—La parte del Diario íntimo que leíste —dijo Burlingame— lejos de enfriar el ardor de mi búsqueda, lo inflamó aún más, como acaso hayas imaginado, porqué allí se decía que había un tal Henry Burlingame, y sin embargo, no me aclaraba ni si tuvo descendencia ni si alguno de sus hijos era mi padre. Había fundamento para tener esperanzas y especular; a saber, que el capitán John Smith había zarpado aquel mismo verano con ánimo de explorar la bahía de Chesapeake, en cuyas aguas me encontraron flotando casi un año después. Sin embargo, en ningún lugar de su Historia se menciona el nombre de Burlingame, ni tampoco aparece el mismo en la lista de componentes del grupo. Registré los antiguos papeles de la colonia e interrogué a lo largo y ancho de Jamestown, pero no logré averiguar ni una palabra más sobre el asunto. Tuve la audacia de preguntarle al mismo Nicholson si sabía de otros archivos en aquellos territorios. Y él contestó que había estado allí tan poco tiempo que ni siquiera sabía bien dónde estaba el diario de la Asamblea, pero añadió que en las provincias había una escasez de papel lamentable y que no era infrecuente que los empleados del gobierno saquearan los archivos más antiguos buscando documentos en los que sólo se hubiera escrito por el anverso, con el fin de emplear ellos el reverso. Personalmente, él deploraba aquella práctica, pues es un hombre entregado a la causa del estudio, pero dijo que no habría otro remedio en tanto las provincias erigían sus propias factorías de papel.
»Me pareció lo más probable que mi diario hubiera padecido aquel destino, puesto que estaba escrito en papel de buena calidad y el autor sólo había utilizado el anverso. Yo desesperé de descubrir jamás lo que faltaba, y en el otoño de 1690 me fui a Londres con el capitán Hill. Nuestra intención era litigar para que fuera retirada la acusación de sedición verbal que había sido formulada contra él, y de ser posible, acabar con el coronel Coode y sus compañeros. El momento era propicio, pues el propio Coode y Kenelm Chedelsyne, su portavoz, habían zarpado asimismo en dirección a Londres, y sus sicarios no estarían a su lado para defenderlos. Arreglé las cosas de tal modo que algunos enemigos suyos aparecieron por Londres aquel mismo otoño, y di en pensar que si formulábamos un sinfín de acusaciones contra él, podríamos bien labrar su ruina, bien por lo menos detenerlo, en tanto llevábamos más lejos nuestras intrigas. A tal fin viajé en secreto a Maryland antes de hacernos a la mar; mi plan era introducirme a escondidas en la ciudad de Saint Mary y robar los archivos criminales de los tribunales de Coode, o sobornar a alguien para que los robara, ya que no cabía prueba más clara de su corrupción. No obstante, Coode se adelantó a mi plan, como tantas veces sucedía: descubrí que Cheseldyne y él se habían llevado los archivos consigo.
»En todo caso pusimos en marcha nuestro plan. Nada más tocar puerto en Londres, en el mes de noviembre, los lores comisionados para el comercio y las plantaciones citaron a Coode para que tuviera una confrontación con lord Baltimore en presencia de ellos, a fin de responder a las acusaciones que el dignatario tenía que hacerle. Al mismo tiempo, el coronel Henry Coursey, del condado de Kent, formuló denuncia contra Coode y Cheseldyne, y otro tanto hicieron John Lillingstone, el rector de la parroquia de san Pablo, en el condado de Talbot, y otras diez personas, todos protestantes conocidos, puesto que el principal argumento de Coode para defender su rebelión era que tenía por fin acabar con los bárbaros de los papistas. Finalmente, Hill formuló su propia denuncia, y hasta nuestro amigo el capitán Burford, que estaba al mando del buque Abraham y Francisco y que nos había ayudado en la fuga de Nicholson y en cuyo barco habían efectuado aquellos canallas recientemente la travesía del Atlántico, declaró en Plymouth que Coode, en presencia suya, había maldecido a lord Baltimore y jurado gastarse los fondos desfalcados en la provincia.
