8. EL LAUREADO COMPONE UNA ESTROFA Y SE ENSUCIA EN LOS CALZONES

—Recuerda —dijo Burlingame, cuando el carruaje hizo su entrada en Plymouth— que no me llamo Henry Burlingame ni tampoco Peter Sayer, pues el verdadero Sayer está en alguna parte, mezclado entre los que se van sumando a la flotilla. Lo mejor que puedes hacer es no llamarme de ninguna manera, creo yo, hasta que haya tanteado el terreno.

Consecuentemente, en cuanto descargaron sus arcones y baúles, preguntaron en los muelles por el Poseidón, y les respondieron que ya se había unido a los demás barcos de la flota.

—¿Cómo? —exclamó Ebenezer—. ¡Entonces lo hemos perdido a fin de cuentas!

—No —dijo Burlingame, sonriendo—, no es extraño. La flota se reúne en Los Cerros, frente a la Costa del Lagarto. Los días claros se ve el lugar desde aquí.

Continuando con sus pesquisas, Burlingame averiguó que una chalupa cubría el trayecto entre Los Cerros y el puerto, y se procuró dos pasajes para por la tarde.

—Conviene que hagamos una última comida en tierra —le explicó a Ebenezer—. Además, me tengo que cambiar de ropa, pues he decidido hacerme pasar por tu criado… ¿Cómo se llamaba?

—Bertrand —murmuró Ebenezer—. ¿Pero es necesario que seas un criado?

—Sí, de lo contrario sería menester ingeniar para tu acompañante toda la historia de un caballero. Fingiendo ser Bertrand, puedo ir contigo y pasar inadvertido, y además así me enteraré de más cosas acerca de tus compañeros de viaje.

Diciendo aquello y echando a andar delante de Ebenezer, Burlingame dejó atrás los muelles y cruzó la calle, camino de una taberna que se anunciaba por medio de dos letras C mayúsculas, las cuales, a la vez que se entrelazaban, mirábanse la una a la otra, rematando la figura que formaban una corona de tres lóbulos.

—He aquí El Bey de los Mares —dijo Burlingame—. Conozco esta taberna hace mucho tiempo. Aquí me agarré mis primeras purgaciones, siendo yo aún marino raso en el barco del capitán Salmon. Me las pegó una ramera galesa que estaba en los huesos; se aprovechó de mi inexperiencia y me cobró cual si fuera una mozuela limpia. Cuando se hizo patente el engaño, yo estaba a muchos días de navegación de Plymouth, rumbo a Lisboa. Las purgaciones se me pasaron pronto, pero jamás me olvidé de la fulana. Estando en Lisboa di con un buque que tenía por destino Plymouth, y anduve preguntando a los tripulantes, hasta que por fin me topé con un portugués tuerto que a punto estaba de morir por causa de unas purgaciones terribles que había contraído en África, al lado de las cuales, nuestra variante inglesa es como una picadura de pulga. Mi cuadrante, uno nuevo, muy bueno, que me había comprado el capitán Salmon para que practicara con él el arte de marear, díselo a aquel individuo temible a condición de que, en tocando puerto, compartiera las purgaciones con la prostituta galesa de El Rey de los Mares. Empero, aquí no ha muerto nunca nadie por culpa de la comida.

Como era media mañana, la taberna estaba desierta, excepción hecha de una criada joven que estaba fregando el suelo de baldosas. Era baja y rechoncha, de pelo basto, y pecosa, mas la mirada la tenía viva y alegre, y la nariz, insolente. Dejando que Ebenezer eligiera la mesa, Burlingame se acercó a la muchacha con familiaridad y trabó con ella una conversación que, aunque discurría en voz demasiado baja como para que la oyera bien Ebenezer, a la criada enseguida le hizo reír y decir que no con el dedo índice.

—Esa gatita juraba que no le quedaba nada más que pescado en la despensa —dijo Burlingame, que había regresado con prontitud—, pero cuando le dije que iba a alimentar a un Laureado capaz de dar al traste con este lugar a fuerza de versos hudibrásticos, se avino a aplacar tu pluma con un poco de asado de vaca. Enseguida lo traen.

—Me estás tomando el pelo —dijo Ebenezer con modestia.

Burlingame se encogió de hombros.

—Me parece que me voy a cambiar de traje mientras lo preparan.

—Pero si tenemos la impedimenta en el muelle.

—Da lo mismo. Trocar tela escocesa por seda es viaje que puede durar toda la vida, pero cambiar seda por tela escocesa es travesía que lleva un minuto.

