13. EL LAUREADO, ANEGADO EN UN MAR DE DIFICULTADES, RESUELVE SER LAUREADO, NO SIN ANTES COMPONER LOS ÚLTIMOS VERSOS MARINOS

Tras las antedichas conversaciones mantenidas con Bertrand, la insatisfacción de Ebenezer respecto de la posición que ocupaba ya no quedaba meramente circunscrita a la hora de las comidas, antes bien, se sumió en un estado de perenne cavilar, unido a un malestar espiritual. Era incapaz de escribir nada de poesía: ni siquiera el espectáculo de un grupo de ballenas enormes, cosas que en tiempos más dichosos hubiera puesto su imaginación en movimiento, le había logrado inspirar una sola rima. Antes, en el mejor de los casos, se llevaba indiferentemente con sus compañeros de mesa, ahora, estos habían detectado su disgusto, con lo cual a la malicia de los chistes que hacían a su costa habíanle añadido resentimiento. Consecuentemente, cuando después de que llevaba tal vez una semana presa de aquel descontento solitario, Bertrand le confió con una mirada lasciva que Lucy Robotham estaba a punto de convertirse en amante del Laureado de Maryland, la reacción de Ebenezer ante la nueva fue cualquier cosa excepto hospitalaria.

—Tú ponle un dedo encima —amenazó Ebenezer— y acabarás la travesía cargado de grillos.

—Ah, bueno, es un poco tarde para dar ese consejo, señor; la codorniz está cazada y desplumada, y lo único que falta es ponerla a dar vueltas en el asador.

—¡Que te digo que no! —insistió Ebenezer, con tanta impaciencia como horror—. ¿Por qué te lo he de decir dos veces? Tus apuestas van en contra de mi criterio, pero la fornicación… ¡Eso es contrario a mi misma esencia!

Bertrand permaneció completamente impávido ante la ira de su amo.

—Nada de eso —dijo—. Un poeta sin amante es como un juez sin peluca: es el emblema de su oficio, y un Laureado debería tener unas cuantas. Mi única preocupación es desempeñar bien el papel de poeta, señor.

Ebenezer seguía sin dejarse convencer.

—¡Bonita preocupación, hacer de la hija del coronel una puta!

Entonces Bertrand protestó, afirmando que en realidad su interés por Lucy Robotham era en gran medida desapasionado: conforme a lo que había averiguado, el coronel Robotham era uno de los conspiradores originarios que junto con John Coode habían derrocado al gobierno de lord Baltimore en 1689 y, a pesar de que se había hecho a la mar bajo la protección del gobernador Nicholson, no tendría nada de raro que estuviera secretamente aliado con los insurrectos.

—No me sorprendería —afirmó— que Robotham estuviera utilizando a la muchacha como cebo. ¿Por qué si no iba a permitirnos seguir adelante en sus propias narices sin decir ni palabra? ¡Sí, vive el cielo, lo haré caer en sus propias redes!

En vista de la nueva información y del talento que aparentaba tener su criado para la intriga, la resolución de Ebenezer empezó a debilitarse: su indignación se transformó en petulancia.

—Tienes la habilidad de un sofista para pintar el vicio con los colores de la virtud —dijo—. Está claro que te has propuesto sacarle el mayor partido posible a mi nombre y a mi cargo.

—¿Entonces cuento con vuestro permiso, señor?

—Me asombra que te tomes la molestia de pedirlo, según te comportas últimamente.

—¡Ah, gracias, señor! —La voz de Bertrand denotaba un alivio evidente—. Sois un caballero a carta cabal y tenéis dos veces más discernimiento que cualquiera otro de a bordo. Me di cuenta de vuestra finura de espíritu la primera vez que os eché el ojo, cuando el amo Andrew me envió a Londres para que me ocupara de vuestro bienestar. En todas las cosas…

—Basta; me pones enfermo —dijo el poeta—. Por el amor de Dios, ¿qué andas persiguiendo ahora? Sé que estas lisonjas me costarán caras.

—Paciencia —imploró en un tono muy distinto al de sus anteriores conversaciones, de momento volvía a comportarse totalmente como un criado. Tras acabar reafirmando una vez más su fe en el discernimiento de Ebenezer y que a los dos les interesaba seguir manteniendo el disfraz, y tras aseverar también que los dos tenían un criterio común en lo referente a la importancia que tenía para el disfraz seguir con las apuestas caballerescas, el criado confesó que necesitaba una subvención adicional para poder mantener las apariencias; además la necesitaba enseguida.

—¡Dios Santo! —exclamó el Laureado—. ¡No habrás perdido veinte libras tan pronto!

Bertrand lo confirmó con un gesto de asentimiento y explicó que se había jugado mucho dinero en las apuestas complementarias hechas sobre el recorrido del día anterior con el fin de enjugar las pérdidas previas, pero que a pesar de que sus cálculos habían sido sumamente cuidadosos, había perdido por cosa de una miserable milla, en beneficio de la señorita Robotham, de quien sospechaba que tenía acceso a información confidencial suministrada por el capitán.

—¡La mitad de mis ahorros! ¡Y tienes el descaro de pedirme el resto para tirarlo también!

—Nada más lejos de mi intención, señor —dijo Bertrand—. Por el contrario, tengo intención no sólo de volver a ganar vuestro dinero y el mío, sino de multiplicarlo por cinco. Por eso me es imprescindible la mozuela de Robotham.

Bertrand explicó que el Poseidón estaba a punto de concluir su segunda semana avanzando en dirección sudoeste, y según el dinero sabiamente invertido, las Azores quedaban tan sólo a dos o tres días de navegación. De hecho, eran tan probables aquellas dos fechas de arribada que el clérigo que cubría las apuestas, el señor Tubman, pedía para las mismas una libra por chelín, mientras que cualquier otra fecha anterior o posterior ofrecía unas probabilidades de lo más lucrativas. Así pues, el plan de Bertrand consistía en conquistar a la señorita Robotham a fin de que volcara todas sus influencias en el capitán Meech: si los cálculos privados de éste con respecto a la fecha de arribada no coincidían con las de los pasajeros, la señorita Robotham emplearía toda su astucia y su arte en tratar de inducirle a navegar más lentamente, para llegar a las islas en alguna fecha posterior.

