—¡Henry!
La sonrisa de su amigo se esfumó. Burlingame echó de su regazo a la criada, se puso en pie de un salto, con gesto ceñudo y cogió a Ebenezer por la pechera de la camisa.
—¡Más que zote! —dijo, enfadado, antes de que el poeta pudiera decir más—. ¿Quién te ha dado permiso para husmear en los establos? ¡Te dije que recorrieras los bosques en busca de ese poeta loco!
Ebenezer estaba demasiado sorprendido como para articular palabra.
—Este es mi criado, Henry Cook —le dijo a los capitanes de negro—. ¿Es que no sabéis distinguir a un poeta de un vulgar criado?
—¿Vuestro criado? —preguntó a voces el capitán Scurry—. A fe mía que éste es el mismo mequetrefe encagarrinado que nos estaba molestando esta mañana, ¿no, capitán Slye?
—Sí que lo es —dijo el capitán Slye—. Lo que es más, estaba garabateando en ese mismo libro que hay ahí, y que según vos afirmáis pertenece al poeta.
Burlingame se volvió de nuevo hacia Ebenezer, alzando una mano.
—¡Te voy a dar un par de sopapos en esas orejas de vago que tienes! ¡Holgazaneando en una taberna cuando yo te había mandado ir a los muelles! ¡No es de extrañar que se nos haya escapado el Laureado! ¿Cómo ha llegado el cuaderno hasta tus manos? —le preguntó, y como Ebenezer (a pesar de que ya empezaba a entender que su amigo le estaba protegiendo), era incapaz de articular respuesta, Burlingame añadió—: Supongo que lo encontrarías en el equipaje de nuestro hombre, allá en el muelle, y que te parecería que el hallazgo merecía un trago.
—Sí —consiguió decir Ebenezer—. Eso es…, sí.
—¡Ah, Dios mío, qué tío más bruto! —dijo Burlingame, dirigiéndose a los demás—. Todo el día empinando el codo y aguanta el ron menos que un monaguillo. Me imagino que te pondrías malo, ¿no? —le dedicó a Ebenezer una mirada de desprecio—, y que te viniste al establo a echar la vomitona.
El poeta asintió con un gesto de la cabeza y, atreviéndose por fin a confiar en su voz, hizo el siguiente aserto:
—No hace ni una hora me desperté y me fui corriendo al muelle, pero el baúl del Laureado había desaparecido. Entonces me acordé de que me había dejado el cuaderno en el establo y vine a buscarlo.
Burlingame elevó las manos al cielo, mostrando su desesperación ante los capitanes.
—¿Y a vosotros os parece que este desgraciado tiene aspecto de ser el Laureado de Maryland? ¡Estoy rodeado de idiotas! Dolly, tráenos dos copas y algo de comer —ordenó— y todos vosotros fuera de aquí menos este increíble cabeza de chorlito. Tengo algo que decirle.
El capitán Slye y el capitán Scurry salieron con las orejas gachas, y Dolly, que había presenciado toda la escena con indiferencia, salió a por las bebidas. Ebenezer casi cae desmayado en una silla y se agarró a la manga de la casaca de Burlingame.
—¡Dios mío! —susurró—. ¿Qué es todo este lío? ¿Cómo es que te haces pasar por Coode y por qué me has dejado todo el día tiritando en el establo?
—Habla bajo —le advirtió Henry, mirando por encima del hombro—. Aunque sea de utilidad, en este lugar hay que andarse con cuidado. Ten fe en mí: te lo revelaré todo cuando sea posible.
La moza volvió con dos vasos de ron y un plato de ternera fría.
—Diles a Slye y Scurry que se vayan al muelle —le indicó—, y diles que estaré en el Morfeo al ponerse el sol.
—¿Se puede confiar en ella? —preguntó Ebenezer cuando se hubo ido la muchacha—. Sin duda sabe que tú no eres John Coode, después de lo de esta mañana.
Burlingame sonrió.
—Sabe cuál es su papel. Ahora hinca el diente y te diré cuál es el tuyo.
