El doctor Hofferitz llegó al caer la noche y permaneció durante unos veinte minutos con la niña, en el dormitorio de atrás. Irv y Norma Manders estaban sentados en la cocina, y contemplaban la cena en lugar de comerla. De cuando en cuando Norma miraba a su marido con una expresión que no era de reproche sino sólo de duda, y se veía el peso del miedo no sobre sus ojos sino alrededor de ellos. Eran los ojos de una mujer que se veía aquejada de una jaqueca nerviosa o quizás de un dolor de cintura. El hombre llamado Tarkington había llegado un día después del gran incendio. Se había presentado en el hospital donde se hallaba postrado Irv y les había mostrado una tarjeta que rezaba simplemente WHITNEY TARKINGTON INDEMNIZACIONES OFICIALES.
—Lo que usted debe hacer es irse de aquí —le había espetado Norma. Tenía los labios apretados y blancos, y en sus ojos se leía la misma expresión de dolor que reflejaban ahora. Señaló el brazo de su marido, envuelto en voluminosos vendajes. Le habían insertado sondas que lo fastidiaban considerablemente. Irv le había comentado que había vivido la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial sin mayores consecuencias que un ataque feroz de hemorroides. Había tenido que estar en su casa de Hastings Glen para que le pegaran un tiro—. Lo que debe hacer es irse de aquí —había repetido Norma.
Pero Irv, que quizás había tenido más tiempo para pensar, se limitó a decir:
—Explíquese, Tarkington.
Tarkington extrajo un cheque de treinta y cinco mil dólares. No era un cheque oficial sino que había sido extendido por una importante compañía de seguros. No una compañía, empero, con la que los Manders tuvieran tratos.
—No queremos su soborno —exclamó Norma enérgicamente, y estiró la mano hacia el timbre instalado sobre la cama de Irv.
—Creo que será mejor que me escuche antes de hacer algo de lo que podría arrepentirse más tarde —replicó Whitney Tarkington con voz tranquila y amable.
Norma miró a Irv y éste hizo un ademán afirmativo. Ella apartó la mano del botón del timbre. A regañadientes.
Tarkington llevaba un maletín con él. Lo depositó sobre sus rodillas, lo abrió y extrajo una carpeta con los nombres MANDERS y BREEDLOVE escritos en el rótulo. Los ojos de Norma se dilataron y su estómago empezó a contraerse y descontraerse. Breedlove era su apellido de soltera. A nadie le gusta ver un expediente oficial con su nombre en la cubierta. Es terrible sospechar que a uno lo vigilan, que quizá conocen sus secretos.
Tarkington habló durante unos cuarenta y cinco minutos, en voz baja, con un tono razonable. De cuando en cuando ratificaba sus palabras con fotocopias del expediente Manders/Breedlove. Norma les echaba un vistazo, con los labios apretados, y después las pasaba hacia la cama donde yacía Irv. Se trata de un caso de seguridad nacional, explicó Tarkington en aquella noche atroz. Deben comprenderlo. No nos gusta proceder así, pero el hecho concreto es que tenemos que hacerlos entrar en razón. Éstas son cuestiones de las que ustedes no saben mucho.
Sí sabemos que intentaron matar a un hombre desarmado y a su hijita, contestó Irv.
Tarkington sonrió fríamente —con una sonrisa reservada para las personas que cometen la estupidez de pensar que entienden cómo procede un gobierno para proteger a sus súbditos— y respondió: Ustedes no saben lo que vieron ni lo que esto significa. Mi misión no consiste en persuadirlos de ello sino sólo de tratar de convencerlos de que no deben hablar de lo que pasó. Escuchen: esto no tiene por qué ser tan engorroso. El cheque está exento de impuestos. Les bastará para pagar las reparaciones de su casa y las facturas del hospital, y todavía les quedará un bonito superávit. Y se ahorrarán muchos disgustos.
Disgustos, pensó Norma ahora, mientras oía cómo el doctor Hofferitz se desplazaba por el dormitorio y mientras miraba su cena casi intacta. Después de la partida de Tarkington, Irv la había mirado con una sonrisa en los labios pero con una expresión descompuesta y lastimada en los ojos. Murmuró: Mi padre siempre decía que cuando compites en un intercambio de mierda, lo importante no es saber cuánta arrojas sino cuánta se te adhiere.
Los dos procedían de familias numerosas. Irv tenía tres hermanos y tres hermanas. Norma tenía cuatro hermanas y un hermano. Tenían una multitud de tíos, sobrinas, sobrinos y primos. Había padres y abuelos, parientes políticos… y, como en todas las familias, algunas ovejas negras.
