14. EL LAUREADO ES TESTIGO DE UN DOBLE ASESINATO DE PERSONALIDAD, UN ACTO DE PIRATERÍA, UN CUASIDESFLORAMIENTO, UN CUASIMOTÍN, UN HOMICIDIO Y UN COLOQUIO ATERRADOR ENTRE CAPITANES MARINOS, TODO ELLO, EN EL ESPACIO DE UNAS POCAS PÁGINAS

Sin dejarse impresionar por la declamación de Ebenezer, el horrendo moro y sus dos compinches subieron a cubierta a los prisioneros a fuerza de empujones; el Laureado sólo llevaba su desagradable camisón y Bertrand, un par de calzones que había logrado ponerse a toda prisa. Para entonces el estruendo había remitido un tanto; aunque las mujeres y los criados lloraban y gimoteaban por doquier, los oficiales y la tripulación guardaban un hosco silencio, formando grupos en torno a los palos trinquete y de mesana, respectivamente, mientras los caballeros, que iban regresando uno a uno de los camarotes bajo la custodia de sus saqueadores, con los labios firmemente sellados, mantenían silencio. Hasta entonces no se le había causado daño físico a ningún hombre o mujer, en tanto que el saqueo del Poseidón casi había concluido: el único objetivo que les faltaba a los piratas, según lo que les había oído decir Ebenezer, era acabar el trasvase de provisiones y requisar tres o cuatro marineros para su propio servicio.

A Ebenezer le importaba poco que le robaran, pues ya lo había desplumado su sirviente; lo que le aterrorizaba era la perspectiva de que lo hicieran prisionero, puesto que a Bertrand y a él los habían capturado en el castillo de proa y ninguno de los dos llevaba ropas de caballero. Sus temores se vieron redoblados cuando sus capturadores los llevaron hacia el palo de mesana.

—¡No, por favor, escuchadme! —exclamó Ebenezer—. ¡No soy ningún marino! ¡Me llamo Ebenezer Cooke, del Puntal de Cooke, en Maryland! ¡Soy el Poeta Laureado!

Los tripulantes del Poseidón, pese a lo serio de su situación, se sonreían y daban codazos al verlo acercarse.

—Tú eres un mentiroso Laureado, marinero —gruñó uno de los piratas y lo lanzó hacia el grupo. Pero la escena llamó la atención, y un oficial pirata, que por su edad y aspecto parecía ser el capitán, se acercó desde el combés.

—¿Qué pasa, Boabdil? —La voz del oficial era suave y su vestimenta, en contraste con la extravagancia de la de sus hombres, era modesta, caballeresca incluso; en tierra hubiera pasado por un honrado plantador o por un armador de barcos que anduviera por la cincuentena; sin embargo, el moro enorme se alarmó ostensiblemente cuando se le aproximó.

—Nada de nada, capitán. Nos encontramos a estos cachorros mariconeando en el castillo de proa y el largo dice que no es marinero.

—¡Preguntádselo a mi criado! —imploró Ebenezer, cayendo de rodillas ante el capitán—. ¡Preguntádselo a esos bellacos si soy uno de ellos! ¡Os juro, señor, que soy un caballero, el Laureado de Maryland por la gracia de lord Baltimore!

En respuesta a la pregunta del capitán, Bertrand atestiguó la identidad de su amo y declaró la suya propia; el contramaestre reforzó voluntariamente la confirmación; pero el viejo Ned, aunque nadie le había pedido su opinión, juró rencorosamente lo contrario, y a modo de prueba, para horror del poeta, sacó el documento firmado en el castillo de proa y que proclamaba a Ebenezer miembro de la tripulación.

—Sería mejor para todos si les hicierais firmar a los dos y os los llevarais a bordo de vuestro barco —agregó Ned—. Son marinos bastante capaces, pero para navegar con ellos son muy ladrones y sinvergüenzas. ¡No consintáis que os engañen con sus monsergas!

Al ver la intención de su anciano compañero, algunos de los demás unieron su voz a la de él, esperando de tal modo librarse de que los forzaran a sumarse a los piratas. Pero el capitán, tras examinar el documento de Ned, lo arrojó por la borda.

—Conozco estas cosas —dijo—. Además, estaba firmado por el Laureado de Maryland —evaluó la figura de Ebenezer con escepticismo—. ¿Conque sois el famoso Eben Cooke?

—¡Lo juro, señor!

A Ebenezer le palpitaba con fuerza el corazón; se estremeció de emoción en vista de la sagacidad del capitán y de asombro porque su fama se hubiera extendido tanto ya. Pero sus problemas no habían acabado, pues aunque el pirata parecía estar virtualmente convencido, ordenó que llevaran a los dos hombres a popa, para que los identificaran los pasajeros, y allí se quedó perplejo al oír una tercera versión, a saber, que ninguno de los dos era marinero, y que el Laureado era el de más edad, el más gordo, en tanto que el bribón del flaco era su amanuense. El capitán Meech lo confirmó, agregando que no era la primera vez que el criado quería hacerse con el cargo de su amo.

—Ah —le dijo el capitán pirata a Bertrand—. ¡Así pues os ocultáis tras las faldas de vuestro criado! Y, sin embargo, ¿cómo es que la tripulación mantiene lo contrario?

