4. EL LAUREADO OYE EL RELATO DE LAS ÚLTIMAS AVENTURAS DE BURLINGAME

—¡Mi padre que se vaya al cuerno! —exclamó Ebenezer—. ¡No sé si está vivo o muerto ni tampoco me importa gran cosa hasta que no haya oído tu historia!

—Sin embargo, sabes quién es, vivo o muerto, ¿no? Y en ese sentido, por no mentar otros, sabes quién eres tú.

—Por favor, dejemos a un lado al viejo Andrew por el momento —imploró Ebenezer—, del mismo modo que él me ha dado a mí de lado. ¿Dónde has estado, qué has hecho y qué has visto? ¿Cuál es el origen del nombre de Peter Sayer y de los prodigiosos cambios que se han obrado en ti? ¡Comienza el cuento y al viejo Andrew que le den morcillas!

—¿Cómo darle de lado? —preguntó Burlingame—. ¡Qué alarma tan mortífera! ¡Dios mío, qué odio me cobró…, aún me infunde temor!

—Jamás se lo he excusado —dijo, lacónico, Ebenezer.

—Tienes derecho, en tanto que hijo suyo. Pero yo, Eben, yo le excusé al instante; le perdoné…, mejor dicho, incluso le admiré por ello. Si me hubiera mandado matar…, pero, bueno, da igual.

Ebenezer sacudió la cabeza.

—Está por encima de mis entendederas. Pero dime, ¿debo renunciar a toda esperanza de oír tu historia?

—La estás oyendo —dijo Burlingame—. Es el pilar en que todo el relato se sustenta; el solo de laúd que anuncia la canción.

—Sea. Pero me estoy temiendo que va a ser una historia renacuajo, con la cabeza más grande que el cuerpo. ¿Así que lo perdonaste?

—Más; le cobré afecto y me escabullí avergonzado.

—¡Sin embargo, la acusación que te hizo era falsa y malintencionada!

Burlingame se encogió de hombros.

—En cuanto a eso, no fue su injusticia lo que me inspiró admiración, sino la gran preocupación que sentía por su retoño.

—Es portentosa la preocupación que siente por nosotros, eso sí —dijo Ebenezer—. ¡Nos va a hundir con su preocupación! Supón que hubiera azotado a Anna hasta hacerle sangre, como me contaste que amenazó en una ocasión; ¿no adorarías y venerarías semejante preocupación?

—Lo mataría —replicó Burlingame—, pero no le querría menos.

—¡Cielo santo, es increíble lo que has cambiado desde que te dejé en Londres! ¿Por qué no aplaudiste mi resolución de irme a casa con Anna, viendo que lo que la instigaba era pura solicitud filial?

—No me entiendes —dijo Burlingame—. Seguiría oponiéndome, como me oponía a que Anna se plegara a todos sus cambios de humor. Si yo fuera hijo suyo, ya me habría repudiado por haber huido a la vista de su preocupación. ¡Pero eso es un bien inapreciable, Eben! ¡Cuán rico habría de ser yo, desprendiéndome de tal tesoro! La aflicción de tu pérdida le hace guardar cama; él traza el curso de tu vida con ánimo de hacerte digno de tu estirpe. ¿Quién sufre por mí, dime, o a quién le importa un pepino si soy un majadero o un filósofo? ¿Quién me traza metas a las que yo pueda volver la espalda? ¿Quién me señala valores de los que poder burlarme llevándome la mano a la nariz? En resumidas cuentas, señor, ¿qué asuntos tengo yo en este mundo, qué lugar del que poder huir, qué credenciales que despreciar? Si yo tuviera un hogar, probablemente lo despreciaría; si tuviera una familia, viva o muerta, probablemente la desdeñaría, y me iría como un extraño, vagando por ciudades desconocidas. Pero ¡qué peso y desesperación tan grandes ser un extraño en cualquier lugar del mundo y carecer de vínculos con la historia! Es como si hubiera brotado de novo, cual los gusanos de la carne, o como si me hubiera caído del cielo. ¡Aunque yo tuviera la lengua de los ángeles, jamás acertaría a expresarte lo que es la soledad!

—No alcanzo a entenderlo —dijo Ebenezer—. ¿Es éste el hombre que un día, en la calle Támesis, le daba las gracias al cielo por no saber nada de sus antepasados?

