—¡No, Dios Santo! —Ebenezer pestañeó, sacudió la cabeza y estiró el cuello hacia delante como si estuviera buscando un mensaje en el rostro de su acompañante.
—Sí, soy yo. ¡Qué vergüenza que no te hayas dado cuenta, ni tampoco Anna!
—¡Pero, por Dios, Henry, si estás tan cambiado que aún sigo sin darme cuenta! Sin peluca, barbado…
—Es que en siete años uno cambia. —Burlingame sonrió—. Ahora tengo cuarenta, Eben.
—¡Hasta los ojos! —dijo Ebenezer—. ¡Y tu manera de hablar! ¡Hasta tu voz es distinta, y tus modales! ¿Eres Sayer y te haces pasar por Burlingame o eres Burlingame disfrazado de Sayer?
—No es ningún disfraz, como puede testimoniar cualquiera que conozca al verdadero Sayer.
—Sin embargo, yo conocí al verdadero Henry Burlingame —dijo Ebenezer— y de no ser porque conocías mi poema, no podría afirmar que tú eras él. No le recité el poema más que a Henry, y eso en una sola ocasión, hace quince años.
—Cuando te llevaba a casa desde el parque de Saint James —añadió Henry—. Fue pasada la medianoche y el vino de Málaga te habría lubricado la lengua. Sin embargo, te quedaste dormido antes de que llegáramos a Saint Giles, con la cabeza recostada en mi hombro, ¿no es verdad?
—¡Santo cielo, es verdad! Se me había olvidado. —Ebenezer se inclinó hacia delante y cogió a Henry por el brazo—. ¡Ah, Dios mío, pensar que te he encontrado, Henry!
—¿Entonces crees que soy yo?
—Perdona mi duda; jamás supe de ningún hombre que hubiera cambiado tanto ni pensé que fuera posible.
Burlingame alzó el índice con gesto tutorial.
—El mundo puede modificar por completo a un hombre, Eben, o bien puede ser el hombre quien se modifique a sí mismo hasta lo más infinito de su esencia. ¿No habías resuelto tú, según tu propio testimonio, no que eras, sino que serías poeta y virgen a partir de cierto momento? No, el hombre, quiérase o no, cambia necesariamente mientras recorre el camino que a la tumba le lleva; es un río que corre en busca de la mar, y jamás es el mismo, de una hora para otra. ¿Qué queda del muchacho que recogí en Magdalene College en el Laureado de Maryland?
—¡Cuanto menos, mejor! —repuso Ebenezer—. Sin embargo, sigo siendo Eben Cooke, aunque puede que no sea el mismo Eben Cooke, al igual que el Támesis es el Támesis por más velozmente que discurra.
—¿No es tan sólo el nombre lo que permanece? ¿Y se llamó Támesis desde el día de la creación?
—¡Santo cielo, Henry, siempre estabas diciendo acertijos! Entonces, ¿es la forma la que hace al hombre, al igual que las orillas hacen el río, independientemente del nombre y del contenido? No, ya veo la objeción, que la forma no es eterna. El hombre va engordando o encorvándose con los años y el agua al correr recorta y modela las orillas.
Burlingame asintió.
—Es un cambio demasiado lento como para que reparen en él los hombres, si no es retrospectivamente. El anciano achacoso recuerda su primavera y las crónicas dicen —o las piedras, para quien conoce el lenguaje de las mismas— por dónde discurría antaño el río que ahora fluye por tal otro camino. ¿No es la imprecisión de nuestras percepciones, pregunto, lo que nos permite hablar del Támesis y del Tigris, o incluso de Francia e Inglaterra, pero sobre todo de mí y de ti, como si los objetos a que tales nombres hacían referencia en el tiempo pasado guardaran alguna relación con los objetos presentes? A fe mía que al hilo de esto que decimos, ¿cómo sería posible que habláramos de objetos de no ser porque la imprecisión de nuestra visión no alcanza a advertir los cambios que en los mismos se operan? El mundo es en verdad un flujo, como afirmó Heráclito: el universo mismo no es más que cambio y movimiento.
Ebenezer había prestado oídos a aquel discurso con aire de inquietud, pero ahora se iluminó:
—¿Al contemplar fijamente el precipicio no habrás errado el camino?
—No capto esa figura.
—¿Cómo has logrado convencerme de que eres Henry Burlingame siendo así que tanto tu nombre como tu forma han cambiado? ¿Cómo llegamos a saber de cambios que son demasiado sutiles como para que los aprecíen los ojos? —Ebenezer se rio, satisfecho de su agudeza—. No, incluso el flujo y cambio de que tanto hablas: ¿cómo podríamos hablar de ello en absoluto, sea rápido o lento, de no ser porque recordamos cómo eran las cosas antes? Tus credenciales las ha presentado tu memoria, ¿no es cierto? El recuerdo es la casa de la identidad, la morada del alma. Tu memoria, mi memoria, la memoria de la raza: es una constante conforme a la cual medimos el cambio; el sol. Sin el recuerdo, todo sería sencillamente caos.