Para entonces se había completado el saqueo del Poseidón y la atención de todo el mundo se dirigió hacia el interrogatorio. Ebenezer desistió de explicar la complicada historia de su disfraz.

—¿Qué más os da quién miente? —preguntó el capitán Meech desde la toldilla de popa, donde estaba retenido a punta de pistola—. ¡Llevaos a los dos e idos!

A lo cual el pirata respondió, imperturbable:

—No quiero el dinero del Laureado…, además, apuesto a que tiene poco. —Ebenezer y Bertrand confirmaron la veracidad de aquella conjetura—. Lo que yo busco es un buen criado para que me atienda a bordo; el Laureado se puede ir al diablo.

—Me habéis descubierto —dijo inmediatamente Bertrand—. Reconozco ser el Laureado Eben Cooke.

—¡Canalla! —exclamó Ebenezer—. ¡Confiesa que eres un criado mentiroso y un bribón!

—No; yo diré la verdad —dijo el pirata, observando cuidadosamente a los dos hombres—. Por mí se puede ir al infierno el criado; tengo órdenes de retener al Laureado en mi barco.

—Ahí tenéis a vuestro poeta, señor. —Bertrand señaló desvergonzadamente a Ebenezer—. El mejor amo que jamás haya servido criado alguno.

A Ebenezer se le salían los ojos de las órbitas.

—¡No, no, buenos amos! —dijo por fin—. No es la primera vez que me da por presumir, como ha dicho el capitán Meech. ¡La verdad es que este hombre es el Laureado!

—Basta —ordenó el pirata, volviéndose hacia el moro del turbante—. Ponles grilletes a los dos y vayámonos.

Y así, en medio de los murmullos de las gentes del Poseidón, la desdichada pareja fue transferida al otro barco, protestando sin parar todo el camino; y habiendo confiscado todas las armas de fuego y las municiones que pudieron hallar a bordo de su presa, los piratas les propinaron a las mujeres un último pellizco, treparon por la borda, soltaron los garfios de abordaje y pusieron rumbo a alta mar, dejando enseguida muy rezagadas a sus ultrajadas víctimas. Los marinos secuestrados —«el Virutas», el contramaestre y un joven vigía de estribor— se presentaron en las dependencias del capitán para firmar papeles y los dos prisioneros fueron confinados en el almacén de las velas y los cabos, que mediante la adición de una puerta enrejada y unos grilletes adosados a unos sólidos cepillos de madera de roble quedó transformado en lúgubre calabozo.

Aunque estaba enfermo de ira por la traición de su criado y lleno de aprensión respecto de su destino, Ebenezer se sentía también aturdido por todo aquel asunto e inquirió por la razón de su secuestro; pero ante todas aquellas preguntas, el carcelero —el mismo gigante negro que fue el primero en ponerles las manos encima— se limitó a responder:

—El capitán Pound tiene sus razones, compañero.

No fue hasta que cerraron los grilletes y aquel bruto, durante el proceso de echar el cerrojo de aquella puerta tan pesada, repitió tal respuesta por cuarta o quinta vez, que Ebenezer reconoció el nombre.

—¿El capitán Pound has dicho? ¿Tu capitán se llama Pound?

—Sí, Tom Pound —gruñó el pirata, que no se quedó a esperar nuevas respuestas.

—¡Santo cielo! —exclamó el poeta.

En aquellos momentos Ebenezer y Bertrand se hallaban en el interior de la minúscula celda y sumidos en una oscuridad absoluta, pues el moro se había llevado el fanal consigo.

—¿Conocéis a ese bellaco, señor? ¿Es un pirata famoso? ¡Ah, por Cristo, ojalá estuviera en Pudding Lane! ¡Yo mismo sostendría esta pobre cosa para que Ralph hiciera con ella lo peor que se le ocurriera!

—Sí, he oído hablar de Thomas Pound —el asombro de Ebenezer ante aquella coincidencia, suponiendo que verdaderamente fuera una coincidencia, le ganó momentáneamente terreno a su cólera—. ¡Es el mismo pirata a cuyas órdenes navegó en una ocasión Burlingame, cuando zarparon de Nueva Inglaterra!

—¡El amo Burlingame, un pirata! —exclamó Bertrand—. Bueno, la verdad es que para mí no es ninguna sorpresa…

—¡Refrena tu lengua de embustero! —le espetó Ebenezer—. ¡Bonito canalla estás hecho como para criticar a mi amigo! ¡Si casi me arrojas a los tiburones por dos peniques!

—No, por favor, señor —suplicó el criado—. No penséis tan mal de mí. Reconozco que os la jugué en falso, pero se trataba de vuestra vida o la mía, no de dos miserables peniques.

Lo que es más, añadió Ebenezer había hecho lo mismo un momento después, cuando el capitán reveló sus verdaderas intenciones.

El Laureado no supo replicar a aquella verdad, de modo que durante algún tiempo los dos hombres guardaron silencio, cada uno meditando por separado acerca de su propia desgracia. A modo de lecho tenían dos montones de tela para velas, hechas jirones, encima del suelo de madera, el cual, debido a que la celda se hallaba situada en la misma punta de la proa, no era horizontal, sino que describía una curva ascendente a partir de la quilla y el tajamar, por lo que también hacía las veces de pared. La curvatura, junto con el batir de las olas contra la proa, le habría imposibilitado a Ebenezer el sueño, pese a su fatiga extrema, aun sin las incomodidades adicionales que suponían el miedo y la excitación. Su mente volvió a Henry Burlingame, que había navegado a las órdenes del mismo bandido que ahora los tenía prisioneros a ellos, quizá, a bordo de aquel mismo barco.

