CUARTA PARTE: EL AUTOR SE DISCULPA ANTE SUS LECTORES: EL LAUREADO COMPONE SU EPITAFIO

Con el fin de evitar que cierta variedad enojosa de anticuarios de mente retorcida alegue que el autor de esta larga historia se ha permitido la licencia de jugar con Clío, su musa, con mayor desenvoltura y apresuramiento de los que jamás osó hacer gala el capitán John Smith, el cronista da por adelantado tres valiosas respuestas, que expone en orden de relevancia decreciente. Conviene en primer lugar recordar, como hizo notar el propio Burlingame, que, en mayor o menor medida, todos vamos inventando nuestro propio pasado sobre la marcha, obedeciendo a los dictados del capricho y del interés; los acontecimientos de los tiempos ya pasados son en el momento presente arcilla que, querámoslo o no, todos estamos condenados a modelar. Así es como el ser nos hace a todos positivistas. Más aún, la mentada Clío era ya una ramera taimada y con el cuerpo cubierto de cicatrices cuando el autor dio con ella; con gente de su estirpe, hácese precisa la habilidad del más sutil de los sofistas, si se quiere dirimir quién seduce y quién es seducido. Pero si a pesar de todo, la tribuna pública lo encuentra culpable de haber realzado las escasas virtudes de las que pudiera jactarse nuestra ramera, entonces el autor súmase con placer a la más grata compañía que cabe imaginar, la de sus camaradas de fornicio, entre cuyas filas se encuentran los más egregios representantes de la poesía, la prosa y la política; el ser condenado por semejante Tribunal y bajo semejante acusación, digámoslo sumariamente, honra por igual al artista y al producto de su arte, que alcanzan así un honor del mismo orden y magnitud que el ser incluido en el Index librorum prohibitorum[53] o vetado por los guardianes de la moral establecida.

Esto por lo que se refiere a las pretensiones antagónicas de la realidad y la imaginación, las cuales el artista, al igual que el gobernador Nicholson, puede atropellar con notoria impunidad. Sin embargo, cuando las reclamaciones de los litigantes afrontan una cuestión de forma más que de sustancia, se plantea un dilema del que pocos narradores escapan indemnes. Tal es la difícil situación en que se encuentra en estos momentos atrapado el autor, como bien puede juzgar quien esto lee.

Las peripecias de Ebenezer han sido contadas; las leyes del dramatismo no exigen más que su aceptación de las condiciones impuestas por Joan Toast, cuyas diversas repercusiones están claras. Lo demás es baladí: las escaleras que cuando sube llévanlo a la cámara nupcial, condúcenle cuando las baja por la veloz pendiente del desenlace. Sin embargo, desde un punto de vista histórico, queda tanto por contar —todo ello basado en débiles datos y una sólida fantasía— que al autor no le queda más remedio que, a riesgo de recibir unas buenas cornadas,[54] reanudar la narración, confiando en que el lector esté lo bastante interesado por el destino de los gemelos, su tutor, Bertrand Burton y todos los demás como para saciar la curiosidad a expensas de la forma…

El convencimiento de Andrew Cooke (expresado innumerables veces en el transcurso de la noche, mientras daban cuenta de la barrica, y luego por la mañana, durante el desayuno nupcial) de que sobre los problemas de todos se había puesto el sol para siempre, y cuando volviera a salir, haríalo no sólo sobre una familia más próspera y feliz, sino también sobre una provincia más noble y venturosa, no coincidió (¡ay!) ni mucho menos con los avatares históricos. A decir verdad, con la posible excepción de William Smith, tonelero, y del capitán Mitchell, traficante de opio (quienes no mucho después desaparecieron del escenario amparados por Clío, sin que se haya vuelto a saber nada de ellos hasta el día de la fecha), no puede decirse que la vida de ninguno de nuestros personajes llevara la impronta de la dicha; algunos, no se puede negar, llevaron a partir de entonces una vida mucho más sosegada; a otros, sin embargo, fueles peor, y unos cuantos tuvieron un fin harto prematuro.

Tom Tayloe, por ejemplo, el corpulento tratante de siervos, fue librado de su propia servidumbre en Malden en cuanto prometió no formular acusación ninguna contra McEvoy; habría cabido esperar que su experiencia lo llevara a comercios menos deshonrosos, pero al cabo de una semana estaba nuevamente dedicado a la venta de redencionistas por todo el condado de Talbot, y unos años después murió estrangulado en la isla de Tilghman por una de las personas en quienes había invertido su dinero, un gigante escocés que compartía plenamente la pasión de McEvoy por la libertad, pero ninguno de sus muchos recursos. No fue más afortunado Ben Spurdance, «el hombre que no tenía nada que perder»: Andrew lo descubrió en la cárcel de Annapolis, cumpliendo condena por un hurto sin importancia, y lo devolvió a su antiguo cargo de capataz de los campos de tabaco del Puntal de Cooke, pero el vagabundeo y la desesperación lo habían debilitado tanto que, al invierno siguiente, una fiebre intermitente lo despojó de lo único que no había perdido aún.

