6. EL RELATO DE BURLINGAME VA AÚN MÁS LEJOS; EL LAUREADO LEE EL DIARIO ÍNTIMO DE SIR HENRY BURLINGAME Y DISERTA SOBRE LA NATURALEZA DE LA INOCENCIA

Cuando, después del amanecer, los viajeros se detuvieron para efectuar la colación matutina en Yeovil, Ebenezer pidió inmediatamente ver los documentos de los que había hablado Burlingame, pero su tutor se negó a oír hablar de ello hasta después de comer. Entonces, estando el sol alto y luciendo con fuerza, salieron al exterior para fumar y estirar las piernas. Burlingame extrajo del bolsillo de la casaca unos cuantos papeles doblados. En la parte superior de la primera hoja el poeta leyó: Diario íntimo de sir Henry Burlingame.

—Debería aclarar que el título es mío —dijo Burlingame—. Como puedes ver, el diario es un fragmento, pero el viaje que describe se halla registrado en la Historia General de John Smith[21]. Tuvo lugar en enero de 1607, el primer invierno de la colonia. Remontaron el río Chickahominy en busca de la ciudad de Powhaton, emperador de los indios. Por aquel entonces había mucho resentimiento contra el capitán Smith en Jamestown: algunos estaban alarmados por sus maquinaciones encaminadas a derrocar al presidente Wingfield y al presidente Ratcliffe; otros le acusaban de burlarse de las instrucciones de la Compañía de Londres, pues dedicaba poco tiempo a buscar oro o a dar con un paso que permitiera trasvasar aguas a la zona oriental del territorio; otros simplemente tenían hambre y pensaban que Smith posibilitaría el comercio con Powhatan. Evidentemente, el viaje por el Chickahominy era una idea feliz, pues prometía dar solución a todos aquellos problemas: en primer lugar el capitán se retiraría durante algún tiempo de la política, y había quienes afirmaban que el curso del Chickahominy discurría de oeste a este; sea como fuere, casi se tenía la certidumbre de que la ciudad del emperador no se hallaba a muchas millas de distancia, río arriba. Smith refiere en su Historia cómo fue hecho prisionero por uno de los lugartenientes de Powhatan, llamado Opecancanough, y cómo escapó de la muerte por medio de unos trucos mágicos efectuados con su brújula. A continuación, jura que lo llevaron a él solo a presencia de Powhatan, el cual lo condenó a muerte; se salvó merced a la intercesión de la hija del emperador. La versión que hace de estos hechos la tengo escrita bajo el epígrafe titular.

Ebenezer leyó la siguiente inscripción:

En hallándose ellos con las garrotas prestas, con ánimo de abrille la cabeza al prisionero, Pocahontas, la hija más querida del rey, cuando de nada servía ya súplica ninguna, cogiéndole la cabeza, protegiósela con los brazos y puso la suya propia por cima de la dél, a fin de salvalle de la muerte, ante lo qual el emperador diose por satisfecho con que el prisionero siguiera con vida, aderezando para sí hachas y para su hija, campanillas, abalorios y objetos de cobre, pues pensaron que el prisionero, al igual que ellos, sería diestro en cualquier suerte de ocupación.

—¡A fe mía que es un rescate prodigioso! —dijo Ebenezer.

—He ahí un romance maravilloso —corrigió Burlingame—, pues lo sustancioso del diario consiste en que el tal Burlingame fue testigo de todo el proceso, que a fin de cuentas no fue tan portentosamente heroico. No diré más, sino que te dejaré leyendo el fragmento sin mayor dilación.

Y diciendo así, Burlingame pasó al interior de la posada y Ebenezer, tras hallar un banco al sol, se puso cómodo y leyó el diario, donde halló lo que sigue:

Diario íntimo de sir Henry Burlingame

Yo… había puesto sobre aviso [a Smith] en diversas ocasiones diciéndole que en nuestro guía, un salvaje vil, capaz de hurtalle a cualquiera la bolsa en menos de lo que se tarda en abrir y cerrar los ojos, no se podía confiar de ninguna manera, pues a buen seguro que estaba a sueldo del emperador [Powhatan]. Mas él rehusaba prestalle oídos a tal, y cuando, menguada la hondura del río, de modo que no podíanse utilizar nuestras embarcaciones, aquel mismo salvage propuso proseguir a pie hasta la ciudad del emperador, la qual, según él, hallábase muy próxima, nuestro capitán convino al punto en ello, pese al hecho, por mí señalado, de que los bosques eran espesos como selva, e bien pudiera ser que nos cayeran encima salvages hostiles. El capitán hizo sus comentarios de costumbre, los cuales hace siempre que alguien pone de relieve su mentecatez e ignorancia, a saber: que yo era un cobarde y un parásito, con los redaños de un tierno infante, y puede que un eunuco por añadidura. Este último era para él el mayor de los insultos que podía proferir, pues sentíase desmedidamente orgulloso de su virilidad. Era en verdad nuestro capitán tan devoto de Venus que raras eran las veces que no presumía abiertamente y en los términos más procaces de sus conquistas e fazañas amorosas por todo el continente, así como de las que efectuó entre los moros, turcos y africanos. Imagina ser maestro en las artes venéreas y hace gala de haber conocido carnalmente toda suerte de mujeres que hay en la Tierra, en todas las posiciones del Aretino. Además de lo cual reconoce estar en posesión de una descomunal colección de objetos de orden erótico, los quales ha ido reuniendo a lo largo de sus viajes, objetos que nos muestra en secreto a algunos de nosotros, dándose aires de connoisseur. Pronto volveré sobre esto, pero quisiera antes dexar constancia de que a juzgar por la preocupación que nuestro capitán sentía por aquellas cosas, las cuales en buena medida representaban vicios naturales y antinaturales, no me sorprendería ni un ápice que sus gustos fueran de una amplitud mayor que los del libertino común…

[Aquí el autor describe cómo desembarcó la partida, la cual, conducida por un guía traidor, cae en manos de los indios].

Así pues, en cayendo sobre nosotros los salvages, tal y como habíanlo vaticinado hombres más juiciosos que nuestro capitán, hicímosles frente lo mejor que pudimos, con escasa fortuna, pues hallábase cerca su acuartelamiento y teníamos a los atacantes virtualmente encima de nuestras cabezas. Nuestro capitán, a su vez, sirviose sagazmente del guía Ganelon, poniéndolo delante de sí a modo de escudo, retirándose luego con gran premura, al tiempo que nos exhortaba a que lucháramos como hombres. Felizmente tropezole el pie en una raíz de ciprés, y cayó de espaldas sobre el barro helado. Los salvages, que para entonces habíannos ya apresado, saltaron sobre él e mantuviéronlo de espaldas, inmovilizado, y cuando nosotros les diximos, en respuesta a su demanda, quién era nuestro cabecilla, que era él, entonces el cacique Opecancanough y varios de sus lugartenientes regocijáronse abiertamente para sí y disimuladamente cara a nosotros, tras lo qual fizieron aguas sobre el capitán, guardando turno conforme el orden jerárquico.

[Los prisioneros, los cuales alcanzaban un total de cinco, son llevados hasta un claro, donde son atados uno a uno aun árbol de caucho, y aflechados luego, hasta no quedar ninguno salvo Smith y Burlingame].

… dirixiéndose entonces a mi capitán, ficieron ademán de ir a cogelle, para hacerle correr la misma suerte que habían padecido los otros. Hidalgo hasta el fin [Smith]… sugirió modestamente que yo le precediera. Dicho sea que en asuntos de este jaez mi generosidad está a la altura de la de cualquiera y, de haber sido menester, hubiera declinado firmemente el ofrescimiento de mi capitán. Empero, Opecancanough hizo caso omiso, y cogiendo él mismo al capitán del brazo, arrastrolo hacia el árbol ensangrentado. En aquel preciso instante, el capitán (el cual me confesó más tarde que estaba buscando su amuleto africano de la suerte) extrajo de su jubón un paquete de naipes coloreados, los quales dexó caer al suelo con fingida inocencia. Los salvages al punto alborotáronse, subiéndose los unos encima de los otros, pugnando por ver quién se apoderaba del mayor número de naipes. Al examinallos descubrieron que los naipes eran estampas, vivamente coloreadas, de damas y caballeros en pelota viva, los cuales participaban de consuno en actos amorosos de diversa índole. Formando grupos de dos, tres, cuatro y hasta cinco, veíase a tales personas ejecutando actos licenciosos, para llevar a cabo los cuales en la vida real sería menester, además de una lascivia fuera de lo común, una imaginación desbordante y no poco talento para la gimnasia.

Cabe imaginar las voces e alaridos de regocijo con que los salvages recibieron aquellas obras de arte pornográfico, dado que los mismos son una raza degenerada, que poco se lleva con las bestias, y como tales comparten con los hombres blancos del mismo cuño un amor por todo lo que es sucio y salaz. Al menos los primeros tenían a su favor el hecho de que jamás habían visto mujer blanca vestida, no digamos ya, desnuda, y menos aún, entregada a tan anticuadas acciones como las que ahora éranles reveladas. Reíanse y gritaban y se arrebataban los naipes los unos a los otros, al objeto de vellos todos.

