Una vez instalados en el coche, el cual se disponía a cubrir la segunda etapa del viaje, Ebenezer y Burlingame intentaron conciliar el sueño, pero la carretera resultó ser muy accidentada. A pesar del cansancio, tras media hora de sacudidas y traqueteos, se convencieron de que el empeño era vano y desistieron.
—A la porra —dijo Ebenezer con un suspiro—. Hay bastante tiempo para descansar en la tumba, como dice mi padre.
—Muy cierto —convino Burlingame—, aunque retrasarlo demasiado equivale a llegar antes a la misma.
A sugerencia de Ebenezer, colmaron y encendieron las pipas. A continuación, el poeta dijo:
—Por lo que a mí se refiere, bienvenida sea la demora. Aunque tuviera la vejiga repleta de rocío del Lete[18], en lugar de tenerla llena de jerez de Bristol, seguiría resultándome imposible olvidar lo que me has contado, y no albergo esperanzas de dormir en tanto no lo haya oído todo.
—¿No te has aburrido?
—¡Aburrido! Con la única salvedad de la historia de tus andanzas con los gitanos, que me contaste en Cambridge hace años, jamás he oído maravillas semejantes. Menos mal que sé que eres ajeno a contar patrañas, de lo contrario, me sería difícil dar crédito a tamaños prodigios.
—Entonces paréceme que más vale que lo deje —dijo Burlingame—, pues nadie conoce a fondo el corazón del prójimo, y lo que llevo dicho hasta aquí equivale a que hubiera estado afinando las cuerdas, como si dijéramos.
—Siendo así, te suplico que las pulses sin mayor demora y que confíes en mi credulidad.
—Muy bien. Tampoco es una historia mortalmente dilatada, pero debo reconocer que es en extremo enmarañada, con muchas vueltas y revueltas de acá acullá, y un ejército de nombres que es preciso retener en la cabeza.
—No son menos las uvas porque esté la parra enmarañada —replicó Ebenezer, y Burlingame, sin más preámbulos, reanudó el relato.
—A Dick Hill le hubiera gustado sobremanera —dijo— retenerme como miembro de su tripulación, pues una semana a bordo bastó para sacar a flote toda mi pericia de marinero, arte que llevaba más de quince años sin ejercitar. Pero una vez en Maryland, dejé su navío y, como no quería atarme a ningún lugar dedicándome a la enseñanza, acepté un puesto en la plantación de Hill.
—¿No estabas igualmente atado así? —preguntó Ebenezer.
—No por mucho tiempo. Empecé llevándole las cuentas, pues raro es el plantador que sabe sumar debidamente. Pronto gané su confianza hasta tal punto que depositó en mis manos el gobierno entero de sus propiedades tabaqueras, sitas a orillas del Severn, diciéndome que pese a ser un negocio de considerable envergadura como para deshacerse de él, escaso era el apego que hacia el mismo sentía, de modo que prefería dedicarse a navegar.
—¡Pero, bueno, entonces has sido plantador de tabaco en Maryland antes que yo! Es menester que oiga cómo te las compusiste.
—En otra ocasión —contestó Burlingame—, pues en este punto la historia despliega velas y leva anclas. Corría el año 1688 y en las provincias, al igual que en Inglaterra, fermentaba una gran agitación por el asunto de los papistas y los protestantes. En Maryland y Nueva Inglaterra era el problema singularmente agudo: el propio Baltimore y la mayor parte de los miembros del Consejo de Maryland eran católicos, y tanto del gobernador como del vicegobernador de Nueva Inglaterra, sir Edmund Andros y Francis Nicholson, se sabía que no eran amigos del rey Jacobo. El cabecilla de los rebeldes de Maryland era un tal John Coode…
—Sí, Baltimore mencionó ese nombre —dijo Ebenezer—. Es el falso sacerdote que se apoderó del gobierno por la fuerza.
—¡Te juro, Eben, que es un sujeto extraordinario! Tal vez llegues a conocerlo, pues aún sigue en libertad. Su equivalente en Nueva York era Jacob Leisler, que tenía planes con respecto a Nicholson. Entonces sucedió que aquel invierno Leisler se vino a Maryland con el propósito de aliarse con Coode. Acabábamos de enterarnos del desembarco del rey Guillermo y el plan de aquellos dos conspiradores era atacar conjuntamente, uno en Saint Mary y el otro en Nueva York. Abreviando, la cosa llegó a oídos del capitán Hill, que me envió a Nueva York en enero a fin de que advirtiera a Nicholson antes del regreso a Leisler.