—Fue un discurso desesperado —dijo Burlingame, sonriendo—, como cuando un pobre lanza una diatriba contra la pecaminosidad de las riquezas. Cuando Anna y tú os fuisteis, sentí la soledad como jamás la había sentido, y pensé mucho en el capitán Salmon y en la gentil Melisa, que me criaron. ¿Te acuerdas de aquel día en Cambridge, cuando me preguntaste cómo era que me llamaba Henry Burlingame III?

—Sí, y tú me respondiste que era como te llamabas desde que naciste.

—Me pasé varias horas lamentándome en mi habitación —dijo Burlingame—, y al final di en considerar este nombre mío tan pomposo como el bien más precioso que poseo. ¿Quién me lo puso? ¿Por qué Burlingame III y no simplemente Burlingame?

—¡Rayos, ya sé lo que quieres decir! —dijo Ebenezer—. Es tu nombre lo que te vincula a tus antepasados; no vienes ex nihilo a fin de cuentas. ¡Es como la clave de un acertijo!

Burlingame hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Y no afirmaba yo ser hombre de estudios? —Volvió a llenar su vaso de jerez de Bristol—. En aquel lugar y ocasión me juré a mí mismo —dijo— averiguar el nombre y la naturaleza de mi padre, las circunstancias de mi nacimiento, y acaso el lugar y modo en que aquél murió; ninguna otra cosa tenía para mí un valor más alto; en mi búsqueda recorrería todo el planeta, hasta hallar respuesta a mis preguntas o morir en el empeño. Y a fe mía que indagué a lo largo de estos siete años. Es el único norte de mi vida.

—Entonces, vive Dios, tengo que oír esa historia, que ya llevo esperando demasiado tiempo. Bébete el jerez y comienza; y no voy a permitir ninguna interrupción hasta que el cuento se haya acabado.

—Como quieras —dijo Burlingame. Se bebió el vino, rellenó la pipa y refirió la siguiente historia—: ¿Qué ha de hacer un hombre para descubrir el origen de su ascendencia cuando no sabe de dónde viene el nombre que lleva, ni siquiera si tiene alguna autenticidad? Porque no creas que yo era ciego, Eben, al hecho de que mi única esperanza pudiera ser falsa: ¿qué pruebas tenía yo de que mi nombre no era producto de una burla o de una circunstancia casual? O podía ser que otros guardianes me hubieran cuidado hasta que apareció el capitán Salmon. Para prometer que se va a construir un puente basta con tener el valor de decirlo; sin embargo, con el valor sólo no se construye el puente. Como primera medida eché una mirada en derredor y al cabo di con mis huesos en Bristol, donde pensé que tal vez pudiera encontrar a alguien que al menos conociera a mi capitán y se acordara del huérfano que había prohijado…, y, en secreto, lo reconozco, rezaba pidiendo dar con algún antiguo amigo íntimo del capitán Salmon, o con algún pariente que me hubiera podido contar la historia completa de mi origen. No era inimaginable que el capitán hubiera contado el cuento, razonaba yo, si no propagándolo a los cuatro vientos, sí a un par de personas, por lo menos, a no ser que la historia encerrara algún pecado grave.

Ebenezer frunció el ceño.

—¿Como, por ejemplo, qué? El hombre que me has descrito jamás se hubiera rebajado a cometer un rapto.

Burlingame apretó los labios, alzó las manos y las dejó caer.

—No tenía hijos, por lo que yo sé, y el ansia de tener hijos puede llevar muy lejos a un hombre y a una mujer. Además, hacer algo así no requiere gran cosa. Muchas son las anclas que se echan al oscurecer y se levan antes de que salga el sol. No obstante, no era en un rapto en lo que yo más pensaba, bien que tampoco lo descartaba… Lo más probable, si es que fue impropia la manera en que fui a parar a sus manos, es que yo fuera hijo de alguna amante que tuviera en los puertos que tocaba.

—No —dijo Ebenezer—. He leído, en efecto, que los marinos son grandes mujeriegos, a veces, incluso bígamos, en razón de su oficio, pero el capitán Salmon, conforme yo me lo imagino, no tenía ni la juventud ni el temperamento que se requieren para hacer una locura semejante, tanto menos por cuanto que no era un vulgar marinero, sino el patrón de un navío. Sería tan improbable que un hombre así se echara un bastardo a las espaldas, como que Salomón parloteara necedades o un judío cerrara un negocio limpio.

