Charlie estaba sumergida en su poder, y eso fue un alivio.
La pérdida de su padre, aguzada y puntiaguda como un estilete, se replegó y se redujo apenas a un dolor sordo.
Como siempre, el poder la arrastraba, cual un juguete fascinante cuya gama completa de posibilidades aún estaba por descubrir.
Los regueros de fuego corrían por el césped hacia el círculo discontinuo de hombres.
Matasteis los caballos, hijos de perra —pensó, y la voz de su padre reverberó, como para manifestar su aprobación— Si tienes que matar a los que te cortan el paso, mátalos. Ésta es una guerra. Demuéstrales que han estado en una guerra.
Sí, resolvió, les haría saber que habían estado en una guerra.
Algunos de los hombres ya huían, descorazonados. Desvió una de las franjas de fuego hacia la derecha con un ligero movimiento de cabeza, y tres de ellos quedaron envueltos en las llamas, con las ropas convertidas en trapos ardientes. Cayeron al suelo, convulsionados y aullando.
Algo zumbó junto a su cabeza y algo más le marcó un fino trazo de fuego sobre la muñeca. Era Jules, que se había agenciado otro revólver en el escritorio de Richard. Estaba allí, con las piernas separadas, con el arma en alto, disparándole.
Charlie empujó en dirección a él: un rayo de fuerza, potente, palpitante. Jules fue despedido hacia atrás en forma tan súbita y violenta como si lo hubiera golpeado la esfera de demolición de una gigantesca grúa invisible. Recorrió más de diez metros por el aire, pero ya no era un hombre sino una bola crepitante de fuego.
Entonces todos se dispersaron y echaron a correr. Corrían como lo habían hecho en la granja de Manders.
Bien —pensó Charlie—. Lo has hecho bien.
No quería matar a nadie. Esto no había variado. Lo que había variado era que los mataría si era necesario. Si se cruzaban en su camino.
Echó a andar hacia la más próxima de las dos casas, la que se levantaba un poco más adelante de un granero tan perfecto como la ilustración de un calendario rural, y de cara a su gemela situada en el otro extremo del prado.
Las ventanas se rompieron con una sucesión de estampidos. El enrejado de la hiedra que trepaba por la pared del Este se estremeció y se inflamó. El fuego se estiró hacia el techo como un círculo de manos codiciosas.
Una de las puertas se abrió violentamente para dejar salir el alarido entrecortado y despavorido de una alarma de incendios y a dos docenas de secretarias, técnicos y administrativos. Los fugitivos corrieron por el jardín hacia la valla, esquivaron la asechanza mortal de la electricidad y de los perros que ladraban y brincaban, y después se arremolinaron como un rebaño de ovejas asustadas. El poder quiso encauzarse hacia este grupo, pero Charlie lo desvió y lo dirigió hacia la valla misma, hasta que los pulcros rombos eslabonados se ablandaron y chorrearon y derramaron lágrimas de metal fundido. Se oyó una débil vibración, un chasquido apagado cuando la valla se sobrecogió de corriente y empezó a entrar en cortocircuito de trecho en trecho. Se desprendían unas cegadoras chispas purpúreas. Desde el remate de la valla saltaban pequeñas bolas de fuego, y los conductores de porcelana blanca explotaban como los patos de cerámica de una galería de tiro.
Ahora los perros se estaban enloqueciendo. Tenían la pelambre erizada y corrían de un lado a otro como almas en pena entre las dos vallas. Uno de ellos chocó con la valla que escupía alto voltaje y salió despedido por el aire, con las patas rígidas, estiradas. Cayó convertido en un despojo humeante. Otros dos perros lo atacaron con feroz histeria. Detrás de la casa donde habían estado encerrados Charlie y su padre no había ningún granero, pero sí un edificio largo, bajo, perfectamente conservado, también pintado de rojo con ribetes blancos. Ese edificio albergaba el parque automotor de la Tienda. En ese momento las grandes puertas se abrieron repentinamente y salió a toda velocidad una limusina Cadillac blindada con matrícula oficial. El panel del techo estaba abierto y por allí asomaba la cabeza y el torso de un hombre. Con los codos apoyados sobre el techo, empezó a disparar una metralleta contra Charlie. Frente a ésta, los proyectiles excavaron surcos mellados y levantaron panes de césped compacto.