Del coronel Robotham, que sucumbió a la misma enfermedad el mes de abril de 1698, cabría decir que la vida no le adeudaba más años; pero ¿quién no se lamentará de que al final de su viaje se topara no con la desgracia (que cuando es completa puede ser tan reconfortante como el triunfo), sino con el oprobio? Colaborador de la revolución del 89 y miembro del Consejo Provincial durante el ejercicio de los dos gobernadores reales de Maryland, huyó cobardemente a Inglaterra, en compañía de otros cuatro estadistas tan versátiles como él en 1696, cuando Nicholson procesó judicialmente a su antiguo superior. Para mayor humillación, Lucy nunca encontró marido. Su retoño, una niña, nació como había sido concebida, fuera del vínculo matrimonial, y lo crió la viuda del coronel en la heredad de éste. La propia Lucy fue alejándose progresivamente de la respetabilidad: tras abandonar a su hija, vivió en Port Tobacco sin ocultar su condición de querida de su seductor, el reverendo señor Tubman, hasta que en 1698 dicho caballero y su colega, el reverendo Peregrine Cony, fueron suspendidos de sus cargos por el obispo, acusados de embriaguez habitual, juego y bigamia. De la vida que llevó ella a partir de entonces nada se sabe a ciencia cierta, pero resulta descorazonador saber que en la taberna de Russecks (la cual cuando se pusieron a la venta los bienes de Roxanne, fue adquirida por Mary Mungummory, que se ocupaba de su gestión junto con Harvey Russecks) hubo una prostituta joven que gozó de cierta fama entre los tramperos del bajo Dorset en virtud de «la osa que le adornaba la grupa». ¿Es posible que pudiera tratarse de una Osa Mayor configurada por pecas?

Por lo menos el coronel se ahorró la ardua labor de conseguir una segunda anulación matrimonial para su hija, por cuanto que la misma fue viuda antes de madre. El pobre Bertrand, tras aquella hora de lucidez final ante Ebenezer, sumiose en un prolongado delirio, en el transcurso del cual aceptó ser adorado por el «buen san Drakepecker», fue nombrado Laureado de la isla de Brandon, y dedicose a desflorar harenes poblados de Betsys Birdsall y Lucys Robotham. Cayó luego en coma; Burlingame y un médico trataron en vano de hacerle recuperar la conciencia, y tres días después murió en su lecho de Malden. Ebenezer se entristeció profundamente con su muerte, no sólo porque se sentía hasta cierto punto responsable de la misma, sino también porque las penalidades que habían padecido juntos habíanle hecho concebir un profundo afecto por su «consejero»; no obstante, al igual que la escarlatina puede curar a un hombre de los «vapores», así el dolor que causó en Ebenezer la pérdida de Bertrand viose eclipsado por otra mucho más dolorosa, que tuvo lugar a renglón seguido: Joan Toast, como todo el mundo esperaba, sucumbió antes de rendir el año (la segunda noche de noviembre, para ser exactos), mas no acabaron con ella ni el opio ni la sífilis. Sin estos dos males, a buen seguro que habría sobrevivido; la sífilis y el opio derrumbáronla y dejáronla desaborlada, pero el coup de grâce (merced a una de esas monstruosas ironías de la vida que en cierta ocasión llevaron a Ebenezer a decir que la vida era como un dramaturgo que carece de pudor) lo recibió cuando dio a luz una criatura. Esta es la historia:

Tras aquella velada en cuyo transcurso Joan recuperó el Puntal de Cooke para dárselo a Ebenezer (y acabar con nuestra historia), tuvo lugar un éxodo general cuyo punto de partida fue Malden. El gobernador Nicholson, sir Thomas Lawrence, William Smith y Richard Sowter hiciéronse al día siguiente a la mar, rumbo a Anne Arundel, y los milicianos se fueron cada uno por su lado; Burlingame se quedó hasta que no le fue posible hacer más por Bertrand, tras lo cual partió, solo, a la isla de Bloodsworth, con la promesa de volver en primavera y casarse con Anna, unión que gozaba del consentimiento del padre de la muchacha. John McEvoy y Henrietta, a quienes Andrew también impartió sus bendiciones, contrajeron matrimonio poco tiempo después en el salón de Malden (para gozo lacrimógeno de la cocinera parisiense) y zarparon rumbo a Inglaterra en cuanto fue legalizado el testamento de sir Harry; además, en contra de las suposiciones generales, Roxanne se fue con ellos, bien porque su antiguo amor por Andrew no bastó para borrar el agravio sufrido, bien porque se consideraba demasiado entrada en años como para meterse en nuevos compromisos, bien porque su vida con el bruto del molinero le había dejado huellas muy profundas, bien por alguna razón más difícil de colegir. Andrew los siguió, dejando Malden al cuidado de su hijo y de Ben Spurdance, y a los gemelos les fue grato suponer que Roxanne, al fin y al cabo, tenía intención de casarse con su padre, aunque no sin antes pagarle con la misma moneda. No obstante, si efectivamente Andrew albergaba esperanzas de acabar rindiéndola, éstas no se vieron nunca satisfechas: con los beneficios obtenidos de la venta de sus propiedades, Roxanne se dedicó a viajar por Europa en compañía de su hija y de su yerno. McEvoy hizo gestiones para estudiar música con Lotti en Venecia, mas al parecer acabó perdiendo interés por el arte de la composición; Henrietta y él llevaron una vida desocupada y sin descendencia hasta 1715, fecha en que el matrimonio, junto con Roxanne y otras cincuenta almas, se embarcó en el Pireo, a bordo del Duldoon, con destino a Cádiz, sin que jamás se volviera a saber de ellos.

