9. MÁS POESÍA MARÍTIMA, COMPUESTA EN LOS ESTABLOS DE EL REY DE LOS MARES

Cuando recobró el sentido, Ebenezer vio que se hallaba en los establos de El Rey de los Mares, tumbado en el heno; su amigo Burlingame, tocado con un atuendo escocés, estaba agachado junto a su cadera y le daba aire en la cara con el libro mayor de cuentas.

—No me quedó otro remedio que sacarte —dijo Henry con una sonrisa—, de lo contrario habrías echado a los clientes.

—¡A la porra los clientes! —dijo el poeta débilmente—. Fueron dos de esos clientes los que me han arrastrado a esta situación.

—¿Y eres dueño de ti mismo o quieres que te siga abanicando?

—No sigas, por favor, al menos desde donde estás, o de lo contrario acabaré por sucumbir.

Ebenezer hizo ademán de incorporarse, puso un gesto agrio y se volvió a echar, suspirando.

—La culpa es mía, Eben; de haber sabido lo urgente de tu situación no me hubiera demorado tanto en aquel reservado. ¿Cómo es que no has utilizado este heno? No es mal sustituto.

—No alcanzo a entenderlo —declaró Ebenezer—. Mientras estabas retozando con esa muchacha, a dos capitanes piratas les dio porque querían meterme una bala entre los ojos, por una causa no mayor que el hecho de que me aventuré a mediar en la disputa que tenían.

—¡Capitanes piratas!

—Sí, estoy seguro —insistió Ebenezer—. He leído lo suficiente a Esquemeling como para reconocer a un pirata cuando lo veo: eran dos tipos feroces que se parecían tanto el uno al otro como si fueran gemelos; iban totalmente vestidos de negro, y llevaban barba negra y bastones.

—¿Por qué no les dijiste tu nombre y tu cargo? —preguntó Burlingame—. Entonces seguramente no se hubieran atrevido a molestarte.

Ebenezer hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Le doy las gracias a Dios por no haberlo hecho, pues de lo contrario mi vida hubiera concluido allí mismo. ¡Buscaban al Laureado, Henry, para matarlo y asesinarlo!

—¡No! Pero ¿por qué?

—Sólo Dios sabe por qué; no obstante, yo le debo la vida exclusivamente a un pobre diablo que pasó por delante de la ventana y a quien confundieron conmigo, saliendo en su persecución. ¡Quiera Dios que no lo hayan cogido y esté fuera de su alcance!

—Puede que sí —dijo Burlingame—. ¡Piratas, dices! Bueno, no es imposible a fin de cuentas… ¡Pero, bueno, si estás todo cagado!

Ebenezer emitió un gemido.

—¡Ignominia! En estas condiciones, ¿cómo voy hasta el muelle a por unos calzones limpios? ¿Andando como un pato?

—¡Demonio, nadie ha hablado de ir con andares de pato, señor! —dijo Burlingame, adoptando el tono de un criado campesino—. Quítese vuesa merced los calzones y los calzoncillos ahora, para que mi pequeña Dolly se los limpie, que yo le traeré unos limpios.

—¿Dolly?

—Sí, Joan «la Pecas», que está allá dentro, en El Rey de los Mares.

Ebenezer se ruborizó.

—¡Al fin y al cabo se trata de una mujer, aunque sea puta, y yo soy el Laureado de Maryland! No puedo consentir que lo sepa.

—¡Que lo sepa! —Burlingame se rio—. ¡Si casi se asfixia! ¿Quién crees que te encontró en el suelo y me ayudó a traerte hasta aquí? ¡Fuera esos calzones ahora mismo, señor Laureado, y ahorraos la modestia! Una mujer te limpió el trasero cuando naciste y otra lo hará cuando seas un viejo chocho: ¿qué más da que entre medias lo haga otra?

Cuando Ebenezer se hubo desabrochado de mala gana un botón, su amigo, osadamente, le dio un tirón violento y el poeta se quedó en cueros.

—Vaya, vaya —dijo Burlingame, riéndose entre dientes—. Se puede decir que estás bien proporcionado, aunque, eso sí, un poco sucio.

—Me muero de vergüenza y ni siquiera puedo taparme de lo sucio que estoy —se quejó el poeta—. ¡Haz el favor de darte prisa, Henry, antes de que alguien me vea así!

—Me daré prisa pues, hombre o mujer, como te vean no durarás virgen mucho tiempo; te juro que estás de lo más atractivo. —Burlingame se volvió a reír de la desgracia de Ebenezer y recogió las ropas manchadas—. Ahora, adieu, pronto regresará tu criado, si es que no le echan el guante antes los piratas. Entretanto, espabila y limpiate.

—Pero dime cómo, te lo suplico.

Burlingame se encogió de hombros.

—Vuesa merced mire a su alrededor, buen señor. El hombre inteligente nunca anda perdido mucho tiempo. —Fuese y cruzó el patio llamando a Dolly para que recogiera el botín que le llevaba.

