Todos los estremecimientos y húmedas dudas nocturnas que habían asaltado el reposo del Laureado disipolos como a la niebla del Támesis por la mañana el sol, cuando se alzó sobre Londres. Ebenezer se levantó a las nueve, renovado de cuerpo y de espíritu, y cuando recordó los acontecimientos del día anterior y su nuevo cometido hízolo con alegría.
—¡Bertrand! ¡Oye, Bertrand! —Llamó, saltando de la cama—. ¿Estás ahí, hombre de Dios?
Al punto apareció su criado, que se hallaba en la alcoba contigua.
—¿Habéis dormido bien, señor?
—Como un inocente mamoncillo. ¡Hermosa mañana! ¡Me embarga el éxtasis!
—Parecióme oír anoche que teníais un ataque de náuseas.
—Vaya; una pinta agriada que me darían en Locket’s, quizá —contestó despreocupado Ebenezer—, o acaso una jarra de cerveza mal fermentada. Acércame aquella camisa. Muchas gracias. ¡Diantre! ¿Y este olor tan grato a ropa recién planchada? ¿Y este tacto tan limpio?
—Es maravilla que vomitarais así. ¡Qué de bascas y gemidos!
—¿De veras? —Ebenezer se rio y empezó a vestirse lenta y cuidadosamente—. No, esos no; hoy, los de algodón hilado. ¿Bascas, dices? Alguna pesadilla pasajera, a buen seguro; no me acuerdo. Nada como para llamar al médico ni al cura.
—¿Al cura decís, señor? —exclamó Bertrand con un acento de alarma en la voz—. ¿Entonces es cierto lo que dicen?
—Tal vez sí o tal vez no. ¿Quiénes dicen qué?
—Hay quienes sostienen, señor —replicó deslenguado Bertrand— que estáis al servicio de lord Baltimore, quien, como todo el mundo sabe, es un papista famoso, y que os ha dado el puesto por haberos convertido a la fe de Roma.
—¡Pero qué demonios…! —Ebenezer se volvió, incrédulo, hacia su criado—. ¡Calumnia e ignominia! ¿Cómo ha llegado eso a tus oídos?
Bertrand se puso colorado.
—Os ruego que me perdonéis, señor, pero tal vez hayáis reparado en que si bien soy célibe, no dejan de interesarme las damas, y además, hablando claro, cierta criada del piso de abajo y yo mantenemos lo que podría llamarse…
—Un entendimiento —sugirió Ebenezer con impaciencia—. ¿Que si lo sé, desvergonzado? ¿Crees tú que no os he oído a los dos daros arrechuchos y revolcones noches enteras en tu habitación, cuando me creíais dormido? ¡A fe mía que bastara para despertar a los muertos! Si porque anoche vomité un poco perdiste una hora de sueño, eso no es ni la centésima parte de lo que te adeudo. ¿Es ella la que te ha ido con ese cuento falso?
—Sí —admitió Bertrand—, mas no es invención suya.
—¿De quién entonces? ¡Ve al grano, hombre de Dios! Lamentable es que un poeta no pueda recibir un galardón sin padecer al punto las calumnias de los envidiosos, y que no pueda escribir un tropo inofensivo sin que su criado lo acuse de papismo.
—Os ruego que me perdonéis, señor —dijo Bertrand—. No era ninguna acusación, sino preocupación; juzgué mi deber contaros lo que dicen vuestros enemigos. El hecho, señor, es que mi Betsy, que es moza cariñosa y de sangre acalorada, tiene la mala fortuna de ser casada, y por ende, con un sujeto frío y deslucido, cuyas únicas pasiones son la ambición y la avaricia, el cual, aunque le gustaría tener un hijo robusto que le llevara a casa unos dineros de añadidura, es tan pródigo en caricias como en monedas. Tan tacaño es que, tras pasarse el día trabajando en la aduana, como aprendiz de oficial, la mitad de la velada pásala tocando el violín en Locket’s a fin de procurarse una corona más, con la excusa de ahorrar para cuando su mujer tenga un hijo. Pero ¡qué demonios!, eso le deja tan escaso de tiempo que apenas si la ve de un día para otro, y tan escaso de fuerzas que no le quedan las suficientes para atenderla el tiempo que con ella está. Parecíame pecado tan gran desperdicio, viendo por un lado a la pobre Betsy sola y desasosegada por falta de hombre, y por el otro a su marido Ralph guardando dinero sin ningún fin, de modo que, como el buen samaritano, hice lo que pude por los dos: mientras Ralph tocaba el violín, yo tocaba otras cosas.