Ebenezer hizo lo que le indicaban —no había probado bocado en todo el día— y se sintió algo calmado por el ron, que, no obstante, le hizo estremecerse. Burlingame miró a través de una grieta que había en la puerta que daba a la estancia principal de El Rey de los Mares y, aparentemente satisfecho de que nadie pudiera oírlos, explicó su posición como sigue:
—Nada más dejarte esta mañana fui derecho al puerto a buscarte unos calzones limpios, mientras pensaba todo el rato en lo que me habías contado de los capitanes piratas. Yo suponía que no serían piratas, tanto más por cuanto que andaban tras de ti. ¿De qué puede servirle un poeta a un pirata? No obstante, la manera en que los pintaste, sus modales y su búsqueda, me hicieron pensar en otra cosa, no menos alarmante y que pronto descubrí que era la verdad. Tus dos canallas vestidos de negro estaban en el mismo muelle donde se encontraban nuestras cosas, y enseguida supe que se trataba de Slye y Scurry, dos contrabandistas que han trabajado anteriormente para Coode. Estaba claro que Coode sabía lo de tu nombramiento y que no abrigaba buenas intenciones con respecto a ti, aunque cuáles eran sus motivos, eso es algo sobre lo cual sólo puedo hacer conjeturas; además quedaba claro que tus perseguidores no sabían qué cara tenía la víctima, por lo que era fácil darles el pego. Estaban hablando con el chico que lleva la chalupa; tuve la osadía de agacharme detrás de nuestros baúles y le oí decir al barquero que tu compañero y tú estabais en El Rey de los Mares; menos mal que yo no le había dado ningún nombre. Slye dijo que era imposible, puesto que habían estado hacía muy poco en El Rey de los Mares, de donde habían salido corriendo al ver en la calle a su víctima, cuya pista perdieron, sin embargo.
—Sí, justamente —dijo Ebenezer—. Es la última cosa que recuerdo. Pero a quién siguieron, eso no lo sé.
—Ni yo tampoco. Sin embargo, el barquero insistía en su historia, y por fin Slye propuso volver a registrar la taberna. Pero Scurry protestó, diciendo que ya era hora de ir a buscar a John Coode, que estaba con la flota.
—¡Coode a bordo de la flota!
—Sí —dijo Burlingame—. Esta y otras cosas que dijeron me hicieron creer que Coode se había hecho a la mar en Londres, disfrazado, a bordo del mismo buque de guerra que el gobernador y su séquito, y que todos ellos se han unido a la flota esta mañana. Sin duda, Coode teme por su casa y desea ver con sus propios ojos hasta qué punto sus enemigos gozan del favor de Nicholson. Entonces yo deduje que Slye y Scurry iban a reunirse con él en Los Cerros, para trasladarlo a su nave, que zarpa esta noche hacia la Isla de Man, y de allí a Maryland.
—¡Dios Santo! ¡Qué audacia tiene ese hombre! —exclamó el poeta.
Burlingame sonrió.
—¿Te parece audaz? La travesía de Londres a Plymouth no es gran cosa.
—¡Pero en las mismísimas narices de Nicholson! ¡En compañía de los mismos hombres a los que había expulsado de la provincia!
—Sin embargo, durante el tiempo que estuve agachado detrás del equipaje —dijo Burlingame— se me ocurrió una idea aún más audaz… Pero antes es menester que te diga, otra cosa que ha llegado a mis oídos. Scurry le preguntó a Slye cómo iban a reconocer a su cabecilla si iba disfrazado y jamás le habían visto la cara. Y Slye le propuso que utilizaran una especie de santo y seña que empleaban los hombres de Coode antes de la revolución para averiguar si terceras personas eran partidarios suyos.