Ebenezer se puso enseguida a mirar en torno a sí, buscando algún medio con el que poner remedio a su lamentable condición. Descartó inmediatamente la paja, aunque había de sobra en el establo: ni siquiera era posible asirla cómodamente con la mano. Lo siguiente que tomó en consideración fue su fino pañuelo de holanda, acordándose de que lo tenía en el bolsillo de los calzones.

—Es igual —juzgó después de pensárselo mejor—, porque tiene una hilera asesina de enormes botones franceses.

Tampoco podía sacrificar la casaca, ni la camisa, ni las medias, porque, por una parte, andaba bastante escaso de ropas como para andar tirándolas por ahí, y por otra, le faltaba valor para darle a la camarera más prendas que lavar. El hombre inteligente jamás anda perdido mucho tiempo, repitió Ebenezer para sí; acto seguido vio, en un establo que había detrás de donde se hallaba, la cola de un enorme caballo castrado, de color bayo, pero también la descartó, pues dadas su altura y su posición, la cola resultaba, a la vez que inaccesible, peligrosa.

—¿Qué nos enseña esto? —reflexionó, apretando los labios—. ¿No nos enseña que la inteligencia de un solo hombre es en verdad pobre? Los locos y las bestias salvajes viven gracias a la inteligencia de su madre y aprenden de la experiencia; el hombre sabio aprende de la inteligencia y de la vida de los otros. ¡Santo cielo! ¿Me he pasado dos años en Cambridge y tres veces dos años con Henry allá en el pabellón de mi padre para nada? ¡Si la inteligencia innata no me puede salvar, entonces me salvará mi educación!

Consecuentemente, Ebenezer dio un repaso a la educación que había recibido, buscando socorro, y comenzó por sus conocimientos de historia.

—¿Por qué deberían los hombres reconocer la validez de las crónicas del pasado —se preguntó— de no ser porque encierran una lección para el tiempo presente?

Y, sin embargo, a pesar de que no le eran desconocidos Herodoto, Tucídides, Polibio, Suetonio, Salustio ni otros cronistas antiguos y modernos, Ebenezer no logró recordar que hubiera en ellos ningún precedente de la penosa situación por la que atravesaba él en aquellos momentos, por lo que tampoco podía extraer consejo alguno, así que no le quedó más remedio que desistir del intento.

—Está claro —concluyó— que la historia no le enseña al hombre individual sino a la humanidad; la musa de esta disciplina tiene por discípulo al cuerpo político de los dirigentes. No, mejor dicho —dijo, llevando más lejos su razonamiento y tiritando un poco por causa de la brisa procedente del puerto—, los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo) ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la filosofía.

Por consiguiente, acto seguido, Ebenezer invocó mentalmente cuanto conocimiento tenía de Aristóteles, Epicuro, Zenón, Agustín, Tomás de Aquino, y todos los demás, sin olvidarse de sus catedráticos platónicos y del que en tiempos fuera amigo de los mismos, Descartes; pero aunque todos ellos eran de un interés extraordinario a la hora de dirimir si el aprieto en que se hallaba el poeta era real o imaginario, así como para decidir si tal aprieto merecía ser considerado sub specie aeternitatis, siendo asimismo relevante la cuestión de si la actitud que pudiera adoptar Ebenezer para salir del apuro estaba determinada de antemano o bien dependía por completo de él, pese a todo ello, ninguno de aquellos filósofos le proporcionaba ningún consejo práctico.

—¿Será quizá que todos ellos expelían silogismos sin hedor ni mácula —se preguntó el poeta— y aparte de eso, nada más? ¿O será que por la razón que esgrimen jamás surca el miedo hasta el punto de ensuciarles los calzones?

Ebenezer concluyó, oteando el patio, tratando en vano de dar con Henry, que la verdad de la cuestión estribaba en que la filosofía se ocupaba tan sólo de generalidades, categorías y abstracciones, tales como la densidad eterna de More; la filosofía sólo hablaba de los problemas personales en la medida en que servían para ilustrar los problemas generales; fuera como fuere, entre todo lo que recordaba Ebenezer no halló respuesta alguna para situaciones difíciles, caseras, de orden práctico, como era la que él atravesaba.

Ni siquiera tomó en consideración la física, la astronomía ni los demás campos de la filosofía natural, y ello por el mismo motivo; tampoco se estrujó la memoria sacando a colación sus conocimientos de artes plásticas, pues sabía muy bien que ni Fidias ni Miguel Ángel se dignarían a inmortalizar un estado como el que ofrecía él, por mucho que les atrajera la desgracia humana. No, resolvió por fin, tenía que buscar ayuda en la literatura, pues entre todas las artes y ciencias la literatura era la única que tenía como dominio propio el campo entero de la experiencia y el comportamiento humanos (de la cuna a la tumba y aún más allá; del emperador a la puta barata; desde la quema de ciudades hasta el modo de luchar contra el viento), así como los problemas de toda magnitud que afectan al hombre: sólo en el ámbito de la literatura es posible hallar catalogados con idéntica consideración a los antepasados de Noé y a los barcos de los aqueos…

—¡Y a los golpes de culo de Gargantúa! —exclamó en voz alta—. ¿Cómo es que no he pensado en ellos hasta ahora?

