10

—Charlie —había dicho suavemente la voz. Procedía de arriba, ¿pero de dónde? Parecía surgir de todas partes.

Charlie tuvo un acceso de cólera… una cólera avivada por la naturaleza atrozmente injusta de todo eso, por la forma en que nunca terminaba, por la circunstancia de que ellos estaban en todos los recodos, bloqueando todas sus arremetidas hacia la libertad. Casi inmediatamente sintió que eso brotaba de su interior. Ahora eso estaba siempre mucho más cerca de la superficie… mucho más ansioso por eclosionar. Como en el caso del hombre que la había acompañado hasta allí. Cuando había desenfundado el arma, ella sencillamente la había recalentado para que la dejase caer. Por fortuna para él, las balas no habían estallado en el cargador.

Ya sentía cómo el calor se acumulaba dentro de ella y empezaba a irradiarse a medida que se encendía la enigmática batería o lo que fuera. Escudriñó los oscuros parajes de arriba pero no lo vio. Había demasiadas pilas de fardos de heno. Demasiadas sombras.

—Yo no lo haría, Charlie. —Ahora su voz era un poco más potente, pero todavía serena. Se abrió paso entre la bruma de ira y confusión.

—¡Deberías bajar aquí! —vociferó Charlie. Estaba temblando—. ¡Deberías bajar antes de que decida incendiarlo todo! ¡Puedo hacerlo!

—Ya sé que puedes —respondió la voz suave. Bajaba flotando desde ninguna parte, desde todas partes—. Pero si lo haces abrasarás un montón de caballos, Charlie. ¿No los oyes?

Los oía. Ahora que él se lo había hecho notar, los oía. Estaban casi despavoridos, y relinchaban y machacaban las puertas cerradas de sus pesebres. Nigromante estaba en uno de esos pesebres.

La respiración se le atascó en la garganta. Volvió a ver la franja de fuego que atravesaba la granja de Manders y las gallinas que estallaban.

Se volvió de nuevo hacia el cubo de agua y esta vez se asustó mucho. El poder tremolaba sobre el filo de su capacidad para controlarlo y dentro de un momento

(¡atrás!)

rompería las compuertas

(¡ATRÁS!)

y se dispararía hasta el cielo.

(¡¡¡ATRÁS, ATRÁS, ME OYES, RETROCEDE!!!)

Esta vez el agua que llenaba parcialmente el cubo no se limitó a despedir vapor. Hirvió instantánea, furiosamente. Un momento después el grifo cromado que se hallaba directamente encima del cubo giró dos veces, como una hélice, y después saltó del caño que asomaba de la pared. El artefacto voló a través del establo como un cohete y rebotó contra la pared de enfrente. Del caño manó un chorro de agua. Agua fría: ella sentía su frescura. Pero enseguida después de haber brotado se trasformó en vapor y una bruma nebulosa llenó el corredor que separaba los pesebres. A una manguera verde enroscada que colgaba de un gancho junto al caño se le derritieron y soldaron los segmentos de plástico.

(¡ATRÁS!)

Ella empezó a controlarlo, y retraerlo. Hacía un año no habría conseguido hacer eso y el poder habría tenido que completar su ciclo destructivo. Ahora lo dominaba mejor… ¡ah, pero había mucho más para dominar!

Se quedó donde estaba, tiritando.

—¿Qué más quieres? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué no nos dejas ir?

Un caballo lanzó un relincho, potente y asustado. Charlie entendía perfectamente lo que sentía el animal.

—Nadie cree se os pueda dejar ir, simplemente —respondió la voz sosegada de Rainbird—. Sospecho que ni siquiera tu padre piensa que eso sea posible. Eres peligrosa, Charlie. Y tú lo sabes. Si te dejáramos ir, los próximos en capturarte podrían ser los rusos, o los norcoreanos, o incluso los paganos chinos. Tal vez pienses que bromeo, pero no es así.

—¡Yo no tengo la culpa! —gritó Charlie.