—¡Será posible, bellaco! ¡Que hiciste lo que podías por los dos! ¡Flaco favor le haces al marido poniéndole los cuernos! ¡Valiente villanía!
—Al contrario, señor, si se me permite decirlo; hícele un favor doble, pues no sólo aré su campo, que de otro modo hubiera quedado en barbecho, sino que, además, lo sembré, y a juzgar por todos los indicios, generosa va a ser la cosecha. Mirad bien, señor, antes de juzgarme un monstruo; ese hombre antes no sabía más que de afanes y tareas ingratas, que no le procuraban placer ninguno, salvo la satisfacción de cobrar el salario. Al llegar a casa encontrábase una esposa quejosa y pendenciera por falta de amor, la cual estaba dispuesta a abandonarlo, lo que a él le hubiera supuesto la muerte. Ahora trabaja con mayor afán que nunca, orgulloso como un pavo real, pues le están gestando un hijo; sus trabajos en la aduana y como violinista han dejado de ser mero laborar para convertirse en entretenimientos dignos de un rey. En cuanto a Betsy, que antes siempre lo reñía y daba voces, hase vuelto dulce cual teta de azúcar y está pendiente de sus menores caprichos y fantasías; no lo cambiaría ni por el duque de York. Gracias a ello, marido y mujer son más felices.
—¡Y tú sales ganando una amante que no te cuesta ni un penique mantener —añadió Ebenezer— y con la cual puedes engendrar toda una estirpe de bastardos con entera impunidad!
Bertrand se encogió de hombros y le ajustó el lazo a su amo.
—La verdad es que sí —admitió—, aunque tengo entendido que la recompensa de la virtud es la virtud misma.
—¿Conque fue ese violinista cornudo quien dio pábulo a esa patraña? —preguntó Ebenezer—. ¡Llevaré a ese bellaco a los tribunales!
—No; él oyó el chismorreo y se lo contó a Betsy anoche, y ella me lo contó a mí por la mañana. El se lo oyó a los bebedores de Locket’s, después de los brindis, tras haberos ido vos.
—¡Envidia y maldad sin escrúpulos! —exclamó Ebenezer—. ¿Tú le concedes crédito?
—¡Santo cielo, señor, no es asunto mío qué credo abracéis! He de confesar que, cuando me lo contó Betsy, me pregunté si tanta basca y tanta arcada como os traíais anoche no sería una reyerta que habíais trabado con vuestra conciencia, o acaso alguna extraña ceremonia papista, pues sé que esas gentes las tienen a puñados y para todas las horas del día. A fe mía que no es mal negocio, paréceme, rendirle a lord Baltimore sus supersticiosos votos, si tal es la condición que pone para daros el puesto. Tarde o temprano todos hemos de hacer pactos con el mundo. Todo tiene su precio y el vuestro no ha sido alto, teniendo en cuenta que ni milord Baltimore ni ningún otro jesuita pueden ver lo que en vuestro corazón se encierra. Lo único que habéis menester es soltar letanías cuando a él le plazca oírlas. En cuanto el resto del mundo, no es asunto de nadie qué oficio desempeñéis ni lo que os cuesta ni quién os lo facilitó. Vos callad la boca, coged la paga y que le den morcillas al papa y al mundo.
—¡Válgame Dios, menudo cínico! —dijo Ebenezer—. Te doy mi palabra, Bertrand, de que no he hecho ningún pacto con lord Baltimore, ni hemos apañado ningún quid pro quo. No soy más papista esta mañana de lo que lo era la semana pasada, y en cuanto al salario, mi cargo no me reporta un solo penique.
