12. EL LAUREADO DISERTA SOBRE LOS JUEGOS DE AZAR Y DEBATE ACERCA DE LA RELATIVA NOBLEZA DE CRIADOS Y POETAS LAUREADOS. BERTRAND EXPONE LA ANATOMÍA DE LA SOFISTICACIÓN Y DEMUESTRA SU TESIS

Cuando el Poseidón, impulsado por una fresca brisa del nordeste, dejó atrás la Punta del Lagarto y junto con el resto de la flota puso rumbo nordeste, en dirección a las Azores, la vida a bordo adquirió su orden habitual. Los pasajeros tenían poco o nada que hacer: al margen de los tres ranchos diarios y, para quienes llevaran consigo los ingredientes, los tés de entre las comidas; el único acontecimiento cotidiano era el anuncio de la distancia que se calculaba que había recorrido el barco en las veinticuatro horas anteriores. Entre los caballeros era mucho el dinero que cambiaba de manos cuando se hacía dicho anuncio, y puesto que los criados, cuando están ociosos, pueden aburrirse tan mortalmente como sus amos, también cruzaban sus apuestas si podían permitírselo.

Las apuestas se efectuaban, como norma, durante la segunda comida, ya que los recorridos se calculaban cada mediodía. Al levantarse por la mañana, todos los pasajeros buscaban a algún miembro de la tripulación para preguntarle por lo navegado durante la noche; se pasaban toda la mañana estudiando el viento y, al final, hacían sus estimaciones. A mediodía el capitán en persona subía a la toldilla, cuadrante en mano, y cuando el primer piloto le indicaba que eran las doce en punto, llevaba a cabo el tradicional «vistazo de mediodía», para determinar la longitud; se retiraba entonces a sus aposentos y calculaba la latitud mediante una estimación global basada en la dirección que marcaba la brújula y el recorrido efectuado desde la última medición de la altura de la estrella polar, que se hacía justo antes del amanecer. Aquella cifra crucial se calculaba a partir de los datos registrados en el cuaderno de bitácora relativos a la dirección y velocidad del viento, la altura y dirección de los mares, así como la hechura, el ángulo y la disposición de las velas, junto con los propios conocimientos del capitán en cuanto a la dirección y velocidad de las corrientes oceánicas en aquel área, teniendo en cuenta la época del año y la habilidad que pudiera tener cada uno de sus oficiales para sacar el mejor partido posible de la marinería en los distintos periodos de guardia, teniendo asimismo en cuenta las características del barco. Puesto que incluso a toda vela el Poseidón rara vez recorría más de seis millas por hora, y nunca más de ocho (o dicho de otro modo: que estas distancias requerían gran velocidad), el recorrido diario podía oscilar entre cero, si había calma (y, si había vientos en contra, el cómputo podía ser negativo), y ciento noventa y dos millas —máximo teórico que sin embargo la nave jamás lograba alcanzar—. Una vez calculadas latitud y longitud, el capitán estaba en condiciones de determinar sobre un plano la posición aproximada del barco, para lo cual se servía de una regla paralela y compases de punta seca, una vez más, teniendo en cuenta los vientos, las corrientes, las características de deriva que tenía el navío y las variaciones de la brújula; entonces podía indicarle al timonel las rectificaciones de rumbo para que siguiera gobernando hasta nuevo aviso. Finalmente, el capitán hacía entrada en la sala principal, donde compartía la comida de mediodía con las damas y caballeros que formaban parte del pasaje, los cuales, entretanto, habían terminado sus estimaciones y reunido el dinero de las apuestas. Una vez anunciada la cifra oficial, el capitán le ordenaba al piloto que buscara entre los papeles doblados el cálculo más aproximado, para identificar al ganador del día.

El juego básico consistía en sumar todas las cantidades apostadas (normalmente, de cinco o diez chelines por cabeza para las damas y caballeros y un chelín o menos para los criados), pero los especuladores más ambiciosos pronto ingeniaron apuestas subsidiarias: por ejemplo, se podía establecer una cifra máxima o mínima virtualmente para cualesquiera probabilidades deseadas, o bien un jugador podía apostar sobre las diferencias máxima y mínima entre los recorridos de un día y el siguiente. Cuando hubieron transcurrido cinco días y el aburrimiento había alcanzado cotas más altas, el juego se tornó más elaborado y las apuestas subieron. Un joven ministro de la Iglesia llamado George Tubman, que era muy imaginativo y del que los demás pasajeros sospechaban que era un jugador profesional disfrazado, ingenió un sistema de probabilidades basculante para aceptar apuestas diarias acerca de la fecha de recalada en Flores y Corvo —las islas occidentales de las Azores—, sistema en virtud del cual el anuncio del recorrido diario modificaba las probabilidades restantes respecto de cada fecha de recalada pronosticada, conforme a determinados principios que quien mejor conocía era el joven inteligente que los calculaba, de modo que, a la luz del avance efectuado día a día, se podían cruzar nuevas apuestas a fin de reforzar o compensar las probabilidades, que habrían aumentado o disminuido con respecto a las apuestas efectuadas anteriormente sobre aquel mismo punto. Aquel sistema tenía la ventaja de que acumulaba los intereses y fomentaba la tendencia hacia una progresión geométrica de las apuestas, ya que cuando un jugador veía que todas sus inversiones, basadas en especulaciones previas, quedaban amenazadas porque un día el recorrido era insólitamente largo o corto, se sentía naturalmente inclinado a protegerse apostando una cantidad igual o mayor que la de sus apuestas anteriores, esta vez a favor de lo que parecía una fecha más prometedora; y puesto que, inexorablemente, el Poseidón estaba cada día más cerca de la fecha de recalada, lo cual estrechaba los márgenes de especulación, las probabilidades a favor de determinadas fechas descendían vertiginosamente, como resultado de lo cual podía darse que, a tenor de las nuevas probabilidades, hubiera jugadores que apostaran cinco libras a favor de la fecha que por entonces contara con más partidarios, con el fin de compensar diez chelines previamente apostados a favor de una fecha que ahora resultaba improbable, para encontrarse, dos o tres días después, con que era preciso hacer una tercera apuesta, de una envergadura mucho mayor, si quería hacer buena la segunda, o la primera y la segunda combinadas, y así sucesivamente. La emoción aumentaba en una proporción similar; incluso el capitán, aunque meneaba la cabeza al ver la ruinosa envergadura que cobraban las apuestas, seguía el juego con interés no disimulado, al igual que hacían los miembros de la tripulación —a quienes, evidentemente, no se les hubiera autorizado a participar en el juego ni siquiera en el caso de que hubieran podido permitírselo—, los cuales tenían sus favoritos entre los apostantes y daban, o si era posible vendían, información confidencial sobre el avance del buque a las personas por las que se interesaban, así como también hacían sus pequeñas apuestas acerca de cuál de los pasajeros ganaría más dinero y, en última instancia, a fin de proteger sus propias apuestas, se ofrecían o aceptaban ser sobornados a cambio de proporcionar información errónea a otros apostantes en los que no hubieran invertido su dinero.