»Durante algún tiempo pareció que le habíamos asestado el golpe definitivo, pero Coode es un maldito demonio lleno de recursos y tenía un escudo perfecto para defenderse de nuestros asaltos. El año anterior, justamente antes de la rebelión, habían matado a tiros a un individuo llamado John Payne, recaudador de Su Majestad en las aduanas del río Patuxent, hecho que tuvo lugar a bordo o en las proximidades de un balandro de placer que pertenecía al mayor Nicholas Sewall, y Coode había urdido una acusación de asesinato con premeditación contra Sewall y otras cuatro personas que se encontraban a bordo del balandro. Nick Sewall era gobernador en funciones de Maryland antes de la rebelión, pero hay algo más importante que eso: es sobrino de Charles Calvert, que es hijo nada menos que de la mismísima lady Baltimore. Los rebeldes lo tomaron como rehén en Saint Mary y podían entregarlo en cualquier momento a los tribunales de Nehemiah Blackistone, que es compinche de Coode y lo mandaría a la horca sin dudarlo. Así que nos encontramos con las manos atadas y con nuestro plan desbaratado, tanto más por cuanto que no disponíamos de los archivos criminales para utilizarlos como prueba. Los lores comisionados soltaron al capitán Hill en diciembre, así como al coronel Henry Darnall, agente de lord Baltimore, que había sido acusado de traición verbal y de incitar a los indios chopticos a asesinar protestantes en la costa este; pero a Coode no lo pudieron tocar, o puede que no quisieran hacerlo, a petición de lord Baltimore.
»No vi que el capitán Hill pudiera seguir siéndome de utilidad; él era libre de volver a la ensenada del Severn y además había perdido el gusto por la política. Pero mi interés por John Coode casi había desplazado la búsqueda a la que me venía dedicando, y que parecía un callejón sin salida. Coode me intrigaba por su astucia y por su audacia, por sus papeles alternantes como ministro protestante y sacerdote católico, y por encima de todo, porque no parecía ambicionar cargos, hasta el punto de que el único puesto que tenía era en la milicia del condado de Saint Mary; se dedicaba al saqueo más por diversión que por avaricia y estaba dispuesto a ponerlo todo en peligro con el fin de hacer una jugada inteligente. Aquel sujeto amaba la intriga por la intriga, te lo juro, y era capaz de derrocar a un gobierno por gusto. Por fin me hice la promesa de poner mi ingenio a la altura del suyo y con tal fin le ofrecí a lord Baltimore mis servicios, que consistirían en ser una especie de agente independiente en la cuestión de Maryland. Los lores comisionados para el comercio y las plantaciones estaban en esta ocasión amablemente dispuestos a favor de Baltimore, pues sabían perfectamente bien que John Coode era un canalla y que el rey Guillermo no tenía más derecho que tú o que yo a adueñarse de la provincia. Por lo tanto, cuando llegó la hora de nombrar un gobernador real, dejaron que milord interviniera en la selección, y él escogió al grandísimo cretino de sir Lionel Copley, que era incapaz de diferenciar a un santo de un granuja. Por aquel entonces me había llegado el rumor de que el gobernador prestaba oídos en secreto a lo que Coode tuviera a bien decirle, y por pura lástima el segundo le había dicho al primero que Francis Nicholson, de Virginia, se estaba preparando para ocupar su puesto, antes incluso de que Copley hubiera partido de Londres. Estoy seguro de que aquello lo dijo meramente para provocar roces entre los gobernadores, puesto que Coode no apreciaba a Nicholson y quería que en Maryland el poder ejecutivo fuera débil, para así tener él libres las manos. Su estrategia me inspiró la mía, que consistía en sugerir a Baltimore que efectivamente nombrara a Nicholson vicegobernador de Maryland, pues se decía que a él lo iba a reemplazar en Jamestown nada menos que el mismísimo sir Edmund Andros; y luego deberían nombrar a Andros comendador de la provincia, con potestad para hacerse cargo del mando en el caso de que Nicholson muriera y Copley se ausentara. Era un plan fantasioso, dado que a Nicholson le caía mal Andros y Coode los aborrecía a todos. Mi objetivo era malquistarlos de tal modo que su gobierno resultara una farsa, al objeto de que tal vez algún día el rey Guillermo volviera a entregar las riendas del gobierno a Baltimore.
