una nueva defección.

—Poco importa que lo hagáis o no —respondió el criado—. En uno u otro caso nuestra hora ha llegado.

Y lo cierto es que Bertrand se sentía peligrosamente desalentado; desde el principio había sido escéptico con respecto al plan de huida de Ebenezer, e incluso aquella posibilidad tan remota quedaba abortada por el encierro que entonces padecían. En vano apuntó Ebenezer que era Bertrand quien, debido a la conducta que había observado a bordo del Cyprian, había desbaratado la mejor oportunidad de huir de que habían gozado: semejantes verdades jamás sirven de consuelo.

Las perspectivas se ensombrecían para ellos a medida que se acercaba el día de la cita que tenía pendiente el buque. Oían a la tripulación quejarse en el castillo de proa de la severidad cada vez mayor del capitán: a tres piratas les había racionado el rancho por un crimen no mayor que el hecho de que Pound les había oído hacer comparaciones entre las mujeres del Cyprian; a un cuarto hombre que en calidad de portavoz de un grupo había preguntado cuándo tocarían puerto, lo amenazó con pasarlo por la quilla. Día a día los dos prisioneros se temían que al capitán se le metiera en la cabeza la idea de someterlos a algún tipo de tortura. La única casualidad favorable de todo aquel período fue la noticia de que el moro, que había concitado el odio general porque cumplía las órdenes del capitán, había sido bendecido por una de sus víctimas del bergantín con una enfermedad social.

—Si es el mal francés o no, eso no lo sé —dijo el portador de la noticia—, pero le duele como si tuviera un chancro y no podría andar aunque le fuera la vida en ello.

Ebenezer enseguida dio por sentado que la contagiada era la muchacha de los flechastes de mesana, pues aunque, con toda certidumbre, Boabdil no se había limitado a ejercitarse con ella, ninguno de los demás piratas mostraba síntomas de la enfermedad. El descubrimiento le proporcionó un placer complejo y difícil de explicar: en primer lugar se alegraba de ver que el moro pagaba de aquel modo por la violación, aunque era muy consciente de la rareza de tal emoción a la luz de sus propias intenciones. En segundo lugar, el alivio que sentía por haberse librado del contagio por tan estrecho margen, al igual que el alivio que sentía porque se hubiera preservado su castidad, no lograban compensar su desilusión en la medida que él se esperaba. Y en tercer lugar, la presencia de la enfermedad indicaba que la muchacha no era virgen, y aquel indicio despertaba en Ebenezer los siguientes sentimientos adicionales, que no eran del todo armoniosos: fastidio, por tener un poco menos de razón para aborrecer al moro y alegrarse de su desgracia; decepción, por lo que él consideraba una degradación de su cuasiconquista amorosa; alarma, por lo que tal decepción implicaba, a saber, que sus motivos para violar a la muchacha parecían más crueles incluso que los del moro, quien no había dado por supuesto que ella fuera virgen: temor, causado por la doble perversidad engendrada por su lascivia a partir de —al menos, parcialmente— la piedad que le hacía sentir la suposición de que se trataba de una doncella desflorada, a la vez que, por otra parte, sentía en lo más íntimo de su corazón que no se trataba de una piedad auténtica, y que además se habría visto realzada y no disminuida si él hubiera atacado a la muchacha, en tanto que el descubrimiento de que la misma no había perdido la virginidad a manos de Boabdil, de hecho, disminuía aquel sentimiento de piedad, y por último, una especie de júbilo que se superponía a los otros sentimientos, a la vez que se entremezclaba con el alivio que le proporcionaba una sospecha que le parecía tanto más verosímil cuanto más volvía sobre ella: la sospecha —cosa que no cabía explicar fácilmente de otro modo— de que el deseo que se apoderó de Ebenezer —y ello precisamente, en virtud del carácter contingente del mismo, puesto que se basaba en la suposición de que la muchacha había sido desflorada y en la piedad que de aquella suposición se derivaba— la sospecha, en fin, de que tal deseo, debido a la naturaleza perversa de la antedicha contingencia, era de índole casi inocente, como si hubiera tenido lugar un asunto entre vírgenes, cabría decir. Aquel anhelo místico del puro por unirse en la impureza con su hermana violada, ¿no era de hecho una autoviolación y por lo tanto una variante del amor?

—Muy probablemente —concluyó, y se mordió la uña del dedo índice, movido por el júbilo.

Cómo explicó el capitán Pound su negligencia, eso es algo que jamás supo el Laureado. Las seis semanas siguieron su curso; el día señalado, bastante después de que hubiera caído la noche, los prisioneros oyeron que los piratas saludaban a otros barcos, así como ruido de visitantes que llegaban a bordo de una chalupa. Cualquiera que fuese la naturaleza del parlamento, tuvo carácter breve: los visitantes partieron al cabo de media hora. Se les ordenó a todos los hombres que se personaran en cubierta, y hasta el almacén de las cuerdas llegó el ruido que hacían los piratas al largar velas en medio de una brisa suave. En cuanto la nave pirata cobró velocidad, el primer oficial en funciones —nada menos que el contramaestre arrebatado al Poseidón, quien se había adaptado a las nuevas circunstancias tan rápida y totalmente que Pound lo designó para que reemplazara al moro convaleciente— descendió al castillo de proa, abrió la puerta del calabozo y ordenó a los prisioneros que subieran a cubierta.