A su vez, Ebenezer mostró al principio poco interés por esta actividad, sobre la cual recayera su atención los primeros días del viaje. Una rutilante mañana de abril Bertrand se acercó a proa, donde su amo se hallaba contemplando felizmente las zambullidas de las gaviotas en busca de peces, y le preguntó, con tono respetuoso, qué opinaba en general de los juegos de apuesta. De buen humor, debido a la bondad del tiempo y al magnífico desayuno, y complacido porque se le consultara de aquel modo, Ebenezer exploró el asunto con alegría y profundidad.

—Preguntarle a alguien qué opina de jugar por dinero es como preguntarle qué opina de la vida —fue una de las posiciones con que experimentó el poeta—. ¿Acaso la caballa no está jugando una apuesta cada vez que se acerca a la superficie, no sabiendo si alguna gaviota la va a capturar? ¿Y las gaviotas pueden apostar que lograrán lo que persiguen? ¿No somos todos nosotros jugadores que miden su inteligencia con el océano yendo a bordo de este barco de madera? Más aún, ¿no es la vida una apuesta desde el principio hasta el final? Desde el momento en que somos concebidos es un juego nuestra vida; cada comida que hacemos, cada paso que damos, cada giro que efectuamos es un desafío que le hacemos a la muerte; los hombres, todos son peleles en manos del azar, salvo el suicida, e incluso éste juega la apuesta de si existe un infierno en el que se consumirá. Así pues, por fuerza, el que ama la vida ama el juego, porque el juego es una conquista del dios Azar. Además, todo jugador es optimista, porque jamás se apuesta si uno cree que va a perder.

Bertrand sonrió beatíficamente.

—¿Luego estáis a favor de los juegos de azar?

—Ah, ah. —El Laureado se puso alerta; irguió la cabeza, meneó el dedo índice y citó un proverbio que, inexplicablemente, le hizo ponerse colorado: hay más de un camino para llegar al monte. También se podría argumentar que el jugador es ateo y pesimista, puesto que valora en nada la voluntad humana. Apostar es conferirle al azar la soberanía sobre todas las cosas, lo cual es tanto como decir que Dios no tiene poder sobre las cosas.

—¿Entonces no veis el juego con benevolencia, después de todo?

—Alto, no tan deprisa; podría aseverarse con idéntica prontitud lo contrario: que los materialistas seguidores de Hobbes jamás debieran jugar por dinero, pues nadie que apuesta carece de fe en la suerte, y creer en la suerte equivale a negar el ciego azar y el frío determinismo, así como el orden materialista de las cosas. Quien le dice sí a la suerte, en resumidas cuentas, dícele sí a Dios y viceversa.

—¡Entonces, en el nombre del cielo! —exclamó Bertrand, bastante menos respetuosamente que al principio—. ¿Qué pensáis de los juegos de dinero: sí o no?

Pero Ebenezer no se dejó presionar.

—Es una de esas preguntas que tienen muchas facetas —dijo alegremente, volviendo a centrar su atención en las gaviotas. Contrariamente a lo que se esperaba, su posición a bordo del Poseidón no resultaba en modo alguno desagradable. Había conseguido establecerse no como un simple criado más, sino como una especie de amanuense del Laureado, en calidad de lo cual le estaba permitido el acceso al alcázar en compañía de Bertrand, teniendo posibilidad de conversar limitadamente con los señores; no había necesidad de ocultar su educación, ya que trabajos como el que Ebenezer fingía tener era frecuente que los desempeñaran hombres de letras venidos a menos, y haciéndole representar a Bertrand el papel de genio altanero y taciturno, él abrigaba la esperanza de poder hablar en su nombre las más de las veces, de aquel modo, protegiendo la superchería que ambos se traían. Además, así podía dedicarle a su cuaderno todo el tiempo que se le antojara e incluso pedirles libros prestados a los señores que viajaban en el barco sin despertar sospechas; era normal que un amanuense manejara tinta, papel y libros, sobre todo si su amo era un Poeta Laureado. En resumidas cuentas, a medida que transcurría el viaje, Ebenezer veía cada vez más claro que su papel le permitía gozar de la mayor parte de los privilegios que correspondían a su verdadera identidad, sin acarrearle ninguno de los peligros inherentes a la misma, de modo que consideraba su disfraz una de sus inspiraciones más felices. Mientras los criados paliaban el aburrimiento jugando y chismorreando sobre sus amos y sus señoras, en tanto las damas y caballeros asimismo jugaban y chismorreaban entre sí, Ebenezer se pasaba las horas en la grata compañía de su propia obra o la de los autores célebres del pasado, con respecto a los cuales sentía, desde que recibiera el nombramiento, la existencia de un fuerte sentimiento de camaradería.

