El bibliotecario era un hombre joven, de veintiséis años, barbudo, melenudo. Frente a su escritorio estaba plantada una chiquilla vestida con una blusa verde y vaqueros. Con una mano sujetaba una bolsa de compras de papel. Era tremendamente delgada, y el joven se preguntó qué demonios le daban de comer su madre y su padre… si le daban algo.
Escuchó atenta y respetuosamente la pregunta de la niña. Su papá explicó, le había dicho que si se le planteaba, un problema realmente peliagudo, debía ir a buscar la solución en la biblioteca, porque allí conocían las respuestas a casi todos los interrogantes. Detrás de ellos, el enorme vestíbulo de la Biblioteca Pública de Nueva York devolvía un eco vago. Fuera, los leones de piedra montaban su eterna guardia.
Cuando ella hubo concluido, el bibliotecario recapituló, contando los puntos sobresalientes con los dedos.
—Honesta.
Ella hizo un ademán afirmativo.
—Grande… o sea de circulación nacional.
Repitió el ademán afirmativo.
—Sin vínculos con el Gobierno.
La niña delgada asintió por tercera vez.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—Yo… —hizo una pausa—, tengo que contarles algo.
El joven pensó un rato. Pareció a punto de hablar, y después levantó un dedo y fue a conversar con otro bibliotecario. Volvió a donde aguardaba la chiquilla y pronunció dos palabras.
—¿Puede darme la dirección? —preguntó ella.
El bibliotecario buscó la dirección y después la escribió cuidadosamente sobre un cuadrado de papel amarillo.
—Gracias —dijo la niña, y se volvió para irse.
—Escucha —exclamó él—, ¿cuándo comiste por última vez, pequeña? ¿Quieres un par de dólares para almorzar?
Ella sonrió, y su sonrisa fue asombrosamente dulce y afable. Por un momento el bibliotecario casi se sintió enamorado.
—Tengo dinero —respondió ella, y abrió la bolsa para mostrarle su contenido.
La bolsa de papel estaba llena de monedas.
Antes de que él pudiera añadir algo más —antes de que pudiera preguntarle si había roto su hucha o qué había hecho— la niña se fue.