Aunque todavía faltaban varias horas para el momento de su partida, Ebenezer se fue directamente del establecimiento de Bragg a la posta, donde comió temprano y, presa de cierta inquietud, estuvo dándole sorbos a una cerveza en tanto esperaba que apareciera Bertrand con su baúl. Jamás le había parecido tan placentera la perspectiva de ir a Maryland: estaba deseando partir. En primer lugar, después de la aventura en el establecimiento de Bragg, Londres le repugnaba más que nunca; en segundo, tenía miedo de que Bragg, a quien había hecho mención del coche de Plymouth, enviara gente a por él, aunque tenía la seguridad de que una libra era un pago más que adecuado por los dos cuadernos. Y había otra razón; su corazón aún latía con más fuerza cuando recordaba cómo había hecho uso de la espada una hora antes, haciéndole ruborizarse.
—¡Menudo gesto! —pensó, admirado—. ¡Eso por el maldito «justo medio»! ¡Bien dicho y bien hecho! ¡Cómo se aterrorizó el bribón, voto a tal! ¡Buen comienzo! —Ebenezer puso el cuaderno encima de la mesa: era de tamaño cuarto, aproximadamente, de una pulgada de espesor, con las tapas de cartón y el lomo de cuero—. No es lo que yo hubiera escogido —reflexionó sin pena—, pero lo he ganado como un hombre y servirá, vaya si servirá. ¡Posadero! —llamó—. ¡Tinta y pluma, tened la bondad!
Cuando le trajeron el material para escribir, abrió el cuaderno con ánimo de estampar una dedicatoria; para sorpresa suya, vio que en la primera página ya había una inscripción: B. Bragg, impresor y papelero; Signo del Cuervo, Paternóster Row, Londres 1694. Y, en la segunda, tercera y cuarta páginas había anotaciones del siguiente jaez: Bangle & Hijo, vidrieros; un vidrio de escaparate, 13/4; o también: Jno. Eastbury, impresión 1/3/9.
—¡Maldición! ¡Es el libro de cuentas de Bragg! ¡Un vulgar libro mayor!
Prosiguiendo en sus pesquisas halló que sólo habían utilizado la cuarta parte del libro; la última anotación, con fecha de aquel mismo día, rezaba: Coronel Peter Sayer, hojas impresas 2/5/0. Las páginas restantes estaban intactas.
—Sea —se dijo, sonriendo, y arrancó las páginas usadas—. ¿No era mi intención llevar claras las cuentas de mi comercio con la musa? —Entintó la pluma y escribió en la primera página: Ebenezer Cooke, Poeta Laureado de Maryland, y entonces reparó (pues tratábase de un libro de cuentas de los que vienen divididos en dos partes) en que su nombre quedaba adscrito a la columna Debe y su título, a la columna Haber.
—No, jamás servirá —decidió—, pues decir que mi oficio está en deuda conmigo es lo mismo que decir que yo soy acreedor de mi oficio —arrancó la hoja e invirtió el orden de la inscripción. Sin embargo, Poeta Laureado Eben Cooke es tan falso como lo otro— reflexionó, ya que así como yo espero ser digno de mi cargo, no tengo por qué estar en deuda con él. Sería más adecuado escribirlo verticalmente, con ánimo de significar que nombre y título se benefician mutuamente.
—Pero antes de arrancar la segunda hoja se le ocurrió que la palabra «debe» carecía de sentido a menos que se le debiera algo a alguien… y, sin embargo, cuanto se escribiera bajo aquel epígrafe adquiría por ello un carácter de deuda. El frenesí se adueñó momentáneamente de él.
—¡Basta! —se ordenó a sí mismo, sudando—. La culpa no ha de achacarse a la naturaleza del mundo, sino a las categorías de Bragg. Me limitaré a pegar mi nombramiento en la página titular.
Pidió cola, pero cuando buscó en los bolsillos el nombramiento de lord Baltimore no lo encontró en ninguno.
—¡Diantre! ¡Está en la casaca que llevaba ayer en Locket’s, y Bertrand la habrá guardado con el equipaje!
Ebenezer buscó a su criado por la fonda, sin éxito. Pero afuera, en la calle, donde estaban aprestando el coche, se quedó asombrado de ver nada menos que a su hermana Anna.