En realidad la única pega genuina que veía, una vez olvidado el azaramiento inicial y tras haberse habituado a su papel, eran las comidas. En primer lugar, la comida no era lo que se había imaginado: la última anotación que aparecía en su cuaderno, escrito justo antes de caer dormido en la cuadra de El Rey de los Mares, era la siguiente:

¿Tú me preguntas qué come

nuestra alegre cofradía

cuando se aleja camino

de Maryland la bravía?

Te respondo: jamás hubo

tan exquisitas delicias;

nuestro apetito marino

las siente como caricias.

De Jove y Juno la estirpe,

no probó placer tan sano,

aunque a ellos los sirvieran

Ganímedes y Vulcano.

A lo cual añadió el primer día que ejerció de amanuense de Bertrand:

De uno y otro hemisferio

nos es dado lo mejor:

asado de vaca y de ciervo,

un cordero en su esplendor.

Y todo lo remojamos

con buena cerveza inglesa

y buen ron de las Barbados

hasta el final de la Fiesta.

En ningún lugar del mundo

se ha de hallar nada mejor,

pues la despensa del barco

la dotó LORD BALTIMORE.

Ello a pesar de que en realidad en el desayuno y en la cena lo más exótico que había visto Ebenezer eran los huevos, la ternera fresca y unas cuantas verduras preparadas con indiferencia. Pero tres días bastaron para acabar con todas las reservas de alimentos perecederos que había a bordo del Poseidón. En lugar de los mismos, para desdichada sorpresa de Ebenezer, apareció el rancho habitual de navegantes y pasajeros marítimos: una ración semanal de siete libras de pan o de galletas de barco, para amo y criado por igual, con tan poca mantequilla que apenas bastaba para disimular la falta de sabor; media libra de carne de puerco en salazón con guisantes pasos por cabeza y comida cinco días a la semana, y los otros dos días, en lugar de puerco, carne de vaca en salazón… a no ser que hiciera tan mal tiempo que el cocinero no pudiera poner el perolo a hervir, en cuyo caso, todas las almas de a bordo se las tenían que arreglar todo el día con una libra de queso inglés y soñar con sus hogares.

Sin embargo, la culpa de aquella desilusión no la tenían ni lord Baltimore, ni el capitán del Poseidón, ni el orden social, sino meramente la ingenuidad del propio Ebenezer o, como él mismo percibía oscuramente, la naturaleza de la realidad, que no había sabido estar a la altura de sus expectativas. En cualquier caso, aunque la comida no era más fácil de engullir, Ebenezer se habituó a ella lo bastante como para no sentirse decepcionado entre comida y comida. Una objeción más considerable —que lo indujo a expresarle a Bertrand su descontento— era que tenía que comer con los criados una vez que hubieran terminado las damas y caballeros.

—No creas que es meramente por la ignominia que ello representa —se apresuró a asegurarle a su sirviente—, aunque la verdad es que son una tribu de patanes que se pasan todo el rato tomándome a chacota. Eres tú el que me da miedo; temo que te hagan hablar estando sentado a la mesa del capitán y que se descubra lo asno que eres. ¡Tres veces al día aguardo a tener noticias de tu desgracia, y ya desespero de mantener el engaño hasta Maryland!

—Ah, bueno, señor, si es por eso, no temáis. —Se hallaban en el combés del buque, y Bertrand parecía menos atento a las quejas de Ebenezer que a la contemplación de una señorita que se hallaba en el coronamiento, acompañada del capitán—. Esto de ser señor no tiene mucho misterio, de eso me he dado cuenta; lo puede hacer cualquiera que tenga pronto el ingenio y los ojos y las orejas abiertas.

—¡No me digas! Yo diría otro tanto de mi papel, seguramente; de todos modos, la gente con la que cenas no es estúpida, sino que son personas que tienen medios y educación.

Pero lejos de sentirse intimidado por aquel comentario, el sirviente desafiaba la verdad del mismo, ya que seguía prestándole mayor atención a la joven que a las palabras de su amo.

—Por Dios, señor, nadie sabe valorar mejor que vuestro criado los méritos de la riqueza y del nacimiento —afirmó con benignidad—, pero que me ahorquen si merced a la una o al otro jamás hombre alguno fue un ápice más inteligente o virtuoso.

A continuación, Bertrand juró por toda la experiencia que tenía de tratarse con damas y caballeros de nota, tanto en calidad de criado de los mismos como en tanto que su igual, que ni una sola de las fregonas que se sentaban a la mesa con Ebenezer era más lagartona que aquella damisela que estaba en la toldilla, por ejemplo, a la cual identificó como una tal señorita Lucy Robotham.

—A pesar de todos esos ropajes tan elegantes y de su manera refinada de hablar, señor, no se ruborizó ni un tanto así cuando este mediodía el capitán le propinó un pellizco por debajo de la mesa: ¡Se lo devolvió maliciosamente! Y ni media hora después, cuando la cogí de la mano para ayudarla a subir la escalerilla, ¿qué creéis que hizo? ¡Pues me rascó la palma de la mano! Una puta es siempre puta, sea cual sea su posición social —dijo a modo de conclusión—, y un necio es siempre necio por muchas que sean sus riquezas.

Ebenezer no puso en tela de juicio la veracidad de aquella idea democrática, pero negó que tuviera relevancia con relación al problema de que se ocupaban.

