11. PARTIDA DE ALBIÓN: EL LAUREADO EN ALTA MAR

Así sucedió que no mucho después, cuando se levaron anclas, se largaron brioles, se desplegaron velas y se amarraron escotas, drizas y brazas, y ya el Poseidón salía hacia mar abierto por un ancho brazo, dejando atrás la costa del lugar llamado El Lagarto, Ebenezer no pudo ser testigo del espectáculo que protagonizaban los caballeros que se encontraban en el alcázar, ya que él yacía desconsolado en una hamaca, en el interior del castillo de proa, a solas, pues la tripulación estaba ocupada arriba. Las últimas palabras del oficial eran como para estar bastante asustado, qué duda cabe, pero Ebenezer en realidad ya no deseaba encontrarse de nuevo en El Rey de los Mares. Naturalmente cabía la posibilidad de que el impostor no se sintiera intimidado, pero, sin duda alguna, como último recurso, preferiría permitir que el verdadero Laureado adoptara el papel de su criado antes que condenarlo a morir ahogado; además, Ebenezer no veía en el plan de Burlingame más final que una muerte segura. Así pues, considerándolo todo globalmente, el poeta creía que el camino por él elegido era en el fondo bastante prudente, quizá, la mejor salida que cabía imaginar, dadas las circunstancias; si, siguiendo el consejo de Burlingame, Ebenezer hubiera aceptado el plan, y si hubiera tenido cerca a su amigo brindándole apoyo moral frente al encuentro que se le avecinaba, puede que de todos modos siguiera estando asustado, pero no se sentiría desconsolado. Lo que le hacía sentir vértigo y que le sudaran las palmas de las manos, lo que le entrecortaba la respiración a Ebenezer era el hecho de haber decidido por sí solo subir a bordo del Poseidón, hacerse pasar por Bertrand Burton, haberle manifestado al oficial su verdadera identidad y, por último, haberse retractado de dicha afirmación, arriesgando su vida por llegar a Malden. Oyó el estruendo de la cadena del ancla, ruido de pasos que corrían por cubierta, sobre su cabeza, las voces de mando del piloto, los cánticos acompasados de la tripulación al tensar los cabos; notó que la nave escoraba suavemente a babor y ganaba el mínimo de velocidad que permitía gobernarla, y se sintió desconsolado, casi a punto de volver a caer enfermo, igual que en su habitación aquella última noche que pasó en Londres.

Poco después un marinero entrado en años subía por la escalera de la toldilla y, al llegar a la mitad de la altura de la misma, entraba en el compartimento del castillo de proa donde se encontraba Ebenezer. Era un lobo de mar desdentado, calvo, de mirada vidriosa, mejillas hundidas, labios sin color, piel amarillenta y correosa, y que tenía una gran cicatriz paralela a la nariz.

—¡Espabilando, mozalbete! —gorjeó desde la escalerilla—. El capitán quiere que vayas a la toldilla.

Ebenezer saltó de la hamaca con prontitud, con el cuaderno todavía en la mano, y al no tener en cuenta la inclinación de la cubierta, se estrelló con fuerza contra un mamparo cercano.

—¡Au!, ¡rayos! —murmuró.

—¡Ji, ji! ¡Paso vivo, hijo!

—¿Qué desea el capitán de mí? —preguntó el poeta, asegurando el equilibrio al pie de la escalerilla—. ¿Será posible que se haya dado cuenta de quién soy y las indignidades que padezco?

—A lo mejor quieres que te pasen por debajo de la quilla —cacareó el viejo, dándole un pellizco a mala idea en la mejilla, con tanta fuerza que a Ebenezer se le saltaron las lágrimas—. Ahí abajo tenemos percebes suficientes como para que se despelleje vivo un tiburón. ¡Andando!

No quedaba más remedio que trepar por la escalerilla hasta cubierta y seguir a aquel guía tan molesto hasta la toldilla. Allí se encontraba el capitán, que era un hombre de tez rojiza, sin barba, rechoncho, con papada, de aspecto severo, como corresponde a un calvinista, aunque tenía en los ojos una coloración sonrosada, síntoma de libertinaje, así como unos labios rojos y húmedos que le hubieran hecho fruncir el ceño a Arminius[22].

Ebenezer, frotándose la mejilla dolorida, observó al pasar por el alcázar que se despertaba un murmullo general entre los caballeros que allí se encontraban, y agachó la cabeza. Cuando ya ascendía por la escalera que subía hasta la toldilla, el marino viejo lo agarró de la casaca y lo retuvo de un tirón.

—¡Alto ahí! La cubierta de toldilla no es para gente de tu traza.

—Ya vale, Ned —dijo el capitán, indicándole que se fuera mediante un gesto de la mano.

—¿Qué es lo que deseáis, señor? —preguntó Ebenezer.

—Nada. —El capitán lo miró desde arriba con interés—. Es el señor Cooke, vuestro amo, quien quiere veros, no yo. ¿Seguís afirmando ser su criado?

—Sí.

—¿Sabéis lo que les ocurre a veces a los polizontes?

Ebenezer lanzó una mirada a la oscuridad creciente del cielo: al este caía la noche, al oeste se veían nubes de tormenta, las aguas espumantes y las rocas de Inglaterra, que se alejaban velozmente. Se le heló el corazón.

—Sí.

—Llévatelo a mi camarote —le ordenó el capitán a Ned—. Pero acuérdate de llamar antes de entrar; el señor Cooke está ocupado rimando versos.

Ebenezer estaba impresionado: él mismo no se hubiera atrevido a solicitar semejante privilegio. Fuera quien fuera aquel impostor, los aires que se daba estaban a tono con el rango que afirmaba tener.

El marinero cogió a Ebenezer por la manga y lo llevó hasta una escalerilla que había en la parte posterior del alcázar y que daba a los aposentos del capitán, debajo de la toldilla. Por otra escalerilla, ésta corta, llegaron a una especie de sala de mapas; allí el viejo Ned llamó a una puerta orientada a popa.

—¿Quién es? —preguntó alguien desde el interior. La voz era aguda, segura, y denotaba un cierto fastidio: desde luego no era la voz de nadie que temiera ser descubierto. Ebenezer volvió a pensar en el mar a oscuras y se estremeció: no había ninguna posibilidad de ganar la orilla.