»Ahora bien, se daba la circunstancia de que había dos santo y señas que yo conocía bien, de los viejos tiempos en que me hacía pasar por rebelde: en uno de ellos el primer hombre le pregunta a su camarada: «¿Qué tal monta la yegua tu amigo Jim últimamente?». Mediante lo cual se quiere dar a entender: «¿En qué medida tiene Jacobo asegurado el trono?». A lo cual respondía el segundo: «Me temo que va a caer; necesita una yegua mejor». Y el tercer hombre, si estaba al tanto del juego, decía: «A lo mejor es que a la yegua le hace falta un jinete mejor». El otro santo y seña era para utilizarlo cuando alguien quería dar a conocer su condición de rebelde a un grupo de desconocidos: «¿Has visto a mi amigo el que lleva una corbata naranja?». Eso quería decir que el que hablaba era partidario de la casa de Orange. Entonces uno de los desconocidos exclamaba: «¡Santa María, reparad en este hombre!». Todo lo cual viene a ser un juego de palabras sobre la reina María y el rey Guillermo.
»Al oír sus planes —prosiguió Burlingame— al punto decidí desbaratarlos; lo primero que se me ocurrió fue que tú y yo nos hiciéramos pasar por Slye y Scurry, que sacáramos a Coode del barco de guerra y lo retuviéramos de alguna manera hasta que averiguáramos sus planes y por qué te buscaba.
— ¡Diantre! ¡Eso jamás hubiera resultado!
—Puede ser —admitió Burlingame—. En cualquier caso, aunque yo sabía que Slye y Scurry no conocían a Coode, eso no implicaba que él no los conociera a ellos…, de hecho, son un par de sinvergüenzas célebres. Por dicha razón tomé la decisión de volver a ser Coode, como aquella vez a bordo del barco de Peregrine Browne. Salí de entre los baúles y le pregunté a mi amigo por la corbata naranja.
Ebenezer manifestó asombro y preguntó si, teniendo en cuenta que Burlingame iba vestido de criado y que Coode estaba teóricamente a bordo del barco de guerra, no había sido una jugada poco juiciosa, pese a toda su osadía. Su amigo respondió que Coode era conocido por sus atuendos insólitos —sotana de sacerdote católico, traje de ministro protestante, diversos uniformes militares, por ejemplo— y que era muy característico de él aparecer entre sus seguidores como si surgiera de la nada para desaparecer de un modo similar, tan inesperadamente que algunos de los más crédulos lo creían dotado de poderes ocultos.
—Al menos me creyeron —dijo— cuando se recobraron de la sorpresa, aparte de que les di poca ocasión de preguntar. Fingí disgusto por su tardanza en reconocerme y monté en cólera cuando dijeron que no le habían echado el guante al Laureado. Interrogándolos de un modo sumamente discreto (pues era necesario actuar como si supiera más que ellos), logré ensamblar las piezas de un extraño cuento que aún no alcanzo a comprender cabalmente; Slye y Scurry habían venido de Londres con un individuo que afirmaba ser Ebenezer Cooke; por orden de Coode se hicieron pasar por plantadores de Maryland y escoltaron al falso Laureado hasta Plymouth, donde me imagino que tenían la intención de llevarlo a bordo del Morfeo con algún propósito siniestro… Tal vez pensaran que se trataba de un espía de Baltimore. Pero fuera quien fuere aquel individuo, se debió de oler la argucia, porque escapó de sus garras esta mañana.
»Ahora bien, no creas que me había olvidado de ti —prosiguió—; tenía miedo de que encontraras otras ropas, y en cualquier momento te mostraras en público. Por lo tanto, me llevé a Slye y a Scurry a una taberna que había calle arriba, para beber ron y retenerlos todo el tiempo posible, intentando concebir un plan que me permitiera enviarte un recado. Cada pocos minutos miraba hacia el muelle, fingiendo estar buscando a un criado mío, y cuando por fin vi que faltaba tu baúl supuse que te habrías ido solo al Poseidón. Poco después, cuando volvíamos hacia aquí, el viejo del muelle confirmó que Eben Cooke había subido a la chalupa con su baúl.
Ebenezer meneó la cabeza, asombrado.