Ebenezer evocó con regocijo aquel capítulo de Rabelais en el que el joven Gargantúa prueba a meterle mano, valga la expresión, a diversas clases de trapos y estropajos (no por desesperación, eso seguro, sino movido por un ánimo puramente empírico, por el afán de determinar de una vez por todas cuál era el instrumento más noble), para acabar otorgándole el galardón al cuello de un ganso vivo, que fuera de color blanco; mas a pesar de que gallinas y pintadas las había en abundancia por el patio contiguo al establo, Ebenezer no divisó ni un solo ganso.

—Y tampoco sería adecuado —decidió un momento después, un tanto alicaído—, de no ser en un libro cómico o satírico, servirse tan rudamente de un ave estúpida que poco después ha de fenecer para dar gusto a nuestros estómagos. Sin duda que el bueno de Rabelais lo entendía como un chiste.

De modo similar, aunque la consternación se iba adueñando inexorablemente de él, Ebenezer tomó en consideración cuantas circunstancias paralelas a la suya fue capaz de recordar de entre toda la literatura que había leído, y las fue rechazando una tras otra, bien porque no era posible aplicarlas, bien porque fueran irrelevantes. Además, la literatura, concluyó con el corazón apesadumbrado, no le era de utilidad, pues aun cuando nos brinda una cierta sofisticación con respecto a la vida y nos libera de nuestro destino mortal en tanto que individuos, no da solución a los problemas prácticos. Y después de la literatura, ¿qué quedaba?

Recordó la acusación que le formulara John McEvoy, en cuanto a que él no sabía nada del mundo concreto y real ni de la gente de carne y hueso que lo habitaba. Ebenezer se preguntó qué harían a la hora de la verdad los demás, los que sí que conocían el mundo concreto y real. Pero de las gentes que estaban en posesión de tal conocimiento él sólo conocía a su vez bien a dos —Burlingame y McEvoy—, y era inimaginable que ninguno de los dos pudiera llegar a hallarse jamás en un trance semejante. No obstante, y esto lo comprendía Ebenezer perfectamente, el conocimiento del mundo iba más allá de lo personal: ¿cómo se las arreglaban las hordas salvajes y los pueblos paganos de la tierra, que nunca habían visto un adminículo adecuado para limpiarse el trasero? ¿Y los árabes del desierto que no tenían ni hojas de árbol ni ninguna clase de papel? Indudablemente habrían de tener alguna medida higiénica, de lo contrario, cada uno de ellos viviría como un ermitaño, con lo que la raza se extinguiría en una sola generación. Pero de entre todas las costumbres y prácticas exóticas de las que había oído hablar a Burlingame o sobre las cuales hubiera leído algo en su juventud, en libros de viajes por tierra y por mar, sólo era capaz de recordar un método pertinente: Burlingame le comentó en cierta ocasión que los campesinos de la India sólo comían con la mano derecha, ya que tenían la costumbre de reservar la mano izquierda para la higiene personal.

—Eso no es ninguna solución; sólo sirve para dar largas a mis dificultades —suspiró el poeta—. ¿Qué esperanza le quedaba de obtener otra clase de ayuda si el mundo y el ingenio lo habían abandonado?

Ebenezer dio un respingo y pese a lo incómodo de su situación, exultó de gozo cuando reconoció el pareado:

—¡Pese a tanta pirueta, sigo virgen y poeta! ¿Qué esperanza le queda a aquél que…? ¡Pluguiera al cielo que tuviera pluma y tinta para estampar estos versos antes de que se enfríen!

De todos modos decidió doblar la esquina de una página del cuaderno, para así acordarse luego de transcribir el pareado; hasta que no tuvo el volumen abierto entre sus manos y empezó a pasar las hojas en blanco no vio que allí tenía lo que ninguno de sus esfuerzos previos le había proporcionado.

—¡A fe mía que éste es un buen augurio! —dijo, no poco asombrado.