—En suma, pues; ¿se es lo que se recuerda?
—Sí —convino Ebenezer—. O mejor, yo no sé lo que soy, pero sé que soy y que he sido merced a la memoria. El recuerdo es el hilo que ensarta los abalorios, constituyendo el collar; o como el hilo de Ariadna, del cual hizo entrega al ingrato Teseo: indica qué camino he seguido por el laberinto de la vida, me vincula con el punto de partida.
Burlingame sonrió y Ebenezer reparó en que sus dientes, que antes fueran blancos, estaban amarillos y cariados…, y por lo menos le faltaban dos.
—Le das mucha importancia a la memoria, Eben.
—Reconozco que no había reflexionado antes sobre su importancia. Ahí hay miga para un par de sonetos, ¿no te parece?
Burlingame se limitó a encogerse de hombros.
—Vamos, Henry, ¿seguro que no te has picado porque he sorteado tu abismo?
—Pluguiera a Dios que lo hubieras sorteado —dijo Burlingame—. Pero me temo que te has dejado seducir por las metáforas, como hiciera antaño Descartes.
—¿Cómo es eso? Te suplico que me lo digas, ¿puedes refutarme?
—¿Qué mejor refutación necesito hacer de tu dios Memoria que el hecho de que se te olviden cosas?
—¿Qué…? —Ebenezer se detuvo y se ruborizó al darse cuenta de lo que implicaba lo que había dicho su amigo.
—No te acordabas de que te habías quedado dormido sobre mi hombro camino de casa, al volver de Pall Mall —le recordó Burlingame—. Eso demuestra la primera debilidad de tu hilo salvador de almas, es decir, que tiene desgarraduras. Hay otras tres.
—Si eso es así —suspiró Ebenezer—, temo por mi argumento.
—Dijiste que aquella noche bebimos Málaga.
—Sí, tengo un claro recuerdo de eso.
—Y yo de que era Madeira.
Ebenezer se rio.
—En cuanto a eso, yo confiaría más en mi memoria que en la tuya, puesto que fue mi primer vino y no es probable que se me pueda olvidar su nombre.
—Muy cierto —convino Burlingame—, si te enteraste bien, en primer lugar. Pero siendo tu primer vaso, yo también me fijé bien, y bien sabía distinguir el Málaga del Madeira, mientras que para ti los nombres eran nuevos y carentes de significado, y por tanto ligeramente confusos.
—Eso puede ser, pero de todos modos estoy seguro de que era Málaga.
—Da igual —dijo Burlingame—. El hecho es que cuando los recuerdos discrepan a menudo no hay modo de zanjar la disputa, y ésa es la segunda debilidad. La tercera es que en gran medida recordamos lo que queremos y del resto nos olvidamos. Por ejemplo, hasta que no evocaste la cuarteta, yo no me acordé de que me había escabullido al piso de arriba en busca de una puta, mientras tú te quedabas abajo, componiendo el poema. La vergüenza que sentí por haberte dejado solo de aquella guisa provocó en primera instancia que el episodio se me borrara prontamente de la cabeza.
—¡A fe mía que mi estrella polar me guía hacia las rocas! —se lamentó Ebenezer—. ¿Cuál es la cuarta objeción?
—Que la memoria tiende a colorear incluso las cosas que retiene —replicó Burlingame—. Es como si a cada vuelta Teseo enrollara el hilo y lo volviera a desplegar haciendo un trazado más vistoso.
—Mucho me temo que tus objeciones son fatales —dijo Ebenezer—. Son como los cuatro cuervos negros que se comieron los guisantes con los que Gretel señalaba su recorrido por el bosque.
—No, son sólo debilidades, no heridas mortales —dijo Burlingame—. No borran el camino, sino que solamente lo desdibujan, de modo que por más que nos esforcemos jamás estaremos seguros de por dónde va. —Henry sonrió—. Bien que aún hay una quinta objeción, capaz de ejecutar por sí sola todo el trabajo.
—Diantre, podías desenjaular a la fiera para que la viéramos bien.
—Mis credenciales las ha presentado mi memoria, como tú dijiste —afirmó Burlingame—. Una memoria borrosa e imperfecta como consecuencia del uso imperfecto que de la misma se hace, al igual que ocurre con la tuya; pero las dos memorias se han puesto de acuerdo en algunos puntos, de modo que ello ha bastado para convencerte de que soy Burlingame, aunque no pudiera probarlo de ningún otro modo. Pero supongamos que el hilo se perdiera por completo, como a veces sucede. ¿Y si yo no conservara ningún recuerdo de mi pasado?
