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—No me importa dónde está —dijo la nueva jefa de la Tienda cuatro semanas después de la conflagración y de la huida de Charlie. Durante los diez primeros días, cuando habría sido fácil pescar nuevamente a la chica en las redes de la Tienda, había reinado una confusión total, y las cosas aún no habían vuelto a la normalidad. La nueva jefa estaba sentada tras un escritorio improvisado. El suyo no lo traerían hasta tres días más tarde—. Y tampoco me importa lo que es capaz de hacer. Se trata de una criatura de ocho años, y no de la Supermujer. No podrá permanecer oculta por mucho tiempo. Quiero que la encuentren y la maten.

Le hablaba a un hombre de mediana edad que parecía un bibliotecario de pueblo. No hace falta aclarar que no era ésta su profesión.

El hombre dio unos golpecitos sobre una serie de pulcras trascripciones de una computadora que descansaban sobre el escritorio de la jefa. Los expedientes de Cap no habían sobrevivido al incendio, pero la mayor parte de la información disponible estaba almacenada en los bancos de datos de la computadora.

—¿En qué estado se encuentra la operación?

—Las propuestas del Lote Seis han sido archivadas por tiempo indefinido —respondió la jefa—. Se trata de una resolución política, desde luego. Once viejos, un joven y tres viejecitas de cabellos azules que probablemente tienen acciones en una clínica suiza de glándulas de cabra. A todos les sudan las pelotas cuando piensan en lo que podría suceder si apareciera la chica. Ellos…

—Dudo mucho que a los senadores de Idaho, Maine y Minnesota les suden las pelotas —murmuró el hombre que no era bibliotecario.

La jefa se encogió de hombros.

—El Lote Seis les interesa. Por supuesto que les interesa. Yo describiría la situación diciendo que el semáforo ha virado a amarillo. —Empezó a jugar con su pelo, que era largo… hirsuto y de un atractivo color rojizo oscuro—. «Archivado indefinidamente» significa hasta que tengamos a la chica con una etiqueta adosada al dedo gordo del pie.

—Nuestro papel será el de Salomé —comentó el hombre sentado enfrente de la jefa—. Pero la bandeja aún está vacía.

—¿De qué mierda habla?

—No importa. Al parecer, hemos vuelto al punto de partida.

—No del todo —replicó la jefa hoscamente—. Ya no cuenta con la ayuda de su padre. Está sola. Y quiero que la encuentren. Enseguida.

—¿Y si desembucha lo que sabe antes de que la encontremos?

La jefa se arrellanó en la silla de Cap y entrelazó las manos detrás de la nuca. El hombre que no era bibliotecario supo valorar la forma en que su suéter se tensaba sobre la turgencia de los pechos. Cap nunca había sido así.

—Si se propusiera desembuchar lo que sabe, creo que ya la habríamos agarrado. —Se inclinó hacia adelante y dio unos golpecitos sobre el calendario de mesa—. El 5 de noviembre —sentenció—, y nada. Mientras tanto, creo que hemos tomado todas las precauciones razonables. El Times, el Washington Post, el Chicago Tribune… vigilamos a todos los grandes, pero hasta ahora, nada.

—¿Y si decide recurrir a uno de los pequeños? ¿El Times de Podunk en lugar del Times de Nueva York? No podemos vigilar a todos los periódicos del país.

—Eso es lamentablemente cierto —asintió la jefa—. Pero no ha pasado nada. Lo cual significa que tampoco ha dicho nada.

—Al fin y al cabo, ¿alguien le creería una historia tan descabellada a una criatura de ocho años?

—Si encendiera una fogata al terminar de contarla, creo que optarían por creerla —contestó la jefa—. ¿Pero quiere que le informe lo que dice la computadora? —Sonrió y le dio unos golpecitos a las trascripciones—. La computadora dice que existe un ochenta por ciento de probabilidades de que podamos entregarle su cadáver a la comisión sin levantar un dedo… excepto para identificarla.

—¿Suicidio?

La jefa hizo un ademán afirmativo. La perspectiva parecía regocijarla mucho.

—Eso está bien —comentó el hombre que no era bibliotecario, mientras se ponía de pie—. Por mi parte, recordaré que la computadora también dijo que era casi seguro que Andy McGee estaba neutralizado.

La sonrisa de la jefa fluctuó un poco.

—Que tenga un buen día, jefa —añadió el hombre que no era bibliotecario, y salió del despacho.