—¡Diantre, me dejas pocas posibilidades de elegir! —dijo Ebenezer con amargura cuando su criado hubo concluido—. Primero haces que no parezca una locura hacerse con la moza; luego haces que parezca de una prudencia intachable, y ahora lo conviertes en algo necesario, a pesar de que en el fondo sabes tan bien como yo que ahí no hay más que lujuria y lascivia. ¡Coge a la moza y mi dinero también! ¡Dame fama de jugador y de putañero y acabemos de una vez!

Tras haber dado rienda suelta de aquel modo a sus sentimientos, Ebenezer sacó sus veinte libras del baúl y con grandes recelos le entregó la suma a Bertrand, apelando por última vez a la discreción de su criado. Este le dio las gracias como se las hubiera podido dar un caballero a otro que le ha hecho un préstamo sin importancia, y partió en busca de Lucy Robotham.

Con posterioridad a aquella transacción, la melancolía del poeta alcanzó cotas casi febriles. Se pasó todo el día languideciendo en la cama, o apoyado en la borda, como un guiñapo, mirando fijamente el océano; cuando a la mañana siguiente Bertrand anunció, por medio de un gesto de los ojos, que la seducción de la señorita Robotham era un hecho consumado, sólo logró arrancarle a su amo un suspiro y una cabezada; y cuando, a continuación, en un intento por alegrarlo, el criado proclamó estar preparado para salirse con la suya con la lujuriosa Fortuna, la apática respuesta del Laureado fue: «El que trafica con hembras lujuriosas acaba cogiendo la sífilis».

Ebenezer se hallaba, como él mismo reconocía sin emoción, muy próximo a un estado similar a aquél del que en una ocasión le salvara Burlingame, y en otra, involuntariamente, John McEvoy. Lo que le salvó esta vez fue un acontecimiento que en realidad estaba en sintonía con su estado de ánimo: el primero de los dos días en los que «se invertía sabiamente» el dinero, la flota se encontró por vez primera con un tiempo verdaderamente malo. El viento, bruscamente, dejó de soplar en dirección norte y empezó a soplar en dirección sudoeste, a una velocidad mayor, trayendo consigo una violenta tempestad que duró cinco días. El Poseidón cabeceaba, daba bandazos y se agitaba en el mar encrespado; los pasajeros se pasaban la mayor parte del día confinados bajo cubierta. El olor de las agitadas aguas que se acumulaban en la sentina llegaba hasta los camarotes, e incluso los marineros se sentían mareados. Ebenezer se encontraba tan enfermo que se pasó varios días sin apenas probar la comida de la servidumbre; sólo dejaba el catre cuando la naturaleza le hacía acudir a la barandilla del barco o al orinal. Sin embargo, pese a que proclamaba su desgracia a voces, al igual que los demás, no tenía, a diferencia de ellos, ningún deseo ferviente de que sobreviniera la calma: una cosa es precipitar un cataclismo, lo cual requiere como mínimo resolución; pero para abandonarse y aferrarse a un cataclismo ya existente no es preciso más que estar desesperado.

No volvió a ver a Bertrand de nuevo hasta muy avanzado el quinto y último día de la tormenta, que fue además el más violento. A lo largo de todo aquel día sin luz el Poseidón había navegado estremecidamente, con las gavias arrizadas, pues el viento iba ahora en dirección nordeste, y hacia el anochecer había arreciado el temporal. Ebenezer se encontraba en el alcázar, en su inocencia haciendo arcadas, asomado por cima de la regala de barlovento, y en su malestar, ajeno a los desagradables resultados de las mismas. En aquel punto se le unió su criado, vestido, como de costumbre, con las ropas de su amo; había subido a cubierta a lo mismo, y había emprendido la labor con similar desorden. Durante un rato colaboraron codo con codo en medio de la oscuridad creciente; poco después, Ebenezer logró preguntarle:

—¿Cómo cifra las apuestas el reverendo Tubman en cuanto a si sobreviviremos esta noche? Yo no apostaría por un sí.

En aquel momento a Bertrand le sobrevino un acceso de náuseas perfecto.

—¡Mejor para todos si este maldito barco se va a pique! —respondió por fin—. Me importa un pedo vivir o morir.

—¿Estoy oyendo al Laureado? —Ebenezer contemplaba la penosa situación de su criado con satisfacción.

—¡No mencionéis esa palabra! —Bertrand gimió, y hundió el rostro entre las manos—. ¡Dios maldiga el día en que se me ocurrió irme de Londres!

A cada nueva queja, Ebenezer sentía más aliviado su estómago.

—Pero ¿cómo es esto? —preguntó con sarcasmo—. ¿Preferirías ser un criado castrado en Londres antes que un caballero poeta con amante y fortuna? ¡No acierto a entenderlo!

—¡Ojalá Ralph Birdsall me hubiera privado de mi herramienta! —exclamó Bertrand—. El instrumento del hombre es un triste manubrio que la mujer maneja a su antojo. ¡Oh, la muy puta! ¡Puta traicionera!

En aquellos momentos, la satisfacción del poeta se convirtió en verdadero regocijo.

—¡Ajá, conque el gallo tiene que decir cucú! ¡Vive el cielo que hace bien la moza poniéndote los cuernos, pues tú te tomas como si tal cosa el ponérselos a los demás!

—No, por el amor de Dios, no debéis alabar a esa mujerzuela.

—¿Que no debo alabarla? Cuenta con mis alabanzas y con mi aprobación. Tiene mi bendición.

—Y también tiene vuestro dinero —dijo Bertrand—, las cuarenta libras.

