19

Charlie seguía tanteando sin poder asimilar todo lo que había ocurrido.

¡Papá! —gritaba—. ¡Papá!

Todo le parecía difuso, espectral. El aire estaba saturado de humo caliente, asfixiante, y de centellas rojas. Los caballos seguían coceando las puertas de sus pesebres, pero ahora éstas, desprovistas de cerrojos, se abrían. Algunos de los caballos, por lo menos habían podido escapar.

Charlie se hincó de rodillas, buscando a tientas a su padre, y los caballos empezaron a pasar velozmente junto a ella, rumbo a la salida. Eran poco más que siluetas borrosas, oníricas. Arriba, una viga inflamada cayó acompañada por una lluvia de chispas y el fuego se comunicó al heno suelto de uno de los pajares del piso inferior. En el tramo corto de la L, un tambor de gasolina para tractores, de cien litros, estalló con un rugido sordo y crepitante. Los cascos vertiginosos pasaban a pocos centímetros de la cabeza de Charlie a medida que ésta se arrastraba con las manos estiradas hacia adelante como una ciega. Entonces uno de los caballos en fuga le asestó un golpe rasante y Charlie se desplomó hacia atrás. Una de sus manos encontró un zapato.

—¿Papá? —gimoteó—. ¿Papá?

Estaba muerto. Tuvo la certeza de que estaba muerto. Todo estaba muerto. El mundo se consumía. Habían matado a su madre y ahora también a su padre.

Empezaba a recuperar la vista pero todo seguía siendo borroso. Las ondas de calor palpitaban sobre su cabeza. Le recorrió la pierna a tientas, le tocó el cinturón, y después le palpó suavemente la camisa hasta que sus dedos encontraron una mancha húmeda, pegajosa. Se estaba ensanchando. Allí se detuvo horrorizada, sin poder adelantar más los dedos.

—Papá —susurró.

—¿Charlie?

No era más que un graznido desfalleciente, ronco… pero era él. La mano de Andy encontró su cara y tironeó débilmente.

—Ven aquí. A-acércate…

Ella se aproximó más y entonces su rostro surgió del fulgor grisáceo. Un rictus le tironeaba hacia abajo la mitad izquierda de la cara. Tenía el ojo en ese mismo lado muy inyectado en sangre, y esto le recordó aquel despertar en el motel de Hastings Glen.

—Papá, mira este desastre —gimió Charlie, y se echó a llorar.

—No hay tiempo —respondió él—. Escucha. ¡Escucha, Charlie!

Charlie se inclinó sobre él y le salpicó la cara con sus lágrimas.

—Esto tenía que suceder, Charlie… No malgastes tus lágrimas por mí. Pero…

—¡No! ¡No!

—¡Cállate, Charlie! —exclamó Andy con tono perentorio—. Ahora querrán matarte. ¿Entiendes? Basta… basta de juegos. Se quitarán los guantes. —Pronunció «guants» por la comisura de su boca cruelmente torcida—. No se lo permitas, Charlie. Y no permitas que oculten lo sucedido. No les permitas decir… que ha sido… sólo un incendio.

Había levantado un poco la cabeza y en ese momento la dejó caer nuevamente, resollando. Desde el exterior, sofocado por la voraz crepitación del fuego, llegó el débil e intrascendente tableteo de las armas… y una vez más el ulular de los caballos.

—Papá, no hables… descansa.

—No. Hay. Tiempo. —Utilizando el brazo derecho, consiguió volver a erguirse parcialmente para mirarla directamente a los ojos. Le chorreaba sangre de ambas comisuras de la boca—. Tienes que huir, si puedes, Charlie. —Ella le enjugó la sangre con el ruedo del vestido. El fuego la abrasaba desde atrás—. Huye, si puedes. Si tienes que matar a los que te cortan el paso, mátalos. Esta es una guerra. Demuéstrales que han estado en una guerra. —Ahora su voz declinaba—. Huye si puedes, Charlie. Hazlo por mí. ¿Entiendes?

Ella forzó un ademán de asentimiento.

Arriba, cerca del fondo, otra viga estalló como una rueda de fuegos artificiales, despidiendo chispas anaranjadas y amarillas. Entonces los azotó una bocanada de calor que parecía salir de la chimenea abierta de un horno. Sobre su piel centelleaban y se extinguían chispas semejantes a insectos hambrientos, mordedores.

—Cuida —Andy vomitó sangre espesa y expulsó dificultosamente las palabras—, cuida que nunca puedan volver a hacer algo como esto. Arrásalo, Charlie. Arrásalo íntegramente.

—Papá…

—Ahora vete. Antes de que se consuma todo.

—No puedo abandonarte —dijo ella con voz trémula, impotente.

Andy sonrió y la acercó aún más, como si quisiera susurrarle en el oído. Pero en cambio la besó.

—… amo, Ch… —balbuceó, y murió.