—¿Entonces el capitán Hill es papista?
—No más que tú o que yo —replicó Burlingame—. En Maryland no se trataba de una cuestión de fe. Al viejo Coode ya le da igual Guillermo que Jacobo: lo que aborrece es el gobierno en sí, al igual que cualquier tipo de orden. A su lado, Leisler no es más que un mequetrefe.
—¡Ojalá nunca me tope con el tal Coode! —dijo Ebenezer—. ¿Llegaste a Nueva York?
—Sí, y Nicholson se puso a jurar como un cañonero cuando le di la noticia. El mismo se había presentado ante Andros en 1686 en calidad de capitán de una tropa papista irlandesa, y en Nueva York había celebrado el nacimiento del hijo de Jacobo; sabía muy bien que los rebeldes lo tenían catalogado como hombre de fe romana y no hubiera dejado pasar la ocasión de acabar con Leisler. Nicholson trató en vano de mantener la noticia en secreto, y puesto que Dick Hill me había puesto a su servicio, me envió a Boston para que pusiera a Andros al corriente. Me gané la confianza de los dos, y a petición mía me pasé los meses siguientes ejerciendo de mensajero privado entrambos (yo tenía la ventaja de no ser miembro de su familia oficial, por lo que podía desenvolverme con soltura entre los rebeldes). No, reconozco que en más de una ocasión me hice pasar por rebelde, de modo que tuve a veces la oportunidad de informar al gobernador en punto a lo que hacían.
—¡Henry, pero qué intrépido eres!
—¿Eh? Ah, bueno, intrépido o no, flaco fue el servicio que le presté a la causa del orden. Los rebeldes capturaron a Andros en primavera, en cuanto supieron que Guillermo llevaba las de ganar, y lo encarcelaron en Boston. En Nueva York hicieron correr la especie de que Nicholson tenía intenciones de prender fuego a la ciudad, y con la fuerza que le daba el rumor, Leisler reunió una tropa suficiente para tomar la guarnición.
—¿Y Nicholson? ¿Se escapó?
—Sí —dijo Burlingame—. En junio huyó en barco a Londres, y por más que Leisler lo acusó de ser corsario, llegó sin peligro para su integridad.
—¡Sin peligro! —gritó Ebenezer—. ¡Se escapó de un incendio para meterse en las llamas del infierno! ¿O no es lo mismo huir de Leisler para caer en brazos de Guillermo?
Burlingame se rio.
—No, Eben, el bueno de Nick no es tan simple y tan loco, como verás a su debido tiempo.
—Bueno, ¿y tú, Henry? ¿Regresaste a Maryland?
—Una vez más, no. ¡Eso sí que sería arrojarse a las llamas del infierno! Coode hizo su jugada en julio, y en agosto tenía al consejo del gobernador sitiado junto al bicao de Mattapany. No, yo me quedé en Nueva Inglaterra; primero, en Nueva York, y luego, cuando Nicholson se escapó y yo estaba seguro, en Boston. Mi plan era sacar a sir Edmund Andros de la prisión de la isla del Castillo.
—¡Voto a tal! —dijo Ebenezer—. ¡Esto es un cuento de Esquemeling!
—Y en más de un aspecto —replicó Burlingame con una sonrisa—. En el puerto de Boston había una fragata inglesa, que tenía por nombre Rosa y por fin proteger a los buques locales de los piratas. John George, el capitán, era lo bastante amigo de Andros como para que los rebeldes lo retuvieran como rehén, no fuera a bombardear la ciudad con ánimo de liberar al gobernador. Eso era precisamente lo que yo quería hacer, en caso de necesidad, y después despachar a Andros a toda prisa rumbo a Francia, a bordo del Rosa.
—¿Y cómo diablos lo lograste?
—No lo logré, aunque la culpa no fue de mi plan. Me encontré a un amigo del capitán George, llamado Tom Pound, piloto y cartógrafo, y que estaba dispuesto a demostrar su lealtad hacia Andros si se le pagaba. El gobernador huyó y cinco días después zarpamos a escondidas del puerto, llegamos a la bahía de Massachusetts, nos disfrazamos de piratas y empezamos a hostigar a la flota pesquera.
—¡Retruécanos!
—Teníamos la intención de incordiarlos hasta que acabaran por enviar al capitán George a bordo de la fragata Rosa para que nos redujera; luego continuaríamos viaje a Rhode Island, recogeríamos a Andros y pondríamos rumbo a Francia. Pero antes de poner en tales apuros a los pescadores, nos enteramos de que habían vuelto a capturar a Andros cuando iba camino de Inglaterra.