—Pero…
—Aguarda a que termine. Entonces nos vinimos aquí a matar el rato hasta el anochecer; estaba completamente convencido de que estabas a buen recaudo, y mi única intención era enviarte una nota por medio del hombre que lleva la chalupa, para que no creyeras que te había traicionado o que corrías peligro. Cuando Dolly me dijo que tu cuaderno estaba en el establo, les juré a Slye y Scurry que todavía estábamos a tiempo de cogerte, teniendo en cuenta que un poeta estaría dispuesto a descender a los infiernos en busca de su cuaderno, y les ordené que vigilaran las cuadras en espera de tu regreso… De hecho, tenía la intención de enviarte el libro enseguida con mi nota dentro, y tan sólo me serví de esa estratagema a fin de librarme temporalmente de ese par de macacos gemelos. ¡Imagínate mi alarma cuando te cogieron allí dentro!
Ebenezer recordó, con cierta incomodidad, la escena que su entrada había interrumpido.
—Es demasiado fastidioso para expresarlo con palabras —declaró—. Tú creías que yo me había ido y yo que tú… Oye, ¡ese tipo llevaba puesta tu casaca!
—¿Qué? ¡Imposible!
—No, estoy seguro. El viejo del muelle la describió: una casaca algo raída, de color entre oporto y púrpura, y calzones negros. Por eso creí que se trataba de ti.
—¡Santo Dios! ¡Esto es maravilloso! —se rio en voz alta—. ¡Menuda comedia!
Ebenezer confesó no saber dónde estaba la gracia.
—¡Tú piénsalo! —exclamó su amigo—. Cuando Slye y Scurry vinieron esta mañana en busca de su Laureado y estuvieron divirtiéndose a tu costa, sin saber que era a ti a quien buscaban, Dolly y yo estábamos otra vez retozando en aquel establo de allí: en la primera cuadra a la que fuimos nos encontramos durmiendo a un pobre individuo con aspecto de criado, y con él, allí mismo, intercambié mis ropas. ¡Y vaya si quedó contento con el intercambio!
—¡Cielos! ¿Quieres decir que era el falso Laureado?
—¿Quién si no, si el hombre del que oíste hablar llevaba puesta mi casaca? Tal vez en ese momento había logrado zafarse de Slye y Scurry y se estaba ocultando de ellos.
—Entonces fue a él a quien vieron pasar después por delante de la ventana, lo cual me salvó la vida.
—No cabe la menor duda, y cuando supo que se trataba de tu baúl, seguramente se escapó con él. ¡Es un tipo atrevido!
—No llegará lejos —dijo Ebenezer con expresión siniestra—. Le haré desaparecer del barco en cuanto estemos a bordo.
Burlingame apretó los labios pero no dijo nada.
—¿Qué pasa, Henry?
—¿Tienes intención de navegar a bordo del Poseidón? —preguntó Burlingame.
—¡Claro! ¿Qué nos va a impedir que nos escapemos ahora mismo, mientras Slye y Scurry nos aguardan a bordo de su barco?
—Olvidas cuál es mi deber.
Ebenezer enarcó las cejas.
—¿Soy yo o eres tú quien se ha olvidado?
—Mira una cosa, querido Eben —dijo Burlingame con suavidad—. No sé quién es ese impostor, pero te puedo garantizar que se trata de algún engreído londinense de poca monta que quiere aprovecharse de tu fama. Déjalo que se haga pasar por Eben Cooke a bordo del Poseidón; puede que el capitán se dé cuenta de la impostura y le ponga grilletes encima, o puede que Coode lo asesine o lo corrompa, puesto que viajan en la misma flota. Aunque mantenga el engaño hasta que lleguemos a Maryland, podemos salirle al encuentro en el puerto, acompañados del sheriff, y ahí se acaba todo. Mientras tanto, tu baúl está a buen recaudo en la bodega del barco, donde él no lo puede tocar.
—Entonces, por el amor de Dios, Henry, ¿qué te propones?
—No sé qué carta se reserva John Coode —dijo Burlingame—, ni tampoco lo sabe lord Baltimore ni nadie. Es verdad que está alarmado por el nombramiento de Nicholson; y que teme por su sucia causa; me da la sensación de que se propone tomar tierra antes que la flota, pero si lo hace para tapar las huellas de sus antiguas maldades o para sembrar las semillas de otras nuevas, eso no acierto a adivinarlo, como tampoco qué planes reserva exactamente para ti. Yo tengo la intención de seguirme haciendo pasar por Coode y hacer la travesía hasta Maryland a bordo del Morfeo en compañía de mi fiel criado Henry Cook.