Así pues, en primavera todo el mundo se había ido de Malden salvo los gemelos y Joan Toast, y una apacible rutina se adueñó de la vida en la heredad. Ebenezer contrajo efectivamente la enfermedad de su esposa, y aunque era virtualmente incurable, logró mantenerla controlada por medio de ciertas hierbas y fármacos que le había proporcionado Burlingame antes de irse, de modo que, al menos de momento, tan sólo padecía una ligeras molestias. Después de las dos primeras semanas, Joan estaba demasiado delicada de salud para poder mantener relaciones físicas con su marido. Los tres ocupaban la mayor parte del tiempo entre la lectura, la música y otras actividades apacibles. Los gemelos estaban tan unidos como en Saint Giles, con la única diferencia de que su relación era tácita; los aspectos oscuros y heterodoxos que encerraba el afecto que se profesaban, y que tanto los había alarmado en el pasado reciente, los ignoraban como si jamás hubieran existido; a decir verdad, un simple espectador de la vida que llevaban habría podido muy bien llegar a la conclusión de que todo había sido una invención de la fantasía de Burlingame; pero un observador más sofisticado (o más cínico, si se prefiere) habría alzado una ceja al ver cómo se regodeaba Ebenezer cuando confesaba sus antiguas dudas respecto de la buena voluntad de Henry y el entusiasmo con que ahora proclamaba que Burlingame era «más que un amigo; incluso más que un futuro cuñado: es mi hermano, Anna, sí, y lo ha sido desde el primer momento». Y ese mismo cínico ¿acaso no se habría permitido una sonrisa al ver la tímida devoción que le profesaba Anna a la inválida Joan, a quien ayudaba a lavarse y vestirse cada mañana?

Pasó el equinoccio. En abril, fiel a su palabra, apareció Burlingame en Malden, convertido en ahatchwhoop a los ojos del mundo por su atuendo y su peinado, y anunció que, gracias al espectacular efecto de la berenjena mágica (la cual, debido a la época del año, sustituyó por una calabaza india, su expedición había sido en gran medida un éxito; estaba inequívocamente enamorado de su recién hallada familia, y sumamente impresionado por Quassapelagh y el capaz Drepacca, cuyas relaciones, añadió, había deteriorado satisfactoriamente. Confiaba en poder aventajarlos, pero no estaba tan seguro con respecto a su hermano: Cohunkowprets, sediento de sangre, tenía la ventaja de que su piel era cobriza, y el problema de su derrocamiento se complicaba debido al gran cariño que le profesaba Burlingame. Su trabajo, concluyó diciendo Henry, aún no estaba terminado; había sembrado las semillas de la disensión, pero después de casarse con Anna se vería en la obligación de volver a la isla durante el verano, a fin de cultivarlas adecuadamente.

Su aparición rompió el plácido tenor de la vida en Malden. Anna había ido poniéndose cada vez más nerviosa, desde la llegada de la primavera, y ahora parecía estar al borde de la histeria: no era capaz de estarse quieta en su asiento ni permitía un momento de sosiego en las conversaciones; su estado de ánimo era tan mudable como la faz de las aguas de Chesapeake, sólo que en Anna los cambios eran más frecuentes y menos predecibles; un comentario escabroso (como cuando Ebenezer dijo que había visto unas calabazas indias en la cabaña que tenía Spurdance en la heredad) bastaba para hacer que saliera de la habitación llorando, y otras veces le daba por gastarle bromas nada gratas a su hermano a costa de la infección que padecía, y daba en especular, haciendo gala de un mal gusto deplorable, sobre los efectos que podía tener el emplasto de berenjena sobre la misma. Burlingame observaba su comportamiento con gran interés.

—¿De verdad que te quieres casar conmigo, Anna? —preguntó por fin.

—¡Naturalmente! —dijo ella con énfasis—. Pero he de reconocer que prefiero aguardar hasta el otoño, cuando hayas acabado para siempre con los salvajes.

Henry le dirigió una mirada a Ebenezer.

—Como quieras, amor mío. Entonces creo que me iré mañana. Como se suele decir cuanto antes se parte, antes se regresa.

A Ebenezer le habría resultado en extremo difícil mantenerse ajeno a lo que sucedió en el intervalo entre esta conversación, que tuvo lugar durante el desayuno, y la partida de Burlingame, veinticuatro horas después; la misma determinación con la que desterró aquel pensamiento de su mente (con lo cual logró que volviera a ella de modo recurrente, cada vez con mayor fuerza) inclina a creer que era consciente de aquella posibilidad: la súbita necesidad que tuvo de ayudar a Spurdance a inspeccionar las plantaciones inclina a creer que lo aprobaba; y el hecho de que no fuera capaz de dormir aquella noche, ni siquiera con algodón en los oídos y tapándose con la almohada, inclina a creer que sospechaba qué había ocurrido. Anna no salió del dormitorio a la mañana siguiente, y el poeta se vio obligado a despedir a su amigo en nombre de los dos.

—El otoño se me antoja infinitamente lejos —comentó por fin.

Henry sonrió y se encogió de hombros.

—No para los que ya han caído —respondió—. Adieu, amigo mío, paréceme que a la postre acabará por cumplirse la profecía del papa Clemente.