Burlingame se dirigió de nuevo a la criada, que sonrió al verle acercarse, y le habló con suavidad, al tiempo que le propinaba un vivo pellizco. Ella dio un chillido y con una mano en la cadera señaló, riéndose, una puerta que había junto a la chimenea. Entonces Burlingame la cogió del brazo como si se la fuera a llevar consigo; al retroceder ella, él le susurró algo al oído con aire de seriedad; añadió luego alguna otra cosa, y ella primero abrió mucho la boca y luego meneó la cabeza. La muchacha lanzó una mirada hacia Ebenezer, que se ruborizó enseguida y fingió estar atareado, componiéndose el lazo; Burlingame susurró un tercer mensaje que iluminó la mirada de la muchacha, confiriéndole una expresión de timidez afectada, y luego salió de la habitación por la puerta antes señalada. La muchacha siguió en la habitación un par de minutos más. Después volvió a dirigir a Ebenezer una mirada penetrante, aspiró por la nariz y salió por la misma puerta con aire altanero.

Aunque no estaba nada apurado por aquel pequeño drama, el poeta se alegró bastante de que le dejaran a solas un rato, no sólo para cavilar acerca de las prodigiosas aventuras de su amigo, sino también para hacer inventario de su propia situación.

—He estado tan ocupado, venga a quedarme boquiabierto una vez tras otra por lo que contaba Henry —se dijo a sí mismo— que casi se me ha olvidado quién soy yo y cuál es el motivo por el que me embarco. No he escrito ni un solo verso desde que me fui de Londres, y tampoco se me ha pasado por la cabeza tomar notas del viaje.

Acto seguido desplegó ante sí y sobre la mesa su libro mayor de cuentas, dejándolo abierto por la página en la que había transcrito la primera cuarteta de su carrera oficial, y tras coger pluma y tintero de un estante que había en la pared contigua al mostrador, empezó a pensar con qué convenía agraciar la página primera.

—Nada en absoluto puedo decir en la Marylandíada de mi viaje hasta aquí —pensó—, puesto que apenas he visto nada. Además, sería más conveniente que el poema empezara en Plymouth, desde donde zarpan la mayor parte de los barcos que dejan atrás las rocas de Albión rumbo a Maryland; el lector se sumergirá instantáneamente en la travesía.

Abundando en aquella idea, adoptó la resolución de escribir su poema épico, la Marylandíada, en forma de viaje imaginario, pensando que de aquel modo le descubría al lector las delicias de aquella provincia con la misma frescura y sorpresa con que tales delicias se revelarían ante el viajero poeta. Por lo tanto, cuando recordó el nombre de su nave, se sintió henchido de gozo y con una suerte de temor respetuoso.

—¡Poseidón! —pensó—. ¡A fe mía que es un buen augurio! ¡Un verdadero Virgilio como compañero y el que agita la tierra en persona como guía de este viaje al Elíseo!

Y después de darle vueltas en la cabeza a aquella imagen feliz durante unos minutos, Ebenezer escribió por fin:

Aunque ruja en el océano

la galerna más cruel

no ha de poder con los mástiles

de nuestro insigne bajel.

Si el grandioso Poseidón

ha de estar a nuestro lado,

no parecerá ancho el mar

ni le tendremos cuidado.

Al pie de la composición estampó las siglas E. G., Gent., Pta y Ldo de Md, y se quedó sonriendo, satisfecho. Estando de tal guisa ocupado, entraron en la taberna dos hombres que cerraron ruidosamente la puerta. Eran gentes de mar, a juzgar por su aspecto —mas no eran marineros corrientes— y tan semejantes entre sí eran en cuanto a porte y modales que parecían gemelos: eran ambos entrados en carnes y de baja estatura, tenían rojas las narices, las patillas negras, eran bisojos y los dos lucían el pelo natural; vestían calzón y casaca negros, y se tocaban la cabeza con sombrero de dos picos del mismo color. Cada uno de ellos portaba un par de pistolas a la diestra, caladas en la faja, y a la siniestra, un machete, además de lo cual llevaban gruesos bastones de color negro.

—Estáis invitado a cerveza, capitán Scurry —gruñó uno—. No, capitán Slye —gruñó el otro—, sois vos quien está invitado.

Tras aquello, estando aún de pie, los dos la emprendieron a bastonazos con la mesa, reclamando que les sirvieran. «¡Cerveza!», gritó uno. «¡Cerveza!», gritó el otro, y los dos lanzaban miradas feroces y ceñudas, mientras gruñían al ver que sus gritos no obtenían respuesta. Tan temible era su aspecto y tan feroces sus modales que Ebenezer llegó a la conclusión de que eran capitanes piratas, pero le faltó valor para irse de la estancia.

—¡Cerveza! —volvieron a decir a voces, de nuevo aporreando la mesa con sus bastones, sin resultado alguno. Ebenezer se refugió en su cuaderno, que tenía desplegado encima de la mesa, rogando a Dios que no repararan en su presencia.