—¡Ah, no, Henry, eso es absurdo!
Burlingame se encogió de hombros y llenó la pipa.
—Nos adelantaríamos a Coode —dijo— y puede que además desbaratemos su plan.
A continuación, Burlingame pasó a explicar que los capitanes Slye y Scurry estaban implicados en un asunto de contrabando de tabaco libre de impuestos a Inglaterra por medio del recurso de la exportación doble; es decir, registraban la mercancía y pagaban los impuestos a los que estaba sometida en un puerto de entrada inglés, luego reclamaban el importe de los impuestos, reexportando el tabaco a la cercana Isla de Man —técnicamente, territorio extranjero—, desde donde podía introducirse con facilidad, bien en Inglaterra, bien en Irlanda.
—También podríamos labrar su ruina declarando contra ellos nada más desembarcar. ¡Menuda victoria para lord Baltimore!
Ebenezer movía la cabeza de un lado para otro, asombrado.
—¡Bueno, venga ya! —exclamó su amigo, después de un momento—. No creo que tengas miedo. ¿No estarás tan alterado por ese impostor que no tiene nada mejor que hacer?
—A decir verdad, sí que estoy alterado por su causa, Henry. No se trata de que él mejore de situación a expensas mías… Si me hubiera robado, yo no estaría nada alarmado. Pero es que ha robado mi identidad; furtivamente, me ha birlado la personalidad. No puedo consentirlo.
—Bah, bah —dijo Burlingame, desdeñoso—. Estás diciendo necedades de colegial. ¿Qué es eso de tu identidad y cómo es que se han adueñado de ella?
Ebenezer recordó a su amigo el primer coloquio que ambos mantuvieron en la diligencia de Londres, durante el cual había revelado la naturaleza de su doble esencia en calidad de virgen y poeta…, esencia que Ebenezer había creído vislumbrar tras su encuentro con Joan Toast, si es que no había cobrado existencia efectiva entonces, y cuya conservación y afirmación eran desde entonces el valor cardinal de su persona.
—Jamás volveré a huir de mi identidad ni la disfrazaré en modo alguno —concluyó—. Fue esa cobardía lo que motivó mi vergüenza esta mañana, y al igual que un presagio, sólo el regreso a mi verdadero yo me permitió salir del paso. Canciones que no habían visto la luz me purificaron, y yo pasé aquellas horas de inquietud en compañía de la musa.
Burlingame confesó su incapacidad para captar la metáfora, de modo que el poeta explicó en un lenguaje sencillo que había empleado cuatro páginas en blanco de su cuaderno para limpiarse y que otras dos las había ocupado con poesía marítima.
—Entonces juré no volver a traicionarme jamás, Henry: sólo la sorpresa que sentí permitió este último engaño. Si Slye y Scurry se nos echaran encima ahora, al punto proclamaría mi verdadera identidad.
—¿Para que al punto alojaran una bala en tu necia cabeza? ¡Eres un mentecato!
—Soy poeta —replicó Ebenezer, invocando su desmayado coraje—. ¡Que se atreva alguien a negarlo! Además de lo cual, aunque no hubiera ningún impostor a quien enfrentarse, seguiría siendo necesario efectuar la travesía en el Poseidón; todas mis composiciones hablan de esa nave —abrió el cuaderno por donde estaba su obra matutina—. Ahora escucha esto:
Aunque ruja en el océano
la galerna más cruel
no ha de poder con los mástiles
de nuestro insigne bajel.
Si el grandioso Poseidón
ha de estar a nuestro lado,
no parecerá ancho el mar
ni le tendremos cuidado.
La palabra Morfeo echaría a perder la medida, por no hablar del concepto.
—El concepto ya está echado a perder —dijo Burlingame con acritud—. El sexto verso te arroja por la borda y el último tanto puede hacer referencia a Poseidón como al océano. En cuanto a la métrica, nada te impide que conserves el nombre de Poseidón aun cuando navegues a bordo del Morfeo.