—A tu caballero no lo hacen ni el carácter ni el sentido común, Bertrand —dijo el poeta, llamando a su criado por su nombre a fin de que apartara la vista de la señorita Robotham—, sino la educación y los buenos modales. El caballero reconoce a su igual merced a un millar de indicios —un giro del lenguaje, la elección de un vino, un arabesco de la plumilla—, y merced a otros tantos detecta el fraude del advenedizo. Por mucha práctica que se tenga imitándolos, es sólo cuestión de tiempo que acaben por descubrirte. Un desliz de la lengua, un desliz del tenedor: cualquier bagatela puede delatarlo.

—Sí —rio el otro— y, decidme, ¿qué es lo que descubren?

—¡Pues que el individuo en cuestión no posee hidalguía de modales en virtud del nacimiento, por decirlo así! —Ebenezer estaba molesto por la arrogancia creciente de su criado, que ya de por sí no andaba precisamente falto de presunción—. ¿Cómo le vas a devolver a un caballero libro por libro si en tu crédito no hay libro alguno? ¿Cómo le vas a hablar de los últimos estrenos teatrales de Londres o de la situación en que se encuentra el continente si no has pasado por la universidad? El caballero auténtico es galante pero no fatuo, ingenioso pero no bufonesco, es serio sin llegar a ser un búho, está informado pero no es pedante…, en resumidas cuentas, participa de todas las cualidades sin exceso ni defecto; siempre está en el justo medio.

A lo cual el criado respondió, haciendo girar la mano y sonriendo:

—¡Por mi fe, tal vez sí o tal vez no!

Y seguramente hubiera añadido algo más de no haber sido porque la irritación creciente que sentía Ebenezer avivaba el interés que tenía para él aquel asunto, haciéndole reanudar al instante su discurso. Y así como la forma de hablar de un caballero es en comparación con la forma de hablar de la plebe como el canto de la alondra comparado con el del gallo, no obstante lo cual el canto del poeta es cual el del ángel si se lo compara al de la alondra, así también es el caballero un príncipe entre los hombres, y el poeta debiera, ser cual un príncipe entre los caballeros.

—Tal vez sí, señor, o tal vez no —volvió a decir Bertrand, y esta vez mirando a su amo, añadió—: ¿Pero estaríais dispuesto a creerlo? Anda tan maltrecha mi memoria que, a pesar de que escribí a tinta vuestro nombramiento, palabra por palabra, y a pesar de que vi claro como el Evangelio cómo se transformaba a un caballero en Poeta Laureado, no logro recordar la parte donde se ve que por ser Laureado se es caballero. Y tan pobres son mis ojos y mis oídos, que me han engañado, haciéndome creer que todos los poetas en los que aquellos órganos han reparado, como los amos Oliver, Trent y Merriweather, allá en Londres, por no nombrar más… Bueno, pues que entre todos esos versificadores no reúnen un solo justo medio, no ya de oro, como decimos nosotros, sino ni siquiera de cobre o latón. ¡Qué diantre! Hablando claro, esos fulanos son sobrios como macacos, modestos como pavos reales, castos como machos cabríos, tienen la voz tan melodiosa como la urraca, el valor de un ratón de sacristía y la cortesía de una gata en celo. El criado común, cotidiano, si me está permitido decirlo, seguramente es dos veces más caballero de lo que vuestro poeta jamás podría siquiera soñar. Mejor dicho, muchas veces posee un espíritu más refinado que el caballero que es su amo, como todo el mundo sabe, y no hay quien lo iguale cuando se trata de empolvar una peluca o colocar a los invitados en la mesa. ¡El y no vuestro poeta, diría yo, es caballero entre los caballeros!

A Ebenezer aquel estallido le cogió demasiado por sorpresa como para hacer otra cosa que no fuera entornar los ojos y exclamar:

—¡Basta!

Pero Bertrand no estaba dispuesto a consentir que le interrumpieran.

—Sin embargo, por lo que a eso se refiere —prosiguió—, me es de poca utilidad la raza de los caballeros, ahora que soy Poeta Laureado. ¡Qué narices! Las damas y caballeros que he conocido, muy lejos de ver en su poeta a un caballero, lo consideran como una especie de santo, mono amaestrado, bufón de corte y adivino gitano, todo a la vez. Vuestras damas me dicen cosas que jamás ha oído ningún cura papista; me miman como a un perrito faldero y me hacen gestos que harían enrojecer a un gigoló; me adoran y desprecian alternativamente, como si yo fuera a medias un dios y a medias un payaso ambulante. Y los caballeros, ¡Dios mío! Enseguida me consideran loco o mentecato, pues ¿quién sino un loco se entrega a hacer versos, salvo si se es demasiado lerdo para hacer dinero? Al fin y al cabo, señor, jamás se les ocurriría llamarme poeta, o como mucho me llamarían mal poeta, si alguna vez hiciera un comentario meramente razonable, no digamos ya cortés… ¡Mas no creáis que soy tan ingenuo!

Las facciones de Ebenezer se desencajaron, asentándose finalmente en una especie de gesto ceñudo. Los dos hombres se hallaban ahora totalmente enfrascados en la discusión, que por fuerza había de transcurrir en voz baja; estaban de cara al mar, acodados a la borda, de espaldas a la señorita Robotham, que había bajado de la toldilla al alcázar, al otro lado del barco.

—Te concedo lo siguiente —dijo Ebenezer—: que un poeta fatuo y parlanchín puede ser reo de chabacanería, al igual que un mal criado puede ser reo de presuntuosidad, y ambos pueden ser reos de afectación. Otrosí te concedo que el mejor poeta no es nunca en esencia un caballero…

—A diferencia del mejor criado —apuntó Bertrand.