Ebenezer lamentó haber arrancado, estando en la posta de Londres, las hojas del cuaderno en las que Ben Bragg llevaba la contabilidad, no sólo porque los años pasados con Peter Paggen le habían agriado el gusto por el mundo del debe y del haber, sino también porque recordaba lo mucho que escaseaba el papel en las provincias, de modo que le repugnaba desperdiciar una sola hoja. Tanto le molestaba que hubo un momento durante el cual se tomó en serio la posibilidad de arrancar las pocas páginas en las que había escrito sus rimas; el Himno a la castidad, la breve cuarteta que le había hecho recordar Burlingame, y su saludo preliminar a la nave Poseidón. Sólo la impropiedad extrema y el sacrilegio virtual que aquella acción entrañaba lograron refrenar su mano, induciéndole por fin a utilizar dos páginas en blanco, dos páginas vírgenes —y luego, otras dos más— para hacer el trabajo, el cual, una vez completado con no poco esfuerzo, debido al efecto desecante de la brisa, el poeta transformó en la siguiente alegoría: las hojas sin usar eran canciones nonatas que sin embargo tenían el poder —se podría decir que lo tenían in útero— de limpiar y ennoblecer al que, a su debido tiempo, diera a luz dichas canciones; en una palabra, se trataba de su carrera hasta la fecha. O bien se podía considerar que aquellas hojas eran la prueba de su doble esencia, y aunque había recurrido a ellas demasiado tarde como para evitar el oprobio, seguían teniendo el poder de limpiar los residuos dejados por el miedo. O también…, pero aquel grato ejercicio de hacer alegorías se vio interrumpido por la aparición, en la parte trasera de El Rey de los Mares, de la pecosa Dolly, que traía los calzones y calzoncillos del poeta para ponerlos a secar. A pesar de lo corrido que estaba, Ebenezer estiró el cuello y asomó la cabeza por la entrada del establo y preguntó por Burlingame, que ya llevaba casi una hora ausente; pero la mujer manifestó no saber nada de su paradero.

—¡Pero si sólo cruzó la calle! —protestó Ebenezer.

—¡Yo no sé nada! —dijo Dolly con testarudez, y se dio la vuelta, disponiéndose a marchar.

—¡Esperad! —le dijo el poeta.

—¿Qué?

Ebenezer se puso colorado.

—Hace un poco de frío aquí… ¿Podríais bajarme una manta o cualquier otra cosa con la que taparme en tanto vuelve mi amigo?

Dolly indicó que no con un movimiento de la cabeza.

—La casa no presta ese servicio, señor, excepto a los que pernoctan en ella. Vuestro amigo me pagó un chelín por los calzones, pero no se habló nada de mantas.

—¡Así os lleve la peste! —exclamó Ebenezer, tan iracundo que casi se le olvida esconderse—. ¡Ni el propio Midas fue tan codicioso como la mujer! ¡Enseguida tendréis vuestro sucio chelín, en cuanto aparezca mi amigo!

Sin penique no hay paternóster —dijo la moza con insolencia—. No tengo garantías de que vaya a aparecer.

—¡Vuestro amo se va a enterar de esta impertinencia!

Dolly se encogió de hombros, al modo de Burlingame.

—¡Entonces, un ponche, por el amor de Dios, o un café, antes de que caiga enfermo! Santo cielo, buena moza, yo soy —Ebenezer se interrumpió, acordándose de los capitanes piratas—. ¡Os lo pide un caballero, no un vulgar marinero!

—Ni el mismísimo rey Guillermo sacaría un trago fiado en El Rey de los Mares.

Ebenezer desistió del intento.

—Si la muerte me ha de sobrevenir en este establo infecto —dijo con un suspiro—, ¿al menos podríais traerme pluma y tintero o tampoco presta la casa ese servicio?

—Tinta y pluma son gratis para todo el mundo —concedió Dolly, y al poco llevó tales efectos a la puerta del establo.

—Tenéis que escribir en vuestro propio libro —afirmó—. El papel es demasiado caro como para andar tirándolo.

—¡Y yo que os amenazaba con vuestro amo! ¡Santo cielo, si vos sois su fortuna!

De nuevo a solas, Ebenezer escribió en la página doblada de su libro de contabilidad aquel pareado aforístico que tanto le había ayudado, y hubiera probado fortuna con otras composiciones, pero la incomodidad de la situación en que se hallaba hacían imposible la creación. El transcurso del tiempo le alarmaba: el sol ya había dejado atrás el meridiano e iniciaba su caída hacia el oeste; seguro que enseguida sería la hora de embarcarse en la chalupa que había de transportarlos hasta el Poseidón, y Burlingame seguía sin dar señales de vida. El viento cambió de dirección, soplando ahora más directamente desde el puerto hasta el establo, calando al poeta de parte a parte. Al cabo, Ebenezer se vio obligado a buscar refugio en una cuadra vacía que había allí cerca, donde había amontonado el suficiente heno fresco como para taparle las piernas y las caderas, cuando se hubo sentado. A decir verdad, tras el disgusto inicial, se encontró bastante cómodo y abrigado, bien que sentía una pizca de aprensión (tanto por el bienestar de Burlingame como por el suyo propio, pues pronto se imaginó que su amigo habría caído en manos de los capitanes piratas). Decidió alegrar el ánimo con pensamientos más felices (y al mismo tiempo luchar contra la modorra que le provocó inmediatamente su relativa comodidad), así que volvió a aquella página de su cuaderno donde estaba la cuarteta del Poseidón. Y a pesar de que jamás había puesto los ojos en aquel navío, tras pensarlo un tiempo, agregó a la primera una segunda cuarteta; la primera cuarteta hablaba con franqueza del barco:

Nobilísimo navío

de la cubierta al bastión,

cual los que Homero cantara,

los de griego pabellón.