—En todo caso —dijo Ebenezer—, fue un digno intento.
—Puede que lo fuera, en principio —respondió Burlingame—. Pero al enterarse Tom Pound de que se había ido todo al garete, resultó que se había metido en un buen lío: no podía atracar en el puerto de Boston si no quería que lo colgaran por pirata; tampoco podía cruzar a Francia por falta de provisiones. Total, que acabamos por hacer de verdad lo que habíamos hecho ficticiamente.
—¡No, ay Dios mío!
—Sí, vaya si lo hicimos: nos convertimos en piratas y recorrimos la costa norte en busca de presas.
—Pero por el amor de Dios, Henry, ¿tú estabas con ellos?
—Había que elegir entre eso o que me echaran a los peces, Eben. Sí, luché junto con los demás, y no puedo decir que en verdad aborreciera aquello, aunque mis sentimientos me decían que obraba mal. Estar al margen de la ley tiene un encanto que el hombre de bien no es capaz ni de sospechar…, es un licor…
—¡Pido a Dios que no te durara mucho la borrachera! —dijo Ebenezer—. Parece un trabajo peligroso.
—No es teta para mamoncillos, debo reconocerlo. Durante dos meses enteros Pound se dedicó al robo y saqueo, aunque rara vez sacó algo por las molestias que se tomaba, salvo puerco en salazón y agua dulce. En octubre sufrió el ataque de una corbeta de Boston que se hallaba frente a las costas del lugar llamado Martha’s Vineyard, y cuantas personas había a bordo fueron muertas o malheridas. Yo, gracias a Dios, había huido a Virginia hacía varias semanas, y como había adoptado otro nombre a lo largo de toda mi estancia en Nueva Inglaterra, había poco peligro de que me descubrieran. Como mejor pude, regresé a Marylandy en Anne Arundel me reuní de nuevo con Dick Hill, que me daba por muerto desde hacía mucho tiempo. Yo tenía gran inquietud por dejar a Pound, dado que John Coode sabía que el capitán Hill era enemigo suyo y no cabía dudar de que le causaría algún daño antes de que pasara mucho tiempo. Además, tenía otra razón, más egoísta, puede ser, pero no menos apremiante: ¡había oído decir que había Burlingames en Virginia!
—¡No! ¡Eso es portentoso! —exclamó Ebenezer—. ¿Parientes tuyos?
—Eso yo no lo sabía, como tampoco sabía si aún quedaba alguno con vida; lo que había oído era que había un Burlingame —de hecho, un Henry Burlingame— entre los primeros colonos que se establecieron en aquel territorio, y mi intención era encontrar una excusa para irme allí y hacer indagaciones.
—¿Y cómo diantres te enteraste de eso si andabas, quieras que no, navegando por el océano? ¡Esto alcanza la envergadura del milagro!
—No fue ningún milagro, a menos que lo obrara un extraño Dios. Pero la historia no es un prodigio de brevedad, Eben.
—De todos modos es necesario que la cuentes —insistió Ebenezer.
Burlingame se encogió de hombros.
—Eso fue estando con Pound en el pináculo de mi actividad como pirata. Nuestras presas habituales eran barcos mercantes y buques de cabotaje; les dábamos alcance, robábamos a placer y los dejábamos en libertad, sin hacer daño a nadie, excepto a quienes ofrecían resistencia. Pero en cierta ocasión que un viento del nordeste nos arrastró a las aguas de Virginia, nos topamos con una pinaza añosa que se disponía a remontar la bahía de Chesapeake. Aconteció lo que digo en la desembocadura del río York, y cuando nos habíamos deshecho de toda la tripulación para cobrarnos el botín, nos encontramos con que el barco llevaba, además, tres pasajeros: un individuo de aspecto tosco, de unos cincuenta años o así; su esposa, que era algunos años más joven, y su hija, que aún no había cumplido la veintena. Esta última era un ejemplar apetitoso, de los que no se ven muchos: cabellos morenos y llena de vida, y su madre, punto menos. Al verlas, nuestros hombres olvidáronse totalmente del botín, que, la verdad, había sido exiguo, disponiéndose a gozar de ellas en aquel punto y sazón. El capitán Pound no osó impedírselo, bien que personalmente era hombre contrario a la violencia, pues tal era la ferocidad de sus hombres —que no habían visto pelo ni pellejo de mujer, valga la expresión, desde que zarpáramos de Boston— que se hubieran amotinado al instante. Y si yo hubiera hecho el menor ademán de detenerlos, me hubieran arrojado inmediatamente a los peces.