»Milord aprobó el plan, una vez se lo hube explicado, y viendo luego que yo gozaba de la confianza tanto de Andros como de Nicholson, me dio el puesto que yo quería con una sola condición: que fuera algo confidencial. Nicholson y Andros recibieron el nombramiento en 1692 y en el instante que lo supo Coode, le entró miedo: sabía muy bien que Copley era demasiado lerdo como para darse cuenta de sus malignas intenciones y, caso de que se diera cuenta, demasiado débil como para hacerle daño; a su vez, Andros tendría en Virginia trabajo suficiente como para estar absorbido por el mismo; pero Nicholson no es ni torpe ni débil y sabía bien que Coode era un canalla. A toda prisa le cursó a un agente de Saint Mary instrucciones para que robara el diario de sesiones de la Asamblea de 1691 y lo destruyera, pues allí estaba escrita la relación completa de su período de gobierno, a disposición de cualquiera. Supe por unos amigos que un tal Benjamin Ricaud se había unido a la flota, y sabiendo que era emisario de Coode, inmediatamente fui en pos de él. Tuve la suerte de que viajara a bordo del Bailey, cuyo patrón, Peregrine Browne, del condado de Cecil, era amigo de Hill y de Baltimore, y yo lo conocía bien. Además teníamos allí a unos cuantos hombres nuestros. Browne y yo nos las arreglamos para registrar los efectos de Ricaud e interceptar la carta, de la cual hice entrega a Baltimore.
»Inmediatamente tomé la resolución de embarcarme con destino a Maryland y convencí a Baltimore de que me dejara ir en el mismo barco que Copley. Teníamos un aliado poderoso en el gobierno, sir Thomas Lawrence, que en calidad de secretario de Su Majestad en la provincia, tenía acceso a todos los timbres y papeles. Era mi intención hacerle robar el diario de la Asamblea antes de que lo destruyeran y hacérselo llegar a Nicholson, que a su vez lo traería aquí, a Londres, para nuestro uso. Yo estaba tanto más deseoso de ponerle la mano encima porque en dicho documento parecían fusionarse las dos metas que perseguía por separado: ¡la búsqueda de mi padre y la de los medios para acabar con Coode eran una y la misma búsqueda!
—¿Cómo es eso? —preguntó Ebenezer, que había oído lo que antecede sumido en un asombro mudo—. No entiendo lo que quieres decir ni por asomo.
—La nota que interceptamos —replicó Burlingame—. A primera vista no nos percatamos de su importancia, pues no decía más que esto: «Abington, lo mejor que se puede hacer con una inmundicia como el libro del capitán John Smith es echarla al fuego». Nosotros sabíamos que «Abington» era Andrew Abington, un individuo de Saint Mary a quien Coode había concedido el cargo de recaudador del Patuxent tras el asesinato de John Payne; pero el resto no podíamos comprenderlo. Por fin, sin rodeos, soborné a Ricaud, que era un individuo taimado, el cual nos dijo que «el libro de John Smith» significaba el Diario de sesiones de la Asamblea de 1691, que estaba redactado en el reverso de algún viejo manuscrito. Por lo que yo sabía, bien pudiera ser una redacción a mano de la Historia que yo había leído impresa, pero de todos modos apenas pude contener la alegría al oírlo y recé porque en él se hiciera mención de mi homónimo. Pero no terminaba allí mi buena fortuna, pues la misma nota estaba escrita en un papel muy viejo, no distinto del Diario íntimo que hallé en Jamestown, y además supe por Ricaud que Coode había viajado muchas veces a Virginia y que tenía muchos parientes allí, así como que después de la rebelión le había hecho entrega a Cheseldyne y Backistone de una remesa de papeles viejos hurtados en Jamestown para luego ser utilizados en la Asamblea y en el Tribunal de Saint Mary. ¡Bien pudiera ser que el resto del Diario íntimo estuviera archivado en algún lugar de Maryland!