—Es la mejor postura que podéis adoptar —convino sagaz Bertrand— si os interrogan.
—¡Es la pura verdad! Y lejos de mantener el nombramiento en secreto, es mi intención proclamarlo a los cuatro vientos…, dentro de los límites de la modestia, claro.
—¡Ay, os arrepentiréis de eso! —advirtió Bertrand—. Si proclamáis el cargo, será inútil que neguéis que os hicisteis papista para conseguirlo. El mundo cree lo que le place.
—¿Y sólo le placen la calumnia, el rencor y las insidias fantasiosas?
—No es tan fantasiosa la historia —dijo Bertrand—, aunque, fijaos bien, yo no digo que sea cierta. La historia la escriben los apretones de manos que se dan en secreto, más que las batallas, las leyes y las proclamas.
—¡No! —protestó Ebenezer—. Semejantes libelos son el arma que esgrimen los mediocres para atacar a quienes poseen talento. Esos petimetres de Locket’s me calumnian para solazarse. En cuanto a tu filosofía cínica, que te hace ver una intriga detrás de cada ascenso, paréceme que no es sino mera ilusión, la impronta de una mentalidad estrecha que quiere ver en el mundo los dramas y oscuros avatares que no se dan en la estrechez de su propia vida.
—Esa filosofía está por encima de mí —dijo Bertrand—. Yo sólo sé lo que se dice.
—¡Conque papismo! ¡Santo Dios, Londres me pone enfermo! ¡Tráeme mi peluca de viaje, Bertrand; no quiero quedarme en este lugar un solo día más!
—¿Dónde iréis, señor?
—A Plymouth, en el coche que sale después del mediodía. Ocúpate de hacer los baúles y llevarlos. Cielos, ¿cómo iba yo a ser capaz de soportar siquiera una mañana más en esta ciudad malintencionada?
—¿A Plymouth tan pronto, señor? —preguntó Bertrand.
—Cuanto antes, mejor. ¿Has encontrado empleo?
—Me temo que no, señor. Es mala época para buscarlo, me dice mi Betsy, y yo no cogería cualquier cosa.
—Ah, bueno, no importa demasiado. Estas habitaciones están alquiladas hasta finales de abril; eres libre de usarlas. Tu sueldo está pagado por adelantado, y tengo otra corona para ti si mi equipaje llega a tiempo al coche de Plymouth.
—Os doy las gracias, señor. Juro que no quisiera que partierais, pero podéis tener la seguridad de que vuestras cosas estarán en la diligencia. ¡Sabe Dios que no voy a encontrar pronto un amo más gentil!
—Eres una buena persona, Bertrand. —Ebenezer sonrió—. De no ser por lo exiguo de mi renta, te llevaría a Maryland conmigo.
—¡A fe mía que no tengo estómago para los osos ni para los salvajes, señor! Con vuestra venia, yo me quedaré y dejaré que mi Betsy me consuele de vuestra pérdida.
—Entonces te deseo buena suerte —dijo Ebenezer mientras salía—, y ojalá que tu hijo sea un mozo fornido. No volveré por aquí: tengo intención de emplear toda la mañana en la compra de un cuaderno para la travesía. Puede que te vea en la posta.
—En ese caso, que tengáis un buen día, señor —dijo Bertrand—, ¡y buen viaje!
Pese a lo fastidiosa que era la calumnia propalada por sus falsos amigos, ésta desapareció del ánimo de Ebenezer en cuanto se vio en la calle. Hacía muy buen día y estaba de muy buen humor como para parar demasiado las mientes en algo que no era más que simple envidia. «Dejemos los pensamientos ruines para las mentes ruines», se dijo, y zanjó el asunto.