—¡Santo cielo! —exclamó y corrió a abrazarla—. ¡Últimamente la gente se esfuma y se me aparece como en una comedia de Drury Lane! ¿Cómo es que estás en Londres?
—Para despedirte antes de que te vayas a Plymouth —dijo Anna. Su voz ya no tenía un tono infantil; antes bien lo tenía duro, apagado, y se le hubieran echado unos treinta y cinco años y no los veintiocho que tenía—. Padre me lo prohibió, pero como él no venía, me escapé y que se vaya a la porra. —Dio un paso hacia atrás y examinó a su hermano—: ¡Vaya, pero si has adelgazado, Eben! He oído decir que es conveniente engordar antes de hacer una travesía oceánica.
—Sólo disponía de una semana para engordar —le recordó Ebenezer.
Durante su época de aprendiz con Paggen no había visto a Anna más de una vez al año, y se sintió muy conmovido al ver lo cambiada que estaba de aspecto. Ella bajó la vista y él se ruborizó.
—Estoy buscando al grandísimo cínico de mi criado —dijo en tono alegre, apartando la mirada—. ¿No lo habrás visto, verdad?
—¿Te refieres a Bertrand? Yo misma le he dicho que se fuera, no hará ni cinco minutos, después de que guardara todo el equipaje en la diligencia.
—¡Ay, qué pena! Le había prometido una corona por hacerlo.
—Se la di yo, del dinero de padre. Creo que volverá a Saint Giles, pues la señora Twigg tiene un fermento en la sangre y no le dan mucha vida.
—¡No! ¡La buena de la señora Twigg! ¡Qué pena perderla!
Estaban de pie, sin saber qué hacer. Al volver la cabeza para evitar mirar a su hermana a los ojos, Ebenezer divisó al individuo de la papelería, el que no llevaba peluca, Peter Sayer, quien estaba de pie en la esquina, sin hacer nada.
—¿Te ha contado Bertrand lo de mi nombramiento? —preguntó alegremente.
—Sí, me lo ha contado. Me siento orgullosa. —Anna estaba un tanto distraída—. Eben… —Le cogió del brazo—. ¿Era verdad lo que decía la carta?
Ebenezer se rio, algo picado por la falta de interés que mostraba Anna con respecto a su título de Laureado. Era cierto que no había llegado a nada después de todos aquellos años trabajando con Peter Paggen. Y era cierto que había una mujer en su alcoba.
—¿Y la engañaste? —preguntó su hermana con inquietud.
—Sí —dijo Ebenezer. Anna volvió la cabeza y contuvo el aliento.
—¡Un momento! —exclamó él—. No fue en modo alguno lo que crees. La engañé porque era una ramera que acudió a mi alcoba para ofrecerme sus servicios a cambio de cinco guineas; mas contraje un gran amor por ella y ni holgamos ni le pagué conforme a los términos que establecía ella.
Anna se enjugó los ojos y miró a su hermano:
—¿Es eso verdad?
—Sí. —Ebenezer se rio—. Tal vez no me juzgues hombre por ello, Anna, pero yo te juro que soy ahora tan virgen como el día en que nacimos. ¡Pero, bueno, si estás llorando otra vez!
—Mas no por lástima —dijo Anna, abrazándole—. ¿Sabes, hermano, que había llegado a la conclusión, después de que te fuiste a Magdalene College, de que ya no nos conocíamos…?, pero puede que estuviera equivocada.
Ebenezer se sintió conmovido por aquella afirmación, pero se azaró ligeramente cuando Anna, antes de soltarlo, lo estrechó con más fuerza. Los transeúntes, incluyendo a Peter Sayer, que seguía en la esquina, se volvían a mirarlos: sin duda alguna, parecían amantes en trance de despedirse. Sin embargo, a él le daba vergüenza sentirse azarado. Acercose más a la diligencia para impedir que el malentendido fuera excesivo y cogió a su hermana de la mano, a fin de impedir nuevos abrazos.
—¿Piensas alguna vez en el pasado?
—Sí.
—¡Qué momentos pasamos! ¿Te acuerdas de cuando nos estábamos horas hablando después de que la señora Twigg hubiera apagado la lámpara? —A Anna se le saltaron nuevamente las lágrimas—. ¡Ay, Dios mío, cuánto te echo de menos, Eben!