—¿Dais vuestro permiso, señor Cooke? —dijo Ned con voz implorante, claramente intimidado—. Tengo aquí al bribón que se hace pasar por vuestro criado, señor, el que intentó hacernos creer que era vos, señor.

—¡Ajá! Hazlo pasar y déjanos en paz —dijo la voz, como si le divirtiera la perspectiva que se presentaba.

De la mente del poeta desapareció toda idea de triunfo; Ebenezer tomó la resolución de no pedirle a aquel hombre nada más que piedad… y, tal vez, la promesa de que le devolviera, cuando llegaran a Maryland, el nombramiento de lord Baltimore, con el que se había hecho el impostor de un modo u otro. Y acaso una disculpa, pues a fin de cuentas le estaban infligiendo una humillación de cuidado.

Ned abrió la puerta y ayudó a Ebenezer a entrar propinándole otro pellizco cruel, esta vez, en las nalgas, al tiempo que se reía malignamente. El poeta dio un salto involuntario, de nuevo llenándosele los ojos de lágrimas; cuando Ned hubo cerrado la puerta, a Ebenezer le fallaron las rodillas. Vio que se hallaba en un camarote pequeño, pero elegantemente amueblado, situado en el extremo posterior del buque. El suelo estaba alfombrado; el lecho del capitán, que estaba empotrado en una de las paredes, ofrecía un aspecto cómodo, con su lencería tan limpia. Una lámpara de petróleo, de bronce, de grandes dimensiones, ya encendida, oscilaba suavemente, suspendida del techo, iluminando una gran mesa de madera de roble. Había incluso unas estanterías de libros, con portezuelas de cristal y unos retratos al óleo, al estilo de Tiziano, Rubens y Correggio, fijados a las paredes mediante unos decorativos remaches de bronce. El impostor, que llevaba puesta la chaqueta de Burlingame, la de color entre púrpura y oporto, y que lucía peluca de campaña, estaba de pie, dándole la espalda al poeta, junto a la pared del fondo —que era propiamente la popa del barco— contemplando a través de los pequeños rectángulos de cristal emplomado la estela del Poseidón. Contento porque Ned se hubiera marchado, Ebenezer dio precipitadamente la vuelta en derredor de la mesa e hincose de hinojos a los pies del otro hombre.

—¡Estimadísimo señor! —exclamó sin atreverse a alzar la vista—. ¡Creedme! ¡No tengo la menor intención de revelar vuestra superchería! ¡No tiene la menor importancia, señor! Sé perfectamente cómo os hicisteis con vuestras ropas en los establos de El Rey de los Mares, y cómo engañasteis al barquero Joseph y a su padre en el muelle…, aunque cómo cielos habéis conseguido mi nombramiento, que firmó lord Baltimore de su puño y letra delante de mí no hace aún ni una semana, eso no lo sé ni por asomo.

El impostor, que veía a Ebenezer desde arriba, emitió un ruidito y retrocedió.

—¡Pero no importa! ¡No penséis que estoy enfadado o que tengo intención de vengarme! No os pido sino que permitáis que me haga pasar por vuestro criado mientras estemos a bordo de este barco, y yo no le diré ni palabra a nadie, podéis confiar en ello. ¿Qué beneficios os reporta verme morir ahogado? Y cuando lleguemos a Maryland, pues qué, no presentaré cargo alguno contra vos, sino que haré las paces y no volveré a pensar jamás en ello. Más aún, os proporcionaré un puesto en Malden, mi propiedad, o bien os pagaré el viaje a una provincia cercana…

Cuando alzó la vista para ver el efecto que causaba su alegato, se interrumpió y no dijo nada más. La sangre le abandonó el rostro.

—¡No!

Ebenezer se puso en pie de un brinco y se abalanzó sobre el impostor, que casi no logra escapar al otro lado de la mesa de roble, que era redonda; sin embargo, al huir, se le cayó la peluca al suelo, y la luz de la lámpara dio de lleno sobre la persona de Bertrand Burton, el verdadero Bertrand Burton, a quien Ebenezer había visto por última vez en su habitación de Pudding Lane, cuando saliera de allí para ir a buscar un cuaderno al Signo del Cuervo.

—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! —La cólera casi no le dejaba hablar.

—Os lo suplico, amo Ebenezer, señor… —la voz era la de Bertrand, y había perdido el tono formidable de antes. Ebenezer volvió a arremeter contra él, pero el criado mantenía la mesa entremedias.

—¡Te hubieras quedado mirando cómo me ahogaba! ¡Has permitido que me arrastrara a tus pies implorando misericordia!

—Os lo suplico…

—¡Canalla! ¡Espera a que te eche las manos a ese cuello de cobarde, que te lo retorceré como si fuera el de un capón! ¡Veremos quién bebe agua salada!

—¡No, os lo suplico, amo! ¡No os deseaba ningún mal, os lo juro! ¡Os lo puedo explicar todo, hasta el último detalle! ¡Dios mío, jamás se me pasó por la cabeza que fuerais vos el que habían atrapado, señor! ¿Pensáis que hubiera soportado veros sufrir, a vos que siempre fuisteis un amo tan gentil? ¿Yo, que he sido amigo de confianza y consejero de vuestro bendito padre durante tantos años? ¡Vamos, es que prefiero que me azoten antes de permitir que os pongan la mano encima, señor!

—¡Azotarte te van a azotar muy pronto, a fe mía que sí! —dijo con ferocidad el poeta, que cambiaba en vano el sentido de su persecución circular, unas veces hacia la derecha, otras hacia la izquierda—. ¡Y no va a ser eso lo peor cuando te coja!

—Permitidme tan sólo que os diga, señor…

—¡Ay! ¡Casi te pillo!

—… que la culpa no fue mía…

—¡Ah! ¡Bellaco, estate quieto!

—… sino del mal ron y de una mujer traicionera…

—¡Demonios! ¡Vas a ver cuando te coja!

—… y el que tiene la culpa de verdad, señor…

—Te voy a azotar hasta arrancarte esa chaqueta púrpura a tiras…

—… es el galán de vuestra hermana Anna.