Preguntáronle [a Smith] si tenía más [naipes], aprovechando él la circunstancia para sacar del bolsillo una brújula pequeña, cuya maravilla (pues para vergüenza mía yo la había visto ya) consistía en que no sólo indicaba los cuatro puntos cardinales, prodigio que de por sí, parecíame, hubiera bastado para asombrar a los salvages…, sino que también tenía unas pinturas minúsculas, representadas sobre unos vidrios pequeños que en el interior se hallaban montados, cuyas pinturas impresionaban el ojo del que por unas mirillas laterales las avizoraba con unas escenas semejantes a las de los naipes, sino que más reales, pues el diabólico creador del artefacto tenía la habilidad de conferir a las escenas impresión de profundidad, de modo que se tenía la noción (grata a los degenerados) de que se estaba mirando por una cerradura, viendo a los caballeros portarse como garañones y a las damas, como yeguas en celo.

No obstante, era absolutamente necesario sostener aquel artilugio reprobable de una cierta manera, de modo que las lentes captaran la luz del sol en un ángulo adecuado. Siendo así que los salvages, en especial Opecancanough, eran totalmente incapaces de dominar una treta tan sencilla, hacíase preciso preservar la vida del bellaco de mi capitán, presumiblemente a fin de que se ocupara siempre de manipular el artilugio, cual si de un charlatán de feria se tratara. Tan alterados estaban los salvages con tanto tesoro que, pese a lo que yo tomé por sugerencias que les hacía el capitán, dando a entender que él era la única persona que hacía falta para hacer que la brújula obrara milagros, los salvages nos llevaron a los dos hasta la ciudad de Opecancanough, la cual hallábase situada, según nos dijeron, muy próxima a la ciudad del emperador…, olvidándose por completo, en su deleite vicioso, de llenarme el estómago de flechas…

[Ambos son llevados a la ciudad de Opecancanough y de allí a la ciudad de Powhatan, y por fin, a presencia del emperador mismo].

[Dicha perspectiva] parescía agradar sobremanera a mi capitán, pues de otra cosa no hablaba cuando se dignaba dirigirme la palabra sino del plan que había ingeniado para ganar, de la manera más eficaz posible, el favor del emperador tan pronto como lo llevaran a presencia de dicha dignidad. Yo… advertile, más, lo reconozco, por salvar mi proprio pellejo, que me importaba perder, que por salvar el suyo, pues seguíamos siendo, conforme lo veía yo, meros prisioneros, y no emisarios del rey, y en tanto que tales, por lo que a mí respectaba, conformábame con salir del encuentro que nos aguardaba con la cabeza aún sosteniéndose sobre los hombros y el vientre libre de flechas, y no tener que volver a preocuparme por los favores imperiales ni por los mercantiles trueques. Mi capitán me obsequió con sus necios insultos de costumbre a modo de respuesta…

Cuando nos conducían a la morada del tal Powhatan mis temores se multiplicaron, pues juro que era el individuo de peor catadura que espero encontrarme jamás. Parecía frisar los sesenta años de edad; su carne atezada estaba tan reseca e cubierta de arrugas como la piel de una manzana que hubiera estado expuesta demasiado tiempo al sol, y la expresión de su rostro era tan agria como el sabor que una manzana de tales características puede dejar en la lengua. No vi en aquel rostro ningún signo favorable… Más que ninguna otra cosa me desalentaron sus ojos pues, pese a que encerraban una cierta dureza, cual pedernal viejo, su rasgo más sobresaliente, pareciome, era una lujuria añosa, como la que se puede advertir en las miradas de los degenerados y otras personas disolutas cuando alcanzan una edad avanzada. Mi capitán, podría decir yo, empezaba a tener aquella suerte de mirada, y a mí me era grato pensar que cuando llegara a los sesenta se parecería bastante al tal Powhatan.