Aquellas fueron las últimas palabras que dirigió al poeta, no sólo aquel día y aquella estación, sino siempre. Más avanzado el día, Anna afirmó tener miedo de que Burlingame se quedara con los ahatchwhoops toda la vida, y mucho tiempo después (en 1724), confesó que había sido ella quien le había pedido que no volviera, pues quería dedicarse, literal y exclusivamente, a cuidar de su hermano. En todo caso, a menos que fuera efectivamente verdad cierta fantasía de los últimos años de Ebenezer, jamás volvieron a ver a su amigo ni supieron nada de él. Ya fuera por obra de sus esfuerzos o no, la gran insurrección no se materializó, aunque en 1696 parecía algo tan inminente que Nicholson aumentaba las penas por sedición casi cada mes; incluso los leales piscataways, que habían dado de comer a los primerísimos colonos, en 1634, estaban tan alterados (había quien decía que era obra de Andros, el gobernador de Virginia) que abandonaron sus poblados del sur de Maryland y se trasladaron a las montañas del oeste con su emperador (Ochotomaquath), donde o bien murieron de hambre, pues eran más agricultores que cazadores, o se asimilaron a las tribus del norte. Las cinco grandes naciones, gracias a los esfuerzos de monsieur Casteene, el general Frontenac y tal vez también Drepacca, dejaron a los ingleses y se pasaron todos a las filas francesas; sin duda alguna, las masacres de Schenectadys y Albany se habrían visto multiplicadas en las provincias inglesas de no haber estado divididos los grandes conspiradores de la isla de Bloodsworth. El mismo hecho de que Nicholson jamás reuniera fuerzas con ánimo de lanzar un ataque contra la isla da a entender que el gobernador mantenía contacto con Henry Burlingame y que tenía depositada en él una gran fe; hacia finales de siglo el lugar era un conjunto inhabitable de ciénagas, al igual que hoy día. Es de suponer que los ahatchwhoops, bajo el mando que fuera, emigraron a Pensilvania, al igual que los nanticokes, y que durante algún tiempo se sumaron a las cinco naciones. Sobre los destinos finales de Quassapelagh, Drepacca, Cohunkowprets y Burlingame, la historia guarda silencio.

Mas pese a la partida del extraordinario amigo de los gemelos, la vida en Malden jamás recobró su antigua serenidad. Anna estaba siempre muy nerviosa; más adelante, en el mes de mayo, hízose patente que durante la breve cohabitación que mantuvieran tres meses antes, Joan Toast había quedado embarazada de su marido. El asunto era sin lugar a dudas grave, pues si el feto sobrevivía hasta el momento del parto, éste acabaría a buen seguro con la vida de la madre, y en cualquier caso, el niño nacería contagiado; así pues, pese al súbito y apasionado deseo de ser padre que se adueñó de él, y que sentía con una intensidad que lo asustaba, Ebenezer se vio obligado a elevar plegarias, pidiendo que tuviera lugar un aborto espontáneo. Pero no sólo sus plegarias no obtuvieron respuesta, como si se tratara de un castigo por haberlas formulado, a mediados del verano Anna confesó que también ella se encontraba en estado de buena esperanza, y fueron precisos todos los recursos retóricos del poeta para convencerla de que no pusiera fin a su vida.

—¡Soy… soy una mujer caída! —se lamentaba Anna, fascinada por el término—. ¡Enteramente cubierta de oprobio!

—Así es —decía Ebenezer, conviniendo en ello—. ¡Y otro tanto se puede decir de mi desde que llegué a Maryland! ¡Es menester que desposemos tu vergüenza con la mía, de lo contrario te seguiré a la tumba!

Así fue como Anna quedó relativamente recluida en Malden, mientras entre la servidumbre y los plantadores vecinos corrían libremente las historias más escandalosas. En una ocasión Ebenezer regresó de Cambridge con el rostro de color ceniza y dijo:

—Dicen que yo os he dejado embarazadas a las dos.

—¿Qué esperabas? —repuso Anna—. No saben nada de Henry, y es poco verosímil que el señor Spurdance sea mi amante.

—¿Pero por qué yo? —exclamó Ebenezer—. ¿La gente es tan mal pensada por naturaleza? ¿O es que Dios nos castiga cubriéndonos de oprobio como si efectivamente hubiéramos hecho lo que…?

Anna sonrió lúgubremente al ver a su hermano tan afectado.

—¿… lo que siempre nos ha hecho sonrojarnos con tan sólo soñarlo? Puede que sí, Eben; pero de ser así su sentencia tiene numerosos precedentes. Es la duda universalmente extendida entre salvajes y campesinos, los cuales se preguntan si los gemelos de sexo opuesto no habrán pecado en el útero. ¿Te parece que iba a ser fácil que nos consideraran inocentes ahora?

Pero al parecer no existe ignominia, por monstruosa que sea, a la que uno no se acabe acostumbrando con el paso del tiempo: nadie iba de visita a Malden, y las relaciones de Ebenezer con la servidumbre y con los trabajadores de la plantación se tornaron formales, pero ni él ni Anna volvieron a hablar de suicidio, ni siquiera cuando empezó a ser evidente que Burlingame no iba a regresar. En noviembre murió Joan Toast, así como la niña que dio a luz, pues el feto nació en una posición tan mala que hubiera acabado incluso con una mujer mucho más fuerte. Desolado, Ebenezer enterró los dos cadáveres a orillas de la bahía, junto a su madre. En enero Anna salió de cuentas: el breve parto dio comienzo a altas horas de la noche, y en ausencia de asistencia profesional, dio a luz un varón sano con la ayuda de Grace (que tenía cierta experiencia como comadrona) y del poeta mismo. Como era muy remota la posibilidad de que Andrew Cooke fuera a regresar alguna vez a Maryland o que una tercera persona le fuera a contar el escándalo, Ebenezer pensó que lo mejor era no empañar la vejez de su padre con la verdad. En lugar de ello, escribió diciendo que pese a haber expirado al dar a luz, el niño (a quien habían dado el nombre de Andrew III) de Joan había sobrevivido y se ocupaba de su crianza Anna. No es necesario decir que el anciano no cupo en sí de gozo.