Ebenezer le dio unas palmaditas en la mano.
—Y yo a ti —dijo él, sincero pero incómodo—. Me acuerdo de que un día, cuando teníamos trece años, tú estabas mala en la cama, con fiebre, así que Henry y yo nos fuimos solos a ver la abadía de Westminster. Era la primera vez que pasaba un día entero sin ti, y a la hora de la comida te echaba tanto de menos que le supliqué a Henry que me llevara a casa. Pero en cambio fuimos al parque de Saint James y, después de cenar, al Teatro Dukes, en Lincoln’s Inn Fields, y llegamos a casa mucho después de la medianoche. La aventura de aquel día me hacía sentirme diez años mayor y por mi vida que no sabía cómo iba a ser capaz de contarte todo lo que había pasado. Por primera vez había comido fuera de casa, por primera vez iba al teatro y me bebía un trago. Durante varias semanas no hablamos más que de aquel día, y sin embargo seguían viniéndome a la memoria pequeñeces que se me había olvidado contarte. Me dolía acordarme de aquellas cosas, hasta que acabé lamentando haberme ido, y así se lo dije a Henry, porque me parecía que después de aquel día tú ya no me alcanzarías nunca.
—Lo recuerdo como si hubiera sido la semana pasada —dijo Anna—. ¡Cuántas veces me he preguntado si lo habrías olvidado tú! —suspiró—. ¡Y jamás te di alcance! Por más vueltas que le daba, se me escapaba la esencia de la historia. La horrible verdad era que yo no había estado presente, viendo aquello.
Ebenezer la interrumpió con una carcajada.
—¡Cielo santo! En estos momentos me acuerdo de una cosa que se me olvidó contarte. Después de cenar aquella noche en alguna taberna de Pall Mall, me pasé media hora esperando solo ante la mesa, mientras Henry iba al piso de arriba por no sé qué razón… —Ebenezer se interrumpió y se puso de color escarlata al comprender de repente, al cabo de quince años, para qué había ido con toda probabilidad Henry Burlingame al piso de arriba. Sin embargo, Anna, para alivio suyo, no dio muestras de comprender—. Se me había subido el vino a la cabeza y todo el mundo me parecía raro, y otro tanto me pasaba con respecto a mí mismo. Fue entonces cuando compuse mi primer poema, mentalmente. Una simple cuarteta. No; debo confesar que no fue un desliz de la memoria: lo guardé en secreto, sabe Dios por qué. Incluso ahora soy capaz de recitarla:
Raras figuras que ningún DIOS creó,
Ajenas a la humana condición:
Fue Natura voluble…
Vaya, no me acuerdo del resto. ¡Diantre! —dijo, resolviendo alegremente registrar la breve composición en su cuaderno nada más abordar el carruaje—, y desde entonces, ¡cuántos años hemos pasado separados! ¡Cuántas crisis y aventuras hemos tenido los dos, de las cuales nada sabe el otro! De todos modos es una pena que aquel día tuvieras fiebre.
Anna negó con la cabeza.
—Yo también tenía un secreto que la señora Twigg conocía y Henry sospechaba, Eben, pero papá y tú no. No estaba en la cama por la fiebre, sino por mis primeros problemas mensuales. Aquella mañana había dejado de ser niña para convertirme en mujer y tenía dolores, como les pasa a muchas mujeres.
Ebenezer le apretó la mano, sin saber bien qué decir. Ya era hora de subirse al coche: los lacayos y el conductor se ocupaban de los detalles de última hora.
—Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a verte —dijo él—. ¡Puede que te encuentre hecha una recia matrona, con media docena de hijos!
—No —dijo Anna—. Mi destino es el de la señora Twigg, cuando ella muera: ser un ama de llaves solterona.
Ebenezer dijo, desdeñoso:
—¡Tú eres un partido para los mejores hombres! Si yo pudiera encontrar quien te igualara, no sería ni virgen ni soltero mucho tiempo.
Ebenezer le dio a su hermana un beso de despedida, le pidió que le presentara sus respetos a su padre y se dispuso a subir al coche.
—¡Detente! —dijo Anna, impulsivamente.