—En cuanto a eso —dijo Ebenezer secamente— el criado que supera a su amo en conocimiento de la etiqueta y de la moda, es como el rústico que es capaz de recitar más pasajes de las Escrituras que un teólogo; posee un solo talento, y eso pone de relieve sus limitaciones. El caballero criado y el caballero poeta tienen en común lo siguiente: que en ambos casos la condición de caballero es una máscara. ¡Pero tras la máscara del criado se oculta un bribón, mientras que tras la máscara del poeta se oculta un dios!

—¡Vamos, vamos, señor!

—¡Déjame acabar! —A Ebenezer le brillaban los ojos, mientras las cejas rubicundas se le retorcían y sobresalían—. ¿Quién tiene más necesidad que el poeta de todos los dones divinos? El poeta posee el ojo del pintor, el oído del músico, la inteligencia del filósofo, la persuasión del letrado; cual un dios atisba el alma secreta de las cosas, la esencia que se oculta bajo la forma de las mismas, sus más recónditos recodos. Cual un dios conoce las fuentes del bien y del mal: ve la semilla de la santidad en la cabeza de un asesino, el gusano de la lujuria en el corazón de una monja. ¡Y aún voy más lejos: así como el poeta es entre los caballeros como una perla entre piedras pulimentadas, así también debe el Laureado ser un diamante entre las perlas, un príncipe entre los príncipes! ¡Al poeta hácenle entrega los reyes de su inmortalidad secular, igual que le hacen entrega del alma a Dios! No tiene nada de misterioso que la primera poesía fuera de índole religiosa, ni que los primeros poetas fueran sacerdotes paganos, según afirman algunos, ni tampoco que Platón dijera que la fuente de la poesía es una locura divina, como la de las sibilas y los videntes. Si el poeta genuino se aparta de la senda del buen comportamiento, no es más que la impronta de su vocación, un acceso de la musa; sin embargo, el Laureado, si bien es verdad que está por necesidad en posesión de las dosis mayores de esta locura, debe practicar una contención propia de dioses, pues ante los hombres es embajador y emblema de su arte: no sólo está obligado para con la musa, sino también para con sus colegas poetas.

—Entonces —preguntó Bertrand finalmente—, ¿es vuestro deseo que represente el papel de caballero en todo?

—De todas las maneras posibles.

—¿Y que adopte las acciones de los caballeros como un modelo a seguir?

—Nada menos.

—¡Uf! Pues entonces os tengo que pedir algo de dinero, señor —dijo Bertrand, riendo, y explicó que los últimos diez chelines que le quedaban de sus exiguos ahorros los había sacrificado aquel mismo mediodía en la apuesta sobre el recorrido diario, apuesta en la que, en tanto que caballero, se veía absolutamente obligado a participar.

—Ah, por eso me preguntaste hace un rato qué opinaba de jugar por dinero.

—He de confesar que sí —dijo Bertrand, y le recordó a su amo que se podían decir tantas cosas a favor como en contra del juego—. Además de lo cual, señor, ahora que ya me he metido en ello he de proseguir, tanto para salvaguardar nuestras máscaras como para hacer frente a mis pérdidas.

Ahora bien, a Ebenezer sólo le quedaba el poco dinero que había ahorrado a lo largo de los años que había pasado con el comerciante Peter Paggen, cantidad que en total no rebasaba las cuarenta libras, pero como Bertrand insistiera en que una suma menor no serviría de nada, Ebenezer sacó veinte libras de su baúl, regresó a la borda, donde le aguardaba su representante y, subrepticiamente, le dio el dinero; aderezando convenientemente la entrega con órdenes y admoniciones.

Llegados a aquel punto, la conversación se vio interrumpida por aquella misma joven de la que poco antes había hablado mal Bertrand, la señorita Robotham. Tras sentir un toque en el hombro, amo y criado se volvieron, viendo que la tenían justo tras de sí; Ebenezer palideció al pensar lo que acaso hubiera podido oír ella.

—¡Señorita! —dijo—. ¡Soy vuestro criado!

—Es a vuestro amo a quien busco —dijo la muchacha, dándole la espalda.

La señorita Robotham era una doncella de pelo castaño, busto excelente y unos veinte años de edad, y a pesar de que por ser un tanto gruesa tanto de cara como de modales, asomaba por debajo de la elegancia de su vestido una esencia si no rústica, sí al menos colonial; con todo y con ello a Ebenezer le dio la impresión de que tenía más de inocente que de concupiscente. De hecho, era la primera vez, desde que le refiriera sus cuitas a Henry en la diligencia de Plymouth, que se acordaba de Joan Toast, la mujer que había despertado en él la delicadeza de sentimientos que precipitó su partida de Londres: aquella muchacha y ésta parecíanse en la mirada, en la piel y en la franqueza de sus modales.

Bertrand, que no había hecho ningún ademán que acompañara la cortesía de su amor, se apoyó en la borda y le echó una ojeada a la recién llegada, tratándola con crudeza. Ella, en absoluto intimidada, juntó las manos con impertinencia, se dejó caer varias veces sobre los talones, y dijo:

—Tengo que haceros una consulta literaria, señor Cooke.

—Ajá —dijo Bertrand, dándole un golpecito en la barbilla—. Y decidme, os lo ruego, ¿qué tiene que ver con la literatura una mocita tan linda como vos?

Ebenezer, tan alarmado por la pregunta como por la vulgaridad de su criado, se apresuró a ofrecer sus servicios, indicando que no se debiera importunar al Laureado con preguntas baladíes.