Allí terminó la persecución. Ebenezer se apoyó en la mesa, inclinándose hacia el otro lado, quedando en medio de la luz que arrojaba la lámpara, que ahora destacaba más por contraste con la oscuridad creciente del exterior.

—¿Qué es lo que te he oído decir? —preguntó con cuidado.

—Yo sólo he dicho, señor, que lo que desencadenó todo el asunto fue la libra esterlina que me dieron vuestra hermana y ese caballero amigo suyo en la posta cuando llevé allí vuestro equipaje.

—¡Te voy a arrancar de cuajo esa lengua embustera!

—¡Es tan verdadero como las Escrituras, lo juro! —dijo Bertrand, qué seguía moviéndose con cautela cuando se movía Ebenezer.

—¿Tú los has visto juntos? ¡Imposible!

—Que Dios haga que me caiga muerto ahora mismo si miento, señor. Miss Ana y un caballero con barba, al que llamaba Henry.

—¡Dios del cielo! —murmuró el poeta para sí—. Pero lo has llamado su galán, Bertrand.

—Bueno, no lo dije en mal sentido, señor; en ningún mal sentido en absoluto. No quise decir más que… ¡Ah, señor!, ya sabéis como a veces se hacen suposiciones y nada más lejos de mi intención que…

—Deja de parlotear. ¿Qué viste que te hizo llamarlo galán? ¿Algo más que una conversación cordial?

—En verdad, señor, bastante más. Pero yo no soy de esa clase que…

—Sé bien qué clase de ladrón, embustero y tramposo eres —exclamó Ebenezer—. ¿Qué viste que puso en marcha tu sucia imaginación? ¿Eh?

—No me atrevo a decirlo, señor, en el estado de ira en que estáis. ¿No me mataréis, aunque soy inocente como un bebé recién nacido?

—Basta —suspiró el poeta—. Que ya te conozco. Me volverás loco con tus digresiones y rodeos hasta que garantice tu seguridad. Está bien, no me ensuciaré las manos en ti, lo prometo. ¡Habla claro, ahora!

—Estaban abrazados —dijo el criado—, haciéndose arrumacos como dos tortolitos enloquecidos cuando llegué con vuestro equipaje. Cuando la señorita Anna me vio, se ruborizó y trató de recuperar la compostura; sin embargo, durante todo el tiempo que me estuvieron dirigiendo la palabra, ni ella ni el caballero podían estarse quietos, así les fuera la vida en ello; antes bien, venga a decir sin parar que si pichoncito, que si palomita, caricia va, caricia viene… ¿Os encontráis enfermo, señor?

Ebenezer se había puesto pálido; se desplomó en la butaca del capitán y se cogió la cabeza con las manos.

—No es nada.

—Bien, como os decía, señor, no podían tener las manos quie…

—Acaba tu historia si es preciso —interrumpió Ebenezer—, pero no sigas hablando de esos dos si valoras tu miserable vida. ¿Conque te pagaron, no?

—Así es en verdad, señor, por haber transportado vuestro equipaje.

—¿Pero una libra? Es una propina principesca para un trabajo así.

—Ah, bueno, señor, es que a fin de cuentas yo soy un criado antiguo y digno de confianza… —Bertrand se interrumpió a mitad de frase, tan fiera era la mirada que revestía el semblante de Ebenezer—, además de lo cual —concluyó—, ahora que veo cómo os afecta, posiblemente ellos no quisieran que yo dijera nada de lo que he visto. ¡A decir verdad, me perdí el momento de vuestra partida por muy poco! De no ser porque la señorita Anna y su caballero insistieron en que me fuera enseguida…

—Ahórrame tu devoción —dijo Ebenezer—. ¿Qué hiciste entonces y por qué te hiciste pasar por mí? Habla rápido, antes de que haga venir al capitán.

—Es una historia trágica, señor, y me da vergüenza contarla. Os ruego que tengáis en cuenta que jamás me hubiera atrevido, señor, de no haber sido porque me sentí anonadado y presa del dolor cuando os detuvieron con gravísimo peligro de mi vida.

—¡Cuando me detuvieron!

—Sí, señor, en la posta. Para mí es un misterio que estéis libre y que hayáis venido de Londres tan rápidamente.

Ebenezer dio un puñetazo en la mesa.

—¡Hazme el favor de hablar en mi idioma! ¡Frases correctas en mi idioma, que las pueda entender cualquiera!

—Muy bien, señor —dijo Bertrand—. Empezaré por el principio, si me aguantáis.

Y diciendo aquello se tomó la libertad de sentarse a la mesa del capitán, frente a Ebenezer, y acompañándolo de un aderezo de moralejas colaterales y otros comentarios, refirió durante la media hora siguiente la historia que viene a continuación:

—Doble era el dolor que llevaba encerrado en el corazón al salir de la posta, señor, y es que había perdido al amo más noble y gentil al que jamás haya servido un pobre criado, y ni siquiera me era dado reclamar el privilegio de despedirlo cuando partía en la diligencia de Plymouth, para desearle suerte por vez postrera. Por lo tanto y a fin de poder hacerlo, me busqué un doble aspecto físico. Con la libra que me dieron la señorita Anna y su…, lo que quiero decir, señor, es que fuime presto a una taberna que había a mano y allí bebime una buena cantidad de ponche que el bellaco del tabernero había rociado con un ron de melaza tan venenoso que a punto estuve de quedarme ciego allí mismo. Tres vasos bastaron para hacerme perder por completo el juicio, y sin embargo era tal el dolor que causaba vuestra pérdida que me bebí siete y además me compré un cuarto de ratafia para llevárselo a Betsy Birdsall. Es decir, que ni todos los espíritus embotellados de Londres eran capaces de reanimar el mío, así que acabé por volver rápidamente a buscar consuelo en Pudding Lane, en vuestros aposentos, señor. Sin embargo, yo sabía muy bien que tras vuestra partida ofrecerían un aspecto tan desolador que cuando me viera allí a solas mi dolor se multiplicaría por diez, por cuya causa me entretuve en el piso de abajo para ir a buscar a Betsy Birdsall (¿os acordáis, señor, de aquella camarera que tenía un marido contra natura y una risa encantadora?). Juntos subimos las escaleras y, ¡demonios!, ¡lejos de estar vacíos, vuestros aposentos estaban a reventar de gente, señor! Estaba allí un sujeto llamado Bragg, que no parecía más hombre que el marido de mi Betsy, y con él estaban media docena de alguaciles de aspecto feroz; era a vos a quien buscaban, señor, a cuenta de una falsa historia sobre un libro mayor de cuentas. ¡Yo a aquello no le encontraba ni pies ni cabeza!