Mucho más importante era lo que se traía entre manos: la elección y compra de un cuaderno. Ya el magnífico tropo del día anterior, el cual hubiera querido fijar para las generaciones futuras, se le había ido de la memoria. ¿Cuántos otros, a lo largo de los años, habían pasado fugazmente por su cabeza, cual mujeres exquisitas por una alcoba, y habían desaparecido para siempre? No debía volver a suceder. Que los poetastros y los diletantes de las letras afectaran esa fecundidad despreocupada que se ríe de las notas y de los libros vulgares: el artista maduro y consagrado sabe bien a qué atenerse, por eso atesora todas las gemas de la veta madre que extrae de la mina de la imaginación, y con tranquilidad separa los diamantes de las piedras menores.
Dirigiose al establecimiento de un tal Benjamin Bragg, en el Signo del Cuervo, en Paternóster Row, el cual era impresor, librero y papelero, y de quien eran clientes Ebenezer y muchos de sus amigos. La tienda era un foro abierto al chismorreo literario; el mismo Bragg —un hombrecillo de cuarenta y tantos años, mordaz, de ojos vivos y voz atiplada, de quien se rumoreaba que era sodomita— conocía virtualmente a todos los que alimentaban pretensiones literarias en la ciudad, y aunque a fin de cuentas no era más que un vulgar comerciante, su favor era muy solicitado. Ebenezer siempre se sintió incómodo en aquel lugar, desde que trabó conocimiento con el propietario y con la clientela, hacía algunos años ya. Siempre, hasta el día anterior, había tenido por lo menos dos opiniones distintas sobre su propio talento, como sobre todo lo demás: por un lado, confiaba (¡cuántos éxtasis que le ponían la carne de gallina, cuántos transportes de inspiración!) en haber sido bendecido con el más alto don, después del ciego Milton, así como que su destino unívoco era coger a la literatura por los cuernos y ponérsela por montera; por otro lado, tenía idéntica certeza (¡cuántos abismos de oscuridad! , ¡cuántas horas de vaciedad sin musa, cuánta inmovilidad absoluta!) de que carecía de talento, no digamos ya de genio; afectado y carente de ingenio, como tantos otros, se movía a trompicones, dando bandazos, y sus visitas al establecimiento de Bragg, donde los asiduos, que tenían tanto aplomo, lo reducían a una ataxia balbuciente en cosa de medio segundo, siempre le hacían adscribirse a la segunda opinión, aunque en otras circunstancias acertaba a darse una explicación de la inteligencia de aquéllos que redundaba en su favor. En todo caso, tenía la costumbre de disfrazar la incomodidad que sentía bajo la máscara de la timidez, y era raro que Bragg siquiera reparara en él.
Así que Ebenezer se sintió considerablemente satisfecho cuando en esta ocasión, al entrar en el establecimiento y pedirle discretamente a uno de los aprendices que le mostrara algunos cuadernos, Bragg despachó al chico y, abandonando a un cliente de baja estatura y desprovisto de peluca con el cual estaba hablando, lo atendió personalmente.
—¡Querido señor Cooke! —exclamó—. ¡Es preciso que aceptéis mis felicitaciones por vuestra distinción!
—¿Qué? Ah, claro. —Ebenezer sonrió con modestia—. ¿Cómo os habéis enterado tan pronto?
—¡Tan pronto! —gorjeó Bragg—. ¡En Londres no se habla de otra cosa! Me lo dijo el bueno de Ben Oliver y hoy se lo he oído decir a otras veinte personas. ¡Laureado de Maryland! Decidme —preguntó con ingenuidad estudiada—, ¿el nombramiento lo ha efectuado lord Baltimore o ha sido el rey? ¡Ben Oliver asegura que fue Baltimore y ha jurado hacerse cuáquero para obtener la misma merced de William Penn y ejercer en Pennsylvania!
—El honor me lo ha hecho lord Baltimore —contestó con frialdad Ebenezer—, el cual, pese a su fe romana, es un dignísimo caballero y posee un oído prodigioso para la poesía.
—Estoy seguro de que así es —convino Bragg—, aunque no tengo el placer de conocerlo. Decidme, señor, ¿cómo tuvo conocimiento de vuestro trabajo? Todos nosotros andamos revueltos y deseosos de leeros, pero por más que busco no encuentro un poema vuestro impreso, ni ninguna de cuantas personas he interrogado ha oído un solo verso vuestro. Vive el cielo que os lo he de confesar: ni siquiera sabíamos que escribíais.