»En cuanto llegué a la ciudad de Saint Mary me presenté ante sir Thomas Lawrence y le expuse abiertamente la estrategia de lord Baltimore. Su misión consistía en robar el Diario de la Asamblea y entregárselo a Nicholson, que inmediatamente encontraría una excusa para visitar Londres. Además, yo tenía la intención de desacreditar al mayor número posible de aliados de Coode, y a tal fin convencí a Lawrence de que procurara corromperlos mediante algún señuelo. El coronel Henry Jowles, por ejemplo, era miembro del Consejo del Gobernador, aparte de coronel de la milicia; le dimos facilidades para que se forrara los bolsillos con ingresos ilegalmente obtenidos merced al cargo de administrador del condado de Calvert. El amigo de Baltimore, Charles Carroll, abogado papista que ejercía en Saint Mary, hizo otro tanto con Nehemiah Blackistone, cuñado del mismo Coode, que era presidente del Consejo y brazo derecho de Copley. El mayor incordio de todos ellos era Edward Randolph, agrimensor real de Su Majestad, quien gustaba de hostigar y difamar al pobre Copley, aparte de que se manifestaba abiertamente partidario del rey Jacobo. Finalmente, los aterrorizamos a todos contándoles historias de que los franceses y los llamados indios desnudos del Canadá estaban preparando una matanza general. En junio, ni un mes después de nuestro desembarco, Copley ya se estaba quejando de Randolph ante los lores comisionados para el Comercio y las Plantaciones; en julio, Lawrence robó el diario, pero Nicholson se lo llevó rápidamente a Londres, sin darme tiempo a que le echara un vistazo. En octubre denunciamos al coronel Jowles, que fue cesado en sus cargos de coronel, consejero y administrador. En diciembre, Copley presentó nuevas quejas sobre Randolph y les juró a los lores comisionados que a Nicholson lo habían enviado a Londres con el fin de llevar a cabo alguna misión siniestra. Aquella carta nos alegró sobremanera, pues teníamos la intención de utilizarla provechosamente cuando Nicholson fuera gobernador.
»Así fue como hostigamos al pobre Copley, que apenas se enteró de lo que pasaba hasta febrero, cuando los lores comisionados acusaron a Blackistone de soborno. Entonces, demasiado tarde, comprendió nuestro plan y la primavera del año pasado arrestó a Carroll, al mismo sir Thomas, a Edward Randolph y a muchos otros, entre los cuales se encontraba Peter Sayer, de Talbot, el hombre del cual iba yo disfrazado en la librería de Ben Bragg. A sir Thomas lo encarcelaron, al igual que a Carroll, y por añadidura, se inició un proceso contra ellos; a Randolph lo detuvo en la costa oriental de Virginia el sheriff del condado de Somerset, pero antes de que Copley pudiera sacarlo de Accomac se lo comunicó a Edmund Andros, que estaba en Williamsburgh y había sido compañero de bebida de Randolph desde los viejos tiempos de Boston, y Andros se lo llevó consigo por su seguridad.
—Aun así, tu causa se vio perjudicada, ¿no es cierto? —preguntó Ebenezer.
—¿Mi causa? —sonrió Burlingame—. ¿No es también la tuya, puesto que trabajamos para el mismo patrón? Digamos más bien que nuestra causa se vio momentáneamente entorpecida; sabíamos muy bien que el bueno de Copley no sería capaz de retener a aquellos hombres demasiado tiempo, y nosotros necesitábamos que estuvieran fuera de la cárcel, no sólo por comodidad de ellos, sino por miedo de que John Coode pudiera aparecer estando ellos fuera de la escena y ganar terreno con Copley. Resultó que nuestros temores cayeron en vacío porque el gobernador y su esposa murieron en setiembre…, a mí me parece que jamás se aclimataron a Maryland. La muerte de Copley me inspiró un plan prodigioso y malévolo…
—¡Santo cielo, Henry, eres todo un Coode a la hora de intrigar!
—Acuérdate de que dije que lord Baltimore había nombrado a Coode comendador de la provincia, nombramiento que le confería plena autoridad en caso de que Nicholson muriera y Copley estuviera ausente. Entonces se me ocurrió que si bien era Copley el muerto y Nicholson el ausente, yo podría de todos modos causar una enorme confusión, así que me dirigí a toda prisa a Williamsburgh para comunicarle la noticia a Andros y convencerlo de que su cargo estaba en vigor. Él se sentía inclinado a dudarlo, pero sabía que yo era agente de lord Baltimore; lo que es más, aunque él no lo mencionó, no le repugnaba robarle a Nicholson el rayo del poder, valga la expresión, restaurando el orden y la ley en Maryland, y es que a él le habían dado ganas de seguir a Nicholson cuando éste se fue a Virginia. Abreviando, Andros se fue a la ciudad de Saint Mary, reclamó el gobierno de Maryland, disolvió la Asamblea, suspendió a Blackistone, dejó a Lawrence en libertad, y de regreso a Williamsburgh, se llevó consigo a su grupo de partidarios, dejando la provincia a cargo de un gentil don nadie llamado Greenberry. Su intención era volver esta primavera y hacer a Lawrence presidente del Consejo, mas si lo ha hecho, yo aún no lo sé.