Charlie giró hacia el coche y liberó el poder en esa dirección. El poder seguía aumentando. Se trasformaba en algo dúctil pero portentoso, en algo invisible que ahora parecía autoalimentarse mediante una reacción en cadena que se propagaba con fuerza exponencial. El depósito de gasolina de la limusina explotó, y devoró la parte posterior del coche y disparó el tubo de escape en dirección al cielo como si fuera una jabalina. Pero aún antes de que ocurriera esto, la cabeza y el torso del tirador se habían incinerado, el parabrisas había estallado hacia adentro, y los neumáticos especiales a prueba de pinchazos habían empezado a chorrear como sebo.
El auto siguió rodando a través de su propio aro de fuego, sin control, y perdió su forma original y se derritió hasta parecer un torpedo. Dio dos volteretas y fue sacudido por una segunda explosión.
Ahora las secretarias huían de la otra casa, como hormigas pululantes. Charlie podría haberlas barrido con el fuego —y una parte de ella deseaba hacerlo— pero con un esfuerzo de su voluntad desfalleciente dirigió el poder hacia la casa misma, la casa donde ellos dos habían sido retenidos por la fuerza… la casa donde John la había traicionado.
Descargó el poder, todo el poder. Por un breve lapso pareció que no sucedía absolutamente nada. Hubo una tenue reverberación en el aire, como la que se produce sobre el hueco de una barbacoa donde las brasas han sido cubiertas con ceniza. . y entonces la casa estalló por completo.
La única imagen nítida que retuvo (y más tarde el testimonio de los sobrevivientes la reiteró varias veces) fue la de la chimenea de la mansión que se elevaba hacia el firmamento como una nave espacial de ladrillo, aparentemente intacta, mientras debajo de ella el edificio de veinticinco habitaciones se desintegraba como la casa de muñecas de una niña ante la llama de un soplete. Piedras, tablas, chapas, se remontaron por el aire y volaron a lomos del abrasador aliento del poder de Charlie: un aliento de dragón. Una máquina de escribir IBM, fundida y retorcida y convertida en algo semejante a un verde estropajo de acero anudado, salió despedida hacia arriba y después se estrelló contra el suelo entre las dos vallas, abriendo un cráter. La silla de una secretaria, cuyo asiento giratorio rotaba demencialmente, se perdió de vista con la velocidad de una flecha disparada por una ballesta.
El calor abrasó a Charlie a través del prado.
Miró en torno buscando algo más para destruir. Ahora el humo se elevaba al cielo desde varios lugares: desde las dos bellas mansiones edificadas antes de la guerra civil (una sola seguía siendo identificable como una mansión), desde el establo, desde lo que había sido una limusina. Incluso allí a la intemperie el calor era más y más intenso.
Y el poder seguía girando y girando, deseando que lo liberaran, necesitando que lo liberaran, pues de lo contrario se replegaría sobre su fuente y la destruiría.
Charlie ignoraba qué fenómeno inimaginable podría haberse producido finalmente. Pero cuando se volvió hacia la valla y hacia el camino que salía del reducto de la Tienda, vio a la gente que se arrojaba contra la tela metálica, empujada por un pánico ciego y frenético. En algunos tramos los cortocircuitos habían interrumpido el suministro de corriente y los fugitivos habían podido sortearla. Los perros se habían abalanzado sobre uno de estos fugitivos, una mujer joven, con una falda amarilla estilo «gaucho», que emitía espantosos chillidos.
Y Charlie oyó que su padre gritaba, con tanta nitidez como si estuviera vivo y junto a ella: ¡Ya basta, Charlie! ¡Ya basta! ¡Detente mientras aún puedes!
¿Pero podía?
Le volvió la espalda a la valla y buscó desesperadamente lo que necesitaba, al mismo tiempo que reprimía el poder, procurando mantenerlo estabilizado y suspendido. El poder empezó a reptar sin rumbo, trazando sobre el césped locas espirales que se ensanchaban progresivamente. Nada. Nada excepto… El estanque de los patos.