—No, no sería lo mismo —insistió Ebenezer, un poco herido por la hostilidad de su amigo—. Es la verdad, y yo me limito a describir el Poseidón.
Nobilísimo navío
de la cubierta al bastión,
cual los que Homero cantara,
los de griego pabellón.
Como aquellos rumbo a oriente,
antaño aguardaba Troya,
hoy aguarda Maryland
que del mundo es nueva joya.
—Pero tú vas a navegar en dirección oeste —observó Burlingame, aún con mayor acritud—. Y el Poseidón es un nido de ratas.
—Mayor motivo aún para que yo vaya en él —afirmó el poeta en un tono herido—, de lo contrario, tal vez lo pudiera describir mal.
—¡Puaf! Esta preocupación por los hechos que alegas es cosa nueva, ¿no? Me parece que para ti sería un juego de niños cambiar Poseidón por Morfeo, si eres capaz de escribir sobre la nave desde un establo de bestias.
Ebenezer cerró el cuaderno y se puso en pie.
—No sé por qué te ha dado por injuriarme —dijo con tristeza—. Estás en tu derecho de burlarte de las instrucciones de lord Baltimore, pero ¿vas a desdeñar también nuestra amistad con tal de salirte con la tuya? Yo no te pedí que vinieras conmigo, aunque Dios sabe lo mucho que preciso de tu guía. Pero, Coode o no, me las veré con ese impostor e iré a Maryland a bordo del Poseidón. Si tú quieres seguir adelante con tu estratagema cueste lo que cueste, adieu, y le ruego a Dios que volvamos a encontrarnos en Malden.
Ante aquello, Burlingame pareció calmarse un tanto; aunque no estaba dispuesto a abandonar su plan de navegar en compañía de Slye y Scurry, se disculpó por su acritud, y viendo que Ebenezer se mostraba a su vez firmemente resuelto a viajar en el Poseidón, se despidió de él efusivamente, bien que a su pesar, y le juró que no tenía en mente burlar las órdenes de lord Baltimore.
—Todo lo que hago lo hago pensando en ti —afirmó—. Yo tengo que desbaratar los planes de Coode contra ti. No creas que te voy a abandonar jamás, Eben: de un modo u otro seré tu guía y salvador.
—¿Entonces hasta Malden? —preguntó Ebenezer con los ojos arrasados de lágrimas.
—Hasta Malden —afirmó Burlingame, y tras un último apretón de manos, el poeta atravesó la despensa y salió por la puerta trasera de El Rey de los Mares, con gran apresuramiento, por temor a que la flota partiera sin él.
Afortunadamente encontró la chalupa aún en el embarcadero, dispuesta a efectuar un nuevo trayecto. Hasta que vio el arcón de Burlingame entre otros objetos que transportaba la embarcación, no recordó que se había hecho pasar por el criado del Laureado, y por más que le repugnaba la idea de mantener el engaño, se dio cuenta con un suspiro de que sería necedad revelar en aquel momento su verdadera identidad, pues la discusión que de aquello se seguiría bien pudiera ser causa de que perdiera la barca.
—¡Ah de la barca! —dijo, pues un anciano estaba soltando amarras—. ¡Aguardadme!
—¡Ajá! ¿No es éste el criadito del poeta? —dijo el hombre, que se llamaba Joseph y se encontraba en la popa—. Casi te dejamos en tierra.
Jadeando como consecuencia de la carrera final por el muelle, Ebenezer se subió a la chalupa.
—Alto —ordenó—. Asegurad un momento las amarras.
—¡Necedades! —dijo el marinero, riéndose—. ¡Ya vamos retrasados!
Pero Ebenezer dijo, con gran disgusto de los marinos, los cuales eran padre e hijo, que había cometido previamente un error del cual ahora se arrepentía sinceramente: en su avidez por servir a su amo, había confundido el baúl del capitán Coode con el que habían dejado a su cargo. De todos modos estaba dispuesto a pagar con sumo gusto los gastos que hubiera supuesto el transporte, pues aquellas gentes se habían tomado la molestia de subirlo a bordo; pero era necesario volver a dejar el baúl en el embarcadero antes de que el capitán Coode se enterara del asunto.
