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Después de que el médico hubo terminado de palpar y presionar con sus manos viejas, nudosas pero maravillosamente delicadas, Charlie cayó en un letargo febril pero no desagradable. Oía las voces en la habitación contigua y sabía que hablaban de ella, pero estaba segura de que sólo conversaban… y de que no urdían planes.

Las sábanas estaban frescas y limpias. El peso de la colcha multicolor sobre su pecho era reconfortante. Se dejó llevar. Recordaba a la mujer que la había llamado bruja. Recordaba que había echado a andar. Recordaba que la había recogido una furgoneta llena de hippies, todos los cuales fumaban droga y bebían vino, y recordaba que la habían llamado hermanita y le habían preguntado a dónde iba.

«Al Norte», había respondido, y esto había generado un clamor de aprobación.

A partir de entonces recordaba muy poco, hasta llegar al día anterior y al cerdo que había arremetido contra ella, aparentemente con la intención de devorarla. Ahora se hallaba en la granja de Manders, y no recordaba por qué se había encaminado hacia allí: si había sido por una decisión consciente o por algún otro motivo.

Se dejó llevar. El sopor se hizo más profundo. Durmió. Y en sus sueños estaban de nuevo en Harrison, y ella se sobresaltaba en la cama, con el rostro empapado en llanto, lanzando alaridos de terror, y su madre entraba corriendo, con el cabello rojizo bello y refulgente a la luz de la mañana, y ella gritaba: «¡Mamá, soñé que tú y papá estabais muertos!» Y su madre le acariciaba la frente caliente con una mano fresca y decía: «Shhh, Charlie, shhh. Ya es de mañana, ¿y no te parece que ha sido un sueño tonto?»