Como aquéllos rumbo al este:

antaño aguardaba Troya,

hoy aguarda Maryland,

que del mundo es nueva joya.

A partir de aquello costaba poco trabajo hacer extensivo el tributo al capitán y a la tripulación, aunque la verdad era que Ebenezer no había conocido en toda su vida a gentes de mar, excepción hecha de Burlingame y los temibles capitanes piratas. Entregándose por entero a la musa y rechazando la clase de estrofa anteriormente elegida para pasar a un tipo más acorde con la épica, escribió a continuación:

Nuestro capitán, como un dios salino,

altivo al cielo sus órdenes daba.

Cabe el gobernalle decía el camino;

las velas plegaban y desplegaban,

altos cual palos, los bravos marinos;

captaban viento y vendaval burlaban,

afrontando su atlántico destino.

¡Noble y salobre de tritones raza,

que al viento y la marea sojuzgabais,

orgullo erais de Albión y del Divino!

En una especie de ensueño, Ebenezer se vio ya a bordo del Poseidón, los calzones secos y calientes, su equipaje a salvo, guardado abajo. El cielo estaba luminoso. Un viento nuevo, procedente del este, levantaba crestas blancas en medio del océano centelleante, amenazando a su sombrero y a los sombreros de los cordiales caballeros con quienes se hallaba conversando en la toldilla, en tanto las ascuas del buen tabaco que colmaba sus pipas oscilaban entre el rojo y el amarillo. ¡Con cuánta gracia corría la marinería por la arboladura, largando velas! ¡Qué magnífico coro elevaba el ancla al emerger del fondo del mar, al que se unió la nave, principiando su camino! Los caballeros se sujetaban el sombrero, contemplando cómo se formaba una ola de espuma bajo la verga, para alzar luego la vista y contemplar las evoluciones de las aves marinas, venidas de los muelles; luego los pasajeros entrecerraban los ojos para protegerse del sol y el agua pulverizada, riendo de admiración ante el espectáculo que ofrecían los marinos trepadores. Enseguida uno de los que trabajaban en la cocina hizo un gesto cortés desde abajo y toda aquella alegre compañía se retiró para comer en los aposentos del capitán. Ebenezer se sentó a la diestra de aquel dignatario y no había ni hambre ni ingenio que sobrepasaran los suyos. ¡Y qué festín desplegaron ante ellos! De nuevo sumergiendo la plumilla en tinta, escribió:

¿Tú me preguntas qué come

nuestra alegre cofradía

cuando se aleja camino

de Maryland la bravía?

Te respondo: jamás hubo

tan exquisitas delicias;

nuestro apetito marino

las siente como caricias.

De Jove y Juno la estirpe

no probó placer tan sano,

aunque a ellos los sirvieran

Ganímedes y Vulcano.

Cabía decir más cosas, pero no era más dulce el sueño que la articulación del mismo, y además era tan completa su fatiga que casi no logra reunir las fuerzas suficientes para suscribir el habitual E. C., Gent., Ptay Ldo de Md antes de que se le cerraran los ojos del todo, le cayera la cabeza hacia delante y a partir de ahí ya no supiera nada más.

Parecía que hubiera dormido tan sólo un momento; sin embargo, cuando le despertó el ruido de un mozo de cuadra que llevaba un caballo al interior del establo, Ebenezer observó, alarmado, que el sol se había adentrado un buen trecho por el cielo occidental: el recuadro de luz que dejaba pasar el vano de la entrada llegaba casi hasta donde se hallaba él, sentado entre la paja. Se puso de pie de un salto, recordó su semidesnudez y echó mano a un par de manojos de paja para cubrirse.

—La letrina está al otro lado del patio, señor —dijo el mozo, sin dar muestras visibles de sorpresa—, aunque reconozco que no es poco mejor que esta cuadra.

—No, te confundes conmigo, mozalbete… Pero da igual. ¿Ves esos calzones y calzoncillos que están colgados en aquella cuerda de allí? Pues me harías un gran servicio si fueras a palparlos, por ver si están secos, y si es así, tráemelos acá a toda prisa, porque tengo que coger la barca que va a Los Cerros.

El joven hizo lo que le decían y enseguida Ebenezer estuvo en condiciones de dejar por fin tras de sí el establo y salir corriendo a toda carrera hacia el muelle, vigilando al tiempo que corría, por si veía a Burlingame o a los dos capitanes piratas, en cuyas manos temía que hubiera caído su amigo. Cuando llegó al muelle, sin aliento, vio para su desmayo que la chalupa ya había partido y con ella su baúl, aunque el de Burlingame seguía en el muelle, exactamente en el mismo sitio que por la mañana. A Ebenezer le abandonó el ánimo.