—Amo indulgente es el que aguanta ser servido por semejante mentecato —observó Joseph, no obstante lo cual, con el conveniente aderezo de quejas y maldiciones, se efectuó el transporte, y tras la recepción de un chelín extra por cabeza, a modo de gratificación, los barqueros soltaron amarras una vez más. El padre también hizo aquella vez la travesía, pues se había levantado algo de viento poco después de mediodía. Joseph hijo, desde la proa, le dio impulso a la chalupa sirviéndose de una pértiga, izó el foque para que lo inflara la brisa, recogió y ató bien la vela mayor y volvió a la proa para asegurar la escota del foque; su padre hizo fuerza sobre el timón, las velas se combaron y la chalupa ganó velocidad, rumbo a Los Cerros, suavemente inclinada hacia babor. El corazón del poeta palpitaba de emoción; el viento salino le subía la sangre a la cabeza y le revolvía el estómago. Tras unos minutos de navegación pudo ver la flota contra la luz del sol poniente: entre bricbarcas, navetas, queches, bergantines y buques de gran envergadura, medio centenar de embarcaciones ancladas que se arracimaban desperdigadas en derredor del buque de guerra que las escoltaría por entre las aguas piratas hasta llegar a los Cabos de Virginia, desde donde cada nave proseguiría viaje hacia sus distintos puntos de destino. Vistos desde más cerca, los navíos ofrecían el espectáculo de una actividad bulliciosa: lanchas y barcazas de toda suerte y condición iban de los barcos a la orilla o de una embarcación a otra, transportando carga y pasajeros de última hora; los marineros trabajaban afanosamente con los aparejos, ajustando las velas a los palos, oíanse voces de mando en cubierta y por las arboladuras.
—¿Cuál es el Poseidón? —preguntó Ebenezer alegremente.
—Aquél de allí, a estribor.
El viejo señaló con la boquilla de la pipa un barco anclado a un cuarto de milla, hacia la derecha; el puente de mando y la toldilla se alzaban considerablemente sobre la cubierta, contemplando el palo de proa, el mayor y el de mesana, con sus jarcias y masteleros, el Poseidón no ofrecía un aspecto muy distinto del de otros barcos de su clase que formaban parte de la flota; a decir verdad, en todo caso resultaba menos atractivo. A ojos de un entendido, sus drizas raídas, los obenques mal embreados, los herrumbrosos puntos de sujeción de las cadenas, las puntas anudadas de las cuerdas y una dejadez general revelaban los años del Poseidón y el uso descuidado que se había hecho del mismo. Pero a Ebenezer le pareció que a su lado palidecían los demás barcos.
—¡Majestuoso! —exclamó, apenas capaz de esperar para subirse a bordo.
Cuando por fin se completó la bordada y la chalupa hubo atracado, Ebenezer gateó con presteza por la escalerilla (hazaña que en condiciones normales hubiera estado por encima de sus posibilidades) y saludó al oficial de guardia, deseándole alegremente los buenos días.
—¿Me hacéis la merced de decirme cómo os llamáis, caballero? —preguntó el mencionado dignatario.
—Con mucho gusto —replicó el poeta, inclinándose levemente—. Soy Ebenezer Cooke, Poeta Laureado de la provincia de Maryland. Mi pasaje ya está pagado.
El oficial les hizo a dos marineros fornidos gestos de que se acercaran, y Ebenezer se vio firmemente sujeto por los brazos.
—¿Qué significa esto? —preguntó a voces—. Toda la gente que se encontraba en cubierta se volvió para contemplar la escena.
—Vamos a comprobar si nadar se os da tan bien como mentir —dijo el oficial—. Muchachos, arrojad esa inmundicia por la borda.
—¡Desistid! —ordenó el poeta—. ¡Haré que el capitán os haga azotar a todos! ¡Soy Ebenezer Cooke, he dicho, Poeta Laureado de Maryland por la gracia de lord Baltimore!