»En cuanto me divisaron se elevó un clamor y estaban tan empeñados en hacer justicia que temí por la suerte que pudiera correr el honor de Betsy a manos de aquellas gentes. Al cabo les dije, respondiendo a sus preguntas, que mi amo se hallaba en la posta y ellos salieron disparados o por vos… ¡No, no me miréis así, señor! ¡Os juro que no es lo que pensáis! Ni por un momento se me hubiera ocurrido susurrar la verdad, de no ser porque sabía que vuestra diligencia había partido tiempo atrás… ¡Antes hubiera preferido incluso morir a manos de ellos, o padecer prisión! ¡Pero yo sabía muy bien que la suya era una persecución inútil, así que adiós muy buenas!

»Entonces mi moza y yo fuimos al asunto, y ni a ella con su ratafia ni a mí con mi ron nos faltó fuego para calentar las sábanas, y estábamos tan cansados cuando terminamos que aunque era pleno día nos pasamos varias horas durmiendo como benditos. Enseguida supe, merced a ciertos síntomas, que mi cabalgadura estaba briosa y con ganas de más cabriola; mas durante algún tiempo fingí seguir entre sueños. (La verdad es que aunque la mozuela y yo somos gemelos en cuanto a voluntad y destreza, yo tengo el doble de sus años y la mitad de su fuerza, y más de una vez he tenido que ir, quisiéralo o no, a medio galope, cuando lo que me apetecía era andar). Persistieron pues aquellos síntomas que he dicho, cosa que no me hacía la menor gracia, hasta que Betsy emitió un gemido y se hundió cabeza abajo en lo más hondo de las sábanas. La causa de lo anterior la descubrí nada más abrir los ojos, porque no era ella al fin y al cabo la que me había puesto las manos encima, sino el señor aprendiz de aduanero en persona, el que tocaba el violín en una taberna. Sí, lo juro, era el mismísimo Ralph Birdsall, el marido de Betsy, el que antaño dejaba su campo sin arar, pero que después de que yo lo hube sembrado habíase vuelto un campesino tan celoso que visitaba su terreno cinco veces al día. Había ido por casa para abrir un nuevo surco, con toda probabilidad, y por consejo de uno de los de abajo (el hijo del cocinero, Tim, que desde hacía tiempo andaba tras Betsy), había subido las escaleras en busca nuestra.

»¡Demonios, fue un trance mortal, señor! Yo estaba a punto de ensuciarme del miedo que tenía y sólo esperaba una cuchillada o un balazo. Asimismo, Betsy, pese a tener la cabeza enterrada cual avestruz, dio muestras de gran alarma: se veía escrito en sus cuartos traseros. Birdsall, a su vez, no parecía estar menos atormentado: temblaba como un gato cuando bosteza y respiraba de un modo antinatural. Además, como pronto comprobé, no me ponía las manos encima con ira. Grandes lagrimones le corrían por las mejillas, las cuales eran tan suaves como las de una moza; se sorbió la nariz y se mordió el labio inferior, mas ni hablaba ni me golpeaba.

» «¡Alto ahí!», exclamé por fin. «Heme que yazgo aquí y que aquí yace vuestra esposa, rotundamente baqueteada: nos habéis cogido bien. ¡Así que acabad con esto, señor, o idos de aquí!». Entonces él recuperó la compostura y dijo que aunque estaba en su derecho de matarnos a los dos, no le gustaba la sangre, y además amaba a su esposa. Los cuernos ya los llevaba en la frente, dijo, y ni su espadín podía cortarlos. Por ende manifestó que al acostarme con Betsy me había acostado con él, pues eran uno en virtud del matrimonio; y basándose en aquello afirmó que lo que Betsy pudiera sentir por mí era lo mismo que sentía también él. ¡En resumidas cuentas, que en la medida que fuera yo amante de ella lo era también de él, y eso ante los ojos de Dios!

»Ahora bien, yo escuché asombrado aquel despliegue de jesuitismo, bien que estaba felicísimo de que no me hubieran pinchado, y tuve el atrevimiento de recordarle aquella verdad antigua y consoladora que dice: El único que sabe que no le ponen los cuernos es el cabrón. Al oír lo cual aquel desdichado me abrazó al momento y aunque maldito el gusto que yo le encontraba a aquello, tenía que elegir entre darle la razón o perder la cabeza. Entretanto, Betsy, cuando oyó por dónde iban los tiros, pronto calmó sus ancas temblorosas y, sacudiéndose las sábanas de encima, dijo a gritos que no tenía intención de ponerse a redoblar tambores ni tampoco entendía cómo con tanta carnada de mujeres había logrado concebir un niño. Al oír aquello Ralph Birdsall dio un gran respingo y con tono tembloroso inquirió si el niño era mío o de él. Ante lo cual Betsy exclamó: «¡De él! ¡Es de mi dulce Bertrand!». Yo me sentí traicionado y la maldije por mentirosa; a Ralph le juré que no le había puesto las manos encima a Betsy hasta hacía un par de semanas, y que no había holgado con ella hasta bien pasada la primera semana, en tanto que el niño llevaba tres meses en su vientre, si las cuentas estaban bien echadas. «¡Miente!», juró Betsy. «¡Lo juro!», juré yo. «¡No!», juró ella. «¡Hace seis meses que soy su puta porque no tengo marido que me despose! ¡Cien veces me ha montado y me ha sembrado. Y estoy tan llena de él como un ganso atiborrado de grano!». Entonces Ralph Birdsall desenvainó la espada, la cual, aduanero o no, siempre lucía en la cadera. «¡La verdad!», gritó, mientras todo su cuerpo temblaba como si tuviera un acceso de fiebre. Yo seguía pensando que Betsy me había traicionado, por lo que dije: «Pongo a Dios por testigo que vuestra mujer es una embustera redomada, señor, pero sin embargo no es ninguna puta. Que me consuma en el infierno si ese niño no es vuestro».