—¡Ojalá estuviera aquí ahora para que intercediera por mí!

Pensó en revelarle el capitán Pound su amistad con Henry Burlingame, pero rechazó la idea. Para empezar, ignoraba bajo qué nombre había navegado Burlingame, y además, el modo en que su amigo se había despedido de sus compañeros de a bordo acrecentaría poco el valor que pudiera tener a los ojos del capitán su amistad con Burlingame. Ebenezer recordó la historia, oída en la diligencia de Plymouth, de la aventura de Burlingame con la madre y la hija a las que había salvado de ser violadas, las cuales le habían recompensado proporcionándole, entre otras cosas, la primera pista verdadera sobre su ascendencia. ¡Cuán dolorosamente echaba de menos a Henry Burlingame! Ni siquiera era capaz de recordar con algo de precisión el aspecto de su amigo; en el mejor de los casos, el retrato mental que se hacía era una mezcla de las distintas caras y voces de Burlingame antes y después de sus aventuras en América. Le volvió entonces a la cabeza el comentario de Bertrand, trayéndole a Ebenezer recuerdos de los encuentros entre su criado y Henry: la vez que se vieron en la posta de Londres, cosa que jamás mencionó su amigo, y el intercambio de ropas que efectuaron en El Rey de los Mares. ¿Por qué no se había quedado Bertrand sorprendido al enterarse de que Henry había sido pirata, cosa que tanto había asombrado a Ebenezer?

—¿Por qué hablaste tan mal de Burlingame? —preguntó en voz alta, pero por toda respuesta le llegaron unos ronquidos procedentes del otro lado de la enorme quilla de madera que entre los dos mediaba—. ¡Con lo apurada que es nuestra situación y el muy canalla es capaz de dormir! —exclamó, con una mezcla de asombro y exasperación, pero no tuvo corazón para despertarlo. Y por fin, aunque le había parecido algo imposible, también él sucumbió al extremo agotamiento, y en aquel lugar inconcebible, se durmió.

Por la mañana la pregunta se le había ido de la cabeza, o bien había perdido importancia, pues Ebenezer no le dijo nada de aquello a su sirviente. A medida que fue avanzando el día vieron que el tratamiento que recibían del capitán Pound no era totalmente despiadado: después de desayunar pan con queso y agua (no por castigo; toda la tripulación comió lo mismo), les soltaron los grilletes, les dieron algunas ropas robadas y les permitieron subir a cubierta, donde se encontraron con que estaban navegando en medio de la inmensidad del océano desnudo. El moro, que parecía ser el primer oficial, les asignó diversas tareas de menor entidad, como fregar con estopa y piedra de arenisca; no regresaron a su miserable celda antes de que cayera la noche, y después de la primera vez nunca les volvieron a poner grilletes. El capitán Pound les expuso claramente la situación: él estaba convencido de que uno u otro era el Laureado, pero no daba crédito a las aseveraciones de ninguno de los dos y, por lo tanto, era su intención mantenerlos bajo custodia. En lo tocante a la razón de su encarcelamiento, lo único que les iba a decir era que cumplía órdenes, y en cuanto a la probable duración, que los pondría en libertad cuando se lo ordenaran. Entretanto, lo único que tenían que hacer ellos era cuidar su comportamiento, y entonces no se les haría ningún daño.

A partir de todo aquello Ebenezer no pudo sino inferir que quien lo había capturado era de alguna manera agente del archiconspirador John Coode, y que siguiendo instrucciones de éste, le había tendido alguna emboscada al Poseidón. ¡Aquel hombre no se detenía ante nada con tal de alcanzar sus malévolos fines! ¡Qué inteligencia tan endiablada, dejar que la culpa recayera sobre los piratas! No siendo ya inminente la perspectiva de morir o ser torturado, el Laureado se permitió sentir una indignación sin límites por haber sido raptado (sentimiento que, a pesar de ser muy fuerte, él tuvo la prudencia suficiente de ocultárselo a sus secuestradores), al mismo tiempo que no pudo menos de elogiar el respeto de su enemigo para con el poder de la pluma.

—Está clarísimo —le explicó a Bertrand en tono mundano—. Milord Baltimore tenía en mente algo más que la musa cuando encargó la Marylandíada. Sabe algo que muy pocos príncipes están dispuestos a admitir: que un buen poeta vale por dos amigos en la corte a la hora de comenzar una causa o acabar con ella, aunque, por supuesto, conoce demasiado bien lo que puede sentir un poeta como para decirle directamente una cosa así. ¿Por qué si no crees tú que iba a ordenarle a mi querido Henry que me vigilara? ¿Y por qué iba a acecharme Coode de no ser porque conoce mi influencia tan bien como Baltimore? ¡A fe mía que son dos antagonistas formidables!

Si Bertrand estaba impresionado, ello no le proporcionaba el menor consuelo.

—¡Ojalá cojan los dos la sífilis!