Aquella invención, una vez arraigada, ejerció un profundo efecto sobre Ebenezer y su hermana. Pese a la vergüenza que sentía, Anna parecía sobremanera dispuesta a la maternidad, en cuerpo y ánimo: durante los meses de embarazo adquirió gran lozanía; el parto fue fácil; sus pechos estaban ahora rebosantes de leche, y por más que se lamentaba, el hijo era su mayor alegría, como era ella para él. Los cuidados maternos que prodigaba la habían robustecido, y tenía las mejillas llenas de color. Al niño le impusieron en efecto el nombre de Andrew, y empezaron a pensar en irse de Malden para siempre en cuanto fuera factible «por el bien del niño…».

Pero esto nos lleva al final de la historia, y será menester hacer una digresión momentánea antes de llegar al mismo si queremos conocer el destino del archimalvado John Coode, el del despierto gobernador que lo procesó, así como la gran cruzada que lanzó lord Baltimore a fin de recuperar se cédula de propiedad sobre Maryland, que le había sido confiscada por el rey Guillermo.

Vamos, pues, con Coode, de quien Nicholson decía que era «un Ferguson en miniatura en lo tocante al ejercicio del gobierno, y un seguidor de Hobbes, en materia de religión»: ya en noviembre de 1694, estando Ebenezer enfermo y languideciente en Malden, el gobernador solicitó un informe sobre las apropiaciones de fondos públicos hechas por Coode, tras lo cual lo acusó, entre otros delitos, de haber aceptado una donación ilegal por valor de cuatro mil libras de tabaco, efectuada por la Cámara Baja como pago a los servicios prestados durante la rebelión; de haber robado las actas de sus tribunales de justicia criminal correspondientes a 1691; de haber malversado fondos públicos por la cantidad de quinientas treinta y dos libras, dos chelines y nueve peniques en calidad de presidente de la Sociedad Protestante (ello sin mencionar otras cuatrocientas libras en calidad de recaudador general del Potomac y otras setecientas más en letras de cambio como recaudador del río Wicomico); de haberse hecho pasar por cura papista y por reverendo anglicano; de haber conspirado contra el rey y contra el gobernador a un tiempo, y de haber blasfemado contra el Padre, contra el Hijo y contra el Espíritu Santo. En julio de 1696, basándose en la fuerza de las pruebas recientemente obtenidas, Nicholson instruyó proceso contra Coode y tomó declaración a diversos funcionarios y ciudadanos respecto de las diversas acusaciones, por lo que la presa huyó a Virginia, donde se acogió a la protección de Andros. Desde allí (según los rumores, ya que pocas personas afirmaban haberlo visto con sus propios ojos) estableció contacto secreto con sus gentes, en especial con Gerard Slye y Sam Scurry, al primero de los cuales le pidió que publicara una «relación de cargos» contra Nicholson, para hacérsela llegar a los lores de la judicatura de Londres. En dicha relación se formulaban contra el gobernador toda suerte de acusaciones, desde que era papista hasta que ejercía prácticas contra natura, pasando por el asesinato de un tal Henry Dentón, secretario del Consejo y «testigo material de sus fechorías». A pesar de los problemas que tuvo con los corsarios en la bahía, con los franceses en las fronteras y con los indios en toda la provincia, amén de las diversas epidemias y epizootias a las que hubo de enfrentarse, Nicholson logró fundar durante su ejercicio un colegio universitario en Anne Arundel (que había cambiado su nombre por el de Annapolis), defenderse de las acusaciones de Slye y, por último, en el verano de 1698, dio la orden de que zarparan dos buques con una dotación total de cien hombres y el encargo de apresar a Coode y Slye, que operaban en el río Potomac. Fue capturado el menos importante de los dos, y llevado ante la justicia, y lo primero que hizo fue alegar que actuaba coaccionado por su superior; pero el propio Coode eludió la trampa.