—¡Ay! —exclamó Bertrand—. ¡Es el fin!

—¿Qué significa esto? —preguntó el Laureado.

—¡Es el fin! ¡Es el fin!

—¡Es el fin de vuestra visita! —masculló el contramaestre—. No diré más.

—¡Gracias sean dadas al cielo! —exclamó Ebenezer—. ¿No te lo decía yo, Bertrand?

—Venga, arriba.

—Un momento —insistió el poeta—. Os ruego que me dejéis un momento a solas, señor, antes de acompañaros. He de darle las gracias a mi salvador. —Y sin aguardar respuesta se hincó de rodillas en actitud de oración.

—Ah, bueno, siendo así… —El contramaestre se movía, inquieto, pero al cabo salió de la celda—. Pero sólo un momento; el capitán está de mal humor.

En cuanto se quedó a solas, Ebenezer sacó el manuscrito del diario de su escondrijo y lo guardó debajo de la camisa. Luego fue junto a Bertrand y el contramaestre.

—Ya estoy listo, amigo, y me despido de esta celda con alegría. ¿Ha venido a buscarnos una barca o es que tan cerca estamos de la orilla? ¡Cielos, esto me eleva el corazón!

El contramaestre se limitó a gruñir y los precedió por la escalera de la toldilla, hasta que llegaron a cubierta, donde reinaba una noche de mediados de septiembre, suave y sin luna. La nave avanzaba apaciblemente bajo una bóveda de estrellas luminosas. Todos los hombres se hallaban congregados en el centro del barco, algunos con linternas en la mano; cuando los vieron aproximarse los recibieron con un murmullo general. A Ebenezer le pareció que sería adecuado despedirse de ellos con un poco de poesía, ya que, haciendo una consideración global y a excepción de las seis últimas semanas, los habían tratado casi irreprochablemente: pero no había tiempo para componer versos y todo lo que tenía en reserva, por decirlo así (ya que, con gran pesar suyo, el cuaderno de Ebenezer se había quedado en el Poseidón), era un breve poema de salutación a Maryland, que había concebido en alta mar y archivado en la memoria…, pero que desgraciadamente no era adecuado para la ocasión. Por lo tanto, decidió contentarse con unos cuantos comentarios sencillos, no menos dignos por su brevedad, los cuales, en esencia, vendrían a decir que si bien él no podía aprobar aquel modo de vida, sabía empero valorar la consideración y civismo con que se les había tratado a él y a su criado. Además, diría al concluir, lo que un hombre no puede condonar, puede no obstante disculparlo: Muchas de las acciones que la cabeza censura, el corazón puede absolverlas. Y aunque no podía dejar de recordarles que si alguna vez los aprehendían en el ejercicio de sus actividades, tendrían un veredicto justo, con todo, él podría rezar, y lo haría con toda su alma, para que su castigo fuera misericordioso.

Mas no tuvo la fortuna de formular aquellas observaciones, pues nada más llegar junto a los congregados, los piratas más próximos a ellos se les acercaron y los sujetaron firmemente por los brazos. El grupo se separó formando una doble columna que desembocaba en la borda de babor, donde vieron que, del hueco destinado a la pasarela, bajo la luz trémula de los faroles, emergía una tabla de unos seis pies de longitud, que daba a las aguas.

—¡No! —A Ebenezer se le puso carne de gallina—. ¡Santo Dios que estás en los cielos!

No se veía al capitán Pound, pero desde algún punto de la popa llegó su voz:

—¡Adelante!

Los piratas, con expresión feroz, enarbolaron los alfanjes; Ebenezer y Bertrand, que se encontraban en el extremo interior del pasillo que formaban los hombres, se quedaron mirando hacia la tabla, los brazos libres, al tiempo que los azuzaban desde atrás con espadas o machetes, obligándolos a avanzar.

—Desde el primer momento, caballeros, he tenido dudas sobre cuál de los dos era Ebenezer Cooke —dijo el capitán Pound—. Ahora sé que los dos sois impostores. El verdadero Ebenezer Cooke se encuentra en la ciudad de Saint Mary, donde ha pasado estas últimas semanas.

—¡No! —exclamó el poeta, y Bertrand aulló.

Pero las filas de cuchillos de acero se cerraron tras ellos, y pronto se encontraron encima de la tabla, temblorosos. Bajo ellos, la mar negruzca se desplazaba velozmente, estrellándose contra el flanco de la nave. Ebenezer vio el agua refulgir bajo el resplandor de las linternas, y cayó de rodillas para aferrarse mejor a la tabla. No había tiempo para una canción de despedida como la de Arión, cuya música atrajo a los delfines, los cuales lo rescataron. Al cabo de dos segundos, Bertrand, que estaba en la parte más alejada de la tabla, perdió el equilibrio y cayó al agua dando un grito.

—¡Salta! —dijeron a voces varios piratas.

—¡Pegadle un tiro! —instaron otros.

—¡Ay, Dios! —gimió Ebenezer, y se dejó caer de la tabla.