Y viendo que su amo estaba demasiado estupefacto para hablar, Bertrand refirió la historia de su engaño. La joven Robotham, dijo el criado, le había jurado su amor, y basándose en la fuerza de aquella pasión, seis días antes, según había contado ella misma entre lágrimas, hipotecó su honor hasta el punto de haber permitido al capitán Meech tomarse ciertas libertades con su persona, como recompensa a lo cual, ella pudo aconsejarle a Bertrand que invirtiera su dinero en una fecha varios días posterior a las favoritas. El capitán le había dicho directamente a ella que, a pesar de hallarse a tan sólo un día de la isla de Flores, se estaba fraguando en el horizonte una tormenta que fácilmente podría hacerles perder un centenar de millas. Al mismo tiempo, la señorita Robotham le había advertido que no revelara el contenido de su apuesta, y que en cambio diera a entender que también él apostaba por las fechas más populares; juró que ella misma se ocuparía de que el clérigo corredor de apuestas refrenara la lengua (¡el verdadero amor no repara en gestos!). Por último, en caso de que el Poseidón no arribara a la isla de Flores el día adecuado, ella tenía una criada de la que se había enamorado perdidamente el vigía de babor, el cual, con tal de ganar sus favores, estaba dispuesto a jurar que arribaban a las jaspeadas costas del paraíso.

Con tales garantías, Bertrand invirtió el dinero, apostando quince contra uno a favor del día siguiente al de la fecha…, pero ¡ay!, ahora se veía con toda claridad que la moza había urdido un engaño múltiple.

Al parecer, el verdadero amante de la señorita Robotham era ni más ni menos que el reverendo Tubman en persona, merced a cuya solvencia ella había hecho creer a todos los pobres mentecatos del grupo que era la amante secreta de cada uno de ellos, haciéndoles apostar a todos a favor de la misma fecha. Entonces, cuando en el momento previsto llegó la tormenta, era cosa de verlos a todos maldecir y quejarse de sus pérdidas, riéndose para sus adentros por la ventaja de la que gozaban con respecto a los demás. Pero, ahora, la víspera del triunfo, aquel mismísimo día de Nuestro Señor que bien pudiera ser el último de sus vidas… En resumidas cuentas: hacía una hora que el vigía de babor juraba haber avistado desde su puesto de la cofa mayor las montañas de Corvo, y aunque nadie más que él las había divisado, el capitán Meech había declarado oficial la recalada.

Como si quisiera confirmar la historia del criado, en aquel preciso instante hizo aparición en la toldilla el capitán Meech, y ordenó que el barco escorara bajo la guía de la arrizada gavia de mesana, medida que era prudente si se tenía en cuenta sólo la tormenta, tanto si Corvo quedaba a estribor como si no. Lo cierto es que la orden, dada por el primer oficial, de amainar las gavias del trinquete y del palo mayor, llegó tarde, pues cuando los hombres estaban aún en los flechastes, una ráfaga desgarró las tres velas y además hizo saltar el palo de mesana. Para compensarlo, largaron la vela del trinquete doblemente arrizada, a fin de impedir que el costado del barco quedara a merced del viento y de las olas, mientras se ajustaba una nueva gavia al trinquete; entonces la tripulación corrió a quitar los jirones del palo de mesana, que batían con gran fuerza…, pero nadie llegó a tiempo, porque cuando el siguiente golpe de viento alcanzó el maltrecho palo, un obenque de mesana se desgajó, produciendo un ruido que pareció un estampido de pistola.

Fue en aquel momento, el más desafortunado de todos, cuando Ebenezer, a quien le sobrevino un nuevo ataque de náuseas al recibir la noticia de que estaba arruinado, se volvió a asomar por la borda: el obenque, tenso como una cuerda de violín, regresó como un latigazo y lanzó al poeta contra el yugo, haciéndole verse de hecho y por un instante en el mismo mar, junto a la nave. Nadie lo vio ir por la borda; los oficiales y la tripulación tenían las manos ocupadas, y Bertrand, incapaz de mirar a su amo a los ojos durante la confesión, seguía acurrucado junto a la borda, con la cara oculta entre los brazos. Ebenezer no podía gritar, por estar escupiendo agua de mar, pero no se hubiera podido hacer nada por él, ni siquiera en el improbable supuesto de que alguien hubiese oído sus gritos. En resumidas cuentas, su vida hubiera finado allí mismo de no ser porque el mismo viento que antes lo había impulsado, ahora había arrastrado la parte superior de la siguiente ola: cresta, espuma y poeta sin sentido volvieron de un golpe a bordo, junto con muchas toneladas del verde océano Atlántico y, para bien o para mal, el Laureado se salvó.

Sin embargo, no recobró la conciencia inmediatamente. Durante un período de tiempo que para él lo mismo hubiera podido ser una hora que un año, Ebenezer languideció en medio de una especie de euforia, ajeno a lo que le rodeaba y al transcurso del tiempo, ajeno incluso al hecho de que estaba a salvo. Era un estado de aturdimiento, de ensoñación, y la mayor parte del tiempo no resultaba en modo alguno desagradable, aunque de cuando en cuando se veía interrumpido por breves periodos de inciertos forcejeos, acompañados de un vago dolor. A veces soñaba (no se trataba en absoluto de pesadillas, sino de visiones extrañamente apacibles). Había dos visiones que se repetían con cierta frecuencia; en la primera y más misteriosa aparecían dos montañas de alabastro, idénticas, en forma de cono, altas y de superficie muy pulimentada; veíanse ancianos sentados en las cumbres, y en torno a las bases bullía una actividad desaforada cuya naturaleza Ebenezer no alcanzaba a comprender. La otra visión consistía en una especie de recapitulación de su accidente, en una versión extrañamente alterada. El estaba en el agua, junto al Poseidón ¡pero hacía un día hermosamente soleado, en lugar de tormentoso; en la mar tibia reinaba una calma verde y cristalina, y ni siquiera había humedad; la nave, pese a estar desplegadas todas las velas, no se movía ni una pulgada, y no era Bertrand, sino su hermana Anna y su amigo Henry Burlingame quienes lo observaban desde el alcázar, sonriéndole y haciéndole señas, y en lugar del terror, era el éxtasis lo que henchía el pecho del poeta!