Otrosí los que rodeaban al emperador corroboraron mi juicio: además del cuerpo de guardia, había un buen número de hembras salvages por la estancia, vestidas con el traje de Eva: tan sólo un retazo de piel de animal, con el cual cubrían la parte que la madre de todos los hombres solía ocultar con una hoja. Esta le llevaba a su señor un poco de tabaco, estotra se inclinaba sobre él para encenderle la pipa con un tizón, aquélla le frotaba la espalda con grasa de oso o algún otro cocimiento igualmente hediondo…, y a todas y cada una de ellas él les daba a modo de recompensa un pellizco donoso o alguna otra lindeza semejante, cosas que, a su avanzada edad, no debieran ser para él sino gratos recuerdos. Aquel trato lo aceptaban las mancebas sin quejarse…, incluso parecían codiciar las atenciones del viejo sátiro, y cumplían aquellas obligaciones simples con la mayor voluptuosidad posible, como si quisieran incitar a su rey a cometer actos más propios de un hombre de mi edad que de un viejo achacoso como era él… Mi capitán observaba a aquellas doncellas con un interés excepcional y yo advertí en su mirada más atención de la que se precisaba simplemente para trasladar aquella escena a las páginas de su estridente historia. En cuanto a mí, hallábame demasiado ocupado tratando de no soltar las aguas, asunto que es tarea suficiente en tan temible trance como para reparar en los encantos que aquellas mujerzuelas paganas mostraban al emperador o en el comportamiento lascivo con que éste las respondía…

… debo ahora mencionar que Powhatan hallábase sentado en una suerte de catre elevado y que delante dél, sentada en el suelo, había una joven salvage, en verdad, lozana, tal vez de dieciséis años de edad, y a la cual, dada la riqueza de su atavío, ansí como la deferencia con que los demás salvajes la trataban, yo tomé por la reyna. A lo largo del banquete que tuvo lugar tras nuestra entrada en la mansión, aquella damisela apenas nos quitó los ojos de encima, e maguer, a diferencia de mi capitán, no soy hombre dado a la insensatez, en enfrentándome a los alicientes del bello sexo, no puedo sino decir con verdad que lo que encerraba aquella mirada excedía a la mera curiosidad que cabe sentir cuando se contempla a unos hombres de tez clara. Powhatan, creo yo, reparó en ello, pues su semblante íbase agriando a medida que avanzaba el banqueta. Por tal razón evité tenazmente la mirada de la reyna, con ánimo de no empeorar nuestra situación. A su vez, mi capitán… correspondía a sus miradas amorosas lanzándole otras de intención tan inequívoca que, de haber sido yo el emperador hubiérale muerto allí mesmo. Mi pobre corazón temblaba por la seguridad de mi cabeza…

[Sigue una descripción del festín que se sirvió a los dos prisioneros. Trátase de un banquete pantagruélico, pero el autor es incapaz de alojar un solo bocado en el estómago. Por el contrario, Smith se atiborra cual puerco en matadero].

Mi capitán… resolvió entonces hacer un pequeño discurso que en esencia venía a decir (pues también yo entiendo algo de la jerigonza pagana) que llevaba consigo un presente singular, destinado al emperador, pero que, desdichadamente, habíale sido arrebatado a su persona por el lugarteniente del emperador (aquel mismo Opecancanough que había causado anteriormente la muerte de nuestros compañeros). Al punto Powhatan ordenó que Opecancanough hiciera acto de presencia, ordenándole entregar el presente, si lo tenía. Pese a que le repugnaba desprenderse del mesmo, Opecancanough sacó la brújula maligna antes descrita y se la entregó a su caudillo, que luego ordenó azotaran a su lugarteniente por interceptar el obsequio. Aquello era, cierto es, una descomunal injusticia, puesto que Opecancanough no tenía conocimiento de que la brújula era para Powhatan, cosa que tampoco sabía mi capitán cuando le hizo entrega a Opecancanough de la máquina vil para así salvar el pellejo. No obstante lo cual, sacaron al salvage de la habitación para azotarlo, y yo no veía que el futuro nos reservara nada bueno allí dentro…

Acto seguido, para gran asombro mío, mi capitán empezó a mostrarle a Powhatan los secretos de la brújula, dirigiendo las diminutas lentes de la mesma hacia el fuego, a fin de iluminar las desvergonzadas escenas del interior. Yo tenía la certeza de que nuestro fin estaba cerca y me dispuse a morir como conviene a un caballero, ya que ningún hombre, ni siquiera un salvage (el nuestro, por demás, poseía cualidades que habíanlo elevado a la dignidad de príncipe, bien que en nación de paganos ignorantes), puede sentir sino repugnancia ante espectáculos tales como los que ahora aparecían iluminados ante los ojos del emperador. Por milésima vez maldije a mi capitán por ser tan rematadamente necio.

Sin embargo, en lo tocante a aquel extremo, olvidé la degeneración propia del salvage, cuya imaginación bestial se deleita indefectiblemente en lo más vil. Lejos de mostrarse ofendido, a Powhatan casi se le quiebran las lúbricas costillas cuando contempló las pinturas en miniatura; dábase palmotadas en las rodillas y le babeaban copiosamente los rugosos labios. Transcurrió mucho tiempo antes de que lograra apartar los ojos de la sucia mirilla, cosa que hizo sólo para volver a clavar, una vez tras otra, en ella la vista, aullando de placer a cada nueva ocasión.