—Bien se puede amar la casa que se posee sin que sea menester encaramarse al tejado —observó Ebenezer—. De la misma manera, no se es menos poeta por no ir declamando versos por las fondas y tabernas ni por no dar a la imprenta a las criaturas de la imaginación para que las vendan en el puente de Londres como si fueran castañas.
—¡Bien dicho! —Bragg rio sofocadamente, aplaudió y saltó sobre los talones—. ¡Qué mordacidad! ¡Esto lo van a estar repitiendo en las mesas de Locket’s por espacio de quince días! ¡Ah, por vida mía, qué maestría de expresión! —Se enjugó los ojos con el pañuelo—. ¿Tendréis la amabilidad de decirme, señor Cooke, si no es una pregunta demasiado entrometida, si lord Baltimore os ha hecho este honor en forma de recomendación para que la sancionen el rey y el gobernador de Maryland o si es que Baltimore aún tiene potestad para crear cargos oficiales y designar a quien ha de ocuparlos? Esta cuestión generó cierto debate aquí, anoche.
—Me lo puedo imaginar —dijo Ebenezer—. Afortunadamente, me lo perdí. ¿Estáis dando a entender que lord Baltimore sería capaz de ir deliberadamente más allá de lo que corresponde a su autoridad y ejercer derechos que no le han sido conferidos?
—¡Oh, Dios no lo permita! —exclamó Bragg, con los ojos muy abiertos—. ¡A fe mía que era una mera pregunta de cortesía! ¡No tenía intención de ofenderos!
—Bien está. Y ahora acabemos con las preguntas, no vaya a perder el coche a Plymouth. ¿Queréis mostrarme cuadernos?
—¡Por supuesto, señor, enseguida! ¿Qué clase de cuaderno tenéis en mente?
—¿Qué clase? —repitió Ebenezer—. ¿Es que hay distintas clases de cuadernos? No lo sabía. Da igual…, cualquier clase servirá, creo yo. Es para tomar notas.
—¿Notas largas, señor, o cortas?
—¿Cómo? ¡Qué pregunta! ¿Cómo voy a saberlo? De las dos clases, supongo.
—Ah. ¿Y queréis tomar estas notas largas y cortas en casa, señor, o mientras estáis de viaje?
—Pero, bueno, ¿y a vos qué más os da? Las dos cosas, digo yo. Lo único que quiero es un simple y vulgar cuaderno.
—Paciencia, señor, sólo quiero asegurarme de que os vendo exactamente lo que necesitáis. El hombre que sabe lo que necesita, reza el proverbio, consigue lo que quiere; pero el que no conoce su mente está siempre en discordia consigo mismo y le echa las culpas al mundo, que es inocente.
—Basta de sabidurías, os lo ruego —dijo incómodo Ebenezer—. Vendedme un cuaderno que valga para notas largas o cortas, para casa o para la calle, y acabemos.
—Muy bien, señor —dijo Bragg—. Sólo me es preciso saber otra pequeñez.
—¡Cielos, esto es un examen de Cambridge! ¿De qué se trata ahora?
—¿Tenéis por costumbre tomar siempre esas notas sentado ante un escritorio, bien sea en vuestra casa o fuera de ella, o las escribís según se os ocurren, bien sea paseando, en coche o descansando? Y en el segundo de los casos, ¿jamás las redactáis a la vista del público o bien os da un ardite el público y las escribís allá donde os place? Y si lo último, ¿placeos que se os tome por alguien cuyo gusto se refleja en todo cuanto posee, alguien que, pudiérase decir, ama el mundo? ¿Un Geoffrey Chaucer? ¿Un Will Shakespeare? ¿O más bien preferís que os tomen por un estoico a quien se le da una higa este valle de imperfecciones y tiene en cambio la vista puesta siempre en las bellezas eternas del espíritu: quiero decir, un John Donne? Me es absolutamente imprescindible saberlo.