Cuando por fin recobró plenamente el sentido, la sustancia de aquellos sueños desafiaba el recuerdo, pero la tranquilidad de los mismos le acompañó hasta el mundo al que despertaba. Permaneció apaciblemente tumbado durante mucho tiempo, con los ojos abiertos, admitiendo en la conciencia los hechos de la realidad, uno a uno. Para empezar estaba vivo: un cierto aturdimiento, una ligera debilidad del estómago y sus doloridas nalgas así lo probaban, aunque percibía aquellas sensaciones con tanto despego como si los miembros que le dolían no le pertenecieran. Recordó el accidente sin alarmarse, pero no sabía cómo había ocurrido ni qué lo había salvado. Ni siquiera el recuerdo de que Bertrand había perdido todo su dinero, recuerdo que le sobrevino inmediatamente después, logró turbar su serenidad. Poco a poco fue comprendiendo que estaba tumbado en un coy, en el interior del castillo de proa; conocía el aspecto del lugar porque anteriormente había estado confinado allí. La estancia se hallaba en penumbra e impregnada del olor a petróleo de los quinqués y del humo del tabaco; de cuando en cuando oía risas breves, maldiciones masculladas entre dientes y chasquear de naipes; cerca de él alguien roncaba. Era de noche, por tanto. En último lugar se dio cuenta de que el barco navegaba con tanta estabilidad como si aquello fuera una iglesia, obediente a la menor variación angular del timón; la tormenta había cesado y asimismo, el peligroso período de mar gruesa y ausencia de vientos que normalmente sucede a las tempestades marinas: el Poseidón seguía su rumbo con suavidad.

Aunque le resultaba aborrecible la idea de abandonar el ameno paraje por el que había viajado recientemente su espíritu, al poco rato sacó las piernas del coy y se quedó sentado. En otros que en derredor de él por todas partes había, dormía la gente, y se veía a cuatro marineros jugando a las cartas en una mesa próxima al centro de la habitación.

—¡Relámpagos! —exclamó uno de ellos—. ¡Por allá se mueve nuestra bella durmiente! —Los demás se volvieron a mirar, exhibiendo una variedad de sonrisas.

—Buenas noches —dijo Ebenezer. Tenía la voz débil y cuando se puso erecto le flaquearon las piernas y le volvió el dolor de nalgas. Se agarró a un mamparo buscando apoyo.

—¿Qué pasa, mozalbete? —inquirió un individuo sonriente—. ¿Te has quedado impedido?

Al oír aquello el grupo se rio a voces, y aunque se le escapaba la gracia del chiste, Ebenezer también sonrió: la extraña serenidad en medio de la cual se había despertado le quitaba toda la importancia al hecho de que no hubiera ninguna duda de que se estaban riendo a su costa.

—Me habré caído —dijo cortésmente—, me duele un poco por distintos sitios.

—¡Sería cosa de pasmarse si así no fuera! —dijo un viejo de voz cascada, y Ebenezer reconoció a Ned, el mismo que lo llevó por vez primera a presencia de Bertrand y que por añadidura le había pellizcado muy cruelmente. Los demás se volvieron a reír, pero conminaron a su compañero a que se callara.

Un tercer marinero, en apariencia un tanto menos bruto que los otros, se apresuró a decir:

—Lo que Ned quiere decir es que no es de extrañar que tengas dolores donde te dio el obenque de mesana. —El marinero señaló una frasca pequeña que tenía cerca—. Ven a echarte un traguito que te estabilice mientras el primer oficial sigue en cubierta.

—Te lo agradezco —dijo Ebezener, y cuando se le pasaron los estremecimientos del ron, preguntó con suavidad—: ¿Cómo es que estoy aquí?

—Te encontramos sin sentido en la cubierta principal en medio de la tormenta —dijo el marinero—. El agua casi te arrastra por los imbornales.

—«El Virutas» ese utilizó tu catre para hacer tablones —convino el viejo Ned con regocijo y señaló al marinero que había hablado en primer lugar, un cuarentón enjuto y fornido.

—Lo dice sin ánimo de ofender, que conste —dijo el carpintero, soltando otra carta—. Estábamos achicando en popa y el mar arrastró todos mis tablones. Pregunté en la entrecubierta qué cama podía utilizar y me señalaron la tuya.

—Ah, bueno, no creo que vaya a echar de menos los tablones.

Por medio de preguntas ulteriores, Ebenezer supo que su inconsciencia había durado tres días y tres noches, tiempo durante el cual no había ingerido alimento alguno. Tenía un hambre canina; el encargado de las comidas, que más bien esperaba que muriese, no le había guardado sus raciones, pero los tripulantes compartieron prestamente su pan y su queso. Mostraron una curiosidad considerable por su coma de tres días; estaban singularmente interesados por saber si no había sentido absolutamente nada. Cuando él les dijo que no, ellos parecieron divertirse mucho.

—¡Pues entonces ya está! —dijo el carpintero—. Es agua pasada, compañero, y si falta algo, ten presente que pensábamos que te estabas muriendo.

—¿Faltar?

Ebenezer no entendía. A aquellas alturas, el ron había hecho entrar en calor a sus miembros, y se le había pasado el aguijón del hambre. A la luz de la linterna, el castillo de proa ofrecía un aspecto bastante acogedor. En los últimos tiempos no le habían tratado con tanta hospitalidad como la que habían mostrado aquellos toscos marineros, quienes, sin duda, ignoraban hasta su seudónimo, por no hablar de su verdadera identidad.

—Si falta algo —aseveró Ebenezer calurosamente— será que debido a mi atolondramiento no he sabido agradeceros adecuadamente vuestra amabilidad. Ojalá tuviera dinero con que pagárosla, aunque sé que os mueve la bondad natural y no el deseo codicioso de oro que caracteriza a las gentes de tierra firme. Empero, soy pobre.

—A la mierda todo eso —contestó uno de los hombres—. Es de la incumbencia de tu amo. Ahora, bebe.