Burlingame sonrió:

—Lo cual equivale a decir que no es una idea a descartar. Sigue, si quieres, a Horacio, a la hora de hacer poesía: flebilis Ino, perfidus Ixion[17] y lo que viene a continuación; pero no creas que la gente de carne y hueso es siempre así de simple. Hay muchos judíos que han perdido la camisa y más de un santo que le ha tirado los tejos en privado a su joven criado. El hombre codicioso puede a veces ser generoso; y también: Hasta las hormigas son capaces de buscar venganza. Te repito: aunque sea improbable que al capitán Salmon le diera por irse de picos pardos, no es en absoluto imposible, si su parcela no daba frutos, que se buscara a propósito un terreno más fértil. Puede que incluso Melissa lo empujara a hacerlo.

—¿Una esposa incitar a su marido a que sea infiel?

—Eso no sería quebrantar la infidelidad, creo yo, tratándose de un caso así. Si bien, no importa: en primer lugar me parecía lo más probable que yo no hubiera ido a parar a sus manos de modo tan siniestro; antes bien, simplemente adoptaría a un niño huérfano, como hubiera hecho cualquiera que tuviera un corazón cristiano; en segundo lugar, me importaba un bledo juzgar el modo en que fui engendrado, el caso era descubrirlo, y con ello, al progenitor.

—¿Y lo lograste?

Burlingame negó con la cabeza.

—Encontré a tres o cuatro personas mayores que habían conocido a Salmon y recordaban a su ingrata carga: una de ellas me dijo, cuando revelé mi nombre, que el capitán había muerto a consecuencia del dolor que le había infligido mi pérdida y que Melissa murió por el que le causó la pérdida del capitán. Ardo en deseos de dar crédito a semejante historia, pues de no ser así, me da miedo que mi conciencia pueda acusarme de rehuir una responsabilidad tan espantosa; sin embargo, hay cierta clase de temperamentos que son proclives a transformar el pasado en una obra de teatro, a confundir lo razonable con lo histórico, gentes a quienes les gusta sentarse como si fueran Radamanto durante el Juicio Final. Aquel hombre, te lo digo a mi pesar, tenía un temperamento así. En cualquier caso, nadie sabía nada de mi origen salvo el capitán Salmon, que me había recogido en alguna parte y me había llevado a su casa a bordo de su buque. Entonces pregunté quién era el mejor amigo del capitán, así como quién la mejor amiga de Melissa. Todos los hombres afirmaban ser el primero y todas las mujeres ser la segunda. Por fin les pregunté si alguno recordaba quién era el primer oficial del barco de Salmon por aquel entonces; pero Bristol es un puerto ajetreado en el que los hombres cambian de barco a cada travesía, de modo que era difícil que supieran algo del año anterior, no digamos ya de hacía treinta años. Sin embargo, como suele suceder, al preguntar a los demás, yo mismo caí en la cuenta de cuál era la respuesta, o si no la respuesta, al menos una esperanza nueva: el primer oficial de los cinco viajes que hice con el capitán Salmon había sido un tal Richard Hill, y tenía la impresión, más por la manera en que se trataban que por ninguna afirmación explícita, de que él y el capitán llevaban muchos años de compañeros en el mismo barco. No era imposible que Hill hubiera sido el primer oficial durante aquel viaje de hacía diez años, aunque era una posibilidad remota; y si efectivamente era así, pues qué, entonces tenía que saber más que yo de aquel asunto. Por supuesto, por lo que yo sabía, el tal Hill podía llevar mucho tiempo muerto, o encontrarlo podría resultar tan difícil como encontrar a mi padre…

—Te lo concedo, te lo concedo —interrumpió Ebenezer—. Te suplico que confíes en que soy capaz de valorar los obstáculos con que te tropezaste sin que sea menester que los enumeres, exceptuando aquéllos que avanzan a la par que tu relato, así que dime rápidamente si los superaste. ¿Encontraste a ese Hill? ¿Tenía algo que contarte?

—Tienes que prestar atención al cómo —dijo Burlingame—; si no, serás tan beodo como el que al leer la Ilíada no pasa de la invocación, puesto que el final es algo conocido. El caso es que ninguno de mis informadores recordaba bien a Richard Hill, excepto dos que aún se iban a pasear por los muelles y que me dijeron que había un hombre llamado Richard Hill en la flota tabaquera. Sin embargo, aunque a veces recalaba en Bristol, dijéronme que Hill no era oriundo de la ciudad, ni siquiera de Inglaterra, sino que era de Maryland, o virginiano; además, no era primer oficial, sino el capitán de su propio navío.