»En menos que canta un gallo los rufianes desnudaron a las mujeres y lleváronlas a la regala. Es costumbre entre los piratas llevarse a sus cautivas a la borda, sabes, y allí ora las recuestan de espaldas contra la misma, ora las atan con sogas, de pies y manos, por encima de ella. Un compañero mío vio en cierta ocasión cómo trece bandidos forzaban a una doncella haciéndole adoptar la primera de las posiciones que te he dicho, con la región lumbar contra el coronamiento, hasta que acabaron por quebrantarle el espinazo, arrojándola luego por la borda. Eso lo hacen así para que todo sea más cruel, creo yo; el capitán Hill me habló una vez de un canalla, un francés entrado en años, al que había conocido en la Martinica, el cual juraba que las mujeres no le satisfacían salvo cuando las tenía mirando de hito en hito a los tiburones, que darían cuenta de ellas una vez consumada la violación, y aseguraba que después de haber degustado deleite tan refinado, no era capaz de holgar con mujer en tierra firme.
—¡No sigas, te lo ruego! —exclamó Ebenezer—. No es la historia de la barbarie lo que ansío oír, sino qué fue de las desdichadas víctimas.
—Eres sobremanera impaciente, pues —dijo con suavidad Burlingame— hasta la más vil de las acciones encierra una lección para quien tiene el ansia de aprender. En fin, ¿dónde dejé a las mujeres?
—En la regala del buque, con su virtud in extremis.
—Ah, es verdad; mal asunto ser mujer en aquellas circunstancias, ya que había dieciséis hombres puestos en hilera, prestos a violentarlas. El marido no paró en ningún momento de pedir piedad para sí, sin hacer una sola mención a las mujeres, mientras que la esposa se resistía con todas sus fuerzas; pero la muchacha, al ver las intenciones de los piratas, hablole con premura a su madre en francés, lengua que todos desconocían a bordo sino yo, y no ofreció resistencia, antes bien les preguntó a los marineros, con toda tranquilidad y acento francés, qué era de mayor utilidad para ellos, si su castidad o cien libras por barba. Al principio los hombres no le hicieron caso, tan ofuscados estaban en viéndola desnuda. Pero mientras la llevaban hacia la borda, ella no dejó de implorar que la escucharan…, o más bien no dejó de reiterar su ofrecimiento, pues su voz sonaba fría y mercantil. Dijo pertenecer a la nobleza francesa, al igual que su madre, y que si se les infería algún daño podían estar ciertos de que ahorcarían a la tripulación toda, pero que si las dejaban salir indemnes cada uno de los hombres que había a bordo recibiría cien libras en el plazo de una semana.
»Entonces columbré una posibilidad de ayudarlos, toda vez que lograra detener la lujuria de los piratas un momento. A tal fin me sumé a sus manoseos —incluso aparté a algunos a empellones y lleveme por la fuerza a la muchacha hasta la regala, como si quisiera ocupar el primer lugar—, pero luego me demoré, y cuando ella repitió su ofrecimiento exclamé: «Deteneos, compañeros, y oigamos qué dice la moza antes de calafatearla. Se pueden pagar muchas mujeres con cien libras». A continuación les recordé que nuestro plan preveía cruzar a Francia cuando nos hubiéramos hartado de piratear, y pregunté si era prudente poner en peligro de aquella manera el recibimiento que allí nos harían. Era mi intención principal detenerlos, al menos momentáneamente, y hacerlos reflexionar, pues la reflexión es enemigo famoso de la violencia; ciertamente, quien comete una violación tras habérselo pensado no es hombre sino bestia. De entrada la estratagema dio resultado: los hombres empezaron a hacer mofa y befa de la propuesta, pero de momento no siguieron adelante.