—¿Para qué sirve entonces? —inquirió la doncella, fingiendo hacer pucheros. Apretó luego los labios, alzó las cejas y añadió con desenfado, aún mirando a Bertrand—: ¿Tengo que padecer sus miradas libidinosas a cambio de nada? El me dirá qué poeta escribió Alejaos, alejaos, oh, lujuriosa Fortuna y me lo va a decir ahora mismo, de lo contrario mi padre va a tener conocimiento de qué poeta me pellizcó este mediodía en parte que me sonroja mencionar, dejándome como prueba un cardenal.

—La moraleja de eso —dijo Bertrand— es la siguiente: quien lleva faldas de paja es menester que se mantenga fuera del fuego.

—¡Moraleja! ¡Sí que sois vos un sacerdote apropiado para hablar de moral! Basta ya: ¿Quién dijo Alejaos, alejaos, oh, lujuriosa Fortuna, Shakespeare o Marlowe? Me he apostado dos chelines con el capitán Meech, que se las da de culto.

Alarmado por temor a que su criado lo echara todo a perder, bien por su respuesta, bien por su conducta, Ebenezer estuvo a punto de interrumpir, respondiendo él, pero Bertrand no le dio ocasión.

—¡Conque el capitán Meech, eh! —exclamó con gesto burlón, mirando de reojo—. ¡Yo también me apuesto dos chelines a que por cada cardenal mío vos tenéis tres sobre los que sentaros!

La señorita Robotham y Ebenezer protestaron, el segundo, con sinceridad.

—¿No? Pues entonces una libra. —Bertrand se rio—. Una libra mía contra vuestro chelín. Pero cuidado, ¡tengo que ver las pruebas personalmente! —A continuación le preguntó por qué poeta había apostado, ofreciéndose a jurar que él mismo era el autor de aquellos versos.

—El Laureado no tiene rival en el campo de la galantería —comentó con alivio Ebenezer, hablándole a la espalda juvenil de la señorita Robotham—. Y lo cierto es que, si se ha de ser caballeroso, lo que cuenta es que William…

—Oh, no —protestó la joven, cortando a Ebenezer—, no quiero vuestros favores, señor Laureado, pues sé muy bien lo que me acabarán costando. Aparte de que conozco bien la respuesta y lo único que quiero es una confirmación:

¡Alejaos, alejaos, oh, lujuriosa Fortuna!

Y vos, sínodo de todos los dioses;

arrebatadle su poder; quebrantad

los radios todos y el borde de su rueda.

Y por la ladera celestial

echadla a rodar hasta que llegue

al abismo de los desalmados.

—¡Muy bien, muy bien! —aplaudió Ebenezer—. Quien dio vida a Hamlet no se adecuó mejor que vos…

—¡Demonios! ¡Cuánto rufián y cuánta hembra lujuriosa! —exclamó Bertrand—. Quienquiera que fuese el que escribió eso estaba salido, a ver quién lo niega. A decir verdad, señorita, para lo que es eso, yo mismo podría haberlo garabateado.

—¡Señorita, tened la bondad! —exclamó Ebenezer, horrorizado por la ignorancia de Bertrand y lo peligroso de la situación. Esta vez Ebenezer se interpuso entre ellos por la fuerza y cogió a la señorita Robotham del brazo, como disponiéndose a llevársela de allí—. Debéis disculpar mi brusquedad, pero no puedo permitir que sigáis molestando al Laureado.

—¡Molestarlo! —La señorita Robotham retiró el brazo—. ¡Que yo le molesto a él!

—Valoro mucho vuestro interés por la poesía, cosa rara incluso en una muchacha londinense —prosiguió diciendo el poeta, hablando con rapidez y mirando en derredor, por si hubiera gente observándolos—, y no estoy criticando vuestra crianza porque hayáis abusado de la galantería de este gran hombre, pues veo que sois de las plantaciones; sin embargo, debo explicar…

—¡Oíd lo que dice este villano! —La señorita Robotham buscó primero la solidaridad de una audiencia imaginaria y luego, específicamente, la del capitán Meech, a quien vio venir procedente de popa—. ¡Le hago una pregunta cortés al señor Cooke y este mequetrefe me tacha de palurda sin modales!

—No le hagáis caso —dijo, de buen humor, el capitán, no sin dirigir una breve mirada de desprecio al ofensor—. ¿Quién es el ganador de la apuesta?

—Oh, todo el mundo sabe que lo escribió Shakespeare —dijo ella—; pero al señor Cooke le gustan las bromas tanto como a vos: jura haberlo escrito él.

—Las grandes almas suelen expresarse por medio de epigramas —explicó Ebenezer a la desesperada—. Tal vez, visto superficialmente, parezca una simple broma; pero en el fondo encierra un pensamiento profundo: el Laureado quiere dar a entender que entre los grandes poetas se da tal sensación de hermandad a la hora de servir a la musa que es como si Will Shakespeare y Eben Cooke fuesen la misma persona.

—Entonces he perdido —dijo el capitán con un suspiro, respondiendo más al comentario de la señorita Robotham que al de Ebenezer—. De ahora en adelante practicaré lo de zapatero a tus zapatos y dejaré la sabiduría en manos de los sabios.

—¡El cielo lo impida! —dijo Bertrand, riéndose. No le había prestado la menor atención a la alarma anterior de Ebenezer—. Yo pierdo bastante a costa de vuestro arte marinero sin entrar en la apuesta diaria contra vos.

Entonces el capitán Meech dijo, guiñando un ojo, que tenía todo el dinero en sus habitaciones, y la señorita Robotham, cogiéndole del brazo, se fue con él para recoger sus ganancias.

Bertrand se los quedó mirando, lleno de envidia.

—¡Ay, Dios mío, qué pieza tan sabrosa!