»Aquella noticia me pareció más buena que mala. Cuando llegué al convencimiento de que por aquel entonces en Bristol no iba a obtener más información sobre él, me trasladé con toda premura a Londres.

—¿No a las plantaciones? —preguntó Ebenezer, fingiendo sentirse decepcionado—. ¡Eso no te cuadra, Henry!

—No, si yo estaba bastante dispuesto a irme a América —repuso Burlingame—, pero es más sabio preguntar en las cocheras que salir disparado por la carretera. Londres es el mismísimo hígado y la mollera del comercio tabaquero; sólo me hizo falta media jornada para averiguar que el capitán era en efecto originario de Maryland, del condado de Anne Arundel, y patrón del buque Esperanza, que estaba en aquellos mismos momentos atracado en el Támesis junto con otros barcos de la flota, descargando mercancías. Rápidamente fui al muelle donde estaba atracado y, con cierta dificultad (pues no tenía dinero), conseguí una entrevista con el capitán Hill. Pero no tuve necesidad de formular mi gran pregunta, pues nada más oír mi nombre me preguntó si era el chico de Avery Salmon, el que se había escapado del barco en Liverpool. Cuando los dos terminamos de menear la cabeza, significando que desaprobábamos mi juvenil desvarío, y asimismo acabamos de hacer elogios al capitán Salmon (quien, no obstante, díjome Hill, había muerto por causa de unos tumores, no de aflicción), le revelé el propósito de mi visita, suplicándole que me proporcionara cuanta información pudiera tener sobre el asunto.

»—Bueno —dijo—, es que por aquel entonces yo no era el primer oficial de Avery, Henry. Sé lo que hay que saber y no hay más.

»—¿Y qué sabéis, si tenéis la merced?

»—Nada, excepto lo que tú ya sabes —dijo él—: que te pescaron como a un cangrejillo de entre las olas de la bahía de Chesapeake.

—¡Alto ahí! —exclamó Ebenezer—. ¡Jamás te he oído hablar de eso, Henry!

—Era para mí entonces algo tan novedoso como lo es ahora para ti —dijo Burlingame—. Expresé la sorpresa que manifiestas tú ahora multiplicada por diez y acosé a preguntas al capitán Hill. Cuando por fin lo convencí de que yo no sabía absolutamente nada del asunto, me explicó que a principios del año 1654 o 1655, si no le fallaba la memoria, efectuando una travesía por la bahía de Chesapeake, yendo aguas arriba desde Piscataway hacia la isla de Kent, el barco del capitán Salmon se cruzó con una canoa vacía que iba arrastrada por el viento. Los marineros supusieron que algún salvaje la habría soltado en el río, y no le habrían hecho mayor caso de no ser porque, al tenerla más, cerca oyeron unos gritos extraños que de la misma procedían. Comunicósele el hecho al capitán Salmon, el cual dio la orden de poner al pairo el barco y envió un bote para que indagara aquello.

—¡Santo cielo, Henry! —dijo Ebenezer sin aliento—. ¿Eras tú?

—Sí, un niño de dos o tres meses, completamente desnudo y que corría peligro de morir de frío. Tenía las manos y los pies envueltos con cuero sin curtir, y en la piel, como si fuera el tatuaje de un marinero, aparecía escrito el nombre de Henry Burlingame III, en letras pequeñas, de color rojo. Subiéronme a bordo…

—¡Espera, te lo ruego! Tengo que asimilar estos prodigios. ¡Conque caíste con la misma ligereza que la deyección de un ganso! ¡Desnudo y tatuado, vive Dios! ¿Todavía se puede ver?

—No, hace mucho que se borró.

—Pero ¿cómo fuiste a parar allí? ¡Sin duda fue una villanía!

—Nadie lo sabe —dijo Burlingame—. La canoa y los cueros con los que me habían envuelto revelaban la mano de los salvajes, sin embargo, no hay por allí salvaje ninguno que conozca el abecedario, que yo sepa, y tanto mi piel como mi cuero cabelludo estaban intactos.

—¡Repámpanos! —exclamó Ebenezer—. ¿Qué criatura es capaz de desearle tanto mal a un infante ignorante, que, no contento con causarle la muerte, ha de infligírsela de un modo tan lento y terrible?