—Ya veo —dijo el oficial, sonriendo sin cordialidad—. ¿Y hay alguien que pueda probar la identidad de Su Señoría el Laureado? ¡Seguro que entre los pasajeros habrá damas y caballeros que conocen a su Laureado!
—Naturalmente que puedo aportar pruebas —dijo Ebenezer—, aunque me parece que ese peso debiera recaer sobre vos. Tengo un amigo en tierra que… —se detuvo, recordando el disfraz de Burlingame.
—… que está dispuesto a jurarlo entre dientes porque le habéis sobornado —afirmó el oficial.
—Miente —dijo Joseph, el joven de la chalupa, que había subido a bordo después de Ebenezer—. A mí me dijo que era criado del Laureado y ahora hasta eso dudo. ¿Qué criado se haría pasar por su amo, estando éste cerca?
—¡No! ¡Os confundís conmigo! —protestó Ebenezer—. ¡El hombre que dice llamarse Ebenezer Cooke es un impostor, lo juro! ¡Haced salir a ese canalla para que pueda mirarlo a los ojos y lo maldiga por su impostura!
—Está en su camarote, escribiendo versos —respondió el oficial—, y no quiere que se le moleste. Arrojadlo por la borda y que se lo lleven los demonios— les dijo a los marineros.
—¡Deteneos! ¡Deteneos! —chilló Ebenezer. Deseaba con todo su corazón hallarse en El Rey de los Mares, con Burlingame—. ¡Puedo demostrar que ese otro hombre os está engañando! ¡Tengo en mi poder un nombramiento redactado por Baltimore en persona!
—Entonces tened la bondad de mostrarlo —el oficial formuló la invitación con una sonrisa—, y entonces arrojaré por la borda al otro.
—¡Dios mío! —gimió el poeta, cayendo en la cuenta—. ¡Se me ha extraviado! Tal vez esté abajo, en mi baúl.
—Tal vez sea así, puesto que ese baúl pertenece al señor Cooke. De todos modos no se ha extraviado, puesto que yo lo he visto… El Laureado me lo mostró cuando le pedí que se identificase. ¡Al agua con este patán!
Pero Ebenezer, comprendiendo lo apurado de su situación, cayó de hinojos sobre la cubierta y se abrazó a las rodillas del oficial.
—¡No, os ruego que no me ahoguéis! Reconozco que quería tomarle el pelo a vuestras mercedes, buenos amos, pero era solamente una broma, una mera inocentada. Soy el criado del Laureado, tal y como ha afirmado este caballero, y llevo aquí el cuaderno del Laureado para demostrarlo. Llevadme con mi amo, os lo ruego, y le pediré perdón. ¡Juro que no era más que una simple broma!
—¿Qué decís vos, señor? —preguntó uno de los marineros.
—Puede que diga la verdad —reconoció el oficial, consultando una lista que tenía en la mano—. El señor Cooke ha pagado el pasaje de un criado, pero vino de puerto sin traer consigo a nadie.
—A mí me parece que éste es un bribón y un aventurero —dijo Joseph.
—¡Juro que no lo soy! —exclamó el poeta, recordando que Burlingame, haciéndose pasar por Bertrand, el criado, había reservado dos literas aquella mañana—. ¡Me llamo Bertrand Burton, de Saint Giles, amos…, soy criado del señor Cooke y del padre del mismo!
El oficial consideró unos momentos el asunto.
—Muy bien, entonces a la bodega con él, en tanto su amo lo reconoce.
En medio de su desgracia, Ebenezer halló consuelo: su plan era quedarse a bordo a toda costa, pues, una vez en camino, conforme a su razonamiento, podría hacer valer su caso hasta convencer a los demás de su verdadera identidad y de la misteriosa impostura del desconocido.
— ¡Ay, Dios mío, os doy las gracias, señor!
Los marineros lo condujeron al castillo de proa.
—No hay de qué —dijo el oficial, haciendo una reverencia—. Dentro de una hora estaremos mar adentro y si tu amo no te reconoce, te va a llevar un rato llegar nadando a casa.