Por fin mi capitán hizo saber que también la reyna debía recibir un obsequio. Al oír aquel pronunciamiento, cerré los ojos y me puse en paz con Dios, pues para entonces ya sabía lo suficiente acerca de los presentes de mi capitán, y previendo los celos del emperador, esperaba sentir en cualquier momento el tomahawk en mi cuello. Sin embargo, la reyna parescía de lo más complacida ante la perspectiva. Como hubiera debido prever, mi capitán había reservado para ella el regalo más deslumbrante de todos. Sacó del su bolsillo inagotable una suerte de librillo fabricado con hojas de pequeño tamaño que iban sujetas por la parte superior (este milagro habíalo visto yo en Jamestown). En cada hoja había un dibuxo que difería muy levemente de los de la índole que a uno le repugnaría mostrar a su esposa, y a su vez cada dibuxo se diferenciaba muy levemente del contiguo, formando el conjunto una especie de sucesión, de modo y manera que si se cogía aquel libro lujurioso por la parte superior dexando que las páginas pasaran velozmente una tras otra ante la vista, el resultado era que las figuras parescían cobrar vida, pues se movían hacia atrás y hacia adelante, ejecutando aquel sucio comercio.

¡Ay! Quedó claro que la reyna era tan depravada como su consorte. Una y otra vez, tras haber aprendido la virtud del librito, hacía que los actores se pusieran en movimiento, y a cada ocasión reíase estentóreamente de lo que veía…

[Sírvense más viandas, ansí como una suerte de licor indio, cosas ambas con las que Smith se regaló abundantemente. El autor declina el ofrescimiento por las razones denantes expuestas. La reyna ocúpase de atender personalmente a Smith, lavándole las manos e trayendo ramilletes de plumas de pavo silvestre con que secárselas].

Durante el transcurso de este segundo festín logré reunir el valor suficiente para observar a Powhatan, con la esperanza de leer en su rostro el pronóstico de lo que vendría a continuación. Lo que vi no me alivió el ánimo… El emperador no apartaba un momento la vista de la reyna, la qual, a su vez jamás la apartaba de mi capitán, y en su mirada se encerraban toda suerte de promesas indecentes. No se apartaba un instante de su lado, trayéndole esto y llevándole lo otro, exagerando todos sus movimientos, ninguno de los cuales convendría a persona alguna, sino a una vestal de Drury Lane. Mi capitán, fuera por su ignorancia característica o, lo que es más probable, porque persiguiera algún fin enrevesado, respondía a su coquetería con amabilidad. Nada de aquello escapó al emperador que, parecióme, apenas podía detener su glotón yantar para observallos. Cuando Powhatan convocó a su estrado a tres secuaces de los de peor catadura, todos tiznados de carbón, ungidos de aceite, pintarrajeados, cubiertos de borlas e toda suerte de adornos, e inició con ellos un largo coloquio a base de gruñidos e susurros paganos, cuya intención era inequívoca, de nuevo encomendé el alma a la piedad de Dios, pues en breve iba a encontrarme cara a cara con él. Mi capitán no hizo caso, sino siguió adelante con su juego.

Mis… temores, como pronto quedó demostrado, estaban justificados. El emperador hizo una señal y los tres fornidos salvages arrojáronse sobre mi capitán. A pesar de sus protestas, que eran asaz estentóreas, alzáronlo hasta el catre de Powhatan, y allí obligáronle a hincarse de hinojos. Los salvages situáronle la cabeza encima de un par de piedras enormes y le hubieran aplastado los pocos sesos que mi capitán podría afirmar poseer, de no ser porque en aquel preciso instante, para asombro mío, intercedió la reyna. Corriendo hacia el altar, arrojose con todo el cuerpo encima de mi capitán e díxole a Powhatan que antes prefería perder su propia cabeza que ver cómo aplastaban la del captivo. De haber sido yo el emperador, confieso que hubiera ordenado que les dieran muerte a entrambos, ya que una alianza tan clara irremediablemente y en breve plazo acabaría en adulterio. Pero Powhatan detuvo a sus sicarios; dispersose la concurrencia, excepción hecha del emperador, la reyna, mi capitán y yo mesmo (a quien todos parescían haber olvidado, gracias a Dios), y de momento, a lo que parescía seguiría el corazón latiéndome dentro del pecho…

