Charlie estaba inmóvil en su propio mundo inmensamente blanco, descargando su poder en el estanque, luchando con él, procurando doblegarlo, agotarlo. Su vitalidad parecía infinita. Sí, ahora lo controlaba, lo vertía mansamente en el estanque como si fluyera por un tubo invisible. ¿Pero qué sucedería si toda el agua se consumía antes de que ella pudiera eclipsar su fuerza y dispersarlo?
Basta de destrucción. Dejaría que se volviera contra ella misma y la aniquilara para no permitir que se expandiese y volviera a autoalimentarse.
(¡Atrás! ¡Atrás!)
Ahora, por fin, sintió que perdía parte de su ímpetu, de su… de su capacidad para mantenerse cohesionado. Se estaba disgregando. Un espeso vapor blanco por todas partes y el olor de las lavanderías. El gigantesco siseo burbujeante del estanque que ya no veía.
(¡ATRÁS!)
Volvió a pensar vagamente en su padre, y el dolor renovado hizo presa en ella: muerto, estaba muerto. La idea pareció disipar aún más su poder, y entonces, por fin, el siseo empezó a extinguirse. El vapor se elevaba majestuosamente delante de ella. En el cielo el sol era una moneda de plata deslustrada.
He alterado el sol —pensó, ofuscada, y después—: No… en realidad no… es el vapor… la niebla… se la llevará el viento…
Pero con una súbita certidumbre que nació del fondo de su ser comprendió que podría alterar el sol si lo deseaba… más adelante.
El poder seguía aumentando.
Este acto de destrucción, este apocalipsis, sólo se había aproximado a su límite actual.
Apenas había empezado a explotar el potencial.
Charlie cayó de rodillas sobre la hierba y se echó a llorar. Lloraba por su padre, por las personas a las que había matado, incluso por John. Quizá lo mejor habría sido aceptar el destino que le tenía reservado Rainbird, pero incluso con su padre muerto y con esa lluvia de destrucción sobre su cabeza, tenía conciencia de que era sensible a la vida, de que luchaba tenaz, silenciosamente, por sobrevivir.
Así pues, quizá lloraba más que nada por sí misma.