Ebenezer vaciló, sin saber bien qué pretendía su hermana. Anna se quitó un anillo que lucía un sello de plata, el cual conocía bien el poeta porque era el único recuerdo que ambos conservaban de su madre, a quien no habían visto jamás; Andrew lo había comprado durante la breve etapa en que la cortejó y se lo había regalado a Anna hacía algunos años. En la superficie circular del sello, a intervalos regulares, se veían las letras A N N E B, pues su prometida se llamaba Anne Bowyer, y en el centro, entrelazadas y con un solo trazo horizontal común a ambas, había dos letras ribeteadas, que significaban la relación entre Anna y Andrew. El sello completo ofrecía el siguiente aspecto:
—Te suplico que cojas este anillo —imploró Anna, contemplando, pensativa, aquel objeto—. Tengo por costumbre alterar un tanto su significado…, pero da igual. Ven, déjame que te lo ponga. —Anna cogió la mano izquierda de Ebenezer y le calzó el anillo en el dedo meñique—. Prométeme… —empezó a decir, mas no concluyó.
Ebenezer se rio, y para terminar con aquella situación tan incómoda, prometió que, puesto que su parte de Malden era un componente importante de la dote de Anna, él la haría prosperar.
Era hora de partir. Ebenezer besó de nuevo a su hermana y subió al coche, ocupando un asiento desde el cual pudiera decirle adiós con la mano. En el último minuto, el sujeto que no llevaba peluca, Peter Sayer, se subió al coche y ocupó el asiento de enfrente. Un lacayo cerró la puerta y se subió de un salto a su puesto: al parecer no había más pasajeros. El conductor golpeó a los caballos con el látigo, Ebenezer se despidió, saludando con la mano, de la figura desolada que ofrecía su hermana gemela en el portal de la posta, y el coche se puso en marcha.
—No es cuestión baladí dejar a la mujer que se ama —opinó Sayer—. ¿Es quizá vuestra esposa o se trata de una querida?
—Ni una cosa ni otra —suspiró Ebenezer—. Es mi hermana gemela, a quien Dios sabe cuándo volveré a ver. —Se volvió hacia su compañero—. Vos sois quien me salvó en la tienda de Ben Bragg, creo…, ¿el señor Sayer?
El semblante de Sayer denotó cierta alarma.
—Ah, ¿me conocéis?
—Sólo de nombre; me lo dijo Ben Bragg —Ebenezer le tendió la mano—. Me llamo Ebenezer Cooke, y mi destino es Maryland.
Sayer le estrechó la mano con cautela.
—¿Sois de Plymouth, señor Sayer?
El hombre escrutó el rostro de Ebenezer.
—¿De verdad que no sabéis quién es el coronel Peter Sayer? —preguntó.
—Pues no. —Ebenezer sonrió con incertidumbre—. Vuestra compañía me honra, caballero.
—Soy del condado de Talbot, en Maryland.
—¡Maryland! ¡A fe mía que es una extraña coincidencia!
—No tan extraña —dijo Sayer—, puesto que la denominada Flota del Fumador es la primera en zarpar. Todo el mundo que se dirige a Plymouth estos días es casi seguro que tiene como punto de destino las plantaciones.
—Bien, será un viaje agradable. ¿El condado de Talbot está cerca de Dorchester?
—¡Caballero, os estáis burlando de mí! —exclamó Sayer.
—No, lo juro; no sé nada de Maryland. Es mi primera visita desde que tenía cuatro años.
Sayer seguía mostrándose escéptico.
—Estimado amigo, usted y yo somos vecinos, y entrambos tan sólo media el caudaloso Choptank.
—¡Santo cielo, el mundo es un pañuelo! Caballero, estáis obligado a hacerme una visita alguna vez: voy a ocuparme del gobierno de nuestra propiedad, el Puntal de Cooke.
—Y vais a escribir mucha poesía, si oí bien al señor Bragg.
Ebenezer se ruborizó.
—Sí, tengo intención de escribir un par de versillos, si puedo.
—¡Bah, deponed vuestra modestia, señor Laureado! Bragg me ha contado el honor que os ha hecho lord Baltimore.