»—¿Y cómo es que siendo damas de la corte viajan vuestras mercedes en un barco como éste? —preguntó uno—. Y la hija le contestó que no eran ricas, sino que tan sólo tenían lo suficiente como para pagar el rescate que habían prometido, tras lo cual serían pobres. Otro le preguntó, profanamente, a la madre: «¿Cómo es que una dama noble mira tan poco por su culo que se lo da en matrimonio a un patán, como es el cobarde de vuestro marido?». Aquella pregunta pareciome más aguda que la primera, puesto que en efecto el marido era un comerciante burdo y vulgar, a juzgar por su apariencia. Pero la hija rápidamente se dirigió a la madre en francés y la dama replicó que su marido procedía de una de las familias de más rancio abolengo de Virginia. A lo cual la hija agregó: «Si quieren vuestras mercedes saberlo, fue un matrimonio de conveniencia». Y a continuación dijo que, en efecto, a pesar de que su padre había comprado el honor de su madre valiéndose de las propiedades que tenía, otro tanto haría ahora ella con nosotros, comprándonos su propio honor a cambio de aquellas mismas posesiones. Los hombres se tomaron aquello a chacota y escarnecieron al marido hasta decir basta, en tanto aquél parecía estar a punto de defecar en plena cubierta de puro miedo. A la sazón, los hombres estaban indecisos entre regalarse el cuerpo o coger las cien libras, pues no sabían bien si dar crédito o no a la historia de las mujeres.
»Ahora es menester que sepas que yo, siempre que me encontraba gente extraña, tenía por costumbre preguntarles si conocían o habían conocido a alguien que respondiera al nombre de Burlingame. Y explicaba luego que tenía un amigo llamado Henry Burlingame III, el cual tenía grandes deseos de probar que no era hijo bastardo. Todos los hombres de a bordo estaban habituados a aquello y se gastaban bromas entre sí, diciendo que Henry Burlingame III era un personaje de alto copete al que por fuerza todo el mundo tenía que conocer. Por dicha razón, cuando la dama hubo concluido su alocución, un guasón que había entre nosotros dijo: «Si ése fuera un caballero virginiano de alcurnia, no le quedaría más remedio que conocer a sir Henry Burlingame, el más noble virginiano que jamás haya soltado una cagarruta entre las hojas de tabaco». Y agregó que si no lo conocían eran sin duda gentes impostoras, por lo que había que llevarlos a la regala. En vista de aquello me pareció que el juego se había acabado, ya que el argumento era necio, una mera excusa para poder refocilarse con las mujeres. Pero la doncella respondió que en efecto conocía a un tal Henry Burlingame, de Jamestown, quien había llegado allí con los primeros colonos, y el cual afirmaba pertenecer a la nobleza, añadiendo luego la moza, a modo de prueba, que en los círculos que ella frecuentaba se dudaba seriamente de que el caballero en cuestión fuera en verdad de origen noble.
»Al oír aquello, los hombres se quedaron grandemente sorprendidos, si bien ninguno más que yo, y en éstas resolví arriesgar la vida, si fuera preciso, a fin de salvarlas de aquellas gentes, para así poder seguir interrogándolas más adelante acerca de aquel asunto. Dije a los hombres que todo lo que había dicho la muchacha sobre Burlingame era cierto, y que por lo que a mí cumplía me creía su historia de cabo a rabo y estaba dispuesto a canjear su virginidad por cien libras. La mayor parte de los hombres parecían bastante dispuestos a hacer lo mismo, ahora que se les había enfriado el primer ardor, tanto más cuanto que nuestra piratería había rendido escasos beneficios hasta entonces. Planteó luego el capitán Pound la cuestión de los rehenes y se decidió que uno de los tres permaneciera retenido hasta que fuera satisfecho el rescate, perdiendo la vida y el honor de no hacer aquello. En aquel punto, madre e hija hablaron brevemente entre sí, en francés, después de lo cual ambas suplicaron quedar en calidad de rehenes con tal de que el padre quedara a salvo.
—¡Albricias, cuánta solicitud! —exclamó Ebenezer—. ¡Ese bellaco no merecía tanto afecto!
Burlingame se rio.
—Tal era el parecer de toda la tripulación, excepción hecha de mí, que entendía claramente lo que habían hablado. Has de saber, Eben, que aquellas mujeres tan distinguidas eran pura y simplemente unas farsantes. La hija concibió la estratagema y se la contó a su madre en francés. Y cuando surgió la cuestión de los rehenes, la madre dijo: «Pídele a Dios que se queden con Harry, así nos lo quitamos de encima limpiamente y sin perder un penique». Y la valerosa respuesta de la doncella fue la siguiente: «Es seguro que nos escogerán a ti o a mí para holgar, a menos que los convenzamos de que Harry es valioso». «Puaf» exclamó la madre. «¡Ese bestia no vale ni una boucmerde!», palabra que quiere decir excremento de cabrito. A lo cual la doncella respondió que sus sentimientos eran exactamente los mismos y que su único recurso era ofrecerse ellas e implorar que lo liberaran a él, confiando en la credulidad de la tripulación.