»¡Ay! ¿Quién puede decir que conoce a sus semejantes? ¿Quién no hubiera jurado, después de que por fin yo había logrado convencer del todo a Birdsall, que su cólera se aplacaría, tanto más cuanto que no eran los cuernos lo que le mortificaba? Y, sin embargo, cuando terminé mi plegaria y él hubo dicho amén, Ralph se puso muy erguido y lanzó una mirada terriblemente ceñuda. ¡Puta!, le dijo a Betsy, y con la parte plana de la espada le propinó un cachete descomunal en lo alto de las posaderas: Y no paró ahí, sino que me hizo salir corriendo, y si salvé el cuello fue porque tenía las piernas más ágiles que él. Eché mano a los calzones y salí por la puerta como una exhalación, con el violinista corriendo acaloradamente en pos de mí, y no me atreví a hacer un alto para cubrir mis vergüenzas hasta que le llevaba media manzana de ventaja. Más vale perder el orgullo que no el pellejo, señor, como se suele decir. En cuanto a la lenguaraz de mi Betsy, la última vez que la vi iba saltando de acá para allá por toda la habitación, señor, con las manos en las posaderas, dando voces como un héroe, y desde entonces no la he vuelto a ver. La verdad de todo aquello, conforme a mis conjeturas ulteriores, era que el niño que llevaba Betsy en el vientre era lo que hacía al violinista acreedor a la condición de hombre, puesto que creía ser el padre; le bastó con descubrirnos rem in rem[23] para que se viniera abajo su idea. La moza soltó la verdad sólo para ponerme a salvo y, ¡qué diantre!, a poco me cortan el cuello por acusarla de falsedad, pues a pesar de que el cornudo me perdió la pista, había jurado seguirme ¡hasta el fin del mundo y cercenar aquellos cuernos con los que lo habían coronado!

»No me quedaba otra salida; tenía que huir; pero en los calzones todo lo que llevaba eran tres libras, y no me atrevía a volver ni a por las ropas ni a por mis ahorros. Llamé a un chico que casualmente pasó por el callejón donde yo me escondía y con el dinero que tenía lo envié a por la camisa, las medias y los zapatos; luego anduve merodeando por las calles, pensando qué hacer.

»Por pura casualidad mis pasos me llevaron a la posta, y cuando vi el lugar no pude menos de llorar al pensar en vuestras circunstancias, que eran poco más felices que las mías. Y fue allí donde se me ocurrió el plan, señor, cuya substancia estribaba en que aunque estaba por encima de mis posibilidades ayudaros, y a pesar de vuestra lamentable condición, vos podíais rescatarme. Es decir, vos habíais comprado un billete para Maryland pero no podíais zarpar. ¿Quién sabía que también habíais comprado un billete para Plymouth? ¡No creáis que tenía la intención de estafaros, señor! Mi idea era ir hasta Plymouth para salvar el pellejo; además, había prometido restituiros lo que era vuestro no bien me fuera posible. No tenía dudas en cuanto a si podría hacerme pasar por poeta, aunque maldito lo poco que sé de versos, porque para lo que yo tengo talento es para imitar, señor, si me está permitido decirlo. Pues sí, son muchas las horas que he tenido a las gentes de Saint Giles desternillándose de risa mientras yo imitaba a la vieja señora Twigg, con sus andares patizambos y su voz de quincallera. Y una vez, en Pudding Lane, señor, representé tan bien el papel de Ralph Birdsall que mi Betsy lloraba de risa y no pudiendo contenerse se meó en las sábanas de puro regocijo. La única pega era que si alguien me ponía en entredicho yo carecía de pruebas. Por dicha razón, aunque no es preciso que diga lo mucho que me repugnaba hacerlo, pedí pluma y papel en la posta, señor, y recurriendo lo mejor que pude a mi memoria, redacté una copia de vuestro nombramiento, el cual vos me habíais mostrado antes de vuestra partida…

Al llegar a aquel punto, Ebenezer, que había logrado contener con suma dificultad su asombro e ira, que habían ido en aumento a medida que avanzaba la historia de Bertrand, exclamó:

—¡Los diablos te lleven, desgraciado! ¿Hay alguna infamia ante la que te detengas? ¡Robarme el billete, usurpar mi nombre y rango e incluso falsificar mi nombramiento! ¡Déjame verlo!

—No es más que una aproximación muy burda, señor —dijo el criado—. Tengo escaso ingenio en materia de lenguaje, señor, y carecía de sello con que estampar el documento. —Bertrand extrajo un papel de la chaqueta y lo mostró de mala gana—. Con eso no engaño a nadie, estoy seguro.

—No es la letra de lord Baltimore —admitió Ebenezer, examinando el documento—. ¡Pero por mi fe! —agregó al leerlo—. ¡Si es la misma redacción, de la primera palabra a la última! ¿Y dices que lo has hecho de memoria? ¡Pues entonces recítamelo!

—¡Santo cielo, señor, no puedo; fue hace tiempo!

—Entonces la primera línea. Seguro que te acuerdas de la primera línea. ¿No? ¡Entonces eres un mentiroso redomado!

Ebenezer arrojó el papel al suelo.

—¿Dónde está mi nombramiento, del cual has copiado esto?

—Juro por Dios que no lo sé, señor.

—¿Y, sin embargo, lo copiaste en la posta?

—Me obligáis a decir la verdad, señor. Es cierto que lo copié del original y no que me lo sabía de memoria; y no cometí tal acción en la posta, sino en vuestra habitación, señor, el día que partisteis. El nombramiento estaba en vuestro escritorio, donde se os había olvidado: allí lo encontré cuando estaba guardando vuestras cosas en el baúl, y tanto me conmovió su grandiosidad que hice una copia pensando en enseñárselo a Betsy para que se diera cuenta de qué amo había perdido. El original lo guardé en vuestro baúl y lo llevé a la posta.