[Siguió] un discurso del emperador, discurso que, según entendí, fue tan insólito como impropio. Concedo que algo escapóseme, pues Powhatan hablaba con gran rapidez e otrosí masticaba las palabras. Pero el resumen de lo que alcancé a entender es que la reyna no era su reyna en absoluto, ni ninguna de sus concubinas, sino su hija, llamada Pocahontas. Dicho nombre significa, en la lengua de estos salvages, la pequeña o la dotada de pequeñez e impenetrabilidad, y ello, al parescer, no hacía referencia a la estatura de la doncella, bien que de hecho era menuda, ni a su inteligencia, la cual era fácilmente penetrable. Más bien reflejaba, aunque de modo grosero, un singular defecto físico de aquella criatura, a saber: su intimidad era tan exquisita y la membrana que la albergaba tan extraordinariamente resistente que resultaba inexpugnable. Este hecho turbaba sobremanera al emperador, dado que en su nación se practicaba la bárbara costumbre de que cuando una doncella se prometía en matrimonio, el salvage que quería desposalla, necesariamente debía quebrantar primero la membrana antedicha, tras lo qual considerábase al pretendiente hombre digno de su prometida, viniendo a continuación las nupcias. Ahora bien, Powhatan, según nos dixeron, había elegido en diversas ocasiones entre los guerreros de su pueblo a gentes que se casaran con Pocahontas, pero en todos y cada uno de los casos fue preciso renunciar a la ceremonia, en viendo que por más denodadamente que se afanaban, ninguno era capaz de desflorarla, e otrosí habíase dado la circunstancia de que la mayoría habían quedado maltrechos por causa de los esfuerzos; lo propio era causalle daño a la moza, e quanto más, mejor, pues el grado de daño causado era la medida de la virilidad. Siendo así que los salvages tienen por costumbre dar a sus hijas en matrimonio cuando éstas rondan los doce años de edad, considerábase una desgracia que el emperador hubiera una hija de dieciséis años que seguía siendo doncella.

Continuando con aquel discurso, [Powhatan] dixo que puesto que su hija había tenido a bien salvar la vida de mi capitán cuando el gusto del emperador era aplastalle los sesos, ahora el capitán estaba obligado a considerarse prometido de su hija y someterse a aquella misma labor (a saber, intentar traspasar la puerta de la gruta de Venus) como los pretendientes anteriores. Peor…, con aquesta diferencia: que así como cuando los galanes salvages fallaron, su condena limitose a que se vieran cubiertos de oprobio y ridiculizados como ancianas, si mi capitán no resultaba ser mejor, le volverían a poner la cabeza en las piedras a fin de proceder al aporreamiento de sus sesos sin cuartel ni dilación.

Todo aquello oyó Pocahontas con grande júbilo, pese a la naturaleza de lo oído, que hubiera mortificado a una dama inglesa; y también mi capitán aceptó de buen grado (en realidad, no tenía opción). Yo, a mi vez, era contento de la nueva suspensión de mi condena al tajo carnicero, aunque fuera por breve tiempo, ya que no acertaba a ver, puesto que los salvages eran de gran estatura y mi capitán de complexión tan ligera, cómo este último iba a triunfar donde aquéllos fracasaron, a menos que se diera en ambos casos una desproporción portentosa entre el tamaño de lo que era visible y lo que ocultábase a las eventuales miradas. Al parescer dependía mi destino del de mi capitán y por eso deseele buena fortuna, prefiriendo oírle presumir eternamente (lo qual, sin duda alguna, ocurriría tras su éxito) a embadurnar con mis sesos las garrotas de los salvages, que era el destino que me aguardaba tras mi fracaso. El duelo carnal fijose para el amanecer, en una especie de patio público que había ante la casa del emperador y se dio la orden de que toda la población estuviera presente. Conozco que esto sólo hubiera bastado de por sí para aflojar a un hombre normal, incluyéndome a mí, que le rindo adoración a Venus (a mi manera) en la intimidad de los lechos a oscuras; pero mi capitán no parecía estar preocupado ni un ápice, antes bien, daba la impresión de estar deseando hacer el intento en público. Esto yo lo juzgo una medida adecuada de su lascivia, pues siendo así que cuando se fuerza a un caballero a efectuar un acto abominable en contra de su voluntad, trata de zanjarlo con la mayor rapidez y el menor eco posibles, por el contrario, los disolutos e los locos airean ruidosamente el asunto, atrayendo las miradas del mundo hacia su locura y licenciosidad, y jamás se sienten más satisfechos que cuando hay una audiencia que presta oídos a su maldad…

[Aquí concluye la parte existente del diario].

—¡Demonios, vaya momento para acabar! —exclamó Ebenezer cuando hubo concluido el manuscrito, apresurándose a ir en busca de Burlingame—. ¿No había más, Henry?