—Ah, bueno, por lo que se refiere a eso, seguramente lo entendió mal. Mi encargo consiste en escribir un panegírico sobre Maryland, pero no seré de hecho Laureado hasta el día en que Baltimore vuelva a ser propietario de la provincia.
—Día cuyo advenimiento —dijo Sayer— vos y vuestros amigos jacobitas aguardáis con anhelo, imagino.
—¡Un momento! —dijo Ebenezer alarmado—. Soy tan leal como vos.
Sayer sonrió un instante, mas dijo, en tono serio:
—¿Y sin embargo deseáis que el rey Guillermo pierda su provincia en beneficio de un papista?
—Soy poeta —proclamó Ebenezer, que estuvo en un tris de añadir y virgen, por la fuerza de la costumbre—, de jacobitas y papistas nada es lo que sé y menos aún lo que me importa.
—Y a lo que parece tampoco sabíais nada de Maryland —añadió Sayer—. ¿Qué sabéis de vuestro protector?
—Nada de nada, salvo que es un gran hombre, y muy generoso. Sólo he conversado con él en una ocasión, pero la historia de su provincia me convence de que ha sido víctima de una injusticia lamentable. ¡Cielos, la de canallas que le han esquilmado y vituperado! Estoy seguro de que el rey Guillermo no sabe toda la verdad.
—¿Y vos, sin embargo, sí?
—Yo no he dicho tal. Con todo y con eso, ¡los villanos jamás dejan de ser villanos! Esos hombres de quienes he oído hablar, Claiborne, Ingle y John Coode, que acaudilló la última insurrección…
—¿Acaso no le asestó un golpe severo a los papistas en beneficio de la fe? —preguntó Sayer.
Ebenezer empezó a sentirse incómodo.
—No sé hacia dónde se inclinan vuestras simpatías, coronel Sayer; puede que seáis coronel de la milicia de Coode y me encerréis en prisión el mismo día que ponga pie en Maryland…
—¿No sería entonces prudente que midierais vuestras palabras? Fijaos, yo no afirmo ser amigo de Coode, pero por cuanto vos sabéis, bien pudiera serlo.
—Sí, en efecto, sería prudente que midiera mis palabras —dijo Ebenezer, ligeramente atemorizado—. Se puede afirmar que no siempre es prudente ser justo y que no siempre es justo ser prudente. No soy católico romano, señor, ni antipapista tampoco, y me pregunto si la cuestión de Maryland es un asunto entre protestantes y papistas o entre canallas y hombres de carácter, sea cual fuere su fe.
—Esas palabras, allí, os podrían costar la cárcel. —Sayer sonrió.
—Luego prueban la injusticia de aquellas gentes —afirmó Ebenezer, sin un ápice de inquietud—, pues yo no milito en ninguno de los dos bandos. A mí lord Baltimore me parece un hombre de carácter y ya está. Pudiera ser que yo estuviera equivocado.
Sayer se rio.
—No, no estáis equivocado. Sólo estaba poniendo a prueba vuestra lealtad.
—¿Hacia quién, decidme? ¿Y a qué conclusión habéis llegado?
—Sois hombre de Baltimore.
—¿Eso me costará la cárcel?
—Puede ser —Sayer sonrió—, pero no por obra mía. En estos momentos, en Maryland hay una orden de arresto contra mí por incitar a la rebelión contra Coode; la orden es de junio.
—¡No!
—Sí, junto con Charles Carroll, sir Thomas Lawrence, Edward Randolph y otra media docena de excelentes personas que se manifestaron de palabra en contra de ese canalla. Yo tampoco soy papista, pero Charles Calvert es antiguo amigo mío, y lo aprecio. ¡Que el día en que me dé miedo hablar contra los cobardes sea el último de mi vida!
Ebenezer dudaba:
—¿Cómo puedo saber que no es ahora cuando me estáis poniendo a prueba y no antes?
—Jamás lo podréis saber —contestó Sayer—, sobre todo, en Maryland, donde los amigos pueden mudar de color como si fueran ranas de zarzal. En fin, ¿no sabéis que el letrado Bob Goldsborough, de Talbot, amigo y vecino mío de muchos años, declaró en mi contra ante el gobernador Copley? ¡La última persona de la que hubiera sospechado un cambio de divisa!
Ebenezer meneó la cabeza.