—¿Entonces a qué vienen estas engañifas y subterfugios? —preguntó el poeta—. ¿Por qué no lo admitiste desde el principio? ¡Gracias al cielo que no se ha perdido el nombramiento!

Bertrand no respondió sino que frunció el ceño con más abatimiento que nunca.

—¿Y bien? Sin ninguna duda en estos momentos el nombramiento estará en mi baúl, ¿no es así? ¿Por qué mentiste?

—El papel lo puse en el baúl, señor —dijo Bertrand— en lo alto de todo; luego me llevé el equipaje a la posta y no volví a pensar en ello hasta el momento que os he dicho, cuando, para poner a salvo mi vida, me hice el propósito de ponerme en camino a Plymouth. Entonces me acordé de mi copia y afortunadamente la encontré en el lugar donde se hallaba desde la hora en que la falsifiqué (en mi bolsillo, doblada en cuatro pliegues). Para ponerme a prueba a mí mismo me encaminé hacia la posta y al primero que me encontré le dije: «Soy Ebenezer Cooke, buen hombre, Poeta Laureado de la provincia de Maryland: tened la bondad de indicarme dónde está la diligencia de Plymouth».

—¡Qué desfachatez!

Bertrand se encogió de hombros; aquel gesto característico de Burlingame resultaba de lo más llamativo, puesto que Bertrand llevaba puesta la chaqueta de color oporto púrpura que pertenecía a Burlingame.

—Fue una acción bastante atrevida —admitió el criado—. El hombre aquel se limitó a quedarse mirándome fijamente y luego masculló algo acerca de que el coche se había ido. Yo tenía miedo de que descubriera mi impostura, más aún cuando apareció por detrás un individuo fornido y de aspecto feroz que iba vestido de negro y dijo: «¿Conque decís que sois el poeta Cooke, eh? Pues sois un villano y un mentiroso porque no hace ni dos horas que se llevaron a la cárcel al poeta Cooke».

—¡A la cárcel! —exclamó Ebenezer—. ¿Qué cháchara de cárcel te traes, hombre de Dios, que ya es la segunda vez que lo dices?

—Era lo que me temía, señor: ese canalla llamado Bragg, que quería echaros encima a la ley por una falsa cuestión relativa a un libro de cuentas. Sólo debido a que yo sabía que era tarde para rescataros, como os he dicho, señor, me atreví a utilizar vuestro pasaje…

—¡Alto! ¡Alto! ¡Un momento! —protestó Ebenezer—. ¡Aquí hay una discrepancia portentosa!

—¿Una discrepancia, señor?

—No es menester un letrado para advertirla —dijo el poeta—. Fuiste quien puso a Bragg tras mi pista cuando lo encontraste en mi habitación, ¿o no? Y fue debido a que sabías que yo me había ido hacía mucho tiempo, según dijiste. ¿Entonces cómo es que…?

—Tened la bondad de dejarme terminar, señor —imploró Bertrand, poniéndose ostensiblemente colorado—. Los cuentos son como las rameras, que pueden ser feas de cara pero al final valen la pena. Os digo que aquel hombre afirmó que vos estabais en la cárcel… Era un tipo que daba miedo, con unas enormes barbazas negras y un par de pistolas a la cintura. Y no muy lejos, detrás de él había otro que se le parecía tanto como si fuera su hermano gemelo, y cuando se unió al primero, el hombre al que yo había interrogado, se asustó y echó a correr. Como hubiera hecho yo, de puro miedo.

—¡Me suenan a Slye y Scurry!

—Así es como se llamaban el uno al otro, señor. Vaya un par de tiburones, ¡ojalá no me los vuelva a encontrar! Mas entonces poco sabía yo de ellos excepto que me habían puesto a prueba, de modo que sin mayor dilación dije que el hombre a quien habían mandado a la cárcel era un impostor, y que lo habían encarcelado por su impostura, en tanto que yo era el verdadero Ebenezer Cooke. Para demostrarlo saqué el falso nombramiento, sin apenas atreverme a esperar que quedaran convencidos, pese a lo cual convencidos quedaron, e incluso adoptaron una actitud humilde, a lo que me pareció; hablaron entre sí un rato en voz baja y luego insistieron en que me fuera a Plymouth con ellos, dado que la diligencia de línea ya se había ido. Acepté el ofrecimiento inmediatamente y de buen grado, pues a cada instante me estaba temiendo ver a Ralph Birdsall con su espada…

—Y caíste en manos de Slye y Scurry —dijo Ebenezer con satisfacción—. ¡Santo cielo, te lo tenías bien merecido!

Bertrand se estremeció.

—¡No digáis eso, señor! ¡Dios, vaya par de desalmados! En cuanto nos pusimos en camino se hicieron patentes sus designios: eran lugartenientes de un tal coronel Coode, de Maryland, que abrigaba ciertas intenciones con respecto al gobierno de esa provincia, y al cual habían enviado para que atrapara a Eben Cooke (y temiéndose que hubiera otros cazadores tras la misma presa, estaban mejor dispuestos a creer que yo era la persona que buscaban). Qué planes albergaban para con vos, señor, no logré adivinarlo, pero seguro que no se trataba de mendigaros unos versos, pues tanto uno como otro tenían lista la pistola y no dejaron lugar a dudas: yo era su prisionero. No logré escapar hasta que estuvimos en Plymouth; uno de los dos se fue a ver cómo andaban las cosas por el barco y el otro se había alejado unas yardas para despertar al mozo de cuadras de El Rey de los Mares; entonces, de un salto, desaparecí a la vuelta de la esquina y me enterré en un montón de heno, donde seguí oculto hasta que abandonaron la búsqueda y entraron en la taberna a por ron.

—Ya no los lleves más lejos —dijo Ebenezer—; me sé el resto de su historia. ¿Fue, entonces, en el heno, donde te encontró Burlingame?

—Sí, señor. Oí ruido de gente y temblé por mi vida, tanto más por cuanto que los pasos se encaminaban hacia mí. Poco después sentí un gran peso que forcejeaba encima de mí, y pensando que Slye o Scurry estaban dando saltos sobre mi persona, proferí un alarido descomunal y luché lo mejor que pude para salvar la vida. Mi oponente resultó ser la camarera de la taberna (la camisa subida, las bragas bajadas y lista para un meneo), y al lado estaba el galán de la señorita Anna, riéndose del combate con ganas.

