Hasta aproximarse a los setenta, el doctor Hofferitz, un solterón inveterado, había dormido con su antigua ama de llaves, Shirley McKenzie. El aspecto sexual de la relación se había agostado lentamente. Hasta donde recordaba Hofferitz, la última vez se remontaba unos catorce años atrás, y eso había sido casi una anomalía. Pero los dos se habían mantenido unidos. En verdad, concluida la etapa sexual, su amistad se había ahondado y había perdido un poco de esa tensa quisquillosidad que parece formar el meollo de la mayoría de las relaciones sexuales. Su amistad pertenecía a esa categoría platónica que sólo prevalece auténticamente entre los muy jóvenes o los muy viejos de sexo opuesto.
Pese a todo, Hofferitz se reservó su información sobre la «pensionista» de los Manders durante más de tres meses. Entonces, una noche de febrero, después de beber tres vasos de vino mientras él y Shirley (que acababa de cumplir setenta y cinco años en enero) veían la televisión, le contó la historia íntegra, no sin antes haberle hecho jurar que guardaría el secreto.
Los secretos, como podría haberle informado Cap al doctor Hofferitz, son aún más inestables que el uranio 235, y la estabilidad se reduce proporcionalmente cuando se los trasmites a otra persona. Shirley McKenzie guardó el secreto durante casi un mes antes de contárselo a su mejor amiga, Hortense Barclay. Hortense guardó el secreto durante unos diez días antes de contárselo a su mejor amiga, Christine Traegger. Christine se lo contó a su marido y a sus mejores amigas (a las tres) casi inmediatamente.
Así es como la verdad se difunde en los pueblos, y aquella noche de abril en que Charlie escuchó la conversación de Irv y Norma, buena parte de Hastings Glen sabía que habían acogido a una niña misteriosa. La curiosidad iba en aumento. La gente le daba a la lengua.
Finalmente la noticia llegó a donde no debía llegar. Alguien hizo una llamada desde un teléfono equipado contra interferencias.
El último día de abril los agentes de la Tienda rodearon por segunda vez la granja de Manders. En esta oportunidad avanzaron por los campos, al amanecer, entre la bruma de primavera, como horribles invasores del planeta X enfundados en sus relucientes trajes refractarios. Los respaldaba una unidad de la Guardia Nacional que no sabía qué mierda estaba haciendo allí ni por qué le habían ordenado trasladarse al pacífico pueblo de Hastings Glen, en el Estado de Nueva York.
Encontraron a Irv y Norma Manders sentados en su cocina, alelados, con una nota entre los dos. Irv la había encontrado esa mañana cuando se había levantado a las cinco para ordeñar las vacas. Constaba de una sola línea: Creo que ya sé lo que debo hacer. Cariños, Charlie.
Había eludido nuevamente a la Tienda, pero estuviera donde estuviera, se hallaba sola.
El único consuelo consistía en que esta vez no tendría que ir muy lejos.