»Al principio no mordían los hombres el cebo, hasta que yo les pregunté a las damas de dónde venía tanta devoción, teniendo en cuenta que se trataba de un bruto y un cobarde que no había dado ninguna muestra de inquietud por ellas, limitándose a balbucir, implorando sólo por sí. A lo cual la doncella replicó que si bien era verdad que ellas no le importaban nada y que prefería quedarse sin las dos antes que perder diez coronas, ellas, sin embargo, lo adoraban, como mujeres infelices que eran, y preferían perecer antes que verlo sufrir el menor daño. El marido se quedó tan atónito al oír aquel discurso que al principio no acertó a hablar, por causa de la rabia y el terror, y antes de que hubiera recobrado el dominio de sí, yo manifesté que evidentemente no se le podía mandar a tierra, sino que debíamos mantenerlo como rehén y enviar a las damas a por el rescate, puesto que la devoción que le profesaban era garantía de que regresarían. Los hombres se mostraban sumamente reacios a dejarlas en libertad, pero el capitán Pound comprendió que mi argumento tenía peso y ordenó que así se hiciera. Al marido lo mandaron a la sentina cargado de cadenas; las damas cogieron ropas nuevas de sus arcones y los piratas aprestaron un bote para llevarlas a tierra; pero antes de irme hablé en secreto con el capitán y le imploré que me mandara con ellas para garantizar su regreso, dado que yo conocía su lengua y los demás no, por lo que estaría sobre aviso en caso de traición. Se mostró reacio a dejarme ir, mas al cabo logré convencerlo y partí con las damas, remando en la chalupa. El plan consistía en que Pound se pasara unas semanas pirateando para luego regresar a los Cabos, donde yo me reuniría nuevamente con él a fines de setiembre. Además, para acallar las sospechas de la tripulación y la envidia que despertaba en ellos mi suerte, les dije en un aparte a mis compañeros que me ocuparía de que las mujeres trajeran personalmente el rescate a bordo, lo cual asegurado, ellos podrían holgar hasta que se descoyuntara la regala.
—¡Henry! —exclamó Ebenezer—. ¡No puede ser que…!
—Aguarda —interrumpió Burlingame— a que concluya el relato. Nos desembarcaron cerca de Accomac, cerca de la orilla oriental de Virginia, desde donde debíamos iniciar viaje al lugar de residencia de las damas. Era de noche cuando desembarcamos, pues temíamos ser descubiertos, y decidimos no ir más lejos hasta el amanecer, y en cambio encender en la playa una hoguera, para darnos calor. Cuando vimos que los piratas largaban velas y se ponían en camino, a la luz de la luna, las dos mujeres se echaron a llorar de pura alegría, y la madre dijo en francés: «Dios te bendiga, Henrietta; gracias a ti nos hemos librado de los piratas y de tu padre de un solo golpe». La muchacha respondió: «Más bien gracias a nuestro acompañante, que es tan portentosamente necio como para creerse mis mentiras». «La verdad», dijo la madre, «¿quién iba a pensar que bajo una piel tan hermosa haya alguien tan lerdo?». Dicho aquello, riéronse de su audacia, no soñando ni por asomo que yo comprendía cada una de sus palabras, y para llevar el juego aún más lejos, la hija dijo: «Sí, la verdad es que es un buen mozo, madre; ni tú ni yo hemos pasado jamás una noche con alguien así». «Ni la pasaríamos», dijo la otra, «si no nos hubiéramos quitado de encima a Harry. Debo reconocer que si éste hubiera sido el único en proferir la amenaza, le habría dejado que me violara y así nos ahorrábamos el dinero. Aunque no hubiera querido que te tocara a ti». «Ta, ta» replicó la hija, «no pienses que tengo intención de perder ni un penique: enseguida se quedará dormido este bribón tan apuesto, y nosotras, o bien huimos o bien acabamos con él. Y en cuanto a mi himen, es como el tapón de una botella de champán: hay que hacerlo saltar antes de empezar a pasárselo bien». Y mirándome a los ojos, dijo, burlándose: «¿Tú qué dices, muchacho: veux tu être mon tire-bouchon? Eh? Veux-tu me vriller avant que je te tue?»[19].
—No conozco la lengua —dijo Ebenezer—, pero por el sonido, parece distar mucho de ser algo casto.
