9

Llegó el invierno sin que hubieran tomado ninguna decisión en firme. Irv y Norma empezaron a asistir de nuevo a la iglesia, y dejaron a Charlie sola en la casa, con instrucciones estrictas de no atender el teléfono si sonaba y de bajar al sótano si llegaba alguien mientras ellos estaban ausentes. Las palabras de Hofferitz, como un loro enjaulado, atormentaban a Irv. Compró una pila de libros escolares —en Albany— y empezó a darle clases a Charlie. Aunque ella era espabilada, él no sobresalía como maestro. Norma lo hacía un poco mejor. Pero a veces los dos estaban sentados a la mesa de la cocina, inclinados sobre un libro de historia o geografía, y Norma miraba a su marido con un interrogante en los ojos… un interrogante para el cual Irv no tenía respuesta.

Llegó Año Nuevo. Febrero. Marzo. El cumpleaños de Charlie. Le compraron regalos en Albany. Como si fuera un loro enjaulado. A Charlie no parecía fastidiarla mucho, y hasta cierto punto, razonaba Irv consigo mismo en sus noches de insomnio, quizás era lo mejor del mundo para ella: ese período de lenta convalecencia, esa lenta sucesión de días invernales. ¿Pero, qué pasaría después? Lo ignoraba.

A comienzos de abril, después de dos días de lluvia torrencial, la maldita leña estaba tan húmeda que Irv no pudo encender la cocina.

—Apártese un segundo —dijo Charlie, y él obedeció automáticamente pensando que la chiquilla deseaba mirar dentro del hogar. Sintió que algo atravesaba el aire junto a él, algo compacto y caliente, y un momento después la leña menuda ardía alegremente.

Irv se volvió hacia Charlie, con los ojos dilatados, y vio que ella lo miraba a su vez con una especie de esperanza nerviosa y culpable reflejada en el rostro.

—¿Lo he ayudado, no es cierto? —preguntó Charlie con voz no totalmente firme—. ¿No he hecho nada malo, verdad?

—No —respondió Irv—. No si puedes controlarlo, Charlie.

—Cuando son pequeños los puedo controlar.

—Sólo te pido que no lo hagas delante de Norma, pequeña. Le daría un patatús.

Charlie sonrió un poco.

Irv vaciló y después agregó:

—Tratándose de mí, siempre que quieras echarme una mano y ahorrarme el trabajo de encender esa maldita leña, hazlo sin reparos. Ésa nunca ha sido mi especialidad.

—Lo haré —asintió Charlie, sonriendo con más ganas—. Y tendré cuidado.

—Sí. Claro que sí —murmuró él, y volvió a ver fugazmente a aquellos hombres que se manoteaban el pelo inflamado, en el porche, tratando de sofocar el fuego.

La convalecencia de Charlie se aceleró, pero aún tenía pesadillas y seguía estando inapetente. «Picoteaba» la comida, como decía Norma Manders.

A veces despertaba de una de esas pesadillas en forma estremecedoramente súbita, expulsada de su sueño más que arrancada de él, tal como un piloto es disparado de un avión de combate mediante un dispositivo de eyección. Esto le sucedió una noche, en la segunda semana de abril. En determinado momento estaba durmiendo, y un instante después se hallaba totalmente despierta en su angosta cama del dormitorio de atrás, con el cuerpo empapado en sudor. Conservó por un breve lapso el recuerdo de la pesadilla, vívida y pavorosa (ahora la savia fluía pródigamente de los arces, e Irv la había llevado esa tarde a cambiar los cubos; en su sueño destilaban jugo nuevamente, y ella había oído un ruido a sus espaldas y había mirado atrás y había visto a John Rainbird que se deslizaba furtivamente hacia ellos, corriendo de un árbol a otro, apenas visible: en su ojo solitario refulgía una expresión de abyecta crueldad, y blandía en una mano el revólver, el mismo con el que había matado a su padre, y ganaba terreno). Después esa imagen se había disipado. Afortunadamente no recordaba ninguna de las pesadillas por mucho tiempo, y casi nunca gritaba al despertar como le había sucedido antes, en aquella época en que Irv y Norma irrumpían asustados en su habitación para averiguar qué pasaba.