Resulta doloroso comprobar que al llegar a aquel punto estas cuestiones le fueron quitadas de las manos al enérgico gobernador. En una acción que tenía por fin resolver numerosos problemas de una sola vez, Su Majestad nombró a Nicholson gobernador de Virginia en sustitución de su viejo rival, sir Edmund Andros (que había perdido el favor real por sus ataques contra el doctor Blair, miembro del William and Mary College), el cual fue degradado, pasando a ocupar un gobierno de escasa entidad en las Antillas. En enero de 1699 (1698 según el calendario antiguo) tuvo lugar la transferencia, y casi simultáneamente se tuvo noticia de que Coode había regresado triunfalmente al condado de Saint Mary. Hubo quienes dijeron que se había equivocado al juzgar a Nathaniel Blackiston, sucesor de Nicholson y sobrino del cuñado del propio Coode, puesto que de hecho Blackiston lo arrestó en mayo de aquel mismo año; otros sostenían que semejante rasgo de ingenuidad era impensable en un conspirador tan astuto. Se trataba de mera colusión, afirmaban estos últimos y su cinismo parece justificado si se tiene en cuenta que en julio del año siguiente Coode fue perdonado y puesto en libertad a petición propia, y en 1708 se le autorizó fehacientemente el ejercicio profesional de la ley en el Tribunal del condado de Saint Mary. Hubo otro punto de vista menos cínico y más sutil, y fue el que le expuso Ebenezer Cooke a su hermana por aquel entonces: no se había encontrado ni rastro ni se había oído la menor alusión al capitán Scurry, señaló el poeta, desde que dio comienzo el juicio contra el capitán Slye. ¿No era perfectamente posible que el hombre arrestado y perdonado bajo el nombre de Coode fuera el mismo Scurry, tanto si era cierto que estaba en convivencia con Blackiston como si no? Ebenezer así lo creía y, consiguientemente volvía a una cuestión más elemental: ¿existía de hecho el «verdadero» John Coode al margen de sus diversas apropiaciones de personalidad, o se trataba de una mera ficción, obra de sus supuestos colaboradores y que tenía por fin desviar sus responsabilidades, al igual que los financieros incorporan entidades de responsabilidad limitada cuya finalidad es respaldar sus aventuras comerciales?

Sea como fuere, se sabe que John Coode no alcanzó jamás los grandes objetivos que se le atribuyeron, como tampoco los alcanzó el tenebroso personaje que supuestamente era el otro polo de la moral, lord Baltimore…, al menos mientras vivió, y es que, por muy ambiguos que fueran los procedimientos y motivos de Charles Calvert, suponiendo que tal personaje existiera (y suponiendo que Burlingame no diera una visión distorsionada del mismo), es de suponer cuando menos que tenía un extraordinario interés por recuperar los derechos de propiedad que su familia tuviera sobre Maryland. Dado esto por supuesto, lord Baltimore debió de morir en 1715, doblemente decepcionado, pues no sólo estaba Maryland bajo la autoridad del sexto gobernador real, sino que su hijo y heredero, Benedict Leonard Calvert, había abjurado del catolicismo a favor de la Iglesia de Inglaterra dos años antes, a expensas de su renta anual de cuatrocientas cincuenta libras. Fue, no obstante, aquella misma defección, lo que dio lugar a un cambio rápido y dramático en la fortuna de la familia: Charles Calvert murió el veinte de febrero, y el descastado Benedict Leonard se convirtió en el cuarto lord Baltimore; pero menos de dos meses después, el cinco de abril, fallecía el propio Benedict, y heredó el título su hijo de dieciséis años, que también se llamaba Charles. Ahora bien, el quinto lord Baltimore no sólo era protestante al igual que su padre, sino que era por añadidura un cortesano apuesto y disoluto, tan respetado en la casa real por sus habilidades como proxeneta y conspirador que con el tiempo llegó a ser nombrado camarero del príncipe de Gales. Con tal despliegue de méritos a su favor, le llevó exactamente un mes lo que su abuelo no logró en veinticinco años; en mayo de 1715, Su Majestad Jorge I le devolvió la cédula de propiedad de Maryland, con los privilegios monárquicos originarios casi intactos.

Estas maravillas, piensa el autor, son de por sí evidencia suficiente para declarar a doña Clío convicta del cargo de desvergüenza que en cierta ocasión formulara contra ella nuestro poeta. ¿Qué puede uno pensar si no cuando ve a este mismo joven Baltimore ofrecerle en 1738 a Ebenezer Cooke un legítimo nombramiento que lo acredita como Poeta Laureado de Maryland? «¡Por Hécuba!», como solía decir nuestro poeta. O, a la manera de sus híbridas metáforas: ¡hundamos la farsa en sus profundidades finales y que se oiga caer el telón!

En primer lugar, es menester que el lector sepa que tras el estallido de inspiración que le llevó, durante su convalecencia en Malden, el invierno de 1694, a componer no la prometida Marylandíada, sino una exposición en verso hudibrástico de los males que le habían acaecido, Ebenezer no volvió a escribir poesía por espacio de treinta y cuatro años. Dirimir si aquella esterilidad obedeció a la pérdida de la virginidad, a que no estaba satisfecho de su talento, a ausencia de inspiración, a un cambio de personalidad o a alguna otra causa más sutil sería empresa vana y presuntuosa, pero lo cierto es que Ebenezer se quedó tan atónito como lo hará el lector cuando tuvo conocimiento de que precisamente en el transcurso de aquellas décadas su fama de poeta había ido en constante aumento. Uno se acuerda del manuscrito en que atacaba a Maryland, y que Ebenezer se llevó consigo cuando huyó vergonzantemente de Malden y confió, vía Burlingame, al capitán del Pilgrim. Por aquel entonces temía por la seguridad del manuscrito y le pidió a Burlingame garantías de que el capitán haría entrega del mismo a un impresor de Londres; pero, inmerso en la vorágine de acontecimientos que tuvieron lugar a continuación, se olvidó por completo del poema y, cuando, tras el bautizo de Andrew III, la vida dejó de asirle con tanta fuerza por la garganta, tan sólo sentía una curiosidad desinteresada por saber qué había sido del poema.