—No digas eso —protestó su amo—. Está muy bien tener la mente abierta cuando se trata de cosas sin importancia, pero éste es un caso claro de justicia frente a cobardía, y el que se encoge de hombros es cómplice de la felonía.

—Puede que sí —dijo Bertrand, encogiéndose de hombros—. Sé que vuestro Baltimore es un papista de mucho cuidado, pero dudo mucho que a pesar de ello haya alcanzado ya la santidad.

Cuando Ebenezer protestó, el criado procedió a repetir una historia que ya había escuchado de labios de Lucy Robotham estando a bordo del Poseidón y que en esencia venía a decir que Charles Calvert estaba al servicio de Roma. Había hecho un trato diabólico con el papa, consistente en unir a los católicos y los salvajes para enfrentarlos a los protestantes y pasarlos a todos a cuchillo. Entonces, cuando Baltimore hubiera convertido Maryland en una fortaleza romana, los jesuitas empezarían a proliferar como gusanos en aquella tierra y antes de que diera tiempo a decir «Padre nuestro», todo el país pertenecería a Roma.

—¡Idioteces perniciosas! —dijo Ebenezer con desprecio—. ¿Qué motivos tiene Baltimore para llevar a cabo semejante maldad?

—¿Qué motivos? ¡El papa ha jurado beatificarlo si romaniza Maryland y canonizarlo si se hace con todo el país! ¡Lo convertirá en un cochino santo!

Conforme había dicho Lucy Robotham, precisamente a fin de evitar semejante catástrofe, su padre y los demás se habían unido a Coode, para expulsar a los papistas de Maryland, haciéndolo coincidir con el derrocamiento del rey Jacobo, solicitando del rey Guillermo y de la reina María que asumieran el gobierno de la provincia.

—Sin embargo, al bueno de Coode le pagaron mal sus esfuerzos —dijo Bertrand—, pues no bien se vino abajo la casa, los que la habían demolido se pelearon entre sí y Baltimore consiguió para el Nicholson ése el cargo de gobernador. Ostenta los colores del rey Guillermo, pero todo el mundo sabe que es papista de corazón: cuando combatió junto al rey Jacobo en Hounslow Heath, dijo misa con los demás, y las tropas que se llevó a Boston eran irlandesas papistas.

—¡Mi madre! —exclamó Ebenezer—. ¡Qué pozo de calumnias era esa furcia de Robotham! ¡Nicholson es tan honrado como yo!

—Es hijo bastardo del duque de Bolton —prosiguió, testarudo, el criado—. Y antes de militar junto a los papistas fue ayudante de campo del coronel Kirke en África. Se dice que bebió del culo del coronel un trago de vino en Mequinez para complacer al emperador Muley Ismail…

—¡Basta!

—Unos dicen que era vino de mayo y otros que jerez de Bristol; la señorita Lucy personalmente se adhiere a los partidarios del vino de mayo.

—¡No estoy dispuesto a oír más! —amenazó el poeta, pero a cada protesta suya Bertrand daba las mismas réplicas: pasan muchas cosas que vuestro hombre no sospecha ni en sueños, o si lo preferís, se hace más historia en la alcoba que en el salón del trono.

—Me importa un pedo quién tiene razón y quién no —acabó diciendo Bertrand—. De un modo u otro, ese Coode nos tiene atrapados y jamás volveremos a poner pie en tierra.

—¿Cómo es eso? —preguntó el poeta—. A mí no me ha ido peor aquí que en el Poseidón, y sólo nos van a retener hasta nuevo aviso.

—¡Sin duda! —dijo el criado—. Pero si Charles Calvert piensa que sois un cañón de tanto calibre, no es muy probable que Coode os deje suelto para que la emprendáis a balazos con él. ¡Para mí es un misterio que sigamos con vida!

Ebenezer no pudo menos de reconocer la lógica de aquella postura, pese a que de todos modos la misma no le aterrorizaba. El capitán Pound era incuestionablemente formidable, pero no era cruel: aunque en el incidente referido por Burlingame aparentemente condonaba la violación, parecía que la línea divisoria la marcaba el asesinato, y además, el saqueo del Poseidón había sido casi caballeroso. Por añadidura, ni siquiera era avaricioso, como suele ocurrir entre piratas: el barco navegó durante semanas y semanas y sin rumbo aparente, de norte a sur, y luego daba la vuelta, haciendo ondear los colores ingleses; cuando aparecía una vela por el horizonte, los piratas salían en su persecución, pero cuando le daban alcance al otro barco, lo saludaban amistosamente y el capitán Pound preguntaba, al igual que haría el capitán de cualquier navío que se cruzaba con otro por el mar, cuál era el puerto de destino y qué mercancía transportaban. Y aunque las respuestas eran a veces tentadoras —«Bricbarca Adelaida, zarpamos de Falmouth hace ciento treinta días destino Filadelfia, cargamento de seda y objetos de plata», o esta otra: «Bergantín Peregrino, puerto de salida, Jamaica, cargamento de ron, destino, Boston»—, sólo en dos ocasiones a lo largo de tres meses enteros de prisión fue Ebenezer testigo de actos de piratería, y estos tuvieron lugar consecutivamente el mismo día de principios de agosto, de la siguiente manera:

Llevaba el barco varios días seguidos al pairo, aunque hacía buen tiempo, y no se veía nada por ningún confín. Justamente después de la comida del mediodía de la fecha mencionada, el vigía divisó una vela hacia el oeste, y después de observarla durante un tiempo con el catalejo, el capitán Pound dijo: «Es el Poseidón, seguro. Llevaos a estos abajo». Se ordenó a los tres marineros secuestrados que acudieran a sus lugares del castillo de proa, encerraron a Bertrand en el almacén de las velas, y a Ebenezer, que llevaba toda la mañana ocupado en la tarea, aparentemente sin sentido, de cambiar de sitio las mercancías de la bodega, lo mandaron abajo a completar el trabajo.