Había un marinero entrado en años, sentado sobre unas cuerdas enroscadas, pertenecientes a la chalupa; estaba fumando una pipa de arcilla muy larga.

—Decidme, buen hombre, ¿cuándo zarpó la chalupa?

—No hace ni una hora —dijo el viejo, sin molestarse en mirarlo—. Todavía la podéis ver.

—¿Había entre los pasajeros un hombre bajo que llevaba… —se disponía a describir la chaqueta de color púrpura oporto, pero recordó a tiempo el disfraz de su amigo—… que se hace llamar Bertrand Burton, y que es criado mío?

—Que yo viera, no. No había ningún criado, que yo viera.

—Pero ¿por qué habéis dejado este baúl en tierra y habéis cargado el que había al lado? —preguntó Ebenezer—. Los dos iban juntos al Poseidón.

—Yo no tengo nada que ver —dijo el marinero encogiéndose de hombros—. El señor Cooke se llevó el suyo consigo al zarpar; el otro hombre se embarca esta noche en un navío diferente.

—¡El señor Cooke! —exclamó Ebenezer. Estuvo a punto de protestar, asegurando que él era Ebenezer Cooke, Laureado de Maryland, pero se lo pensó mejor: en primer lugar, los piratas podrían estar aún buscándolo; por lo que él sabía, el marinero viejo bien pudiera estar al servicio de ellos además, Cooke era un apellido que no tenía nada de raro, y puede que todo el asunto no fuera más que una confusión temporal.

—Sin embargo, habrá la certeza absoluta —acabó diciendo— de que ese hombre no era Ebenezer Cooke, Laureado de Maryland.

Pero el viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Ese mismo caballero era, el tal poeta.

—¡Diantre!

—Llevaba unos calzones negros como los vuestros —informó el marino— y una casaca púrpura, que no estaba nada limpia, por más que él tenga un cargo tan alto.

—¡Burlingame! —dijo el poeta, boquiabierto.

—No, se llamaba Cooke. Una especie de poeta; se embarcaba en el Poseidón.

Ebenezer no era capaz de entenderlo.

—Entonces tened la bondad de decirme —preguntó con cierta dificultad y no poca aprensión—: ¿quién podría ser el segundo caballero, el propietario de este baúl, y que zarpa esta noche en un navío diferente?

El viejo le dio una chupada a la pipa.

—No iba vestido como un caballero —dijo por fin—, ni tenía cara de caballero, sino que más bien tenía aspecto de estar curtido por la sal y el aire, como cualquier marinero. Los otros le llamaban capitán, y él a ellos también.

Ebenezer palideció.

—¿No sería el capitán Slye? —preguntó, atemorizado.

—Pues ahora que lo mencionáis, sí —dijo el viejo—, había entre ellos un tal capitán Slye.

—¿Y Scurry?

—Sí, Slye y Scurry eran, idénticos como gemelos. Junto con el tercero vinieron en busca del caballero poeta cuando no hacía ni cinco minutos que éste se había ido, lo mismo que habéis venido vos en busca de ellos. Pero no llegaron más lejos de la primera taberna, donde entraron a por ron; es probable que los encontréis allí todavía.

A su pesar, Ebenezer exclamó:

—¡El cielo me asista! —Y lanzó una mirada de terror hacia el otro lado de la calle.

El viejo se encogió de hombros nuevamente y lanzó un escupitajo a las aguas del puerto.

—Puede que en tierra firme haya gente más correcta que los marineros —concedió—, pero más divertida… ¡Un momento! —dijo, interrumpiéndose a sí mismo—. Basta con que leáis el nombre que viene en su equipaje; no hace ni diez minutos que lo escribió. Yo personalmente no tengo el don de las letras, si no ya se me hubiera ocurrido esto antes.

Ebenezer examinó enseguida el baúl de su amigo y en una de las manillas se encontró un trozo de cartón en el que se leía: Cap. John Coode.

—¡No! —Las piernas le traicionaron; se vio obligado a sentarse en el baúl, so pena de volver a echar a perder de nuevo los calzones recién secos—. ¡No me digáis que era John Coode «el Negro»!

—Blanco o negro, John o Jim, se llamaba Coode —afirmó el otro—: capitán Slye, capitán Scurry y capitán Coode. Allá están, en El Rey de los Mares.