»Después de aquello no veía ninguna ocupación inmediata para mí en la provincia, de modo que al llegar enero crucé el océano y me vine aquí, a Londres. No hace ni dos semanas que llegué, y me he enterado, para desaliento mío, de que ni Nicholson ni Baltimore están en posesión del Diario de la Asamblea, por temor a los agentes de Coode. Lord Baltimore afirma haberlo dividido en tres partes, para su segura custodia, y haber depositado en secreto las distintas partes en Maryland, de donde yo acababa de llegar. Le rogué que me dijera los nombres de los depositarios, pero se mostró reacio a revelarlos; al parecer, ni el propio Nicholson sabía más que yo al respecto. Pero hace unos días me dijo que tenía para mí una misión de tal importancia que no se la podía confiar a ninguna otra persona; le respondí que indudablemente yo no era merecedor de semejante confianza, puesto que no se atrevía a decirme los nombres de los custodios del diario. Ante lo cual se rio y dijo que lo tenía atrapado; confesó que los fragmentos del diario se hallaban en manos de diversas personas leales, las cuales respondían al apellido Smith, por razones que no me hacía falta preguntar, y me reveló los nombres muy confidencialmente. Le di las gracias y le manifesté mi disposición a efectuar cualquier trabajo que tuviera a bien encomendarme, y él me dijo que aquella misma tarde había ido a verlo un joven poeta al cual le había encargado que escribiera una obra laudatoria sobre Maryland y el asunto de la propiedad de la provincia, obra que, creía Baltimore, si era noblemente ejecutada, a la hora de recuperar Maryland para sí, podría ser más provechosa que diez intrigas.
—¡Cielos, cuán maravillosamente pequeño es el mundo! —exclamó Ebenezer—. ¡Qué contento estoy de ver que Baltimore le da tanta importancia a la poesía! Pero te suplico que me digas qué trabajo tan importante era ése que le llevaba a hacer tales concesiones.
—Me preguntó si conocía al poeta Ebenezer Cooke. Me dio un vuelco el corazón pues no sabía nada de ti ni de Anna desde hacía siete años, pero me limité a contestar que había oído hablar de un poeta que respondía a aquel nombre. Entonces él me habló de tu visita, de tu propuesta y de tu nombramiento, y me dijo que yo debería acompañarte a Maryland (pues tú no habías salido nunca de Inglaterra) y ejercer de guía y protector tuyo. Ya te puedes figurar con qué prontitud acepté el encargo y cómo salí inmediatamente en tu busca.
Los primeros apartados de esta prolija narración habíanle hecho proferir tantas veces ah, santo cielo, demonios y a fe mía que durante el transcurso de esta última parte Ebenezer se limitó a quedarse la mayor parte del tiempo sentado y mudo, boquiabierto y con las cejas levantadas, como paralizado en un eterno ¡Dios mío! mientras los asombros se sucedían tumultuosamente, pisándose los unos a los otros los talones. Al final se sintió lo bastante conmovido como para abrazar a Burlingame sin sentirse avergonzado…, descubriendo que a la multitud de transformaciones que se habían operado en su amigo a lo largo de siete años de aventuras había que añadir que le olía mal el aliento: sin duda ninguna era porque se le habían cariado los dientes.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó—. ¡Si Anna supiera todo lo que me has contado! ¿Y a qué viene lo del papel de Peter Sayer, Henry? ¿Y por qué al menos no te descubriste en Londres, antes de que partiéramos, así ella hubiera podido compartir conmigo la alegría de encontrarte?
Burlingame suspiró y después de un momento contestó:
—Tengo por costumbre cambiar mi nombre por otro, bien sea prestado, bien sea inventado, y ello por diversas razones que se derivan de mi trabajo. De nada serviría que Coode supiera cómo me llamo, ni siquiera que existo. Lo que es más, así puedo confundirlo a él y a sus agentes: por ejemplo, en la tienda de Bragg me hice pasar por Sayer, adoptando su nombre meramente porque Coode piensa que el tal Sayer está en Plymouth, con la flota. De manera parecida, me he hecho pasar tanto por amigo como por enemigo de Baltimore, para hacer prosperar su causa. Confieso que una vez, cuando estábamos a bordo del barco de Perry Browne, el Bailey, me hice pasar por el mismísimo Coode ante el pobre idiota de Ben Ricaud, a fin de interceptar aquellas cartas. La verdad, Eben, es que desde 1687, fecha en que empecé a jugar a los gobiernos, Richard Hill, lord Baltimore y tú sois las únicas personas que saben cómo me llamo; y ese juego ha operado en mí tales cambios que nadie que me conociera de antes me reconocería ahora, ni tampoco es mi intención que lo hagan. Es mejor que crean que me he perdido.