—Ni una sola palabra, lo juro; rastreé la ciudad de cabo a rabo buscando el resto.

—Pero, cielos, es preciso saber cómo fue la cosa…, y si ese odioso Smith hizo buenos sus alardes o si tu pobre antepasado perdió la vida.

—Ah, bueno —respondió Burlingame—, eso sí que lo sabemos; los dos se escaparon, pues aquel mismo año Smith siguió explorando la bahía de Chesapeake y Burlingame al menos redactó este texto. Lo que es más, si yo no soy bastardo, necesariamente se tuvo que procurar esposa en los años sucesivos, ya que aquí no se menciona a ninguna. ¡Dios mío, Eben, no sabes cuantísimo deseo conocer el resto!

—Y yo —se rio Ebenezer—, pues aunque tal vez no fuera poetisa, esta Pocahontas era el doble de virgen que yo.

Para sorpresa de Ebenezer, Burlingame se sonrojó vivamente.

—No es eso lo que quería decir.

—Lo sé muy bien; lo que te preocupa es tu ascendencia. Sin embargo, esto otro no es curiosidad vulgar: la pérdida de la virginidad siempre es aleccionadora y el mundo jamás se cansa de oír el cuento. Y cuanto más dura sea la caída, tanto mejor.

—¿De veras? —Burlingame se rio, recobrando la compostura—. Y dime, te lo ruego, ¿qué lección enseña?

—¡Qué raro, ser yo el maestro y tú el discípulo! —dijo Ebenezer—. Sin embargo, confieso que es un asunto próximo a mi corazón y que requiere no poca atención. Mi conclusión es que la humanidad ve dos moralejas en semejantes cuentos: la pérdida de la inocencia y la pérdida del orgullo. La primera categoría tiene su arquetipo en Adán, la segunda, en Satanás. La primera por sí sola no tiene el aguijón de la tragedia, como lo tiene la segunda: la virgen pura y simple, como Pocahontas, no es ni buena ni mala por tener himen; sólo despierta envidia, como Adán, entre quienes ya han caído, los cuales se regocijan en secreto cuando las ven mancilladas, al igual que los pobres se sonríen cuando ven que le roban a un rico… Incluso aquéllos de entre los caídos que son virtuosos son incapaces de sentir por la víctima algo más que una piedad abstracta. La segunda clase es la esencia misma del drama, pues a menudo el hombre orgulloso despierta nuestra admiración, vivimos sus triunfos por poderes, valga la expresión, y por poderes recibimos una enseñanza y nos vemos limpios cuando tiene lugar la caída. Cuando cubrimos a Satanás de oprobio, ¿no estamos recriminándonos a nosotros mismos, pues lo que sucede es que admiramos en secreto su insurrección celestial?

—Todo eso parece razonable —dijo Burlingame—. De lo cual se sigue que cuando le profesas aborrecimiento al capitán, te estás recriminando a ti mismo de manera pareja, recriminando a la parte de ti que le desea éxito, ¿no es así?

—Sin ningún género de duda —convino Ebenezer—, a condición de que el crítico ya haya caído. Para mí es como si una doncella le hiciera fiestas a su violador, o como si milord Baltimore fuera partidario de John Coode.

—Creo que ninguna de las dos cosas es imposible, pero dejémoslo estar. Ahora me importa decir que tu propia caída, cuando sobrevenga, ha de ser por necesidad gloriosa, puesto que tú eres a la vez inocente y orgulloso.

—¿Y dónde está mi orgullo? —preguntó Ebenezer, claramente desconcertado por la observación de su amigo.

—En tu propia inocencia, que tú elevas por encima de las meras circunstancias, convirtiéndola en una virtud especial. ¡Le profesas una reverencia cristiana, te lo juro!

—Cristiana en un sentido —replicó Ebenezer—, pese a que tus cristianos, excepción hecha de san Pablo, le profesan escasa reverencia a la castidad del varón. Se valora como símbolo, mejor dicho, como doble símbolo, pues se remonta por igual hasta Eva y la Virgen María. En eso estriba su diferencia con respecto a las virtudes cardinales, que a nada hacen referencia fuera de sí mismas: el adulterio es un pecado mortal, proscrito por mandamiento de Dios…, no así la fornicación, creo.

—Entonces es que la virginidad es una virtud secundaria digna de menor admiración que la infidelidad. Creo que ni Tomás Moro negaría eso.

—Pero recuerda —insistió Ebenezer— que he dicho que sólo comparto el sentimiento de los cristianos en un sentido.