—Entonces para mí serías simplemente el coronel Sayer —replicó Ebenezer—. O puede que si hubieras afirmado ser mi Henry pero no supieras nada más, entonces jamás le hubiera dado crédito a tu historia. Pero rara vez acontece una pérdida de memoria total, ¿no? Y más raro aún sería en caso de que no hubiera ninguna otra prueba de la propia identidad.
—Sin duda. Pero volvamos a suponer que me pareciera al hombre que te llevó a Londres y que hablara y me vistiera como él y que incluso Trent, Merriweather y el gordo de Ben Oliver me llamaran Burlingame. Más aún, supongamos que yo hubiera firmado ante testigos con el nombre de Burlingame, como él lo hacía. Supongamos luego que un buen día juro no haber sido jamás Burlingame ni saber nada de su paradero, sino que soy un actor inteligente que posee el don de imitar firmas y que me había hecho pasar por Henry por diversión.
—¡Tus suposiciones me hacen sentir vértigo!
—Por más convencido que estuvieras —prosiguió Burlingame—, jamás tendrías la prueba de que yo era él.
—Debo reconocer que eso es cierto, aunque me duele.
—Ahora, otro caso…
—¡Guárdate el caso, te lo ruego! —dijo Ebenezer—. Estoy de casos hasta la coronilla.
—No; es relevante. Supongamos que hoy afirmo ser Burlingame, pese a lo cambiado que estoy, y que compusiera un verso para completar tu poema (o mejor aún: la historia de toda una vida), y que ello no encajara con tus recuerdos; en cuanto tú lo pusieras en duda, supongamos que fuera yo quien cuestionara tu propia identidad, y te hiciera pasar a ti por un impostor inteligente. En el mejor de los casos, carecerías de pruebas, ¿o no es así?
—Concedo que es así —admitió Ebenezer—. Exceptuando mi propia certidumbre. Pero creo que el peso de aportar pruebas recaería sobre ti.
—En ese caso, sí. Pero dije en el mejor de los casos. Sin embargo, si yo no supiera nada de tu pasado, las discrepancias podrían achacarse a tu mala interpretación, y si ulteriormente yo diera con alguien que se te pareciera, es muy posible que el peso de aportar las pruebas recayera sobre ti. Y si hiciera entrar en el juego a unos cuantos amigos tuyos, o incluso al viejo Andrew y a tu hermana, con el fin de desacreditarte, me apuesto que incluso tú dudarías de tu autenticidad.
—¡Piedad! ¡Piedad! —exclamó Ebenezer—. ¡Ni una sola más de esas hipótesis tan alambicadas o perderé el juicio! Estoy convencido de que eres Henry; te juro que soy Ebenezer. ¡Y sanseacabó! Tales especulaciones casuísticas sólo llevan al abismo.
—Muy cierto —dijo Burlingame, con buen humor—. Sólo quería dejar bien sentado que toda aserción sobre el tú y el yo, incluso de cara a uno mismo, es un acto de fe imposible de verificar.
—Lo concedo, lo concedo. Queda tan bien sentado como el… —Ebenezer, inseguro, hizo un gesto con la mano—. ¡Santo cielo, tu discurso me ha robado los símiles; no conozco nada que sea inmutable y seguro!
—Es el primer paso por la senda que lleva al cielo. —Burlingame sonrió.
—Eso puede ser —dijo Ebenezer—, o tal vez se trate del camino que lleva al infierno.
Burlingame enarcó las cejas.
—Es el mismo camino, o el buen Dante era un mentiroso. ¿Estás completamente convencido de que soy Burlingame?
—¡Completamente, lo juro!
—¿Y tú eres Ebenezer?
—Jamás lo he dudado y sigo siendo tu discípulo, como ha demostrado este viaje en diligencia.
—Bien. En otra ocasión te preguntaré a qué hacen referencia los términos tú y yo, pero ahora no.
—No, por vida de…, ahora no, pues tengo mil cosas que preguntarte.
—Y yo que contarte —dijo Burlingame—. Pero es un cuento tan fantástico que mi primera preocupación fue tu credulidad, por eso juzgué necesario todo este discurso sofista.
No mucho después, el coche se detenía en Aldershot, pues ya había pasado con mucho la hora de la cena y los viajeros no habían comido. Por lo tanto, Burlingame, según era su costumbre, aplazó toda conversación sobre el tema y junto con Ebenezer cenó capón con patatas. Después, tras haber sido informados por el cochero de que había una espera de dos horas en tanto llegaban los caballos y el postillón que habían de proseguir viaje a Salisbury, Exeter y Plymouth, a sugerencia de Burlingame, los dos amigos tomaron asiento delante de la chimenea, pertrechados con sendas pipas y un cuarto de jerez de Bristol. Fuera había oscurecido; empezó a caer una lluvia fina. Ebenezer aguardó con impaciencia a que su amigo empezara a hablar, mas Burlingame, cuando tuvo la pipa encendida y el vaso colmado, exhaló un suspiro de comodidad y se limitó a preguntar:
—¿Qué tal le va últimamente a tu padre, Eben?