—De todos modos seguro que Anna…
—Sólo he respondido a tu primera pregunta —interrumpió Burlingame, alzando el dedo índice—. En cuanto a la segunda, no te olvides de que mucha gente viene de Londres con intención de embarcarse en la flota…, hombres de Coode y hombres nuestros, y puede que hasta Coode en persona. Hubiera sido estúpido, incluso peligroso, que yo me quitara la máscara en aquel lugar. Además, no había tiempo: si casi no te doy alcance cuando te ibas; por ende, fíjate desde cuándo llevo desenmascarándome ante ti. La flota hubiera zarpado sin nosotros.
—Sí, eso es cierto— admitió Ebenezer.
—Lo que es más —dijo Burlingame riéndose—, aún no estaba seguro de que fuera prudente que tú supieras la verdad.
—¡Cómo! ¿Crees que jamás traicionaría la confianza que en mí depositas? ¿Serías tan insensible como para privarme de mi único amigo? ¡Eso me duele!
—En cuanto a lo primero, me limité a hacerme pasar por Sayer e interrogarte… Todo el mundo cambia con los años. Ben Bragg había dicho que tú no eras más que un oportunista; tampoco tu criado pensaba que te guiaran otros motivos, a pesar de todo lo que te admiraba. Por ende, ¿cómo iba yo a saber cuáles eran tus sentimientos hacia Burlingame? La historia que le contaste a Peter Sayer te sirvió de salvoconducto, en cuanto la oí revelé mi identidad, pero si hubieras entonado otra canción tu guía hubiera sido Peter Sayer, no Burlingame.
—Vale. Estoy convencido y no sabes hasta qué punto me alegro. Sin embargo, tu narración hace que me avergüence de mi desidia y miedo, así como tu sabiduría hace que me avergüence de mi pobre talento. Eres un Virgilio digno de un mejor Dante.
—¡Bah! ¡Bah! —dijo Burlingame con desdén—. Tienes bastante talento y tienes buen oído. Añádase que la provincia no es ni el infierno ni el purgatorio, sino tan sólo una parte del ancho mundo, como Inglaterra…, con la diferencia tal vez de que la tierra es vasta y nueva allá donde el tabaco no la ha consumido. Lo que es más, las ataduras y cortapisas son pocas y débiles; las plantas buenas y la mala hierba crecen con fuerza pareja. Si la gente de allí te parece extraña y ruda, tú acuérdate de que es muy raro que un hombre que está contento en Europa quiera cruzar el océano. La pura verdad es que la mayoría son descastados de Europa, o hijos de descastados: rebeldes, fracasados, carne de presidio y aventureros. Si se siembra tal semilla en tal suelo, sería ingenuo esperar una cosecha de maestros universitarios y cortesanos.
—De todos modos, hablas como si le profesaras amor a ese lugar —dijo Ebenezer—, y para mí ésa es suficiente garantía para saber que a mí me ocurrirá otro tanto.
Burlingame se encogió de hombros.
—Tal vez sí o tal vez no. Hay una libertad que es al mismo tiempo una bendición y una maldición. Es más que mera libertad política o religiosa (cosas que cambian de un año para otro); hablo de una libertad filosófica que se deriva de la falta de un pasado histórico. Esa libertad hace de todos los hombres unos huérfanos, como yo, y tanto puede desmoralizar como elevar. ¡Pronto conocerás la provincia y ya se verá cómo te sienta!
En cuanto Burlingame dijo aquello, el aire trajo al interior del carruaje el olor del mar, conmoviendo a Ebenezer hasta lo más hondo de su ser, y cuando poco después lo vio por vez primera, extendiéndose ante él hasta alcanzar la lejanía del horizonte, experimentó dos o tres convulsiones que agitaron todo su cuerpo y estuvo a punto de hacerse aguas.