Su leve curiosidad se vio gratificada en 1709, cuando su padre le envió un ejemplar de El plantador de tabaco, impreso por Benjamin Bragg, en el Signo del Cuervo, Paternóster Row. El capitán del Pilgrim, explicaba Andrew en carta adjunta, había hecho entrega del manuscrito a otro impresor, el cual, como no preveía beneficios en la publicación, lo hizo circular a título de curiosidad. Con el tiempo cayó en manos de los señores Oliver, Trent y Merriweather, quienes, cuando reconocieron que era obra de su amigo, despertaron tal ola de curiosidad que el impresor decidió correr el riesgo de publicarlo. A aquellas alturas, sin embargo, el asunto había llegado a oídos de Benjamín Bragg, que afirmó tener derechos prioritarios sobre el poema, basándose en el hecho de que su autor todavía tenía una deuda pendiente con él, a saber, el mismísimo papel donde había sido escrito el poema. Tuvo entonces lugar un intercambio de amenazas mitigadas, merced a las cuales logró Ben que su rival renunciara a los derechos sobre el manuscrito, del cual sacó una edición a seis peniques el ejemplar. El primer resultado, decía Andrew en la carta, fue una vehemente declaración del tercer lord Baltimore, en la que negaba haber nombrado a Ebenezer Cooke (que le era absolutamente desconocido), Laureado de Maryland, ni ninguna otra cosa, tras lo cual repudiaba cuanto decía el poema. Incluso corrieron rumores de que cuando el rey estimara oportuno devolverle su provincia, el lord propietario tenía intención de incoar un pleito contra el poeta, acusándolo de difamación; sin embargo, con el paso del tiempo, cesaron los rumores, pues aquel mismo año empezaron a aparecer noticias favorables al poema. Andrew incluía una en su carta: Un cambio renovador que se aparta de los habituales falsos panegíricos que versan sobre las plantaciones…, decía un fragmento,… admirable verso hudibrástico…, afilado ingenio…, lo que sale perdiendo lord Calvert lo sale ganando la poesía…

—¡Qué halago para tu vanidad! —dijo Anna con júbilo al leer aquello—. ¡Mejor dicho, a fe mía que es todo un honor, Eben!

Pero su hermano, aunque estaba sorprendido por la notoriedad que había adquirido repentinamente, no estaba impresionado. De hecho, aquellos comentarios parecían importunarlo más que agradarlo.

—¡Es un fatuo de baja estofa! —exclamó—. ¡En ningún momento habla de la verdad del poema! ¡No lo escribí para darle lustre a mi nombre, sino para empañar el de Maryland!

Sin embargo, en el transcurso de los años siguientes, El plantador de tabaco gozó de una popularidad constante entre las gentes de letras de Londres, bien que no era la clase de popularidad que hubiera deseado su autor. Los críticos lo consideraban un buen ejemplo de la clase de farsa satírica entonces en boga; elogiaban la rima y el ingenio; aplaudían las caracterizaciones y lo grotesco de la acción…, pero ni uno solo se tomaba en serio el poema. De hecho, un escritor, al comentar la ira de lord Baltimore, observaba lo siguiente:

Es curioso que Baltimore, que tanto empeño pone en convencernos de la elegancia de su antiguo palatinado, trate tan mal al primer poeta salido del mismo, siendo así que el poema que milord desprecia es la primera prueba palpable del refinamiento de Maryland. Verdaderamente no es mala plantación la que da a luz ingenios tan deleitosos como el del señor Cooke…

Tales espaldarazos contrariaban y agostaban al poeta, que no aceptaba una sola palabra de lo que se decía sobre él. En 1711, cuando expiró el viejo Andrew y Ebenezer se vio obligado a acudir a Londres al objeto de legalizar el testamento de su padre, consintió en que lo agasajaran convino e invitaran a cenar Bragg y Oliver, que era socio del primero en la imprenta (Tom Trent, según le dijeron, había renunciado a la poesía y a la Iglesia establecida para hacerse jesuita; Dick Merriweather, luego de haberle hecho la corte a la muerte en un centenar de odas y sonetos jamás publicados, logró seducir a la dama de las tinieblas con tanto éxito que, por fin, un día que su caballo se encabritó y lo arrojó al adoquinado, su enamorada transformó en abrazo eterno lo que él había concebido como mero galanteo); no obstante, Ebenezer prestó oídos sordos a las súplicas de sus amigos, que querían que escribiera una continuación del poema intitulada Denuestos del plantador o bien El plantador se venga.

La verdad sea dicha, poco le quedaba que decir en verso. De cuando en cuando se le ocurría un estrofa mientras trabajaba en la heredad, pero los tumultuosos días y tranquilos años que dejó atrás, o bien le habían embotado el estro o bien le habían aguzado las facultades críticas; acabó por considerar que El plantador de tabaco era un trabajo sin arte, impregnado de una melancolía torpe, cuajado de alusiones oscuras y banalidades onerosas, o meramente afectadas, y ninguna de sus ocurrencias ulteriores le pareció digna de la pluma. En 1717, tras decidir que cualesquiera obligaciones que hubiera tenido para con su padre las había satisfecho sobradamente, vendió su mitad del Puntal de Cooke a un tal Edward Cooke (el mismo cornudo cuya identidad adoptó en cierta ocasión Ebenezer para escapar del capitán Mitchell), y Anna la suya al mayor Henry Trippe, de la milicia de Dorset; aunque «su» hijo Andrew III era por aquel entonces un hombre de veintiún años y había soportado todas las ofensas que conforme cabía presumir iba a infligirle el escándalo de su nacimiento, los hermanos se trasladaron primero a Kent y posteriormente, al condado denominado príncipe Jorge. Para afianzar su economía, Ebenezer (que por entonces acababa de rebasar la cincuentena) desempeñaba diversos cometidos en calidad de ayudante de Henry y Bennett Lowe, recaudadores generales de la provincia, con los cuales se asoció (cosa que al autor le apena referir) debido a que estaba convencido de que un hermano de los Lowe, Nicholas, era en realidad Henry Burlingame. Dicho sea que Anna no se permitió el compartir aquel espejismo: Nicholas Lowe no guardaba el más remoto parecido con su homónimo encarnado por Burlingame, ni con ninguna de las personalidades adoptadas por el antiguo tutor de los hermanos, aunque era de la misma edad y altura que éste, poseía un curioso ingenio y una amplia educación, e incluso de vez en cuando desplegaba lo que sólo cabe calificar de tendencias «cosmófilas». Además, respondía a todas las alusiones o veladas preguntas de Ebenezer con una sonrisa malévola o incluso encogiéndose de hombros… ¡Pero no! Al igual que Anna, nos resistimos a caer en la tentación de una folie á deux: la edad le hace chochear a nuestro héroe, como a tantos otros. ¡Y no hay más que hablar!