—Es una vergüenza que no la hayas aprendido —le recriminó Burlingame—. Es una lengua maravillosa para cortejar. No puedo expresar lo atractivo que resultaba oír aquellas obscenidades dichas en un tono tan dulce. «Point çonne-tu mon petit liège…»[20]. ¡A fe mía que aún lo oigo, sudo y me estremezco! No vi necesidad de llevar más lejos el engaño, de modo que contesté en un impecable francés de París: «Será un honor, mademoiselle et madame, y no es preciso que me maten luego, porque la alegría que vuestras mercedes sienten al librarse de esos bandidos no es mayor que la que siento yo». Casi se mueren de asombro y vergüenza cuando me oyeron, sobre todo la hija; pero cuando pasé a explicarles cómo había acabado entre piratas, y qué era lo que yo buscaba, enseguida se mostraron apaciguadas…, mejor dicho, cordiales, incluso más que cordiales. Apenas podían dejar de manifestar su gratitud, y cuando vieron que el gato estaba fuera del saco, nos pasamos la noche refocilándonos por la arena.
—Es un cuento hermoso, bien que no virtuoso —dijo Ebenezer—. ¿Pero no supiste más de ese Burlingame por cuya causa habías salvado la vida de las damas?
—Sí —dijo Burlingame—. Aquella misma noche les pregunté si era mera invención. Y la hija contestó que no había nada de invención, que su padre era un grandísimo farsante a la hora de darse aires distinguidos, y aunque en realidad era bastardo, se preocupaba mucho por la gloria de su linaje y se pasaba la vida corriendo de un lado para otro buscando archivos antiguos, los cuales su hija tenía que examinar a fin de dar con el nombre de la familia. Ésa era precisamente la razón por la cual habían viajado a Jamestown, donde, entre numerosos papeles cubiertos de moho, la muchacha había hallado lo que al parecer eran unas páginas de un diario escrito por un tal Henry Burlingame. No obstante, al ver que no se hacía mención a su familia, sólo lo leyó por encima y lo único que recordaba es que se hablaba de cierta travesía marítima, que los viajeros habían zarpado de Jamestown, que el capitán Smith estaba al mando de la expedición y que parecía existir cierto resquemor entre este último y el autor del diario. Ni había seguido leyendo ni recordaba otra cosa. No tardé mucho en sentirme saciado de amor —y es que a los treinta y cinco no hay mucho vigor para esos menesteres— y me quedé dormido junto al fuego. Cuando por la mañana me despertó el sol, vi que las mujeres se habían ido y desde entonces jamás las volví a ver. Fue la delicadeza, creo, lo que les hizo irse antes de que yo me despertara —tantas veces sucede que una acción por la noche semeja hallarse envuelta en un amable perfume y desprende hedor cuando la vemos a la luz del sol—. Y lo que es más, la reputación de aquellas damas estaba a salvo, pues en ningún momento, desde que diéramos alcance a su nave, habían revelado su gracia ni habían dicho más acerca del lugar donde vivían, salvo que se hallaba en la costa de Maryland.
—¿Y tú de allí fuiste a Jamestown?
—No, al condado de Arundel, para ver al capitán Hill. Estaba sobre ascuas por saber si Coode le había causado algún daño y además no tenía encima ni un céntimo para comer. Mis planes eran trabajar un tiempo para Hill y luego proseguir mi búsqueda, pues tengo que reconocer que la política local no me era indiferente y hubiera dado la bienvenida a una misión como aquélla de la cual volvía.
—Eres un glotón en tratándose de aventuras —dijo Ebenezer.
—Puede que lo sea, o mejor dicho, puede que sea un glotón en tratándose del ancho mundo, del cual nunca me parece bastante lo que veo ni lo que de él aprendo.
—¡A buen seguro que el capitán Hill se alegró y se sorprendió de verte!
—Así fue, en efecto, pues nada sabía de mí desde la rebelión de Leisler en Nueva York, y temía que hubiera muerto. Dijo que se hallaba en una situación sumamente peligrosa, pues Coode y sus hombres asolaban a diario las propiedades de sus enemigos, y si había condonado la suya era por capricho o porque no estaba seguro de la influencia que pudiera tener Hill en Londres. Coode tenía la fatuidad de autodenominarse Masaniello, como el rebelde de Nápoles; el coronel Henry Jowles, del condado de Calvert, su lugarteniente, representaba el papel del conde Scamburg; el coronel Ninia Beale, el del conde de Argyle, y Kenelm Cheseldyne, portavoz de la Asamblea, era el portavoz Williams. Mientras de tal guisa se entretenían reproduciendo teatralmente la corte, al tiempo que se dedicaban al fanfarroneo y al pillaje en Saint Mary, yo me pasé el invierno poniendo orden en las propiedades de Hill. Siempre que era de provecho, efectuaba excursiones por la provincia, al objeto de fomentar la oposición existente en los diversos condados, y en primavera, cuando se enteró, Coode resolvió acabar con nosotros. Nos acusó falsamente de instigar a la traición y despachó a no menos de cuarenta hombres con el fin de que nos aniquilaran. Adueñáronse de la nave Esperanza, en la que el capitán se había gastado setecientas libras, aprestándola para una travesía del océano, y saqueó la propiedad; nosotros nos dimos por satisfechos con poder escapar al monte, salvando la vida.