—El hombre es capaz de vender el corazón para salvar el pescuezo. ¡A fe mía que es un cuadro triste!
—Sin embargo también hay que decir —dijo Sayer— que se trata de un dilema limpio: o sujeta uno la lengua delante de todos salvo la propia conciencia, o se dice lo que se piensa y acepta uno las consecuencias… La discreción sale por la ventana, y el compromiso también.
—¿La que habla es la voz de la razón? —preguntó Ebenezer.
—No, es la voz de la acción. El compromiso es de bastante utilidad cuando ninguno de los extremos nos da lo que precisamos, pero hay cosas que no deben serles necesarias a los hombres. Decidme, ¿de qué sirve tener el pellejo intacto si el alma está herida de muerte? Yo fui quien redactó para Baltimore el primer informe completo de la rebelión de Coode, y antes que vivir bajo la férula de sus falsos aliados, preferí dejar mi casa y mis tierras y venirme a Inglaterra.
—¿Cómo es que volvéis? ¿No os meterán entre rejas?
—Eso puede ser —dijo Sayer—. No obstante, no lo creo. Copley murió en septiembre y el propio Baltimore intervino en el nombramiento de Francis Nicholson para sustituirlo. ¿Conocéis a Nicholson?
Ebenezer admitió que no.
—Bueno, tenía sus defectos (sobre todo, demasiado carácter y pasión por la autoridad), pero tiene buen sentido y los de la especie de Coode tienen poco que hacer con él. Antes de acceder a su puesto actual estuvo con Edmund Andros en Nueva Inglaterra y lo que le costó la expulsión fue la rebelión de Leisler en Nueva York (rebelión que sirvió de modelo a la que instigó Coode en Maryland). No, no temo ningún daño por parte de Nicholson.
—No obstante, es una resolución audaz —se atrevió a decir Ebenezer.
Sayer se encogió de hombros.
—La vida es breve; sólo hay tiempo para resoluciones audaces.
Ebenezer dio un respingo y miró a su compañero con gran atención.
—¿Qué pasa?
—Nada —dijo Ebenezer—. Sólo que un amigo mío muy querido solía decirme eso. Hace seis o siete años que le he perdido la pista.
—Puede que él haya adoptado alguna resolución audaz —sugirió Sayer—, aunque es más fácil recomendar que obrar. ¿Seguisteis su consejo?
Ebenezer asintió.
—De ahí mi travesía marítima y mi condición de Laureado —dijo.
Como tenían un largo trayecto por delante, le refirió a su compañero de viaje la historia de su fracaso en Cambridge, su breve estancia en Londres con Burlingame, su larga estancia con Peter Paggen, la apuesta de la taberna y su audiencia con lord Baltimore. Le debió de soltar la lengua el traqueteo del coche, pues dio numerosos detalles. Cuando al concluir habló de la solución que dio al problema de elegir cuaderno y le mostró a Sayer el libro mayor de contabilidad de Bragg, éste se rio con tantas ganas que hubo de sujetarse los costados.
—¡Oh! ¡Ja! —exclamó—. ¡Eso por vuestro justo medio! ¡Ay, cáscaras! ¡Voto a tal que le dais prestigio a vuestro tutor!
—Fue mi primera acción como Laureado. —Ebenezer sonrió—. Lo vi como una especie de crisis.
—¡Santo cielo, pues la sobrellevasteis prodigiosamente bien! Y ahora ahí estáis, sentado, ¡poeta y virgen! ¿Creéis vos que morarán a gusto ambas especies bajo el mismo techo, sin pasarse día y noche entre disputas?
—Al contrario, no sólo viven en armonía, sino que se inspiran mutuamente.
—¿Pero qué narices va a cantar alguien que es virgen? ¿Qué tenéis en ese libro mayor que ahí lleváis?
—Nada salvo mi nombre —admitió Ebenezer—. Había pensado pegar mi nombramiento, el cual redactó Baltimore, pero está guardado en el baúl. No obstante, tengo dos poemas que copiar de memoria, cuando pueda. De uno ya os he hablado; lo escribí la noche de la apuesta: versa sobre el tema de mi inocencia.
A instancias de su compañero, Ebenezer recitó el poema.