El Laureado sonrió ante la inocencia de aquellas gentes y se echó otro trago. ¿Debía decirles con quién se estaban portando tan amablemente en realidad? No, decidió con afecto; que la virtud sea la recompensa de sí misma. Evocó mentalmente los relatos en los que se habla de reyes que se visten humildemente y se mezclan con sus súbditos; el mismo Cristo a veces viajaba de incógnito. Sin duda, algún día sabrían la verdad, por medio de alguno de los poemas que escribiría: entonces la aventura se convertiría en una leyenda que se repetiría por los castillos de proa y sería una anécdota importante en las biografías que se escribieran en el futuro. La actitud cordial de los marineros se prolongó a lo largo de la semana siguiente, así como la notable tranquilidad del poeta. Esto último, al menos, Ebenezer lo fue entendiendo cada vez mejor: había vuelto a tener la segunda de sus visiones eufóricas y en ella vio, con emoción extática, una afirmación mística de su vocación, similar a las que les era concedido tener a los santos. ¿Qué era aquel barco a fin de cuentas sino la nave del destino, de la cual había sido arrojado por causa de sus dudas? ¿Qué era el océano sino una fuente de la reedificación, un baño moral que tenía por fin librarlo de la desesperación y devolverlo al barco? ¡El mensaje era inequívoco aun sin el milagro adicional y casi horripilante que él había predicho inconscientemente! De ahí la presencia de Burlingame en el barco soñado, pues él fue quien, en El Rey de los Mares (¡es decir, Poseidón!) se había burlado del sexto verso de la composición de Ebenezer…

Aunque ruja en el océano

la galerna más cruel,

no ha de poder con los mástiles

de nuestro insigne bajel.

Si el grandioso Poseidón

ha de estar a nuestro lado,

no parecerá ancho el mar

ni le tendremos cuidado.

… el cual, según decía Henry, situaba al poeta en el seno del océano. Ebenezer pensó con calor en su amigo y maestro, quien, por lo que él sabía, bien pudiera haber sido descubierto hacía mucho tiempo por Slye y Scurry, y luego sepultado en una tumba de agua. Henry había sido escéptico en cuanto a lo del nombramiento de Laureado, de eso no había ninguna duda.

—¡Ojalá lo tuviera aquí para poder contarle este prodigio!

Después del trascendental avistamiento de la isla de Corvo, en las Azores, el Poseidón siguió navegando por el rumbo adecuado, en dirección oeste, a lo largo del paralelo treinta y siete, por lo que, si todo iba bien, llegaría en línea recta a los Cabos de Virginia. La prolongada tormenta había dispersado la flota a los cuatro vientos, de modo que no se divisaba ninguna otra vela en el horizonte; pero el capitán Meech confiaba en dar alcance cualquier día al buque insignia, que, según sus cálculos, iba por delante de ellos. Aunque se había perdido algo de tiempo efectuando reparaciones, cuando «el Virutas» hubo completado con maestría la ensambladura del palo dañado, el Poseidón navegó días y días con el viento a toda vela. Hacía cinco semanas que habían zarpado de Plymouth; el mes de mayo se les echaba encima y en los labios de todo el mundo estaba un nuevo avistamiento de tierra.

Durante aquel período Ebenezer apenas salió del castillo de proa: por una parte le llevó cierto tiempo recobrar las fuerzas; por otra, no tenía ninguna gana de volver a ver a sus antiguos compañeros de mesa, y en todo caso sus cavilaciones lo tenían agradablemente ocupado. Naturalmente, no podía evitar el mantener algunos contactos con Bertrand, pero sus encuentros eran breves y nada comunicativos (el criado no estaba seguro de cuál era su posición, y Ebenezer, aparte de disfrutar a costa de su incomodidad, no tenía nada que decirle) . Aunque ya no le resultaba posible alimentar más ilusiones acerca de la magnificencia del barco, su admiración por los marineros se había multiplicado por diez. Su desesperación se había esfumado: con gozo apacible se quedaba contemplando cómo los delfines nadaban paralelamente a la nave, o siguiendo la estela de la misma y, contagiado del sentimiento general de júbilo anticipado, afiló las plumillas, sacó los volúmenes de Milton y de Samuel Butler que utilizaba para sus consultas y dio a luz los siguientes versos que describían el grandioso acontecimiento que le aguardaba: su primera visión de Maryland.

Acaso Ulises, rumbo hacia un oeste preterido,

tras el saqueo de Ilion, andrajosos los vestidos,

luego de diez años de vagar, por fin cansado

de los llanos acuosos, del desierto espumado,

al contemplar Itaca, de júbilo inundado,

y comprender que sus penas eran todas idas,

díjose del cielo haber ganado las orillas,

tan amable era la visión de la cual gozaba,

pese a la costa fiera, de rocas erizada.

Cuan celestial también la tierra de que presumo,

sus puertos acogedores, alivio sumo

del peso insoportable que arrastra el navegante.

Sus áureos arenales, su floresta fragante,

la vista regalan con donaire inextinguible,

tanto que ni canción ni poeta son posibles,

pues en donosura y extensión serían escasos:

que más gracias tiene Maryland que mil Parnasos

para el que indemne arriba tras el duro pasaje;

así se sentirá en el oceánico paraje

quien desde el mástil más encumbrado del navío

la avizore, quedando de su belleza ahíto.

Y al pie de aquella página destinada a hacer cuentas agregó, debidamente: E. C., Gent., Pta Ldo de Md, y contempló el resultado global con una satisfacción que no experimentaba desde la noche de la fatídica visita de Joan Toast. Estaba impaciente por acabar con los disfraces y asumir su auténtica posición en la provincia; su estado físico era mejor que antes del accidente y su ánimo difícilmente hubiera podido mejorar tras el mismo. Después de tomar en consideración los méritos de una diversidad de planes, acabó por adoptar la resolución de poner fin a la superchería, anunciando su identidad y recitando aquellos sus últimos versos en cuanto el Poseidón avistara tierra: estaba claro que no existía ningún plan contra el Laureado a bordo de la nave, y los pasajeros merecían saber la verdad en cuanto a Bertrand y él.

Sin embargo, no tuvo la suerte de llevar a cabo plan tan grato. Estando tan próximo el fin del viaje, pasajeros y tripulación se mostraban cada día más festivos, y aunque a los marineros les estaba oficialmente prohibido beber a bordo, el castillo de proa, exactamente igual que ocurría con el camarote general, se había convertido en escenario de jaranas nocturnas. La hospitalidad de la tripulación para con Ebenezer aumentaba en la misma proporción: él no tenía dinero para participar en sus juegos de cartas, pero se mostraba pronto a compartir su ron y su cordialidad.