Uno de los sobrinos de Irv, un chico llamado Fred Drew al que sólo había visto tres o cuatro veces, cultivaba un pequeño huerto de marihuana en su patio trasero de Kansas, según los papeles de Tarkington. Uno de los tíos de Norma, contratista, estaba metido hasta las cachas en deudas y especulaciones peligrosas en la Costa del Golfo de Texas: se llamaba Milo Breedlove, tenía que mantener siete bocas, y bastaría un soplo del Gobierno para que su desventurado castillo de naipes se derrumbara y para que toda su familia, en bancarrota, pasara a depender de la caridad del Estado. Una prima de Irv (en segundo grado; él creía haberla visto una sola vez y no recordaba su cara) le había defraudado una pequeña suma al banco para el que trabajaba, hacía seis años. El banco la había descubierto y había optado por no denunciarla para evitar la mala publicidad. Ella había restituido el dinero a lo largo de dos años y ahora tenía un salón de belleza razonablemente próspero en North Fork, Minnesota. Pero el delito no había prescrito y aún era posible entablarle una querella federal en virtud de una u otra ley relacionada con las prácticas bancarias. El FBI tenía un informe sobre el hermano menor de Norma, Don. Don había estado vinculado a una organización radical a mediados de la década de los sesenta y tal vez había participado fugazmente en una confabulación para arrojar bombas incendiarias contra una oficina de la Dow Chemical Company, en Filadelfia. Las pruebas no eran suficientemente contundentes como para obtener un veredicto judicial de culpabilidad (y el mismo Don le había contado a Norma que cuando había olfateado lo que se preparaba se había desligado del grupo, horrorizado), pero era indudable que si enviaban una copia del informe a la empresa para la que trabajaba, perdería su empleo.
La voz de Tarkington había seguido bordoneando sin parar en la pequeña habitación, cerrada y compacta. Había reservado lo mejor para el final. El apellido anterior de la familia de Irv había sido Mandroski, cuando sus bisabuelos habían llegado a Estados Unidos desde Polonia, en 1888. Eran judíos, y el mismo Irv era medio judío, aunque en la familia nadie había reivindicado el judaísmo desde los tiempos de su abuelo, que se había casado con una cristiana. A partir de entonces los dos habían vivido practicando un feliz agnosticismo. La sangre se había diluido aún más cuando el padre de Irv había imitado el ejemplo (como lo había imitado el mismo Irv al casarse con Norma Breedlove, una metodista a ratos perdidos). Pero aún había Mandroskis en Polonia, y Polonia estaba detrás del Telón de Acero, y si a la CÍA se le antojaba podría poner en marcha una secuencia de acontecimientos que terminarían por hacer la vida muy, muy difícil a esos parientes que Irv nunca había visto. A los judíos no los querían detrás del Telón de Acero.
Tarkington se calló. Volvió a guardar el expediente, cerró la cartera con un chasquido seco, se levantó de nuevo, y los miró con expresión satisfecha, como un alumno brillante que acabara de recitar muy bien su lección.
Irv se recostó contra la almohada, exhausto. Sintió los ojos de Tarkington clavados en él, y esto no le importó mucho, pero también lo escudriñaban los de Norma, ansiosos e interrogantes.
¿Tenéis parientes en el viejo terruño, eh? —pensó Irv. Era un clisé tan típico que parecía gracioso, pero quién sabe por qué Irv no sintió ganas de reír—. ¿Cuántos grados de parentesco debían separarlos para que dejaran de ser familiares? ¿Primos en cuarto grado? ¿En sexto? ¿En octavo? Diablos. Y si le plantamos cara a este remilgado y envían a esa gente a Siberia, ¿qué haré yo? ¿Les enviaré una postal para explicarles que están trabajando en las minas porque yo recogí a una chiquilla y a su padre que hacían autostop en una carretera de Hastings Glen? Mierda.
El doctor Hofferitz, que tenía casi ochenta años, salió lentamente del dormitorio de atrás, alisándose el cabello blanco con una mano nudosa. Irv y Norma lo miraron, satisfechos de que los arrancaran de los recuerdos del pasado.
—Está despierta —anunció el doctor Hofferitz, y se encogió de hombros—. No está en muy buenas condiciones, vuestra golfilla, pero tampoco corre peligro. Tiene una herida infectada en el brazo y otra en la espalda, que, según dice, se produjo al arrastrarse bajo una cerca de alambre de espino para escapar de «un cerdo que estaba enfadado con ella».
Hofferitz se sentó frente a la mesa de la cocina con un suspiro, extrajo un paquete de Camel y encendió uno. Había fumado durante toda su vida, y a veces comentaba con sus colegas que, por lo que a él concernía, el director de sanidad se podía ir a tomar por el culo.
—¿Quieres comer algo, Karl? —preguntó Norma. Hofferitz miró sus platos.
—No, pero si quisiera, creo que no tendríais que guisar nada —manifestó secamente.
—¿Deberá quedarse mucho tiempo en cama? —inquirió Irv.
