Ese domingo por la mañana Norma fue sola a la iglesia, y explicó a la gente que Irv se hallaba «ligeramente resfriado». Irv se quedó con Charlie, que aún estaba débil pero ya podía desplazarse por la casa. El día anterior, Norma le había comprado un montón de ropa, no en Hastings Glen, donde una compra de esa naturaleza habría provocado comentarios, sino en Albany.
Irv estaba sentado junto a la estufa, tallando un trozo de madera, y Charlie entró después de un rato y se sentó junto a él.
—¿No lo quiere saber? —preguntó—. ¿No quiere saber qué sucedió después de que cogimos el jeep y nos fuimos de aquí?
El levantó la vista y le sonrió.
—Supongo que nos lo contarás cuando estés en condiciones, muñeca.
No se notó ningún cambio en el rostro de ella, pálido, tenso y adusto.
—¿No me temen?
—¿Deberíamos temerte?
—¿No temen que los abrase?
—No, muñeca. No lo creo. Deja que te explique algo. Ya no eres una chiquilla. Quizá no eres mayor, sino sólo algo intermedio, pero ya eres bastante crecida. Una niña de tu edad, cualquier niña, podría agenciarse una caja de cerillas, si quisiera, y quemar la casa o lo que fuese. Pero no son muchas las que lo hacen. ¿Por qué habrían de querer hacerlo? ¿Por qué habrías de querer hacerlo tú? A una niña de tu edad se le podría confiar un cortaplumas o una caja de cerillas, si fuera medianamente lista. Así que no, no tenemos miedo.
Cuando Charlie oyó esto sus facciones se distendieron y por ellas cruzó una expresión casi indescriptible de alivio.
—Se lo contaré —dijo Charlie, entonces—. Se lo contaré todo.
Empezó a hablar, y seguía hablando cuando Norma volvió una hora más tarde. Norma se detuvo en el umbral, escuchando, y después se desabrochó lentamente el abrigo y se lo quitó. Dejó su bolso a un lado. Y la voz de Charlie, juvenil pero también misteriosamente madura, continuó su monótona letanía, sin parar, contando, contándolo todo. Y cuando terminó de hablar, ambos entendieron qué era lo que estaba en juego, y se dieron cuenta de que ahora las apuestas eran desmesuradas.