Don Jules se encontró al frente de la operación, a falta de otros mejores. Resistió lo más posible después de desencadenado el incendio, porque estaba convencido de que la niña se colocaría al alcance de sus armas. Cuando esto no sucedió —y cuando los hombres apostados en la parte de adelante del establo empezaron a vislumbrar lo que les había sucedido a sus compañeros apostados atrás— resolvió que no podía esperar más tiempo, sobre todo si quería preservar la disciplina. Empezó a avanzar y los otros lo siguieron… pero con expresión tensa y torva. Ya no parecían hombres alistados en un concurso de tiro al plato.
Entonces unas sombras se movieron rápidamente más allá de las puertas abiertas. La chica iba a salir. Levantaron las armas. Dos hombres dispararon antes de que asomara algo. Luego…
Pero no era la chica, sino los caballos. Media docena, ocho, diez, con la pelambre veteada de espuma, con los ojos girando en las órbitas y desencajados, despavoridos.
Los hombres de Jules, con las armas montadas, abrieron fuego. Incluso aquellos que se habían contenido, al comprobar que los que salían del establo eran caballos y no seres humanos, no pudieron seguir controlándose cuando vieron que los otros empezaban a disparar. Fue una masacre. Dos de los caballos se derrumbaron sobre las rodillas delanteras, uno de ellos relinchando lastimeramente. Chorros de sangre atravesaron el luminoso aire de octubre y dejaron la hierba pringada y resbaladiza.
—¡Basta! —vociferó Jules—. ¡Basta! ¡Dejad de acribillar a los jodidos caballos!
Ni que hubiera sido el rey Canuto dando órdenes a la marea. Los hombres —intimidados por algo que no podían ver, sobreexcitados por la chicharra de alarma, por la alerta Amarillo Crítico, por el fuego que ahora vomitaba un humo espeso y negro hacia el cielo, y por la detonación que había producido la gasolina para tractores al estallar— por fin tenían blancos móviles contra los cuales tirar… y tiraban.
Dos de los caballos yacían muertos sobre la hierba. Otro yacía mitad dentro y mitad fuera del camino interior de grava, con los ijares palpitantes. Otros tres, enloquecidos por el pánico, viraron hacia la izquierda y arremetieron contra los cuatro o cinco hombres allí dispersos. Éstos se apartaron, sin dejar de disparar, pero uno se enredó en sus propias piernas y fue pisoteado, entre alaridos.
—¡Alto! —rugió Jules—. ¡Alto! ¡Dejad… dejad de disparar! ¡Maldición, dejad de disparar, imbéciles!
Pero la matanza continuó. Los hombres volvían a cargar sus armas con un aire extraño, impasible. Muchos de ellos, al igual que Rainbird, eran veteranos de la guerra de Vietnam, y sus rostros tenían la expresión embotada, crispada, de los hombres que reviven una vieja pesadilla con exacerbación lunática. Algunos habían cesado de tirar, pero eran los menos. Cinco caballos yacían heridos o muertos sobre el césped y en el camino interior. Otros habían conseguido huir, y entre éstos se contaba Nigromante, que agitaba la cola como una bandera de combate.
—¡La chica! —gritó alguien, señalando hacia las puertas del establo—. ¡La chica!
Ya era demasiado tarde. Acababa de concluir la carnicería de los caballos y estaban distraídos. Cuando terminaron de volverse hacia el lugar donde se hallaba Charlie, con la cabeza gacha, pequeña y letal, enfundada en su vestido de dril y sus calcetines color azul oscuro que le llegaban hasta la rodilla, los regueros de fuego ya habían empezado a irradiarse desde ella hacia los demás, como hilos de tela de una araña mortífera.