Ebenezer dio un puñetazo en el mostrador.
—¡Maldito seáis, me estáis tomando el pelo a placer! ¿Es que habéis hecho una apuesta con aquel caballero de allí y queréis hacerme pasar por necio delante de él? Vive el cielo: el asco y el odio que me inspiran los bromistas y los hipócritas es lo que me ha traído hasta aquí, a fin de pasar mi última mañana londinense recluido entre las herramientas de mi oficio, como el soldado entre sus blasones, o el marinero entre sus aparejos; pero ni siquiera aquí hallo un simple santuario. Por el amor de Dios, creo que ni siquiera a los leones de Nerón se les permitía entrar en las mazmorras donde los mártires oraban y se fortificaban, sino que tenían que contener el hambre hasta que los desdichados estuvieran convenientemente en la arena. ¿Vais a negarme ese pequeño solaz antes de embarcarme para tierras salvajes?
—Calmaos, señor, os lo ruego, calmaos —imploró Bragg— y no penséis mal de ese caballero, que es para mí un perfecto desconocido.
—Muy bien. Pero explicaos inmediatamente y vendedme un cuaderno normal, que sea de utilidad para un poeta, tanto si es estoico como si es epicúreo.
—No es otro mi deseo —dijo Bragg—. Pero he de saber si lo queréis de tamaño folio o cuarto. Yo diría que el tamaño folio es bueno para poetas, ya que muchas veces cabe un poema entero en una cara, lo que permite verlo en conjunto.
—Muy razonable —reconoció Ebenezer—. Pues que sea tamaño folio.
—Por otra parte, el cuarto es más fácil de transportar, sobre todo, para caminar y montar a caballo.
—Cierto, cierto —admitió Ebenezer.
—En el mismo orden de cosas, las tapas de cartón son baratas y tienen un aire franco y natural; pero el cuero es más resistente para viajar, más agradable a la vista, y poseerlo es más gratificante. Lo que es más, os puedo proporcionar hojas sin pautas, que liberan a la imaginación de las restricciones mundanas, se adaptan a todo tamaño de caligrafía y, una vez escritas, sus páginas ofrecen un aspecto amable; o bien hojas pautadas, que ahorran tiempo, son de utilidad para escribir en vehículos o a bordo de un barco y le dan a la página un aspecto muy ordenado. Por último, podéis optar por un cuaderno delgado, que es fácil de transportar, pero que se acaba enseguida, o por uno grueso, que es engorroso para viajar, pero en el que se puedan almacenar años de pensamiento entre las dos tapas. ¿Cuál va a ser el cuaderno del Laureado?
—¡Rayos, truenos y centellas! ¡Estoy completamente confundido! ¿Ocho especies distintas de cuadernos normales?
—Dieciséis, señor; dieciséis, si me está permitido decirlo —dijo Bragg con orgullo—. Los tenéis delgados, con las tapas de cartón, sin pautar, tamaño folio; delgados, con las tapas de cartón, sin pautar, tamaño cuarto; delgados, con las tapas de cuero, sin pautar, tamaño folio; delgados, con las tapas de cartón, pautados, tamaño folio; gruesos, con las tapas de cartón, sin pautar, tamaño folio; delgados, con las tapas de cuero, sin pautar, tamaño cuarto; delgados, con las tapas de cartón, pautados, tamaño cuarto; gruesos, con las tapas de cartón, sin pautar, tamaño cuarto; delgados, con las tapas de cuero, pautados, tamaño folio; gruesos, con las tapas de cartón, pautados, tamaño folio; gruesos, con las tapas de cuero, sin pautar, tamaño folio; delgados, con las tapas de cuero, pautados, tamaño cuarto; gruesos, con las tapas de cartón, pautados, tamaño cuarto; gruesos, con las tapas de cuero, sin pautar, tamaño cuarto; gruesos, con las tapas de cuero, pautados, tamaño folio, y gruesos, con las tapas de cuero, pautados, tamaño cuarto.