—Debería enviarla a Albany —respondió Hofferitz. Sobre la mesa había una fuente de aceitunas, y el médico cogió un puñado—. En observación. Tiene treinta y nueve grados. Por la infección. Os dejaré un poco de penicilina y un ungüento con antibiótico. Sobre todo necesita alimentarse y beber y descansar. Está desnutrida. Deshidratada. —Se arrojó una aceituna dentro de la boca—. Fue una buena idea darle ese caldo de gallina, Norma. Estoy casi seguro de que cualquier otra cosa la habría descompuesto. Mañana sólo deberá tomar líquidos. Caldo de carne, caldo de gallina, mucha agua. Y mucha ginebra, por supuesto. Es el mejor de los líquidos. —Graznó, riéndose de su viejo chiste, que Irv y Norma ya habían oído una veintena de veces. Después se arrojó otra aceituna dentro de la boca—. Debería notificar a la policía, como bien sabéis.
—No —exclamaron Irv y Norma al unísono, y entonces se miraron, tan obviamente sorprendidos que el doctor Hofferitz volvió a graznar.
—¿Está en aprietos, verdad?
Irv pareció incómodo. Abrió la boca y enseguida la cerró de nuevo.
—¿Se trata de algo relacionado con el jaleo que tuvisteis el año pasado, quizá?
Esta vez fue Norma quien abrió la boca, pero antes de que pudiera hablar, Irv dijo:
—Creía que sólo debías denunciar las heridas de armas de fuego, Karl.
—La ley, la ley —comentó Hofferitz impacientemente, y aplastó su cigarrillo—. Pero ya sabes que existe el espíritu de la ley, además de la letra. Aparece una chiquilla y tú afirmas que se llama Roberta McCauley y yo me lo creo tanto como la posibilidad de que un cerdo cague billetes de un dólar. Ella cuenta que se arañó la espalda al arrastrarse bajo un alambre de espino, y me parece que es raro que te suceda eso cuando vas a visitar a tus familiares, aunque escasee la gasolina. Agrega que no recuerda mucho acerca de lo que ocurrió más o menos durante la última semana, y esto sí lo creo. ¿Quién es, Irv?
Norma miró a su marido, alarmada. Irv se meció hacia atrás en su silla y escudriñó al doctor Hofferitz.
—Sí —sentenció finalmente—, ella está relacionada con lo que ocurrió aquí el año pasado. Por eso te llamé a ti, Karl. Tú has visto jaleos, aquí y allá en la vieja patria. Sabes lo que es el jaleo. Y sabes que a veces las leyes sólo valen tanto como las personas encargadas de aplicarlas. Lo único que digo es que si divulgas que la chica está aquí, muchas personas que no se lo merecen tendrán disgustos. Norma y yo, muchos de nuestros familiares… y la criatura. Y creo que esto es todo lo que te puedo decir. Hace veinticinco años que nos conocemos. Tú tendrás que tomar la última decisión respecto a lo que piensas hacer.
—Y si me callo —preguntó Hofferitz, mientras encendía otro cigarrillo—, ¿qué haréis vosotros?
Irv miró a Norma y ésta le devolvió la mirada. Después de un momento Norma sacudió brevemente la cabeza, perpleja, y bajó los ojos hacia su plato.
—No lo sé —respondió Irv, parsimoniosamente.
—¿La retendréis simplemente, como a un loro en una jaula? —inquirió Hofferitz—. Esta es una ciudad pequeña, Irv. Yo puedo cerrar el pico, pero estoy en minoría. Tu esposa y tú formáis parte de la comunidad religiosa. Y del club rural. La gente va y viene. Los inspectores de lechería vendrán a revisar tus vacas. El tasador de hacienda pasará por aquí un día de estos, ese cerdo pelado, para revaluar tu propiedad. ¿Qué harás? ¿Le construirás una habitación en el sótano? Linda vida para una niña.
Norma parecía cada vez más ofuscada.
—No lo sé —repitió Irv—. Supongo que tendré que pensarlo. Entiendo lo que dices… pero si conocieras a los tipos que la buscaban…
Los ojos de Hofferitz se aguzaron, mas no hizo ningún comentario.
—Tendré que pensarlo. ¿Pero tú guardarás el secreto, por ahora?
Hofferitz arrojó la última aceituna al interior de su boca, suspiró, y se levantó, apoyándose en el borde de la mesa.
—Sí —anunció—. Está estabilizada. Esa V-Cilina matará los bichos. Guardaré el secreto, Irv. Pero sí, será mejor que lo pienses. Larga y detenidamente. Porque una niña no es un loro.
—No —murmuró Norma suavemente—. Claro que no.
—A esa niña le pasa algo raro —agregó Hofferitz, mientras recogía su maletín negro—. Algo muy raro. No vi qué era y no pude identificarlo… pero lo intuí.
—Sí —contestó Irv—. Es cierto que le pasa algo raro, Karl. Por eso estamos en aprietos.
Vio cómo el médico se perdía en la tibia y lluviosa noche de noviembre.