—Muy bueno —dijo Sayer al final—. Paréceme que vuestra idea queda correctamente expresada, aunque no soy ningún crítico. Sin embargo, es para mí un misterio saber qué cantaréis fuera de vuestra inocencia. Os ruego, me recitéis la otra pieza.
—No; se trata sólo de una cuarteta tonta que escribí siendo un muchacho…, mi primera rima. Y sólo conservo tres versos en la memoria.
—Lástima. La primera canción del Laureado: algún día tendrá un buen precio, me juego algo, cuando seáis famoso en el mundo entero. ¿Podría yo conocer esos tres versos que conserváis?
Ebenezer dudó.
—¿No os burláis de mí?
—¡No! —le aseguró Sayer—. ¿No os parece mera curiosidad natural admirar el vuelo de la poderosa águila cuando era un polluelo? ¿Acaso no admiramos los viejos cuentos de Plutarco cuando cuenta cómo el joven Alcibíades se arrojó al paso de una carreta, o habla de cuando Demóstenes se afeitó la mitad del cráneo, o de cuando César provocó a los piratas de Cilicia? Y vos mismo, ¿no os deleitaríais al oír un verso infantil de Shakespeare o del poderoso Homero?
—Sí, desde luego —admitió Ebenezer—. ¿Pero no vais a juzgar al hombre por lo que hizo el niño? Es sólo el poema en sí, entiendo jo, lo que cuenta, no sus orígenes, y ha de sostenerse o caer por sus propios méritos, aparte del hacedor y su edad.
—Sin duda, sin duda —dijo Sayer, haciendo un gesto de indiferencia con la mano—, aunque la palabra mérito es para mí un misterio total. Yo hablaba de interés, y por lo que respecta a que el poema sea bueno o malo por sí mismo, cierto que vuestro Himno a la castidad tiene un interés mayor para quien conoce la historia real del autor que para quien no sabe un pimiento de las circunstancias que dieron lugar a su alumbramiento.
—Vuestro argumento tiene su mérito —concedió Ebenezer, no poco impresionado de oír a un plantador de tabaco razonar con tanta finura.
Sayer se rio:
—¡Un pedo para vuestro mérito! Mi argumento tiene su interés, quizá, para quien conoce al argumentador y la historia de este tipo de debates desde la época de Platón.
—Sin embargo no cabe duda de que el himno tiene un cierto grado de mérito y que no tiene ni más ni menos por el hecho de que quien lo lea sea un catedrático de Cambridge o un criado necio…, o si vamos a eso, da igual que se lea el poema o no.
—Puede ser —dijo Sayer, encogiéndose de hombros—. Se parece mucho a la cuestión que planteaban los escolásticos sobre si un árbol que cae en una isla desierta hace ruido o no, puesto que nadie lo oye. Personalmente, carezco de opinión al respecto, aunque estoy dispuesto a reconocer que la disputa no carece de interés: es una cuestión antigua, que entraña sustanciosas implicaciones.
—La palabra interés es la base de vuestro vocabulario —observó Ebenezer—, así como la palabra mérito parece serlo del mío.
—Al menos eso permite que haya conversación. —Sayer sonrió—. Decidme, os lo ruego, ¿quién cosecha un placer mayor a expensas de vuestro himno? ¿El criado que no distingue a Príamo del buen rey Wenceslao o el catedrático que llama a los antiguos por sus motes? ¿El indio salvaje que jamás ha oído hablar de castidad o el cristiano que ha aprendido a identificar la inocencia con un virgo intacto?
—¡Voto a tal! —exclamó Ebenezer—. Vuestro argumento tiene peso, amigo mío, pero confieso que me repugna reconocer que la musa canta con su voz más clara a los catedráticos. No pensaba en ellos cuando escribí mi obra.