«¡Pobre capitán Meech!», pensó. «¡Este diablo ha estado al acecho, esperando hasta labrar su ruina!». Aunque a Ebenezer le parecía deplorable en general la idea de la piratería y no le deseaba ningún mal a Meech ni a sus pasajeros, no podía sentir compasión por los marineros que tanto le habían ultrajado; habiendo sido ya testigo de la ferocidad de los piratas, más bien le gustaba la idea de un combate entre ellos y la tripulación del Poseidón. En todo caso no tenía ninguna intención de perderse el ajetreo de cubierta: durante la persecución, que no duró más de una hora, siguió trabajando afanosamente en la boga, trasladando cajas y barriles a popa a fin de (ahora lo entendía) hacer sitio para el botín adicional; pero cuando se lanzaron los garbos y todos los piratas menos un grupo aguardaban agazapados a sotavento, listos para el abordaje, Ebenezer se encaramó a la escotilla de popa y se asomó.

Le dio un vuelco el corazón cuando contempló aquel navío que le era familiar: allí estaba el alcázar donde había debatido con Bertrand acerca del comportamiento propio de un poeta, y desde donde había sido formidablemente arrojado al mar; allí, en la toldilla, estaba el capitán Meech, con cara lúgubre, exhortando a sus hombres, como en la ocasión anterior a no poner en peligro la seguridad de los pasajeros ofreciendo resistencia al asalto, pese a que ahora habían montado en la proa un flamante cañón de ocho libras.

Ebenezer chasqueó la lengua.

—¡Pobre diablo!

En el combés las damas chillaban, y se desmayaban, como la otra vez, mientras a los caballeros los llevaban a sus camarotes, con expresión preocupada y nerviosa, a fin de robarles; los marineros estaban apiñados en derredor del trinquete. Ebenezer vio a varios de los que antaño solían importunarle, Ned incluido, y también, muchas caras nuevas. Los piratas, que llevaban seis semanas en alta mar después del último encuentro, no se tomaban la molestia de ocultar sus deseos para con las damas y las criadas; se dirigían a ellas en los términos más obscenos; les daban pellizcos y tirones, las sobaban y acariciaban. El capitán Pound llevaba armas en las dos manos, en previsión de un estupro a gran escala. Insultaba a la tripulación con su voz queda y sibilante y los amenazaba con pasarlos por debajo de la quilla si no desistían. Aun así, el primer oficial en persona, el negro Boabdil, que casi enloqueció al ver a una belleza adolescente a quien, tal vez porque estuviera mareada, habían subido a cubierta en camisón, se la echó por encima del hombro y se la llevó camino de la borda, con la clara intención de poseerla al modo tradicional de los piratas; fue necesario que la pistola del capitán le apuntara a la sien para refrenar el ardor del moro, que se alejó refunfuñando y lamiéndose los labios. La muchacha, por suerte, se desmayó nada más verlo acercarse, de modo que no supo que su honor había sido rescatado por muy poco.

La situación se hizo tan desesperada que, al cabo, el capitán ordenó a todos sus hombres que regresaran a bordo de su barco, pese a que el saqueo no había terminado del todo, y que soltaran los garfios de abordaje. Se llevó consigo al capitán Meech, a dos miembros de la tripulación del Poseidón y una de las lanchas, dando como razón que tenía necesidad de efectuar una consulta sobre la longitud en la que se encontraban y verificar la posibilidad de que no se hubiera confiscado toda la munición del cañón de ocho libras, afirmó que los dejaría en libertad en cuanto su propio barco quedara fuera de tiro del Poseidón. Entonces ordenó a sus tripulantes, que aún seguían mascullando entre dientes, que almacenaran las nuevas provisiones para preparar el reparto formal de los despojos, y se retiró con su rehén a la sala de mapas.

Ahora bien, Ebenezer, naturalmente, abandonó su puesto de observación cuando los piratas regresaron a bordo, y tan peligroso era el estado de ánimo de estos, que antes de que bajara por la trampilla el primer barril de oporto, se escondió al fondo de la popa, detrás de las mercancías antiguas, para evitar su ira. Su escondite era una grieta ancha y negra, de tal vez unos tres pies de altura, y que se extendía a ambos lados de la quilla, por debajo de los camarotes, llegando hasta el codaste de popa. Puesto que aquel espacio daba acceso a los cables de pilotaje, que iban desde el timón de cubierta hasta el codaste mismo, pasando por unos bloques, estaba dotado de una puerta falsa situada encima de la sentina, y allí se tumbó el Laureado, muy quieto, en posición de decúbito supino. Por encima de su cabeza, que no distaba ni dos pies de la popa, oyó ruido de sillas que se arrastraban por el suelo, y enseguida, un par de voces que reían ahogadamente.