—¡Esto es nuestro fin! —gimió Ebenezer en cuanto la pareja no pudo oírlo—. ¡Has echado a perder nuestras armas! —Se volvió hacia el océano y hundió el rostro entre las manos.

—¿Qué? ¡Nada de eso! ¿No visteis cómo ronroneó la gatita cuando le acaricié la barbilla?

—¡La has tratado como si fuera una furcia de a dos chelines!

—Más que eso no es —dijo Bertrand—. ¿Creéis acaso que en este mismo instante se está echando una partida de cartas con Meech?

—Pero su padre es el coronel Robotham, del condado de Talbot, antiguo miembro del Consejo de Maryland.

Bertrand no se impresionó.

—Lo conozco bastante bien. Con todo debo decir que no es muy normal que un padre se quede escuchando cómo su hija habla de rufianes y hembras lujuriosas mientras recita versos obscenos en la mesa.

—¡Dios nos libre! —exclamó el Laureado—. Si no nos descubres con tus meteduras de pata, conseguirás que nos azoten por tu comportamiento. No vuelvas a hablar del refinamiento de los criados, por el amor de Dios; he visto lo suficiente, y otro tanto digo de su ignorancia.

—Vamos, vamos, componeos —dijo Bertrand—. Estaba representando el papel de Laureado, no el de criado, de lo contrario habríais visto refinamiento a raudales. Sabía lo que me hacía.

—Lo que tú sabías…

—Y por lo que se refiere a estas chanzas y a las conversaciones librescas a las que tanta importancia le dan vuestras elegantes gentes —prosiguió Bertrand malhumorado—, cualquier caballero que esté al servicio de otro caballero y que, como yo, haya gozado de perspectiva suficiente como para contemplar todo el terreno, puede deciros claramente lo que hay, y lo que hay es esto: se trata de sondear cuáles son los sentimientos con respecto de un asunto concreto para así poder uno luego expresar su sentimiento más inteligentemente. En esto, la diferencia que hay entre un hombre simple y un hombre ingenioso, en honor a la verdad, es que al hombre normal le importa mucho la posición a adoptar, aunque le importa un pedo el porqué de adoptarla, a condición de que la posición esté bien defendida. A eso añadamos, cosa que cualquier criado puede deciros, que la mayor parte de las cosas de las que hablan los hombres tienen dos caras, y que cada vez que se sube un peldaño en la escalera del ingenio, puede verse cómo lo que se dice es el Evangelio respecto del peldaño anterior y del posterior.

—¡La escalera del ingenio! ¿Qué locura es ésa? —preguntó Ebenezer.

—No es más locura que la locura del mundo, señor. Por ejemplo, el asunto de las pelucas, que tanto da que hablar en Londres: si hay que llevar peluca larga o corta. Al comerciante normal no le interesa la moda, y encima de su pelo natural se pone una peluca corta para trabajar mejor; pero dadle diez libras y un par de semanas de ocio, que saldrá disparado a la tienda para comprarse un magnífico pelucón francés y medio celemín de polvos, y entonces se creerá que es el mismísimo demonio. A continuación, coged a una docena de desocupados como él; el más avisado de todos se comprará una peluca corta y empezará a discursear con altanería acerca de la tiranía de la moda (¡anda que no les he oído veces decir eso!), y se creerá que está tan por encima de sus congéneres, los que llevan peluca larga, como estos últimos creen estar por encima de los hijos de los mercaderes y de los aprendices que llevan peluca corta. Con todo, basta que subáis un peldaño más y, otra vez, la peluca larga; ahora la lleva un sabio que ha visto a tanta gente de peluca corta aparentando tener sentido común, que se ha dado cuenta de que lo único que hacen es adoptar una postura falsamente práctica, por lo que él gana fama de ser el más inteligente al exponer la falsedad de los demás a plena luz del día. Pero un escalón más arriba nos encontramos de nuevo con la peluca corta, en lo alto de la coronilla de algún filósofo, y un escalón más allá, la peluca larga, y así sucesivamente. O bien, tomad la cuestión francesa; los rústicos patanes son abiertamente partidarios de Inglaterra y piensan que los franceses son la maldad personificada, pero después de un año en Londres se mofarán de cómo razonan sus compadres del campo. Entonces aparece uno que ya ha pasado por eso, y va y dice: «¡Así le dé la peste a ese fatuo con tanta cháchara! ¡Al fin y al cabo, Inglaterra y nada más!». Luego aparece otro que ha estado en el extranjero, el cual viene diciendo que para quien ha viajado no es cosa de chácharas, porque no hay nadie más inteligente que un francés inteligente, en comparación con el cual un ciudadano inglés no es más que un palurdo…, y aún queda el que ha visto no sólo Francia, sino todas las santas provincias del globo; éste dirá que son los viajeros novicios los que cantan las alabanzas de París… El hombre que lo ha visto todo regresa a Inglaterra con el corazón rebosante de refinamiento. Pero acto seguido hace aparición el gran filósofo escéptico, que no le da la razón a ninguna de las dos partes, y después de este último llega un filósofo aún más grande, el cual sabe que ninguna de las dos partes tiene razón, aunque de todos modos toma partido por la insensatez más inteligente; luego de éste aparece un santo mundano que dice haber superado para siempre jamás toda palabrería sobre guerras y reyes, ganando renombre por su virtud. Y después de éste…

—¡Basta, te lo suplico! —gritó Ebenezer—. ¡Me da vueltas la cabeza! Por el amor de Dios, ¿qué es lo que quieres decir?