Charlie los oyó conversar en la cocina. Buscó a tientas el despertador que descansaba sobre la mesita de noche y lo acercó a sus ojos. Eran las diez. Hacía sólo una hora y media que dormía.

—¿…haremos? —preguntó Norma. No era correcto escuchar a hurtadillas, ¿pero cómo habría podido evitarlo? Y hablaban de ella. Lo sabía.

—No lo sé —respondió Irv.

—¿Has pensado algo más acerca del periódico?

Los periódicos —pensó Charlie—. Papá quería hablar a los periódicos. Papá decía que entonces se arreglaría todo.

—¿Cuál? —inquirió Irv—. ¿El Bugle de Hastings? Podrían publicarlo junto al anuncio del supermercado y al programa del Bijou, de esta semana.

—Era lo que planeaba hacer su padre.

—Norma, yo podría llevarla a Nueva York. Podría llevarla al Times. ¿Y qué pasaría si cuatro tipos desenfundaran sus pistolas y empezasen a disparar en la recepción?

Ahora Charlie era toda oídos. Las pisadas de Norma atravesaron la cocina. Se oyó el repiqueteo de la tapa de la tetera, y el ruido del agua al correr eclipsó casi por completo sus palabras.

—Sí, creo que eso es lo que podría suceder —continuó Irv—. Y te diré qué es lo que podría ser aún peor, a pesar de lo mucho que la quiero. Ella podría verlos antes. Y si perdiera el control de su poder, como sucedió en el lugar donde la tenían prisionera… bueno, en Nueva York viven casi ocho millones de personas, Norma. Creo que soy demasiado viejo para correr semejante riesgo.

Las pisadas de Norma se encaminaron de nuevo hacia la mesa. Las viejas tablas del suelo de la casa crujieron plácidamente bajo sus pies.

—Pero escúchame, Irv —dijo Norma. Hablaba despacio, como si lo hubiera estado pensando durante mucho tiempo—. Incluso un periódico pequeño, incluso un pequeño semanario como el Bugle, está conectado con los teletipos de la Associated Press. Últimamente las noticias llegan de todas partes. Vaya, si hace apenas dos años un periodiquillo del sur de California ganó el premio Pulitzer por un trabajo de investigación periodística, ¡y tenía una circulación de menos de mil quinientos ejemplares!

Irv rió, y Charlie supo repentinamente que había cogido la mano de su esposa por encima de la mesa.

—¿Lo has estado estudiando, eh?

—Sí, efectivamente, ¡y no hay ninguna razón para que te rías de mí por ello, Irv Manders! ¡Éste es un asunto serio, muy serio! ¡Estamos arrinconados! ¿Cuánto tiempo crees que podremos tenerla oculta aquí, antes de que alguien se entere? Esta misma tarde la llevaste al bosque, a recoger la savia de los arces…

—No me reía de ti, Norma, y la chica tiene que salir alguna vez…

—¿Acaso crees que no lo sé? Yo no me opuse, ¿verdad? ¡Se trata precisamente de eso! Una chica en la edad del crecimiento necesita aire fresco, ejercicio. Sólo así tendrá apetito, y ella…

—Sólo picotea, ya lo sé.

—Picotea y está pálida, efectivamente. Así que no me opuse. Me alegró ver que salías con ella. Pero, Irv, ¿y si Johnny Gordon o Ray Parks hubieran salido a caminar y se hubieran acercado a mirar lo que hacías, como otras veces?

—Cariño, no pasó nada. —Sin embargo, Irv parecía preocupado.

—¡Hoy no! ¡El otro día tampoco! ¡Pero esto no puede seguir así, Irv! La suerte ya nos acompañó una vez, y tú lo sabes.

Sus pisadas cruzaron nuevamente la cocina, y se oyó el gorgoteo del té vertido en la taza.

—Sí —murmuró Irv—. Sí, ya lo sé. Pero… gracias, querida.