De repente, Ebenezer lo comprendió todo, aunque el hecho de que lo comprendiera poco le aplacaba el miedo: Burlingame, después de enterarse por medio de Ebenezer, en el establo, del episodio de los piratas y la presa que andaban buscando, los había visto por los alrededores de la taberna, y puede que a Coode también, dándose cuenta de que existía un plan contra quien ostentaba aquel cargo, personaje que, en tanto que Laureado de lord Baltimore, era a fin de cuentas un enemigo poderoso, incluso potencialmente mortal para sus planes sediciosos, pues para ponerlos al descubierto no había armas mejores que el incisivo verso hudibrástico. Así pues, ¿qué actitud más noble o más acorde con el espíritu de la infidelidad y la vigilancia cabía que volver a cambiar de atuendo, ponerse las ropas originarias, proclamarse Laureado (puesto que era evidente que los perseguidores no conocían la cara de su víctima) y hacerles perder el rastro fingiendo embarcarse, con baúl y todo, en el Poseidón? Era una estratagema digna del valor y de la capacidad de iniciativa de su amigo; una aventura que igualaba a la que protagonizó Burlingame cuando escapó de las manos del pirata Thomas Pound, o a aquella otra, cuando interceptó las cartas de Benjamín Ricaud. Además, la había llevado a cabo arriesgando sus propiedades, de las que parecía haberse adueñado Coode. El poeta sintió que le volvía el calor al corazón: la solicitud, el valor y la abnegación de su amigo le humedecieron los ojos.

—¡Y pensar —pensó— que todo el tiempo dudé de él, creyendo que no estaba seguro en la cuadra!

Muy bien; Ebenezer resolvió lo siguiente: demostraría que era digno de tan alta consideración.

—¿Cómo es que le habéis dado permiso a ese tal Coode para que se lleve mi baúl? —le preguntó al viejo navegante, que había vuelto a su pipa y a sus meditaciones.

—¿Vuestro baúl, señor?

—¡Mi baúl! ¿Sois ciego además de iletrado? ¿Es que no nos visteis al Laureado y a mí esta mañana cuando bajamos nuestros baúles del coche de Londres?

—¡Santo cielo, no sé nada de eso! —afirmó el viejo—. El que lleva la chalupa es mi Joseph, mi hijo Joseph; yo sólo me quedo vigilando el atracadero hasta que vuelve.

—¿Y permitís que cualquier bribón que lo reclame se lleve el equipaje de vuestros clientes? ¡Vaya un barquero que estáis hecho, y vuestro Joseph también, a fe mía! Ese canalla de John Coode ni siquiera se digna fingir; con vuestra ayuda roba abiertamente a plena luz del día ¡y utilizando su propio nombre! ¡Se lo haré saber al sheriff!

—¡No, señor, os lo suplico! —exclamó el otro—. ¡Mi hijo no sabía nada de esto, lo juro, y yo tampoco pensé que estuviera siendo cómplice de un ladrón! Esos frescales de capitanes se presentaron con mucha autoridad y echándole cara al asunto, señor, y preguntaron por el caballero poeta, y yo les dije: este arcón es del capitán Coode y tiene que estar en el Morfeo al ponerse el sol, cuando el barco zarpe rumbo a la Isla de Man.

—Y acabó con vuestras dudas por medio de una guinea, ¿no es así?

—Dos chelines —respondió humildemente el marinero—. ¿Cómo iba yo a saber que el equipaje no era suyo?

—En cualquier caso, eso agrava la felonía —declaró Ebenezer—. ¿Os vale la pena echar vuestro último aliento en la cárcel a cambio de dos chelines?

Merced a aquélla y a otras amenazas parecidas, Ebenezer enseguida convenció al viejo marinero de que había cometido un error.

—Sin embargo, ¿cómo puedo yo saber que el equipaje es vuestro —preguntó de todos modos— ahora que me habéis planteado las cosas así? A lo mejor el ladrón sois vos y no el capitán Coode, y entonces, ¿quién me salva a mí de la cárcel?

—Yo soy el único depositario del baúl —repuso el poeta— y es mío en tanto le hago entrega del mismo a mi amo.

—¿Sois un criado y me reprendéis así? —El marinero se rascó su patilluda mandíbula—. ¿Y quién podrá ser vuestro amo, que viste a su criado como si fuera un petimetre de Saint Paul?

Ebenezer pasó por alto la ofensa.

—Es ese mismo caballero poeta que se llevó consigo el primer baúl, Ebenezer Cooke, el Laureado de Maryland. Y mal os iría a vos y al palurdo de vuestro Joseph si yo contara todas estas tonterías en el lugar adecuado.

—¡Dios mío, entonces apartad de mí ese arca odiosa! —exclamó el pobre hombre, prometiendo que enviaría baúl y criado juntos al Poseidón en cuanto regresara la chalupa—. Pero os ruego que me deis una sola prueba o evidencia del cargo que ocupáis —imploró— a fin de que mi corazón se sienta aliviado, pues ¿cómo me voy a presentar delante de los tres capitanes si el ladrón sois vos y ellos los dueños?

—No tengáis ningún miedo —dijo Ebenezer—. Dentro de un par de minutos os mostraré una prueba satisfactoria: una página tras otra de los escritos del Laureado. —Ebenezer recordó de pronto, con una mezcla de preocupación y alivio, que su cuaderno aún seguía en la cuadra. Pero el hombre negó con la cabeza.