—¡Vive el cielo, el negro casi se cepilla a la mocita! —dijo una de las voces, y Ebenezer identificó fácilmente al capitán Pound—. ¡Creí que me arrojaba a los peces cuando lo detuve!

El otro se rio.

—¡Voto a tal que si soy yo el que se cruza en su camino se la cepilla de todos modos! Aunque hubiera sido una pena, lo reconozco; es bocado para un caballero, no para esa especie de buey, y tengo intención de probar ese bocado antes de que lleguemos a Lands End.

A Ebenezer no le sorprendió oír la voz del capitán Meech, pero se horrorizó al comprobar la intimidad que, a juzgar por la conversación, existía entre los dos capitanes.

—¿Esperas problemas? —preguntó Meech.

—Dios sabe, Jim. Boabdil es un salvaje cuando le echa el ojo a una mozuela. Necesitan todos pasar una semana en tierra o soy hombre muerto.

—Bueno, no tengo órdenes para ti con respecto a tu poeta, pero lo que sí que te he traído es esto…, lo introdujeron secretamente a bordo en Cedar Point.

Hubo una pausa durante la cual Meech sacó lo que fuera aquello a lo que había hecho referencia y se oyó un golpe de papeles sobre la mesa. Ebenezer aguzó el oído, aunque había entendido con claridad todas las palabras que se habían dicho hasta aquel momento. Olvidó por completo cuál era el motivo por el que se había escondido originariamente.

—Historia secreta de la travesía de la bahía de Chesapeake —leyó Pound en voz alta—. ¿Qué majadería es ésta?

—No es ninguna majadería —rio Meech—. Baltimore te cortaría el pescuezo si te oyera. Mira las hojas por detrás.

Se oyó ruido de papeles.

—¡Dios mío!

—Sí. —Meech confirmó la conclusión a la que había llegado su amigo—. Se lo quitaron a Dick Smith en el Condado de Calvert… ¡Dios sabe cómo! Es el agrimensor general de Baltimore.

—Pero ¿qué tengo yo que ver con esto?

—Dijeron que Coode en persona vendría a por ello en cosa de un mes. Esto no es más que una parte del diario, por lo que colijo: si Coode logra dar con el resto antes de que las cosas se arreglen, entonces Nicholson no podrá tocarlo. En estos momentos el lugar es una casa de locos, Tom. ¡Tendrías que ver la ciudad de Saint Mary! Andros entraba y salía; Lawrence está allí de vuelta; Henry Jowles ocupa el antiguo puesto de Ninian Beale; el viejo Robotham ha vuelto, ése que tiene una hija que a ti te gustaba… ¿Te acuerdas de Lucy?

—Sí —dijo Pound—; de la última vez. Me dijiste que tenía un lunar en el culo.

—¡No, Tom, no es ningún lunar! ¡Eso es la Osa Mayor, sólo que con pecas, te lo juro, y el punto del apuntador…!

—¡Ya basta! —dijo Pound riéndose—. Me acuerdo de dónde estaba la estrella polar, que es adonde apuntan las agujas de todos los hombres. Ahora sigue con Maryland antes de que te tengas que ir.

—¡Demonios, qué moza! —dijo Meech—. ¿Por dónde iba? ¿Te hablé de Andros?

A continuación, Meech refirió que el cuñado de Coode, Nehemiah Blackistone, que tan influyente había sido durante el mandato del último gobernador, Copley, había muerto después de caer en desgracia el pasado mes de febrero, toda vez que los comisionados de la aduana, basándose en las pruebas halladas en los «documentos del diario de Burlingame», que Nicholson le pasó a escondidas a lord Baltimore, lo habían acusado de soborno. Sir Edmund Andros, de Virginia, regresó a Saint Mary en el mes de mayo, junto con sir Thomas Lawrence, contra quien había entablado proceso Copley, y lo nombró presidente del Consejo y gobernador en funciones de Maryland, para desmayo de los rebeldes, pues Lawrence fue quien robó el notorio Diario de la Asamblea de 1691, haciéndoselo llegar a Nicholson. Entonces Nicholson, que ya había desembarcado, abrazó a su buen amigo Lawrence y nombró consejero de Maryland a Edward Randolph, jacobita y agrimensor real, tan conocido a lo largo y ancho de las colonias por su burlón desprecio de las autoridades provinciales. Pero muy lejos de agradecerle a su antiguo superior Andros que hubiera gobernado durante su ausencia, Nicholson inmediatamente calificó de ilegal dicho gobierno, declaró nulos y sin vigor todos los estatutos aprobados durante aquel período y exigió (hasta ahora en vano) que Andros devolviera el honorario de quinientas libras que le entregara el Consejo de Lawrence por los servicios prestados. Los insurrectos, afirmó Meech, estaban intentando sacarle el mayor partido posible a aquel agravio para enemistar a Andros con Nicholson; su cabecilla, Coode, seguía ostentando impunemente el cargo de sheriff del condado de Saint Mary, además de seguir siendo teniente coronel de la milicia del condado, a las órdenes del mismo Lawrence, y en virtud de tales cargos cobraba su salario del mismo gobierno que él se esforzaba al máximo por derrocar. Andros, naturalmente, ya le había cedido a Coode los servicios de su «guardacostas», el capitán Pound, y además virtualmente le había prometido darle asilo en Virginia si, como se temía, Nicholson lo encausaba con carácter inminente, junto con su aliado Kenelm Cheseldyne, miembro de la Asamblea, y junto con la viuda del viejo Blackistone. Los insurrectos, siguió diciendo Meech, estaban implicados defensiva y ofensivamente: estaban rastreando la provincia, tratando de dar con los fragmentos restantes del comprometedor diario, los cuales creían que los tendrían ocultos diversos papistas y jacobitas, al tiempo que incitaban a los indios piscataways a rebelarse, tal vez aliados con otras naciones indias.