Una noche, cuando todos habían ingerido una buena cantidad de licor, el viejo Ned, cuyo comportamiento amistoso había sorprendido sobremanera al Laureado, bajó por la escalera de toldilla y anunció a la concurrencia que en ese momento volvía de celebrar una entrevista en la cubierta principal con el señor Ebenezer Cooke. A Ebenezer se le aguzaron los oídos y se le pusieron las mejillas al rojo vivo, pues el tono del viejo implicaba que lo enviaban como una especie de portavoz para que se dirigiera a todos los miembros del grupo. Los demás evitaron mirar al Laureado.

—Le conté al señor Cooke lo bien que nos habíamos ocupado de su criado —prosiguió Ned, dedicándole una sonrisa desagradable al poeta—. Le dije que lo habíamos rescatado de las puertas de la muerte y que lo habíamos cuidado hasta hacerle recobrar la salud, compartiendo con él cama y alimentos sin quejarnos. Luego le pregunté si tendría a bien darnos algo por las molestias, ya que estábamos próximos a tocar tierra.

—¿Qué dijo? —preguntó uno de los hombres. Los rasgos de Ebenezer empezaron a convulsionarse: se sentía decepcionado de ver que la generosidad de aquellas gentes era, al menos en parte, venal, pero al mismo tiempo reconocía estar en deuda con ellos, así como también reconocía la legitimidad de su reclamación. Ned le dirigió a Ebenezer una mirada maligna.

—¡El muy granuja y embustero alegó pobreza! ¡Dice que perdió el último céntimo cuando avistamos Corvo!

—Es la pura verdad —afirmó Ebenezer ante la protesta general que despertó el anuncio de Ned—. Es un despilfarrador y, no contento con dilapidar su dinero, se jugó también el mío, razón por la cual no he podido tomar parte en vuestros juegos. Pero yo os juro que se os pagará por vuestra gentileza, ya que le ponéis tasa. Vosotros escribidme vuestros nombres y yo despacharé la suma el día que llegue a Malden.

—¡Me juego algo a que lo harás, y también a que perderé mi dinero! —rio «el Virutas»—. ¡Eso es jurar a la ligera!

—¡Os suplico que me dejéis explicaros…! —Ebenezer tomó la decisión de revelar su identidad en aquel punto y hora.

—No hacen falta explicaciones —dijo el contramaestre, que cuando estaba de guardia hablaba en nombre de la tripulación sobre cualquier asunto—. Cuando los marineros cuidan de un compañero enfermo no quieren que les den las gracias; pero cuando cuidan de un pasajero enfermo se les paga al final de la travesía.

—Es el código del mar —afirmó Ned.

—Y es justo —reconoció Ebenezer—. Si vosotras solamente…

—Basta —ordenó el contramaestre con una sonrisa, y extrajo un papel del bolsillo—. Tu amo alega pobreza y tú también. No hay nada que hacer salvo firmar este papel.

Ebenezer cogió el documento con dudas y leyó las palabras, toscamente caligrafiadas.

—¿Qué es esto? —exclamó, y al alzar la vista vio que los marineros se reían de su asombro.

—Es el código del mar, como dice Ned —respondió el contramaestre—. Firma ese papel y serás un marinero pobre, como todos nosotros, que no le debe un pedo a sus compadres.

De hecho, el documento declaraba que el firmante era una especie de miembro honorario de la tripulación del Poseidón, y que compartía los derechos, privilegios y obligaciones de los marineros normales, exceptuando la paga y el trabajo. El lenguaje del documento, pulido en comparación con la caligrafía, sugería que el gesto en realidad era un modo tradicional de hacer frente a lo que Ebenezer había asumido como una nueva catástrofe, y la firma del capitán Meech, que figuraba en un extremo, era la sanción oficial.

—Entonces…, ¿no queréis ningún pago después de todo?

El contramaestre negó con la cabeza.

—Sería contrario al código aceptarlo de un compañero de barco.

—¡Vaya, pues es un honor! —El poeta se rio, y su estima hacia aquellos hombres se vio redoblada—. ¡Firmaré con mucho gusto! —Y sacando la pluma estampó en el papel el nombre verdadero y su título.

—Ah, compañero —dijo «el Virutas», que estaba mirando por encima del hombro—. ¿Qué broma es ésta con la que nos pagas nuestra amabilidad? ¡Firma con tu nombre, no con el de tu amo!

—¿Es que has oído hablar antes del código? —preguntó Ned con suspicacia.

—No, señores, no pretendo bromear. Es hora de que sepáis la verdad. —Entonces Ebenezer procedió a referirles la historia completa de su disfraz, explicando lo más brevemente que pudo por qué era necesario. El alcohol le azuzaba la lengua: habló con elocuencia y en extenso, y a modo de credencial incluso les recitó de memoria todos los pareados de su cuaderno—. Basta con que me lo digáis —concluyó— y haré venir a mi criado, quien jurará que es cierto lo que digo. Sería incapaz de citar una estrofa de memoria, y apenas acertaría a leerlos teniendo la página delante.

Manifiestamente incrédulos al principio, los hombres quedaron ostensiblemente impresionados cuando el poeta hubo concluido. Ninguno sugirió que se llamara a Bertrand como testigo. Su principal reserva resultó ser el hecho de que Ebenezer se diera por satisfecho con un coy del castillo de proa mientras su criado disfrutaba de los favores de la señorita Lucy Robotham, circunstancia que el Laureado aprovechó para recordarles su Himno a la castidad: un comportamiento como el de Bertrand era impensable en un hombre cuya esencia era la virginidad.

—¡Relámpagos! —exclamó el contramaestre—. ¿Queréis decir que un poeta es como un cura católico, que sólo usa el instrumento para hacer aguas?

—No hablo en nombre de ningún poeta, salvo en el mío propio —replicó Ebenezer.