—No, no me entendéis —dijo Sayer—. No es una mera cuestión escolástica, aunque nada se pierde por tener un poco de educación. Yo me refiero a la experiencia humana: el conocimiento del mundo, tanto el que almacenan los libros como el que se aprende del duro texto de la vida. Vuestro poema es un manantial de agua, señor Laureado…, rayos, si a eso vamos, todo cuanto nos encontramos son manantiales, ¿no os parece? Cuanto mayor sea la copa que hasta allí llevemos, tanto más recogeremos, y cuanto mayor sea el número de los manantiales de los que bebamos, tanto mayor se hará nuestra copa. Si me opongo a vuestra idea es porque dicho pensamiento asalta el banco de la experiencia humana, en el cual tengo un considerable depósito. No estoy dispuesto a beber con nadie que pretenda hacerme tirar la copa. En resumidas cuentas, señor mío, aunque no soy ni poeta ni crítico, ni siquiera un vulgar Artium Baccalaureus[16], sino tan sólo un simple plantador de tabaco que en su época leyó algún libro que otro y que ha visto algo del ancho mundo, sin embargo, creo que vuestro poema tiene más significado para mí que para vos.
—¿Qué? ¿Sin ser virgen ni poeta?
Sayer asintió.
—En cuanto a lo primero, hubo un tiempo en que lo fui, y ahora lo contemplo desde la posición privilegiada que me confiere la experiencia, cosa que a vos no os sucede. En cuanto a lo segundo, como autor, lo que vos tenéis es una visión distinta. Y yo no soy lector lerdo: sé apreciar los juegos de palabras que hay en vuestra cuarteta, por ejemplo.
—¿Juegos de palabras? ¿Qué juegos de palabras?
—Pues la casta Penélope, por ejemplo —dijo Sayer—. ¿Qué mejor juego de palabras para hablar de una esposa que lleva veinte años asediada por sus pretendientes? ¡Inteligente elección!
—Gracias —musitó Ebenezer.
—Y eso de terne hijo de Andrómaca —prosiguió Sayer—, eso es un grito que emerge de los muros mismos de Ilion…
—¡No, resulta grotesco! —protestó Ebenezer—. ¡Yo no quería dar a entender tal cosa!
—No tan grotesco. Tiene la sal de Shakespeare.
—¿Eso pensáis? —Ebenezer consideró mentalmente aquella expresión—. Pues sí, puede que la tenga. De todos modos, vuestra lectura extrae más de lo que yo pongo.
—Eso es admitir —dijo Sayer— que saco más conclusiones al leer que vos, lo cual es lo que yo sostenía: vuestro poema tiene más significado para mí.
—¡Por vida de…! No tengo medios para refutaros —exclamó Ebenezer—. Si vos sois un ejemplar fehaciente de lo que serán mis colegas plantadores, señor, entonces Maryland debe de ser el foro de las musas y un paraíso para los poetas. En verdad que sois la mismísima voz y aliento de la razón, y me siento honrado de ser vuestro vecino. Mi copa se desborda.
Sayer sonrió.
—¿Por ventura es menester agrandarla?
—Es ya mayor que cuando partí de Londres. No sois mal maestro.
—Si vuestro tutor soy, reclamo que satisfagáis mis honorarios con versos —replicó Sayer—. Las tres líneas que fueron origen de nuestro debate.
—Como gustéis —rio Ebenezer—, ¡aunque sólo Dios sabe lo que encontraréis en ellas! Fue en una taberna de Pall Mall, después de beber mi primer vino de Málaga, cuando las compuse, en un momento en que todo el mundo me parecía extraño y ajeno.
Ebenezer se aclaró la garganta:
Raras figuras que ningún DIOS creó,
ajenas a la humana condición.
Fue Natura voluble…
—La verdad es que son sólo dos versos y medio; ignoro cómo seguía el poema a partir de ahí, pero el mensaje global era simplemente que las gentes somos demasiado absurdas como para ser obra de una inteligencia sublime. Nada de retruécanos ni juegos de palabras, que yo sepa.
—Es una opinión cínica y pasajera, para ser de un mozalbete —dijo Sayer.
—Así es como yo veía las cosas tras haber bebido. ¡Vive el cielo que me fastidia no recordar el último verso!
Sayer se acarició la barba y miró de soslayo por la ventanilla. Un muchachuelo campesino, cubierto de polvo, de unos doce o trece años de edad, que iba caminando ociosamente por la carretera, hízose a un lado y los saludó al pasar el coche.
Raras figuras que ningún DIOS creó,
ajenas a la humana condición…
Recitó Sayer; luego, se volvió hacia Ebenezer y le dirigió una sonrisa maligna:
Fue Natura voluble, que en su holganza,
la arcilla modeló por pura chanza.
—¿Lo he dicho bien, Eben?