—De nada —respondió Norma, y se sentó—. Y basta de peros. Sabes que bastará con que la vea una persona, o quizá dos. La noticia correrá. Se sabrá, fuera de aquí que tenemos una niña en casa. No hablemos ya del efecto que le causa a ella. ¿Qué sucederá si se enteran ellos?

A Charlie se le erizó la piel de los brazos, allí en la oscuridad de su cuarto.

Irv contestó lentamente:

—Sé a qué te refieres, Norma. Tenemos que hacer algo, y yo le doy vueltas constantemente en la cabeza. Un periódico pequeño… bueno, no es suficientemente seguro. Ya sabes que tenemos que asegurarnos de que la historia se publique correctamente para que la chica esté a salvo durante el resto de su vida. Para que esté a salvo, mucha gente deberá saber que existe y qué es lo que está en condiciones de hacer, ¿no te parece? Mucha gente.

Norma Manders se revolvió inquieta pero no contestó.

Irv prosiguió:

—Tenemos que hacerlo bien, por ella y por nosotros. Porque tal vez nuestras vidas también corran peligro. A mí ya me dispararon un tiro. Estoy convencido de ello. La quiero como si fuese mía, y sé que lo mismo te ocurre a ti, pero tenemos que ser realistas, Norma. Podrían matarnos por ella.

Charlie sintió que se le congestionaba la cara de vergüenza… y de pánico. No por ella sino por los Manders. ¿Qué desgracia había atraído sobre esa casa?

—Y no se trata sólo de nosotros o de ella. Recuerda lo que dijo aquel fulano Tarkington. Los expedientes que nos mostró. Se trata de tu hermano y de mi sobrino Fred y de Shelley y…

—… y de esos parientes que viven en Polonia —completó Norma.

—Bueno, quizá aquello no fue más que una farsa. Ruego a Dios que lo fuera. Me cuesta creer que alguien pueda ser tan vil.

—Ya lo han sido, y mucho —comentó Norma amargamente.

—Sea como fuere —prosiguió Irv—, sabemos que llegarán hasta donde puedan esos condenados hijos de puta. La mierda volará en todas direcciones. Lo único que digo, Norma, es que no quiero que la mierda vuele inútilmente. Si hacemos algo, deseo que sea algo eficaz. No me gustaría ir a un semanario rural para que después ellos se enteren antes de que se airee y acallen el escándalo. Podrían hacerlo. Claro que podrían.

—¿Qué otro recurso queda, entonces?

—Eso es lo que me esfuerzo continuamente por descifrar —manifestó Irv con tono cansado—. Tendrá que ser una revista o un periódico en el que no se les ocurra pensar. Honesto y de circulación nacional. Pero sobre todo, no deberá tener vínculos con el Gobierno ni con las ideas del Gobierno.

—Te refieres a la Tienda —sentenció ella tajantemente.

—Sí. A eso me refiero. —Entonces se oyó el ruido suave que producía Irv al sorber su té.

Charlie estaba tumbada en su cama, escuchando, esperando.

…tal vez nuestras vidas también corren peligro… Ya me dispararon un tiro… La quiero como si fuese mía, y sé que lo mismo te ocurre a ti, pero tenemos que ser realistas, Norma. Podrían matarnos por ella.

(no por favor)

(podrían matarnos por ella como mataron un día a su madre por ella)

(no por favor no digáis eso)

(como mataron a su padre por ella)

(por favor basta)

Las lágrimas rodaban por su rostro vuelto hacia el costado, se le atascaban en los oídos, mojaban la funda.

—Bueno, seguiremos pensándolo —dictaminó Norma enérgicamente—. Esto debe tener solución, Irv. Alguna solución.

—Sí, espero que sí,

—Y en el ínterin —acotó ella—, esperemos que nadie se entere de que está aquí. —Súbitamente su voz se animó con una dosis de excitación—. Irv, quizá si recurriéramos a un abogado y…

—Mañana —la interrumpió él—. Estoy exhausto, Norma. Y aún nadie sabe que está aquí.

Pero alguien lo sabía. Y la noticia ya había empezado a difundirse.