—¡Basta, basta! ¿Cómo es que no os reconocisteis si según dices lo habías visto en la posta?

—¿Que no nos reconocimos? Lo reconocí al instante, señor, y él a mí; y no sería fácil determinar cuál de los dos estaba más sorprendido. No obstante, él no me preguntó nada respecto de qué asunto me traía por aquí, sino que inmediatamente se ofreció a intercambiar sus ropas conmigo… Puede que tuviera miedo de que yo le fuera contando historias a su señorita Anna…

—¡Basta! —ordenó de nuevo Ebenezer.

—No era mi intención heriros, señor; no quería haceros daño. En cualquier caso me complacía el cambio, no sólo porque me llevaba la mejor parte del trato, sino también porque así me zafaba de Slye y Scurry. Sin embargo, me vieron desde dentro en cuanto traspasé la puerta de El Rey de los Mares, y salieron en mi persecución; los conseguí eludir escondiéndome detrás de un equipaje que había en uno de los muelles. Imaginaos, señor, cuál sería mi asombro cuando advertí que le debía mi salvación nada menos que a vuestro baúl, el que yo mismo había preparado no hacía mucho tiempo. Yo, ¡ay!, sabía que no estabais allí para reclamarlo, de modo que decidí llevar un poco más lejos mis tristes engaños; subiría a bordo de vuestro barco, señor, portando vuestro nombramiento, y allí permanecería oculto hasta que me pareciera seguro bajar a tierra. A tal fin, en cuanto me vi seguro a bordo, abrí vuestro baúl…

—¿Qué estás diciendo?

—Me habíais dejado una llave en Londres, para que os hiciera el equipaje. Pero me encontré con que el papel se había esfumado, señor.

—¿Esfumado? ¡Santo cielo, hombre de Dios! ¿Adónde?

—Perdido, traspapelado o robado, señor —dijo Bertrand—. Yo lo había puesto encima de todo, y, sin embargo, no estaba en ninguna parte del baúl. Tuve que recurrir a mi nombramiento falso, que felizmente los dejó convencidos, a pesar de que no llevaba sello alguno. Le dije al capitán que estuviera al tanto de mis perseguidores. El resto ya lo conocéis.

Ebenezer se paseaba frenéticamente por el camarote, oprimiéndose las sienes con la yema de los dedos.

—Cuando me comunicaron que había un desconocido a bordo que, tras proclamarse Laureado, juró ser el criado del mismo —concluyó Bertrand, observando a su amo con inquietud—, no me atreví a salir de esta habitación. Tanto si se trataba de Slye o Scurry, o del mismo Coode, me darían muerte allí mismo. No me quedaba más opción que seguir aquí, mortalmente inquieto, y aguardar a que el barco se pusiera en marcha. Entonces el oficial dijo que yo tenía que echaros un vistazo, y tan convencido estaba de que me había llegado la hora de la muerte que no fui capaz de apartarme de la ventana hasta que oí vuestra voz. ¿Cómo es que no estáis en la cárcel, señor?

—¿Qué cárcel? —dijo Ebenezer con impaciencia—. ¡Jamás he estado en la cárcel!

—Entonces, ¿quién ha ocupado vuestro lugar? Slye juraba, cuando Scurry y él andaban registrando la posta en vuestra busca, señor, que por todas partes oían hablar de un hombre al que no hacía ni diez minutos que habían detenido y llevado a la cárcel. Nadie sabía qué crimen había cometido, pero todos sabían que se llamaba Eben Cooke, porque el hombre en cuestión se había estado paseando proclamando a los cuatro vientos su nombre y rango.

—No cabe duda de que se trata de un segundo impostor —repuso el poeta—, que se ha empeñado en prostituir mi cargo con algún fin. ¡Ojalá se pudra entre rejas para siempre jamás! En cuanto a ti, ya que en tus planes no entraba hacer una travesía marítima, no irás más lejos…

—¿Vais a hacer que me lleven a tierra? —Bertrand se postró de rodillas, agradecido—. ¡Ah, Dios mío, qué magnífico lugar os aguarda en el cielo, señor! ¡Qué injusto he sido con vos al temer que no os apiadarais de mí!

—Todo lo contrario; puede que sea la única vez que no has sido injusto conmigo.

—¿Cómo, señor?

Ebenezer se alejó hacia las ventanas de popa.

—No estaría de más que rezaras una plegaria antes de levantarte; mi intención es que vayas nadando.

—¡No! ¡Eso sería mi fin, señor!

—Lo mismo me hubiera ocurrido a mí —dijo Ebenezer— de no haber reconocido tú que…

Ebenezer se cortó en seco: amo y criado se midieron un instante y saltaron al mismo tiempo sobre el falso nombramiento, que estaba caído en el suelo…, el cual, como quiera que lo cogieron los dos a la vez, pronto destruyeron en el forcejeo.

—Es igual —dijo Ebenezer—. Con un minuto será suficiente para que cualquier mentecato se dé cuenta de quién es el poeta y quién el bellaco que miente.

—¡Pensáoslo mejor! —advirtió Bertrand—. No es mi deseo haceros daño, señor, pero si hay que llegar a eso, no habrá ningún juicio; bastará con que haga venir al hombre que os trajo aquí y jure que no os conozco.

—¡Cómo! ¿Encima me vas a amenazar, después de que ya me has echado la ley encima, me has robado el nombre y el pasaje y casi me provocas la muerte? ¡Vaya una buena pieza!