Acto seguido pasó a explicar, en la medida que lo permitía la modestia, la diferencia que existía entre el celibato eclesiástico y la verdadera virginidad. El primero, afirmó, no era más que una disciplina, bien que altamente recomendable por cuanto que encaminaba hacia tareas más nobles el tiempo y la energía que de ordinario se emplean en los afanes amorosos, ahorrándole al practicante los agotadores enredos con amantes y esposas, amén de que por lo general desemboca en una vida más larga y productiva; pero de ningún modo se podía decir que fuera un estado tan puro como la auténtica virginidad y, en honor a la verdad, no implicaba en absoluto virtud alguna; por ejemplo, el mayor libertino es célibe en sus años postreros, cuando sus poderes le han abandonado. El celibato, en resumidas cuentas, era una práctica negativa, que casi siempre se adoptaba por defecto o por obediencia a una autoridad externa; la virginidad, por el contrario, era un estado metafísico positivo, tanto más digno de ser admirado por cuanto que era autoimpuesto y no entrañaba valor instrumental alguno ni, en el varón, manifestación física que denotara su posesión o su pérdida. Para él, ni siquiera tenía la utilidad póstuma de las virtudes cristianas, ya que su interés por la virginidad era de orden ontológico y estético, más que moral. Ebenezer disertó a sus anchas, más para edificación propia que de la tripulación, que lo contemplaba asombrada.

—¿Nos estás diciendo, mientras sigues ahí sentado —preguntó con sobriedad el contramaestre en medio de una frase— que jamás en toda tu vida has calafateado a una fulana? ¿Que jamás has apuntado con el pájaro a una puta de puerto?

—Ni lo haré jamás —dijo el poeta con energía, y a fin de evitar que siguieran indagando volvió a su proclama y propuso un brindis por su nueva condición—. No creáis que el honor es menos porque yo sea Laureado —les aseguró—. Vamos a echarnos un trago por eso y antes de que acabe la noche pagaré mi cuota con algo más dulce que la plata —su verdadera intención era ni más ni menos que cantar las alabanzas de los marineros, dejándolas en verso para siempre.

Los marineros se miraron unos a otros.

—¡Así sea! —cacareó el viejo Ned, y los demás también dieron su aprobación a voces—. ¡Metedle dentro un poco de ron, compañeros, antes de que empiece el siguiente turno de guardia!

Le pasaron la botella a Ebenezer y le indicaron que se lo bebiera todo él.

—¿Qué es esto? —dijo, riendo con incertidumbre—. ¿Una especie de ceremonia iniciática?

—No, eso viene después —dijo «el Virutas»—. El ron es para que estés preparado.

Ebenezer declinó los preliminares, mostrándose dispuesto a someterse a cualquier prueba fingida.

—Apartemos el perejil, pues, y derechos a por la carne; ¡vais a ver cómo respondo!

Aquello fue la señal que dio principio a un tumulto general: cogieron al poeta por los dos brazos; un marinero le quitó la silla de debajo, y antes de que se hubiera recuperado de la sorpresa, otro le apretó la cara contra una almohada que había en medio de la mesa y que había surgido de la nada como por ensalmo. No siendo por naturaleza dado a las escaramuzas, Ebenezer se retorcía, aturullado; además, tanto por razón de su oficio como por simple miedo al dolor, no le hacía ninguna gracia la idea que le propinaran los varazos rituales en la espalda, la administración de los cuales creía ser el objetivo de los marineros.

Cuando para horror suyo quedó claro, un momento después, que no tenían la menor intención de azotarlo, no hubo fuerza terrenal capaz de hacerle guardar silencio; aunque tenía la cabeza tan firmemente sujeta como las extremidades, profirió un alarido que lo oyó hasta el vigía del palo mayor.

—¡El capitán Meech os colgará por esto! —gritó cuando fue capaz de articular palabra.

—¿Es que te crees que no conoce el código del mar? —Ebenezer reconoció a su espalda la voz cascada y maligna del viejo Ned—. ¿Es que no has visto su nombre en el papel?

Y como para confirmar lo desesperado de su situación, no bien habían recomenzado sus gritos cuando el oficial de guardia asomó la cabeza por la escalera de toldilla para decir un alegre ultimátum:

—Dice el capitán que acabéis con esos berridos o que dejéis sin sentido a ese bellaco de un culatazo de pistola. Está molestando a las damas.

De tal modo frustrada su única amenaza, Ebenezer parecía condenado a padecer la catastrófica ceremonia de iniciación en toda su dimensión. Pero en cubierta se elevó un grito repentino —Ebenezer, medio desmayado, no le prestó atención— y al cabo de un instante todo el mundo echó a correr por la escalera de toldilla, dejando al novicio a merced de sus propios recursos. Debilitado por la ira, Ebenezer lanzó un insulto tras ellos. Luego se apresuró a vestirse y trató como pudo de calmar sus nervios pensando en castigos merecidos. Todavía ajeno al ruido de los gritos y los pies que corrían por encima de su cabeza, enseguida le dio forma verbal a una última estrofa marina, cuyos dos versos finales había de recrear en las semanas venideras:

¡Pues no hay demonio peor,

más sucio ni más dañino,

ruego me libres, Señor,

de los ingleses marinos!

Ahora al alboroto general de cubierta había que añadir el ruido de fuego de mosquetes, e incluso, el poderoso estampido de un cañón, pese a que el Poseidón no llevaba artillería: fuera lo que fuere lo que estaba sucediendo, no cabía seguir ignorándolo. Ebenezer se dirigió a la escalera de la toldilla, pero antes de poder subir le salió Bertrand al encuentro, con gorro y camisón, y de un solo salto se lanzó desde arriba, cayendo de bruces en el suelo.

—¡Amo Ebenezer! —exclamó, y viendo al poeta junto a la escalerilla, se postró, tembloroso, de rodillas. Al ver el terror de su criado, a Ebenezer se le puso la carne de gallina.

—¿Qué ocurre, hombre de Dios? ¿Qué te duele?

—¡Somos todos hombres muertos, señor! —gimoteó Bertrand—. ¡Es nuestro fin! ¡Piratas, señor! ¡Ah, maldigo la hora en que me hice pasar por Laureado! ¡Esos diablos nos están abordando en este momento!

—¡No! ¡Estás borracho!

—¡Lo juro, señor! ¡Iremos todos a la pasarela!