—Tengo la sospecha, capitán Slye —dijo uno de ellos—, de que hemos de servirnos por nuestra cuenta o bien ir en busca de nuestro hombre con la garganta seca.

—Entonces tiremos nosotros mismos las cervezas y acabemos con esto, capitán Scurry —replicó el otro—. Ese canalla no puede andar muy lejos. Voy a tirar dos jarras, y puede que aparezca por aquí antes de que nos las hayamos bebido.

—Puede, puede —concedió el primero—. Pero las cervezas las voy a tirar yo, puesto que sois mi invitado.

—¡Voto a tal! —exclamó el segundo—. ¡Yo hablé primero y vos sois mi invitado, Dios os maldiga!

—Antes os veré en el infierno —dijo el número uno—. La ronda es mía.

—¡Mía! —dijo el número dos, más amenazador.

—¿Vuestra? ¡Y una mierda de puerco!

—Voy a tirar vuestra cerveza, capitán Slye —dijo el número dos, sacando una pistola—, y si no, vuestra sangre.

—Y yo la vuestra —dijo el número dos, también sacando una pistola—, de lo contrario seréis pasto de los gusanos.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! —exclamó Ebenezer—. En el nombre del cielo, no hagan fuego.

Al instante se arrepintió de sus palabras. Los dos hombres se volvieron a mirarlo, todavía apuntándose con las pistolas; la expresión de sus rostros era cada vez más amenazadora.

—No es asunto mío —se apresuró a decir Ebenezer, pues ya avanzaban hacia él—. No es asunto mío ni por asomo, eso lo concedo. Lo que yo quería decir es que sería un honor y un placer invitar a vuestras mercedes a cerveza, y también la tiraría yo, si vuestras mercedes me explican cómo se hace. Bueno, no, es igual, me juego algo a que me sale bien sin instrucción alguna, pues muchas son las veces que he visto hacerlo en Locket’s. Sí —prosiguió diciendo al tiempo que retrocedía—, esto no tiene ningún secreto ni requiere habilidad, basta con apoyar el borde del vaso contra el grifo si el barril tiene mucha presión, dejando que la cerveza resbale suavemente; y si tiene poca, hay que dejar que el chorro caiga desde una cierta altura para que tenga fuerza y se forme más espuma…

—¡Silencio! —ordenó el número uno, propinándole a la mesa tamaño bastonazo que el cuaderno de Ebenezer saltó por los aires—. ¡Cielos, capitán Slye! ¿Habéis oído jamás monserga parecida?

—¡Ni tampoco tanta impertinencia, capitán Scurry! —respondió el otro—. No contento con entrometerse en nuestro asunto, este bellaco quiere acapararlo.

—¡No, caballeros, vuestras mercedes no me entienden! —exclamó Ebenezer.

—Haced el favor de cerrar la boca y sentaos —dijo el capitán Scurry, apuntando con el bastón hacia la silla del poeta. A continuación se dirigió a su compañero, diciendo—: Debéis disculparme mientras le meto a este mentecato una bala entre ceja y ceja.

—Con mucho gusto —repuso el otro—, y después beberemos en paz.

Ahora ambas pistolas apuntaban hacia Ebenezer.

—Ningún invitado mío se rebajaría a hacer una cosa de tan poca monta —dijo el primero.

Ebenezer, de pie detrás de la silla, volvió a mirar hacia la puerta por la que se habían ido Burlingame y la criada.

—Mis sentimientos son exactamente los mismos —gruñó el capitán Slye—, pero os ruego que recordéis quién es el anfitrión o dispararé dos pistolas:

—¡Por el amor de Dios, buenos capitanes! —graznó Ebenezer, mas le fallaron a la vez piernas y esfínteres; incapaz de seguir hablando, se hincó de hinojos envuelto en un olor portentoso y hundió la cara en el asiento de la silla. En aquel momento se abrió la puerta trasera.

—¡Alto, ahí está la tabernera! —dijo el capitán Scurry—. ¡Moza, sírveme dos cervezas mientras despacho a este apestado!

—¡Al infierno las cervezas! —rugió el capitán Slye, que podía ver la puerta de entrada—. ¡Allá va nuestro Laureado por la calle, lo juro!

—¡Voto a…, pues vamos a por él —dijo el otro—, antes de que vuelva a soltar amarras!

Volviendo la espalda a la cerveza y al poeta, los capitanes salieron corriendo a la calle, desde donde enseguida llegó un estruendo de pistoletazos y un clamor de blasfemias que se alejaban. Pero Ebenezer no las oyó, pues cuando los capitanes mencionaron a quién buscaban, desmayose sobre las baldosas de la taberna.