A pesar de toda su ira, Ebenezer no era ciego a lo incierta que era su posición: no habló más de hacer venir a un oficial para que decidiera entre ellos, ni tampoco hizo más preguntas sobre la historia de Bertrand, aunque en la misma había varios detalles que no acababan de convencerle. Por ejemplo, el criado había afirmado que si había sido capaz de enviar a los matones de Bragg a la posta con la conciencia tranquila, era porque tenía la certeza de que su amo ya se había ido de allí; sin embargo, por otra parte, fue la certidumbre de que habían arrestado a Ebenezer lo que le había permitido, antes de volver a entrar en la posta, concebir la idea de hacerse pasar por el Laureado. ¿Y cómo era posible que hubiera desaparecido el nombramiento si amo y criado eran los propietarios de las únicas llaves del baúl? ¿Y qué salía ganando el muy canalla contando aquellos embustes acerca de que Anna y Henry estaban juntos en la posta? ¿Y si no eran embustes…? Pero al llegar a aquel punto, su vertiginosa fantasía le falló.

—No mereces clemencia ninguna —dijo en un tono más tranquilo—, pero por el momento voy a consentir que la misericordia atempere la justicia. Tal vez sea castigo suficiente que te pases el resto de tus días en Maryland, ya que tanto miedo te da. En cuanto a lo demás, confiésate inmediatamente ante toda la gente que va a bordo y pide disculpas, y que tus méritos futuros reparen tus defectos pasados.

—¡Sois por vuestro juicio un Salomón —exclamó Bertrand— y por vuestra misericordia, un santo cristiano!

—Andando, pues, y acabemos.

—Enseguida, enseguida, señor —convino el criado—, si vos pensáis que es seguro…

—¿Y por qué no habría de serlo?

—Es evidente, señor —explicó Bertrand—, que este cargo vuestro encierra más de lo que se ve a simple vista. Yo no sé qué hubo entre lord Baltimore y vos, ni es asunto mío indagar qué causa secreta habéis jurado seguir… —al llegar a aquel punto Ebenezer dio rienda suelta a tamaño torrente de insultos que su criado tuvo necesidad de hacer una pausa antes de proseguir—. Yo lo único que quiero decir, señor, es que a un Laureado corriente y moliente no lo atacan bellacos y asesinos en cada esquina, ni tampoco creo que ese villano de Coode ande detrás de vos simplemente porque no le gusten las rimas. Por lo que yo sé, bien pudiera hallarse en este barco; desde luego, está a bordo de la flota, y Slye y Scurry, también…

—No, ellos no —dijo Ebenezer—, pero puede que Coode sí. —A continuación describió brevemente la estratagema de Burlingame—. Fue Burlingame quien compró un pasaje en tu nombre —explicó—, dejando a ese canalla perdido entre las gentes de la flota.

—Pues eso le va a inflamar el ánimo aún más —dijo Bertrand—. ¿Y quién sabe qué compinches andarán con él? ¡Puede que tenga un espía en cada barco!

—No sería imposible, por lo que he oído decir de él —admitió Ebenezer—. Pero ¿qué finalidad tiene toda esta conversación? ¿Te crees que me vas a convencer de que me refugie en una cautela amedrentada y que no voy a proclamar cuál es mi cargo a los ojos de todos? ¿Es que te propones rehuir confesión y penitencia?

Bertrand protestó enérgicamente ante aquella interpretación errónea de sus motivos.

—Me confesaré con prontitud —aseveró—, y vos cuidad de imponerme una penitencia leve por mi impostura, la cual os ruego que recordéis que no perseguía ningún fin perverso, sino salvar esa parte que hace hombre al hombre. No obstante, la penitencia jamás ha curado herida alguna, señor.

A continuación Bertrand pasó a elogiar la naturaleza generosa y dada al perdón de su amo, y a recriminarse a sí mismo por haber pagado con engaños la amabilidad de aquél, sin olvidarse de justificar una vez más su impostura y sacar a colación, sin que viniera a cuento, diversas pruebas de la alta estima y confianza que Andrew le profesaba. Por fin acabó manifestando que lo que él buscaba no era la mera penitencia, sino reparar sus actos en virtud de ciertos medios con los que expiar la humillación y las incomodidades que su impostura —completamente inocente— había infligido al más noble amo que jamás sirviera ningún pobre criado.

—¿Y qué medios tienes en mente? —preguntó el poeta con cautela.

—Tan sólo arriesgar mi vida por la vuestra —dijo el sirviente—. Independientemente de cuál sea la causa a cuyo servicio estéis…

—¡Ya basta, maldito seas! ¡Yo sirvo a la causa de la poesía y a ninguna otra!

—Lo que yo quería decir, señor, es que independientemente de lo que lord Baltimore… es decir…

—¡Maldita sea, dilo de una vez!

—Puesto que he jugado en perjuicio vuestro —dijo Bertrand—, permitidme que juegue en vuestro beneficio. Consentid en que desafíe a Coode usando vuestro nombre, señor. Si acaba conmigo, me lo tendré merecido y eso será vuestra salvación; si no es así, siempre habrá tiempo de hacer una confesión limpia cuando desembarquemos. ¿Vos qué decís?

El plan dejó a Ebenezer tan atónito que no fue capaz de encontrar inmediatamente un lenguaje lo suficientemente fuerte con el que fustigar la afrenta de quien lo había urdido y, ¡lástima!, cuando recuperó el uso de la lengua, Ebenezer descubrió los méritos incuestionables de aquella estratagema. El cargo de Laureado era verdaderamente un puesto peligroso; a aquellas alturas tenía pruebas sobradas de que era así, aunque teniendo muy poca idea del porqué; era innegable que John Coode se encontraba a bordo de la flota, y sin duda estaría irritado porque lo habían engañado; Burlingame, a pesar de sus fantasiosas proclamas tranquilizadoras, no estaba cerca para ayudarlo. Por último, y esto era lo más persuasivo, el poeta todavía se estremecía al recordar cómo había escapado de Slye y Scurry en El Rey de los Mares; sólo la aparición de Bertrand en la calle le había salvado la vida.

—Te aliviará la conciencia —dijo por fin—; no puedo decir que no, al menos por el momento… Tendré tiempo para escribir algo de poesía ahí abajo. Pero con Coode o sin Coode, Bertrand, te juro lo siguiente: es la última vez que soy ningún hombre que no sea Eben Cooke. ¿Me oyes?

—Muy bien, señor —asintió Bertrand—. ¿Se lo comunico al capitán?

—¿Comunicárselo? Ah, si, que soy tu criado Bertrand, un lechuguino con pretensiones de gloria. ¡Sí, haz correr la voz!