Bertrand explicó que a media tarde el Poseidón había avistado otra vela hacia el sudeste, y tomándolo por otro componente de la flota, el capitán Meech se había apresurado a darle alcance antes de que oscureciera. El barco de guerra que había de escoltarlos por aguas piratas se había perdido de vista cuando avistaron la isla de Corvo, y dos barcos juntos eran presa más difícil que uno solo. Pero habían logrado dar alcance al barco desconocido tan sólo hacía un momento, y en cuanto estuvieron a tiro del mismo, un cañonazo barrió la proa, y cuando se dieron cuenta de que estaban atrapados era demasiado tarde.

—¡Ojalá le hubiera plantado cara a Ralph Birdsall! —se lamentó Bertrand a modo de conclusión—. ¡Más vale perder el instrumento que la vida! ¿Qué vamos a hacer?

El Laureado no tenía mejor respuesta que su criado (el cual seguía encogido, tembloroso y de rodillas, incapaz de levantarse) para aquella pregunta. Había cesado el tiroteo, pero se oían más voces todavía que antes, y Ebenezer percibió el estruendo de otra bala de cañón que rozaba el Poseidón. Subió un poco por la escalerilla, lo justo para asomarse.

Presenció un espectáculo estremecedor. El otro navío se situó junto al flanco de estribor del Poseidón y se adosó a su víctima por medio de numerosos garfios de abordaje. Era un barco pequeño, aparejado como si fuera una goleta, de menor tamaño que el Poseidón, aunque debido a su proximidad y a que llevaban muchas semanas durante las cuales no habían visto nada más que el mar abierto por los cuatro puntos cardinales, ofrecía un aspecto enorme. Hombres provistos de pistolas o antorchas en una mano y un alfanje en la otra trepaban por la borda sin que se les opusiera resistencia; la luz del fuego les daba un aspecto aún más temible. Iban agrupando a la tripulación del Poseidón en torno al palo mayor. Al parecer, el capitán Meech había considerado que sería imprudente resistirse. Podía verse al capitán mismo, junto con la oficialidad, que era vigilada aparte, más hacia popa, junto al trinquete, y a los pasajeros ya los estaban sacando de la cama y llevándoselos a cubierta, la mayor parte, en camisón o en paños menores. Los hombres maldecían y se quejaban: las mujeres se desmayaban, chillaban o simplemente lloraban anticipadamente su destino. Por encima del palo de mesana de la nave pirata estaba suspendida la luna gibosa, cuya luz blanquecina se reflejaba en las gavias de cangreja, que el viento agitaba; las velas inferiores, también ondeando en medio de la fría brisa nocturna, tenían un resplandor anaranjado debido a las antorchas, y en sus superficies danzaban sombras gigantescas. Ebenezer se apoyó con fuerza en la escalerilla, para evitar caerse. A su mente acudían en tropel todos los horrores que había leído en los libros de Esquemeling: Roche Brasiliano, que tenía la costumbre de ensartar a los prisioneros en espetones de madera, para asarlos, y que también les restregaba las heridas de los latigazos con zumo de limón y pimienta; L’Ollonais, que les arrancaba a sus victimas la lengua con las manos desnudas y luego se comía a mordiscos el corazón; Henry Morgan, que le saltaba los ojos a la gente poniéndoles un torniquete en el cráneo, o los colgaba de los cuatro pulgares, o los izaba hasta la arboladura colgados de sus partes pudendas.

Desde las profundidades del barco llegaba el rumor de los lamentos de Ebenezer.

—¡Ya basta, ya basta! —ordenó uno de los piratas.

Aquel hombre afirmó que no abrigaban intenciones para con los miserables pellejos de los pasajeros, sino con respecto al dinero y las mercancías. Si todo el mundo se comportaba adecuadamente, no sufrirían ningún daño, salvo la pérdida de los objetos de valor, unos cuantos barriles de carne de cerdo y de guisantes y tres o cuatro marineros que los piratas necesitaban para completar su tripulación; al cabo de una hora podrían reanudar la travesía. A continuación despachó a un contingente de piratas para que acompañaran a los pasajeros varones a sus camarotes, para cobrarse el botín, mientras las mujeres se quedaban en cubierta en calidad de rehenes, a fin de garantizar que el pillaje se efectuaba limpiamente; a otro destacamento se le encargó desvalijar la bodega, y un tercero, formado por tres hombres armados, fue hacia el castillo de proa en busca de otros marineros.

—¡Deprisa! —le dijo Ebenezer a Bertrand, saltando al suelo—. ¡Ponte estas ropas y dame mi camisón! —El mismo empezó a quitarle al criado las ropas con la mayor celeridad posible.

—¿Por qué? —gimió Bertrand—. De todos modos es nuestro fin.

Ebenezer ya se había quitado las ropas y empezó a darle tirones al camisón.

—No sabemos lo que nos aguarda —dijo, macabramente—. Puede que les interesen los caballeros y no las gentes pobres. En todo caso es mejor afrontarlo honradamente. ¡Si he de morir lo haré como Eben Cooke, no como Bertrand Burton! ¡Quítate ya eso! —Dio un último tirón y el camisón salió por encima de la cabeza y de los brazos de Bertrand—. ¡Por Cristo, si está cagado!

—De puro miedo —admitió el criado, y salió gateando a por algo de ropa.

—¡Alto ahí, mocitos! —dijo una voz desde la escalera de toldilla—. ¡Mirad ahí, compañeros, esto es una Gomorra flotante!

Ebenezer, con el camisón sucio aún a la altura del cuello, y Bertrand, que seguía desnudo y a cuatro patas, se volvieron, encontrándose con tres piratas que sonreían, pistola y espada en mano, en lo alto de la escalerilla.

—Siento tantísimo aguaros la fiesta, marineros —dijo el de mayor autoridad. Era un moro de aspecto feroz, con cuello de toro, la nariz rota, la barba crespa y la piel oscura; en lo alto de la cabeza llevaba una especie de turbante rojo, y por debajo de la camisa le asomaba, erizado, el vello negro—. Pero queremos vuestros culos en cubierta.

—Os suplico que no os confundáis conmigo, señor —respondió Ebenezer, bajándose los faldones del camisón. Se enderezó lo más pausadamente que pudo y señaló a Bertrand con desdén—. Ese sujeto puede hablar por él, pero yo no soy marinero: ¡Me llamo Ebenezer Cooke y soy Poeta Laureado de Maryland, provincia de Su Majestad el rey!