Me parece que las virtudes de la humanidad son de dos clases principales…

—Sí, eso se aprende en la escuela —dijo Burlingame, que parecía dispuesto a zanjar el coloquio—. Instrumentales, si nos conducen a algún fin, y terminales, si las amamos por sí mismas. Es jerga escolástica.

—No —dijo Ebenezer—, no era eso lo que yo quería decir; esos términos, creo yo, poco significan para el cristiano, que, por un lado, tiene la esperanza de llegar al cielo merced a todas las virtudes que practica, y por otro jura que la virtud es una recompensa en sí misma. Lo que yo quería decir es que las distintas virtudes se agrupan en dos clases, que serían las vacías, es decir, aquéllas que carecen de lenguaje propio, y las significativas. Entre las primeras se cuentan la honestidad de palabra y de obra, la infidelidad al padre y a la madre, la caridad, y otras sucesivamente; la segunda categoría comprende cosas como el comer pescado los viernes, el descanso dominical y el llegar virgen a la tumba o al tálamo, según sea el caso; ninguna de ellas significa nada si se consideran en sí mismas, igual que sucede con los trazos y garabatos que denominamos escritura (la virtud de los cuales radica en lo que representan). Ahora bien, en cuanto a la primera clase de virtudes, tanto si ésa es su finalidad como si no, trata cuestiones de comportamiento colectivo, y por ello van dirigidas a los hombres prudentes, sean cristianos o paganos. Las virtudes del segundo grupo poco tienen que ver con la prudencia, pues no son sino meros signos, y varían de una fe a otra. Las primeras son virtudes sociales, las segundas, religiosas; las primeras son pautas para conducirse en la vida, las segundas son fórmulas ceremoniales; las primeras son prácticas, las segundas, misteriosas o poéticas…

—Entiendo el principio —dijo Burlingame.

—En ese caso —aseveró Ebenezer—, de lo anterior se desprende que las virtudes del segundo grupo son más puras, conforme a un patrón, y en tal sentido no son en absoluto inferiores, sino todo lo contrario.

—Diantre, tienes alma de escolástico —dijo Burlingame, molesto—. Yo no veo ninguna pureza en ellas, a menos que se las prive de todo sentido…, en cuyo caso quedan vacías, son un sinsentido.

—Como quieras, Henry…, no tengo intención de discutir en torno al cristianismo, sólo sobre mi virginidad, que si carece de sentido, no por ello se convierte para mí en sinsentido, sino en esencia. No es más que una señal, como la de los cristianos, eso lo reconozco, pero que no apunta ni al Edén ni a Belén, sino hacia el alma. Valoro mi virginidad no como una virtud, sino como el emblema mismo de mi ser, y cuando me autodenomino poeta y virgen no se encierra en ello mayor presunción que cuando digo que soy inglés y varón. Te ruego que no me reconvengas más por eso. Acabemos con esta conversación que tan poco me place.

—No obstante —dijo Burlingame— será digna de ver tu caída cuando tropieces.

—No tengo intención de caerme.

Burlingame se encogió de hombros.

—¿Qué escalador la tiene? En tu caso es, sencillamente, lo más probable, puesto que viajas como dormido… En eso tu amigo McEvoy no tenía nada de lerdo, aunque carecía de sensibilidad. Con todo y con eso puede que la caída te abra los ojos.

—Pensaba que eras mejor amigo mío, Henry, pero en este asunto eres tan brusco como antaño en Londres cuando me fui con Anna a Saint Giles. ¿Te has olvidado de aquel día en Cambridge, el trance en que me hallaste? ¿O de aquella enfermedad de la que ayer mismo te hablé y de la cual me solían sobrevenir accesos en la taberna? ¿Acaso crees que no me congratularía —prosiguió, cada vez más agitado— ser de verdad un escalador que al tropezar despertara en el prójimo el temor y la piedad? Yo no escalo, sino que me limito a caminar por la carretera, y si me tropezara, jamás me caería de una altura importante, sino que tan sólo dejaría de caminar, o iría a la deriva, como un barco sin rumbo que cualquier corriente arrastra, o puede que, simplemente, fuera como el musgo que cubre la piedra. No veo en una caída así ni espectacularidad ni ejemplaridad.

Burlingame no siguió adelante con el tema y le pidió disculpas a Ebenezer por su brusquedad. Sin embargo, siguió malhumorado, al igual que el poeta, durante varias horas, y de hecho sólo recobraron del todo el buen humor un poco antes de llegar a Plymouth; Burlingame, a instancias de Ebenezer, reanudó el relato de sus aventuras, que había dejado en el punto en que se efectuaba el descubrimiento del diario.