En 1728 sucedieron dos cosas con las que nuestra historia toca a su fin. Llevaba el viejo Charles Calvert trece años bajo tierra, por lo que no pudo paladear, como lo hizo nuestro poeta en su sexagésimo segundo año, la última ironía relacionada con El plantador de tabaco: que el poema tuvo precisamente el efecto que esperaba obtener Baltimore por medio de una Marylandíada, y exactamente el opuesto al que pretendía su autor. Maryland, en parte debido al famoso poema, adquirió a principios del siglo XVIII una reputación de refinamiento y gracia comparables a las que disfrutaba Virginia, por lo que una serie de familias excelentes sucumbieron a la tentación de establecerse allí. En reconocimiento de aquel hecho, el quinto lord Baltimore (aquel joven disoluto y diletante al que hemos hecho alusión anteriormente) se sintió movido a escribir una carta al anciano poeta, de la cual bastará con citar el siguiente fragmento:

Mi abuelo y homónimo, pese a las indiscutidas virtudes que le adornaron, no estaba familiarizado con las artes, y viendo frustrado el propósito por el que os nombrara originariamente Laureado (cosa de la que Nos estamos convencidos, a pesar de que él ulteriormente lo negara), fue incapaz de percibir el valor del don que le hacíais a Maryland. Nosotros por la presente estimamos y tenemos a bien, después de que una generación ha puesto de relieve los méritos de vuestra obra, que aceptéis de hecho, bien que tardíamente, el cargo y título al que ha ya mucho os habéis hecho acreedor, es decir, el de Poeta Laureado de la provincia de Maryland…

A Ebenezer el gesto le hizo meramente sonreír, y cuando su hermana le sugirió que lo aceptara, efectuó un gesto negativo con la cabeza:

—No, Anna, el clima de Maryland no le sienta bien a los poetas, y mi talento no es lo bastante resistente como para vivir allí. Que Baltimore le conceda el título a alguien cuya pluma lo merezca; por lo que a mí respecta, paréceme que no volveré a cantarle a la musa.

Pero aquel mismo año Ebenezer presenció la muerte de Nicholas Lowe, la cual afectó tanto al poeta (debido al engaño en que vivía) que rompió su palabra y su largo silencio para publicar en la Gaceta de Maryland una Elegía a la muerte del honorable caballero Nicholas Lowe, la cual contenía diversas alusiones a los ambivalentes sentimientos que albergaba hacia dicho caballero. Después de ello, bien fuera porque sintió una maduración de su talento, o meramente porque cuando se rompe un voto, al igual que cuando se pierde la inocencia, se incurre en algo irreparable de lo que más vale sacar ventaja (al lector le cumple decidir al respecto), el poeta no dejó la pluma; en 1730 sacó a la luz la tan esperada secuela de su poema, a la que intituló El tabaco redivivo o espejo del plantador, que, ay, no obtuvo el éxito del original; al año siguiente publicó otra sátira, la cual se ocupaba de la rebelión que encabezó Bacon en Virginia, así como una edición revisada y censurada de El plantador de tabaco. En la primavera de 1732, a la edad de sesenta y seis años, sucumbió, víctima de una especie de angina, y cuando su amada hermana (que había de seguirlo no mucho después), estaba ordenando sus cosas, descubrió entre sus papeles un epitafio que, aunque no está fechado, el autor supone que es su última obra, y la transcribe en atención a los eruditos interesados:

Aquí descansa un afectado actor

que en su día escribiera El plantador

de tabaco, y por ello fue elogiado.

Mi consejo es que Cristo sea tu precio:

no busques el consuelo de la gloria,

la Fama es prostituta ahíta de escoria,

con ella nunca yogues, no seas necio.

Ebenezer Cooke, Gentilhombre, Poeta Laureado de Maryland

Desgraciadamente, sus herederos no estimaron oportuno inmortalizar a su antepasado con tal inscripción, y en lugar de ello grabaron en su tumba alguna pamplina de rigor. Sin embargo, o su advertencia tuvo eco o bien el poeta estaba en lo cierto cuando se lamentaba de que el aire de Maryland (o en todo caso, el de Dorchester) le sienta mal a la delicada musa, pues, al menos que el autor sepa, los pantanos de aquellas tierras no han visto nacer a ningún poeta después del caballero Ebenezer Cooke, Laureado de la provincia.