—No —contestó Rainbird, con tono reflexivo—. Claro que no. Pero de todas maneras eso es pura palabrería. A mí no me interesa el factor Z, Charlie. Nunca me interesó. Sólo me interesas tú.

¡Embustero! —chilló Charlie con tono estridente—. Me engañaste, simulaste ser algo que no eras…

Se interrumpió. Rainbird sorteó con agilidad una pila baja de fardos, y después se sentó sobre el borde del pajar, con los pies colgando hacia afuera. El revólver descansaba sobre sus piernas. Su rostro parecía una luna salpicada de cráteres, allá en las alturas.

—No, no te mentí. Alteré la verdad, Charlie, eso fue lo único que hice. Y lo hice para salvarte la vida.

—Cochino embustero —susurró Charlie, pero la descorazonó descubrir que deseaba creerle. Empezó a sentir el picor de las lágrimas detrás de los ojos. Estaba exhausta y deseaba creerle, deseaba creer que él le había tenido estima.

—No te prestabas a sus pruebas —continuó Rainbird—. Tampoco tu padre. ¿Qué dirían ellos? ¿Dirían «Oh, cuánto lo sentimos, nos hemos equivocado», y os volverían a dejar en la calle? Ya has visto cómo proceden esos tipos, Charlie. Los viste disparar contra Manders en Hastings Glen. Le arrancaron las uñas a tu madre y después la ma…

¡Basta! —aulló Charlie, desgarrada por el dolor, y el poder volvió a agitarse, peligrosamente cerca de la superficie.

—No, no me callaré. Es hora de que sepas la verdad, Charlie. Yo te hice reaccionar. Te convertí en una persona importante para ellos. ¿Crees que lo hice porque era mi deber? Mierda. Son unos hijos de puta. Cap, Hockstetter, Pynchot, ese tal Jules que te trajo aquí… son todos unos hijos de puta.

Ella lo miraba fijamente, como si estuviera hipnotizada por su cara flotante. No tenía puesto el parche, y el lugar donde debería haber estado su ojo era un hueco contrahecho, como un recuerdo de la iniquidad.

—No te mentí acerca de esto —prosiguió, y se tocó la cara. Sus dedos se deslizaron suave, casi cariñosamente, por las cicatrices disecadas en el costado de su mandíbula y subieron hasta la mejilla desollada y hasta la misma cuenca cauterizada—. Sí, alteré la verdad. No estuve en la Ratonera de Hanoi, ni me lo hicieron los Vietcongs. Me lo hicieron mis propios camaradas. Porque eran unos hijos de puta, como todos los de aquí.

Charlie no entendía, no sabía de qué hablaba. Estaba aturdida. ¿No sabía él que podía achicharrarlo allí donde estaba sentado?

—Nada de esto importa —continuó—. Nada excepto tú y yo. Tenemos que franquearnos, Charlie. Esto es lo único que deseo. Ser franco contigo.

Y ella intuyó que decía la verdad… pero que una verdad más truculenta se agazapaba detrás de sus palabras. Había algo que callaba.

—Sube —añadió—, y hablaremos de esto.

Sí, era como un trance hipnótico. Y, hasta cierto punto, como un fenómeno telepático. Porque aunque ella captaba la configuración de esa verdad tenebrosa, sus pies empezaron a moverse hacia la escalera que conducía al pajar. Él no hablaba de hablar. Hablaba de terminar. De terminar con la duda, con la desdicha, con el miedo… de terminar con la tentación de generar conflagraciones aún más desorbitadas hasta que se produjera un desenlace pavoroso. En su propio estilo tortuoso, demencial, hablaba de ser su amigo en condiciones en las cuales nadie más podría serlo. Y… sí, esto era lo que anhelaba una parte de su ser. Una parte de su ser anhelaba terminar y liberarse.

Así que empezó a avanzar hacia la escalera, y sus manos estaban apoyadas sobre los peldaños cuando irrumpió su padre.