—¡Basta! —exclamó Ebenezer, sacudiendo la cabeza—. ¡Es el abismo!
—También puedo decir que estoy esperando unos cuadernos preciosos, en semitafilete, para esta semana, y que si fuera necesario, puedo conseguir tipos de papel más fino o más barato que el que tengo en existencia.
—¡Teneos, sodomita! —gritó Ebenezer, desenfundando el espadín—. ¡Se trata de vuestra vida o de la mía, porque si me decís una sola más de vuestras malignas opciones, estoy perdido!
—¡Paz! ¡Paz! —chilló el impresor, acurrucándose debajo del mostrador.
—¡Paz va a haber en cuanto os coja —amenazó Ebenezer— y os haga callar, porque os voy a hacer pedazos, y no dos, a fe mía, sino dieciséis contados!
—Deteneos, señor Laureado —le instó el cliente bajo y despelucado, acercándose desde el otro extremo de la tienda, desde donde había estado escuchando el coloquio con interés, y puso la mano sobre el brazo armado de Ebenezer—. Aplacad vuestra ira antes de que os lleve a empañar vuestro oficio.
—¿Eh? Ah, sí, claro —suspiró Ebenezer, y envainó el espadín con cierto embarazo—. Las batallas ha de librarlas el soldado, cierto, y la labor del poeta es cantarlas. Pero, cielos, ¿quién se atreverá a proclamarse hombre si no es capaz de luchar por conservar la razón?
—¿Y quién osa proclamarse razonable —repuso el desconocido— si se deja llevar por sus pasiones hasta el punto de blandir sus armas para atacar a un débil tendero? ¿Consiste, si estoy en lo cierto, vuestro aprieto en que todos esos cuadernos poseen ciertas virtudes por separado, y sin embargo ninguno de ellos es adecuado dado que vuestros propósitos se debaten entre contradicciones?
—Lo habéis entendido perfectamente —admitió Ebenezer.
—Entonces este pobre bribón no tiene culpa alguna de ofreceros diversas opciones, ¿no os parece? Más que apalearlo, habría que alabarlo. Deponed vuestra cólera, pues la cólera comienza con la locura y termina con el arrepentimiento; hace del rico un ser odioso y del pobre un ser despreciable, y lejos de resolver los problemas, los multiplica. Seguid más bien la amable luz de la razón, la cual, al igual que la estrella polar, guía a puerto seguro al timonel prudente por entre los mares ingobernables de la pasión.
—Me habéis dado una lección, amigo —dijo Ebenezer—. Salid de ahí, Ben Bragg, y no temáis: soy de nuevo dueño de mí mismo.
—¡Voto a tal que sois un tipo fogoso para ser poeta! —exclamó Bragg, emergiendo de debajo del mostrador.
—Perdonadme.
—¡He aquí un buen hombre! —dijo el desconocido—. La cólera posa su mirada en el pecho de los hombres juiciosos, mas sólo descansa en el seno de los locos. No prestéis oídos más que a la voz de la razón.
—Buen consejo, lo reconozco —dijo Ebenezer—. Pero he de confesar que escapa a mis entendederas cómo se las compondría el mismísimo Salomón para reconciliar los contrarios y convertir un libro feo en elegante o uno grueso, en delgado. ¡Ni toda la lógica de Tomás de Aquino lo conseguiría!
—Entonces dejadlo de lado y mirad más lejos, llegando hasta el mismo Aristóteles, y cuando halléis extremos opuestos, buscad siempre el justo medio. Tal es el dictado de la razón: comprometeos, señor Cooke, comprometeos. Adieu.
Y con ésas fuese aquel sujeto, antes de que Ebenezer pudiera darle las gracias o siquiera saber su nombre.
—¿Quién era ese caballero? —le preguntó a Bragg.
—Un tal Peter Sayer —contestó Bragg—, que me acaba de encargar que le imprima unas hojas… Más que eso no sé.
—No es nativo de Londres, me jugaría algo. ¡Su sabiduría es portentosa!