—Ni más ni menos que lo que ya he dicho anteriormente, señor: que importa un rábano lo poco o mucho que se haya vagado por el mundo, o que uno se haya quemado los ojos delante de los libros, o que se haya afilado los ingenios con inteligentes compañías; el caso es que cada vez que uno dice sí, siempre le dirá no alguien que es un poco más simple, y otro tanto hará alguien que es un poco más brillante, de modo que a las gentes inteligentes les importa menos lo que uno piensa que por qué lo piensa. Eso es lo que me salva.

Pero Ebenezer no acertaba a ver el porqué.

—¡Yo más bien diría que eso es lo que acabará contigo! El necio puede repetir cual loro los juicios del sabio, que jamás puede esperar ser capaz de defenderlos.

—Y sólo un necio lo intentaría —dijo Bertrand, con el índice en alto—. Vuestro poeta no tiene necesidad de hacerlo.

Las facciones de Ebenezer ejecutaron una danza.

—Lo que quiero decir, señor —explicó Bertrand—, es que cuando estas gentes acuden a mí con una de sus preguntas de peso (anoche mismo, por ejemplo, querían que les diera mi opinión sobre la brujería, en cuanto a si creía o no en ella), pues qué, yo pongo cierta sonrisa y digo: «¿Por qué no?». ¡Y de ahí no me sacan! Los que están a favor se sienten suficientemente satisfechos, y en cuanto a los escépticos, no tienen modo de saber si soy un pollino sobre cuyos lomos cabalga un espectro o si soy una especie de místico el doble de sabio que ellos. Vuestro poeta no ha menester de complicarse la cabeza dando ninguna explicación: los hombres creen que están en posesión de la llave maestra que permite el acceso a la alcoba de la dama de la verdad, por lo que se sonríen cuando ven a los sabios aprestar sus escalas en el patio. Esa urbanidad y sensatez de las que habláis son sus peores enemigos; el poeta lo que tiene que hacer es pellizcarles a las damas en el trasero y tirarles de las barbas a los eruditos. Podríamos decir que sus modales son su solo argumento, y una sonrisa enigmática, su única refutación.

—No más —dijo Ebenezer, tajante—. ¡No quiero oír más!

Bertrand exhibió una sonrisa enigmática.

—Y, con todo, ¿a que no cabe dudar que es la pura verdad?

—Hay en ello una corteza de verdad, sí —concedió el Laureado—; pero es como la cáscara de sensatez que encubre al loco, o la capa de hielo de un estanque donde se patina: sólo sirve para hacer más siniestro lo que se oculta debajo.

En aquel preciso instante sonó la campana convocando a la cena a las damas y caballeros.

—Ya han terminado de cocinar nuestro ganso —dijo, lúgubre, Ebenezer—. Ahora mismo vas a ver cómo la señorita Robotham se ha percatado de tu ignorancia.

—Puede que sí —dijo Bertrand con su sonrisa—, pero me apostaría vuestro último penique a que piensa que soy un Salomón de tomo y lomo. Enseguida sabremos quién tiene razón.

Lo cierto es que pasaron casi cuatro horas antes de que el Laureado pudiera volver a hablar a solas con su criado, pues mucho después de que la servidumbre hubiera terminado de cenar, las gentes elegantes se demoraron jugando a las cartas y bebiendo coñac en el salón principal. El alborozo mismo de los congregados —cuyos ecos podía oír con claridad Ebenezer mientras se hallaba junto al trinquete, cavilando, asomado al océano que la luna bañaba— parecía indicar que no se traían nada serio entre manos, sin embargo, la exasperación del poeta se vio aliviada cuando vio por fin emerger a Bertrand del alcázar, acompañado del capitán Meech en persona, aún riéndose de algún chiste privado, para luego encender la pipa con la lámpara de fumar[24]. El poeta sintió una punzada de envidia, mas no eran sólo los modales de Bertrand lo que le incomodaba; la verdad era que encontraba tan atractiva la cínica argumentación del criado como su propia réplica y, en el fondo, ni una ni otra le satisfacían. Por dicha razón, cuando preguntó qué se había dicho durante la cena con respecto a la apuesta literaria de aquella tarde, Ebenezer, si no entristecido, sí se quedó sorprendido por la respuesta.

—No se habló de otra cosa en la mesa, señor. —Bertrand aspiró humo, mirando la pipa con gesto ceñudo—. La mozuela Robotham contó lo que yo había dicho y cómo lo glosasteis vos, palabra por palabra. Llanamente hablando, señor, el coronel, su padre, me preguntó luego por qué soportaba a un criado tan insolente, si me perdonáis que lo diga, que osa hablar en nombre de su amo. Los demás empezaron a opinar y la mozuela acabó diciendo que bastaba con verme para saber que yo era poeta, en tanto que vos erais un boe… o un beo…, bueno, no sé qué palabreja.

—Beocio —dijo sombríamente el poeta.

—Eso. Otra de sus palabras obscenas.

Entonces, Ebenezer preguntó sin entusiasmo qué respuesta había dado el criado.

—¿Qué podía decir yo para acabar con sus chismorreos? Les dije sencillamente que lo único que cuenta en un secretario es que sepa caligrafía. Entonces el capitán invocó de nuevo a la lujuriosa Fortuna, que parece ser su obscenidad favorita; se sabía el fragmento entero, según dijo, pero había olvidado en qué momento de no sé qué obra de teatro que mencionó lo decían.

—Ah —Ebenezer cerró los ojos, casi con esperanza—. Así pues, a fin de cuentas no ha llegado el fin.

—¿Cómo es eso, señor? Yo, efectivamente, ni pestañeé; sólo dije que lo habíamos hablado una hora después del mediodía, tras haber perdido la última libra apostando, pues el recorrido de aquel día había sido corto. Bertrand le dio otra calada a la pipa y lanzó con satisfacción un escupitajo al océano ondulante.