—¡Diantre, se traen entre manos un juego peligroso! —dijo Pound—. Me alegro de estar en el mar.

—Yo me alegro de estar navegando rumbo al este, hacia Londres, Tom; este Coode es capaz de prenderle fuego a una provincia por una apuesta. Eso sí, paga magnificamente.

—Hablando de lo cual…

—Sí —dijo Meech. Hubo otra pausa—. Me dieron esto para que te lo diera a ti por custodiar a Cooke, y hay otro igual por custodiar estos papeles.

Luego explicó que Nicholson se había enterado de que faltaba el diario, y estaba revolviendo la provincia, tratando de dar con él, de ahí la decisión de los rebeldes de llevárselo fuera de la colonia hasta que las cosas se calmaran. Pound tenía que seguir navegando en la latitud en que se hallaba durante otras seis semanas o hasta que Coode enviara un barco en busca de los papeles. Entonces recibiría su paga y, con toda probabilidad, instrucciones relativas a los prisioneros.

—Muy bien —dijo el capitán Pound—. Ahora déjame que te dé la parte que te corresponde del último viaje.

—¿Te fue bien, Tom?

—No estuvo mal —reconoció Pound, y añadió que puesto que según los términos de su acuerdo todo el dinero en efectivo era para los piratas y todas las joyas para Meech, quien podía venderlas fácilmente en Londres, era de esperar que en los viajes rumbo al este, cuando a muchos de los pasajeros no les quedarían más que las joyas de la familia, Meech se llevaría la mejor parte. Se completó la transacción; Meech se preparó para partir en la lancha, y Ebezener, que había oído todo el coloquio horrorizado y atónito, se dispuso a abandonar su escondite, pues los piratas ya habían terminado hacía tiempo de colocar las cosas en la bodega.

—Una cosa más —dijo Meech, y el poeta volvió a gatas, a fin de escuchar—. Si Coode no ha encontrado el resto de este diario cuando se lleve este fragmento, dile que tengo idea de dónde puede encontrarlo, pero que le costará veinte libras si lo encuentra allí. ¿Has visto lo que hay escrito en el reverso de todas esas hojas?

—¿Te refieres a esa travesía de la bahía de Chesapeake? ¿Qué es?

Meech explicó que Kenelm Cheseldyne había escrito el Diario de la Asamblea de 1691 por la parte de atrás de un manuscrito encuadernado en cuarto del que Coode le había hecho entrega y que resultó ser un antiguo diario que el rebelde había adquirido cuando se hallaba oculto en Jamestown.

—El diario lo escribió un tal Smith (¡lo más endiablado que hayas leído jamás!) y lo denominaron «el libro de Smith» por motivos de seguridad, tanto los papistas como los rebeldes, aunque pocos le han puesto la vista encima.

—¿Qué sería más natural —le preguntó a Pound—, pues, sino que Baltimore, por motivos de seguridad, distribuyera los distintos fragmentos entre varios aliados que tuvieran el mismo apellido?

Ebenezer rompió a sudar. Pound, para gran alivio suyo, se rio, considerando ridícula la conjetura, pero prometió entregárselo a los agentes de Coode a cambio de lo que valía.

—¿Qué son veinte libras? —dijo Meech alegremente—. Venga, amenázame y hazme subir al bote, de lo contrario descubrirán nuestro juego. Regreso con la flota del tabaco la primavera que viene, o antes.

Ebenezer salió a gatas a contarle a Bertrand todo lo que había oído; en medio del considerable tumulto que originó la aparición de los dos capitanes, logró subir a cubierta y llegar hasta la escalerilla del castillo de proa (por la que también se accedía a su lecho del almacén de las cuerdas) sin llamar indebidamente la atención.

Ciertamente, los piratas tenían el ánimo propicio a un motín, y estaban dispuestos a causar problemas a la menor excusa. Soltaron a regañadientes a los dos aterrados marineros del Poseidón, a los cuales habían estado atormentando durante todo el tiempo que había durado la conversación privada entre los dos capitanes; sus rostros se ensombrecieron cuando la lancha de Meech, a quien los piratas tenían encañonado con sus pistolas, zarpó en busca del barco nodriza, situado en el horizonte de septentrión.

Ebenezer se coló al castillo de proa y llegó hasta su celda —a la que no solían echar el cerrojo—, y le contó a Bertrand la historia de la traición de Meech, las últimas intrigas de Coode, y le habló del valioso documento que se guardaba en los aposentos del capitán.

—¡Tengo que hacerme con esos papeles! —exclamó—. Cómo llegaron hasta Coode no acierto a imaginarlo, ¡pero acabarán en poder de Baltimore!