—Aunque os los hubieran grabado en el culo con letras carmesí, o los hubieran esculpido como las Tablas de la Ley, para mí no tendrían ni pies ni cabeza.

—¡No sigáis poniendo a prueba mi paciencia, anciano! —advirtió el poeta—. Hasta la persona más lerda del mundo reconoce un poema por su aspecto, tanto si capta su sentido como si no. Os voy a mostrar unos versos dignos de los oídos de los dioses, y eso pondrá fin a vuestras cavilaciones.

Ordenándole al marinero, con la mayor severidad de que fue capaz, que vigilara el baúl de Burlingame y que aprestara la chalupa, en caso de que volviera, para que zarpara una vez más al punto, Ebenezer se puso en camino, describiendo una gran curva para cruzar la calle y, haciendo un desvío pronunciado a fin de evitar la entrada de El Rey de los Mares, volvió a atravesar el callejón que iba a dar al patio trasero de la posada, y con el corazón palpitante volvió a entrar en aquel establo que ya le era familiar, esperando encontrarse en cualquier momento con el horrendo trío de capitanes. Se dirigió apresuradamente a la cuadra en la que había compuesto sus versos náuticos: allí, entre la paja, en el mismo lugar donde lo había dejado por causa del azaramiento y la prisa, se hallaba el precioso libro de cuentas. Lo cogió. ¿Sería posible que el mozo de cuadra lo hubiera deteriorado o que hubiera arramplado con un manojo de páginas? No, estaba intacto y en perfecto orden.

Que al viento y la marea sojuzgabais —dijo, citando una página, y suspiró, complacido por sus dotes de artista—. ¡Se oyen los vaivenes de la tempestad!

Pero no había tiempo para aquellos deleites; en aquel mismo momento podían estar amarrando la chalupa, y los villanos que se encontraban en la taberna no iban a estar bebiendo ron eternamente. Con la mayor rapidez posible, Ebenezer le echó un vistazo a la última estrofa que había compuesto por la mañana (los doce o catorce versos que describían el banquete a bordo); suspiró una vez más, se guardó el cuaderno debajo del brazo y salió presurosamente del establo, en dirección al patio.

—Deteneos, señor poeta, o sois hombre muerto —dijo una voz a sus espaldas.

Ebenezer se volvió dando un giro y se vio frente a un par de diablos recién llegados del infierno, vestidos de negro, ambos con la mano izquierda apoyada en un bastón de ébano y con la derecha sujetando una pistola que apuntaba al pecho del poeta.

—Doblemente muerto —añadió el otro.

Ebenezer no fue capaz de hablar.

—¿Le atravieso su corazón de católico romano de un balazo, capitán Scurry, y así os ahorráis pólvora?

—No, gracias, capitán Slye —repuso el otro—. Era deseo del capitán Coode ver qué clase de pez mordía el anzuelo antes de dejarnos que le rebanáramos el gaznate. Pero cuando esa hora llegue, el placer es vuestro.

—A vuestras órdenes, capitán Scurry —dijo el capitán Slye—. Adentro con vos, Cooke, u os meto una bala en las tripas.

Pero Ebenezer no era capaz de moverse. Por fin, guardándose las pistolas en el cinturón, en vista de que eran innecesarias, los temibles escoltas cogieron cada uno de un codo al poeta y, medio desmayado, lo llevaron a empellones hasta la puerta trasera de la posada.

—¡Por el amor de Dios, perdonadme! —graznó Ebenezer con los ojos firmemente cerrados.

—Este caballero no tiene potestad para tal cosa —dijo uno de los que le habían capturado—. La persona a cuya presencia os llevamos es el hombre a quien tenéis que implorar.

Entraron en una especie de despensa o almacén, y uno de los que lo habían capturado —el que respondía al nombre de Slye— se adelantó a abrir otra puerta, la cual daba a la humeante cocina de El Rey de los Mares.

—¡Ah del barco, John Coode! —rugió—. Hemos atrapado a vuestro poeta.

Le propinaron entonces tal empujón a Ebenezer desde atrás que resbaló sobre las baldosas grasientas y cayó cuan largo era junto a una mesa redonda que había en el centro de la habitación, justo a los pies de un hombre que se hallaba sentado. Todo el mundo se rio: el capitán Scurry, que le había empujado; el capitán Slye, que se encontraba cerca de él; una mujer, que, puesto que los pies le colgaban a la altura de sus ojos, le hicieron pensar a Ebenezer que estaría sentada en el regazo de Coode, y el propio Coode. Tembloroso, el poeta alzó la vista y vio que la mujer era la veleidosa Dolly, que estaba sentada con los brazos alrededor del cuello del archidesalmado.

Entonces, tan atemorizado como si esperara encontrarse con Lucifer en persona, Ebenezer volvió la vista hacia John Coode. Lo que vio era, si bien menos horrendo, ni un ápice menos asombroso: el rostro sonriente de Henry Burlingame.