»Al principio acudí a varios capitanes de barco, amigos de Hill y enemigos del coronel Coode.
—¡Coronel! —interrumpió Ebenezer—. ¡Yo creía que era cura!
—Cada hombre es lo que elige llamarse a sí mismo —repuso Burlingame—. Coode no reconoce ninguna autoridad, salvo la suya, y se ha rebelado a la vez contra Dios y contra el hombre. En todo caso, me enteré por dichos capitanes de que Francis Nicholson, a quien Leisler había depuesto dada su condición de jacobita, era entonces vicegobernador de Virginia (lo que es lo mismo que decir que era la primera autoridad, puesto que el gobernador vive en Inglaterra), y ello por orden del mismo rey Guillermo. Al parecer, al rey poco se le da lo que digan de un hombre sus enemigos, siempre que cumpla bien su cometido, y la verdad es que el bueno de Nick, pese a todos sus defectos, como gobernador es el mismísimo diablo. Aquellas noticias me regalaron los oídos, pues Nicholson era precisamente el mejor protector que podíamos tener, y a Jamestown era precisamente donde yo quería ir. Les pedí a los amigos de Hill que despacharan misivas a Nicholson, describiendo la barbarie de Coode y pidiendo asilo para el capitán y los suyos, así que antes de finales de junio estábamos en Jamestown. Masaniello y su cuadrilla imploraron primero y amenazaron después a Nicholson, pidiéndole que nos echara el guante, pero maldito el caso que aquél les hizo. Virginia tiene algo que es tanto una virtud como un defecto; los fugitivos de Maryland siempre hallan cobijo en aquella región.
—¿Pero tú hallaste el precioso diario que buscabas? —preguntó Ebenezer—. ¿O era una sarta de embustes todo lo que te contó la mozuela en la playa? Te suplico que no me tengas más tiempo sobre ascuas: ¡He de saber si semejante odisea dio fruto!
Burlingame se rio.
—No tengas tantas prisas por llegar al final, Eben; así se altera el ritmo de la narración y las figuras se entremezclan. ¿Y se puede saber cuándo se ha visto que una odisea dé frutos?
—¡Deja de burlarte! —exclamó Ebenezer.
—Muy bien, señor Laureado: sí que llegó a mis manos el diario, lo que quedaba del mismo; lo que es más, hice una copia, fiel a la letra, excepción hecha de un par de fragmentos tediosos, que resumí. Aquí lo llevo, en la casaca, y por la mañana podrás leerlo. Ahora baste decir que tengo la convicción de que se trata del genuino Diario íntimo de sir Henry Burlingame, pero con respecto a si es antepasado mío, sigo careciendo de pruebas.
—A fe mía que me alegra que lo hayas encontrado, y mira que me cuesta esperar a que amanezca. Menos mal que la historia aún no ha concluido, de lo contrario, mal asunto sería ir pasando las horas. ¿Qué portento te aconteció a continuación?
—No más por esta noche —dijo Burlingame—. Por aquí es más suave la carretera y queda poca velada. El resto del cuento puede aguardar hasta Plymouth.
Dicho aquello, no quiso prestar oídos a las protestas de Ebenezer y, estirando las piernas lo mejor que pudo, se puso a dormir inmediatamente. El poeta, sin embargo, fue menos afortunado: por más que lo intentó, no logró siquiera mantener los ojos cerrados, no digamos ya conciliar el sueño, pese a que le palpitaba la cabeza por causa del cansancio. Una vez más, tenía la mente rebosante de nombres, nombres que había oído primero mencionar a Baltimore y que ahora se encarnaban en la narración de Burlingame. Por su fantasía se paseaban personajes dotados de una energía y determinación fabulosas…, el primero de ellos, su amigo y tutor.