Bertrand meneó la cabeza.

—¡Cielo santo, señor, no es vuestra lucha! Los poetas no toman parte en esas cosas.

—No creas —repuso Ebenezer—. He jurado arrojarme a los brazos de la vida, y ¿qué es la vida sino tomar partido? Además, tengo razones de índole privada para desear ese diario.

¡Cuánto le gustaría a Burlingame —reflexionó alegremente— saber que el capitán John Smith tenía un diario secreto! ¿Quién sabía si aquellos papeles guardarían la clave de su paternidad, cosa detrás de la cual tanto tiempo llevaba Henry?

—Veo esas razones con bastante claridad —dijo el criado—. El libro alcanzaría un buen precio si lo sacarais a subasta. Pero poco bien os hará robarlo cuando no nos quedan más de quince días de vida. ¡Santo cielo! ¿Habéis visto el humor que se gasta el moro? Si no nos mata el Coode ese, lo harán los piratas.

Pero el Laureado no estaba de acuerdo.

—Un acto de sedición bien pudiera suponer nuestra salvación, no nuestra perdición. —Ebenezer describió lo delicado del ambiente que reinaba a bordo—. Es Pound quien nos tiene prisioneros, no la tripulación —dijo—. No tienen nada que ganar matándonos si se amotinan, pero a Pound sí puede que lo maten. Lo que es más, no saben nada del diario. Puede que nos hagan miembros de la tripulación, y una vez que haya remitido el tumulto, daré con el modo de robar el libro. Entonces estaremos al acecho, buscando el momento de escapar a tierra. O mejor aún, cuando seamos piratas como los demás, podremos ocultarnos a bordo de algún barco que nos manden saquear; no nos echarían de menos. Por mí que se amotinen. ¡Nos sumaremos a ellos!

Como si sus últimas palabras fueran una orden, un instante después se oyó un grito en cubierta seguido de un par de pistoletazos. Ebenezer y Bertrand salieron corriendo con ánimo de declararse aliados de los amotinados, los cuales, suponían ellos, se habrían hecho cargo de la lancha, y de hecho se encontraron con que Boabdil estaba al gobernalle, sonriendo a los hombres que se hallaban en el combés. Pero en lugar de yacer muerto en cubierta, el capitán Pound estaba de pie junto al moro, cruzado de brazos, con una pistola humeante en cada mano y una sonrisa siniestra en la cara, y era un miembro de la tripulación, un muchacho tuerto, oriundo de Carolina, al que llamaban Parche, quien estaba tirado boca abajo, sangrando, al pie de la escalera de la toldilla.

—Tocaremos puerto cuando lo diga yo —dijo Pound, y volvió a guardarse las pistolas en el fajín. Dos hombres se adelantaron para recuperar el cuerpo del compañero herido.

—Por la borda con él —ordenó el capitán, y a pesar de que aún no había muerto, arrojaron al océano al muchacho de Carolina.

—Con el próximo no voy a desperdiciar balas —amenazó Pound, que ni siquiera se volvió para echarle un vistazo a su víctima, la cual intentaba mantenerse a flote en medio de la estela que la nave dejaba.

—¿Por qué está tan contento el moro? —le susurró Bertrand a Ebenezer—. Dijisteis que era el más iracundo de todos.

El poeta, aturdido, pues era aquélla su primera visión de la muerte, movió la cabeza y tragó saliva con furia a fin de evitar marearse.

En aquel preciso instante el vigía gritó: «¡Vela a la vista! ¡Vela al este!». Los piratas se volvieron y divisaron una nave de tres mástiles que iba en dirección a ellos, pero estaban demasiado escarmentados como para mostrar un interés excesivo.

—¡Pero bueno! —dijo, riéndose, el capitán Pound, después de examinar la nave desconocida con el catalejo—. Si Parche se hubiera estado en paz diez minutos más, no estaría sirviéndole de alimento a los cangrejos. ¿Sabéis qué barco es ése, muchachos?

No lo sabían ni tampoco parecía llenarles de entusiasmo la perspectiva de abordarlo.

—¡Es el barco de Londres que llevo dos semanas esperando —dijo Pound—, mientras vosotros, bellacos, estabais conspirando en el castillo de proa! ¿No habéis oído hablar nunca de un bergantín llamado Cyprian?

Al oír aquel nombre la tripulación prorrumpió en vítores estentóreos que repitieron una y otra vez. Se daban palmotadas en la espalda, saltaban y bailaban por cubierta, y cuando el capitán empezó a dar órdenes, se abalanzaron como posesos sobre flechastes, velas, drizas y brazas. Desplegaron las gavias y la vela del estay del trinquete; quedó ajustado el timón y la nave partió, rauda y veloz, al encuentro de su nueva presa.

—¿Qué será el Cyprian ese que tan de ligero les ha mudado el ánimo? —musitó Bertrand.

—No lo sé —respondió su amo, pesaroso de ver que el motín se quedaba en nada—. Pero este barco ha dado un brinco en el mar como si se hubiera encontrado con un tocayo suyo, y puede que también nosotros tengamos motivos para alegrarnos. Tú estate atento para cuando surja la ocasión de saltar a bordo del otro; espero poder robar el diario.