3

Ese mismo día de noviembre, un hombre vestido con una camisa y pantalones de franela, y con las piernas calzadas en botas verdes de caña alta, partía leña bajo un plácido cielo blanco. Ese día templado, la perspectiva de otro invierno parecía lejana. La temperatura, agradable, era de diez grados. La chaqueta del hombre, que se había puesto para que no siguiera regañándolo su esposa, colgaba del poste de una cerca. Detrás de él se alzaba contra la pared del viejo granero una pila espectacular de calabazas anaranjadas, algunas de las cuales, lamentablemente, ya empezaban a pudrirse.

El hombre depositó otro leño sobre el tajo, levantó el hacha y la descargó. Oyó un chasquido satisfactorio, y dos trozos del tamaño adecuado para la cocina económica cayeron a ambos lados del tajo. Se estaba agachando para recogerlos y arrojarlos junto a los otros, cuando una voz dijo a sus espaldas:

—Tiene un nuevo tajo pero la marca sigue allí. Sigue allí.

Se volvió, sobresaltado. Lo que vio lo indujo a retroceder involuntariamente, y el hacha cayó al suelo, donde quedó atravesada sobre la marca profunda e indeleble que la combustión había dejado en la tierra. Al principio pensó que lo que veía era un fantasma, el espectro macabro de una niña que se había levantado del cementerio de Dartmouth Crossing, situado cinco kilómetros más arriba. Estaba pálida y sucia y flaca en el camino interior, con los ojos brillantes hundidos en sus cuencas, con el vestido andrajoso y desgarrado. Un arañazo le recorría el antebrazo derecho casi hasta el codo. Parecía infectado. Calzaba mocasines, o algo que antaño lo había sido. Ahora era difícil saberlo.

Y entonces, súbitamente, la reconoció. Era la niña que habían acogido el año anterior. Había dicho que se llamaba Roberta y tenía un lanzallamas en la cabeza.

—Bobbi —exclamó—. Válgame Dios, ¿eres Bobbi?

—Sí, sigue allí —repitió, como si no lo hubiera oído, y entonces él comprendió de pronto por qué le brillaban los ojos: estaba llorando.

—Bobbi, cariño, ¿qué te pasa? ¿Dónde está tu padre?

—Sigue allí —reiteró por tercera vez, y después se desplomó desvanecida. Irv Manders apenas alcanzó a sostenerla. Acunándola, arrodillado sobre la tierra de su patio, Irv Manders empezó a llamar a gritos a su esposa.