—¡Y lleva al descubierto el cabello propio! —suspiró el impresor—. ¿Qué pensáis del consejo que os ha dado?
—¡Es digno de un gran juez! —afirmó Ebenezer— y tengo intención de llevarlo a cabo inmediatamente. Traedme un cuaderno que no sea ni muy grueso ni muy fino, ni muy grande ni muy pequeño, ni muy sencillo ni muy elegante. ¡Aristóteles de principio a fin!
—Os ruego que me disculpéis, señor —protestó Bragg—; ya os he mencionado cuantas existencias tengo, y no hay entre ellas un justo medio. Sin embargo, creo que podríais comprar un cuaderno y modificarlo a vuestro gusto.
—¿Y cómo, decidme —preguntó Ebenezer, mirando con nerviosismos hacia la puerta por donde había salido Sayer—, teniendo en cuenta que yo sé tanto de encuadernación como un librero de poesía?
—¡Paz, paz! —le instó Bragg—. Acordaos de la voz de la razón.
—Así sea —dijo Ebenezer—. Cada cual a su oficio, conforme dicta la razón. Aquí tenéis una libra para pagar el cuaderno y las modificaciones. Comenzad inmediatamente y no consintáis que vuestra mirada se aparte ni por un instante de la estrella polar de la razón.
—Muy bien, señor —contestó Bragg, guardándose el dinero—. Así pues, ¿es razonable o no lo es aseverar que es posible aserrar un tablón largo para hacerlo corto, en cuanto que no resulta posible estirar un tablón corto? Y del mismo modo, ¿es verdad que se puede adelgazar un cuaderno grueso, pero nunca engrosar uno fino?
—Ningún cristiano os podría decir que no —convino Ebenezer.
—¡En ese caso —dijo Bragg, cogiendo de la estantería un hermoso cuaderno de cuero, grueso, de tamaño folio—, se coge un modelo grande y voluminoso, se abre tal que así y se le compromete!
Apoyando el cuaderno abierto en el mostrador, Bragg arrancó varios manojos de páginas.
—¡Eh! ¡Alto! —grito Ebenezer.
—A continuación —prosiguió Bragg, sin hacerle caso—, puesto que la razón nos dice que una buena casaca puede hacerse andrajosa, pero jamás volverse buena una casaca barata, comprometamos este tafilete por acá y por acullá… —Cogió un abrecartas que tenía a mano y empezó a hacerle cortes y desgarraduras a la cubierta de cuero.
—¡Alto ahí! ¡Por vida de… mi cuaderno!
—En cuanto a las páginas —prosiguió Bragg, cambiando el abrecartas por una pluma de ganso y un tintero— se pueden pautar como gustéis, teniendo a la razón por guía: lateralmente —rayó sin piedad media docena de páginas—, longitudinalmente —trazó con rapidez rayas verticales en las mismas páginas—, o como se quiera —dijo, haciendo rayajos al azar por todo el cuaderno.
—¡Cielos! ¡Mi libra!
—Con lo que sólo resta la cuestión del tamaño —concluyó Bragg—: Ha de ser menor que un folio y mayor que un cuarto. Ahora, fijaos bien: me parece que la voz de la razón ordena…
—¡Comprometerse! —gritó Ebenezer, haciendo descender la espada sobre el cuaderno mutilado, efectuando un corte tan poderoso que, si Bragg no llegar a dar un paso atrás con ánimo de contemplar su creación, sin duda, hubiera contemplado a su Creador. Las tapas estaban separadas, la encuadernación deshecha, las páginas volando en todas direcciones—. ¡Eso por vuestro maldito «justo medio»!
—¡Loco! —gritó Bragg y salió corriendo a la calle—. ¡Oh, Dios mío, socorro!
No había tiempo que perder: Ebenezer enfundó la espada, cogió el primer cuaderno que vio —que resultó estar a mano, encima del cajón del dinero—, huyó hacia la parte posterior de la tienda, cruzó la imprenta (donde había dos aprendices que dejaron su trabajo y se quedaron mirando, asombrados) y salió por la puerta de atrás.