—Sigue siendo un misterio hoy día. Sea como fuere, el capitán Salmon me arropó entre mantas, en su propio camarote, donde pasé diez días debatiéndome entre aquí y el más allá, durante los cuales me alimentaron con leche fresca de cabra. Por fin remitió la fiebre y recobré la salud; el capitán Salmon me cobró cariño y antes de que su barco regresara a Bristol tomó la decisión de adoptarme como hijo suyo. Eso era cuanto sabía mi capitán Hill, y aunque era muchísimo más de lo que yo sabía hasta entonces, sin embargo, aquello, lejos de aplacar mi curiosidad, la avivó. Entonces, en aquel punto y hora, me ofrecí a enrolarme en la tripulación del Esperanza para efectuar la travesía de regreso a Maryland, donde era mi intención volver las marismas del revés si era preciso, con tal de hallar algún indicio.

—Desesperada resolución la tuya —dijo Ebenezer con una sonrisa—. Tanto más cuanto que no sabías de dónde procedía la canoa ni dónde se cruzó con el barco.

—Sí que lo fue —convino Burlingame—, aunque hay veces en que una resolución desesperada puede verse coronada por el éxito. Sea como fuere, era preciso elegir entre aquello y renunciar a mi búsqueda. Disponía de quince días en tanto el Esperanza se hacía a la mar y, como es propio en un hombre de estudios, examiné de arriba ahajo los archivos de la aduana.

En aquella ocasión tenía por fin dar con todos los Burlingame que hubiera en Maryland, pues en cuanto me hallara en la provincia, tenía la intención de entrar en contacto con todos, bien fuera recurriendo a medios limpios, bien, a sucios, para así encontrar lo que buscaba.

—Bueno, ¿y diste con alguno?

Burlingame negó con la cabeza.

—Hasta donde alcanzo a saber, ningún hombre ni mujer que lleve ese nombre vive en la actualidad en la provincia ni ha vivido en ella desde su fundación. Tras aquello resolví examinar los archivos de las demás provincias, ello de la misma manera, trabajando en dirección norte-sur a partir de Maryland. La tarea resultó ser más ardua por causa de los muchos cambios que sufrían los títulos y cartas de propiedad a lo largo de los años, así como por el temor a la guerra civil, que siempre socava de manera prodigiosa la fe que les profesan los aduaneros a sus semejantes. Empecé por Virginia, partiendo del año en curso, pero antes de acabar con la época de Cromwell, habían transcurrido los quince días de los que disponía, de modo que zarpé hacia Maryland. —Burlingame sonrió y vació las cenizas dándole unos golpecitos a la pipa—. Si se hubiera mantenido el viento desfavorable quince días más, hubiera dado con algo que habría reavivado enormemente mi esperanza. El caso es que hube de esperar dos años hasta encontrarlo.

—¿Y qué pasó? ¿Tuviste noticias de tu padre?

—No, Eben…, de ese caballero no sé más hoy de lo que sabía entonces, y otro tanto ocurre con mi madre y conmigo mismo.

—¡Ay! Habrías hecho bien en no decirme eso —dijo Ebenezer, chasqueando la lengua—, porque se ha echado a perder la historia. ¿Qué placer puede obtenerse de una búsqueda, o de la historia de la misma, si sabemos de antemano que se va a emprender en vano?

—¿Preferirías que me ahorrara el resto? —preguntó Burlingame—. La noticia sólo guarda relación con mi abuelo, o eso creo yo… Al menos he logrado saber algo sobre ese individuo.

—¡Ah, entonces te estás burlando de mí!

Burlingame hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se puso en pie.

—No sé más de mi padre de lo que sabía, pero eso no quiere decir que no esté más cerca de saberlo. No obstante, la historia habrá de aguardar.

—¿Qué? ¿No te sentirás afrentado, Henry?

—No, no —contestó Burlingame—. Pero estoy oyendo al postillón enjaezar el tiro en el patio. Estira un poco las piernas, muchacho, y alivíate antes de que partamos.

—¿Pero seguro que reanudarás el cuento? —preguntó, implorante, Ebenezer.

Burlingame se encogió de hombros.

—Más te valdría dormir, si puedes. Y, si no, bueno, pues entonces está bien tener un cuento a mano mientras se aguarda el amanecer.

En aquel momento irrumpió bruscamente el cochero, soltando denuestos contra la lluvia, y les dijo a los viajeros que se dispusieran a partir. Consecuentemente, estos salieron, encontrándose en el exterior un vigoroso viento de marzo que pulverizaba la llovizna.