9

La chicharra de la puerta emitió su breve y áspero clamor, y Cap Hollister entró en el apartamento de Andy situado debajo de la más septentrional de las dos mansiones. No era el mismo de hacía un año. El hombre maduro, pero sano y robusto y espabilado. Aquel hombre había tenido unas facciones que podrías haber esperado ver asomadas sobre el borde de un refugio de cazadores de patos, en noviembre,, junto a una escopeta empuñada con desenvuelta autoridad. Este otro hombre caminaba arrastrando los pies distraídamente. Su cabello, que hacía un año era de un fuerte color gris acerado, estaba ahora casi blanco y era fino como el de un bebé. En su boca se dibujaba un tic espasmódico malsano. Pero el mayor cambio se reflejaba en sus ojos, que parecían azorados y hasta cierto punto infantiles. A ratos, esta expresión era interrumpida por una brusca mirada de soslayo, recelosa y temerosa y casi despavorida. Sus manos colgaban flojas a los costados y sus dedos se movían convulsivamente, sin ningún propósito. El eco se había convertido en un rebote que ahora saltaba de un lado a otro por su cerebro con una velocidad enloquecida, sibilante y letal.

Andy McGee se levantó para recibirlo. Estaba vestido exactamente igual que el día en que él y Charlie habían huido por la Tercera Avenida de Nueva York, con el coche verde de la Tienda en pos de ellos. Ahora la chaqueta de pana tenía desgarrada la costura del hombro izquierdo, y los pantalones de sarga marrón estaban desteñidos y brillantes en los bajos.

La espera le había hecho bien. Sentía que había podido reconciliarse con todo eso. No lo comprendía, no. Nunca lo comprendería, aunque él y Charlie consiguieran, después de todo, triunfar sobre los fantásticos obstáculos y consiguiesen escapar y sobrevivir. No encontraba ningún defecto fatal en su propia naturaleza que pudiera justificar ese portentoso embrollo, ni ningún pecado del padre que debiera expiar necesariamente su hija. No era incorrecto necesitar doscientos dólares ni participar en un experimento controlado, así como tampoco lo era anhelar la libertad. Si pudiera zafarme —pensó—, les diría lo siguiente: enseñadles a vuestros hijos, enseñadles a vuestros pequeños, enseñadles bien, que ellos afirman saber lo que hacen, y a veces lo saben, pero generalmente mienten. Pero las cosas eran como eran, ¿n’est-ce-pas? De una manera u otra por lo menos tendrían una última oportunidad. Lo cual no le hacía experimentar ningún sentimiento de clemencia o comprensión para con los culpables. Al ponerse en paz consigo mismo, había echado cenizas sobre el fuego de su odio contra los anónimos burocretinos que habían hecho eso en nombre de la seguridad nacional o de lo que fuera.

Aunque ya no eran anónimos. Uno de ellos estaba frente a él, sonriente y convulsionado y estólido. El estado de Cap no le inspiraba absolutamente ninguna compasión.

Tú te lo has buscado, hermano.

—Hola, Andy —dijo Cap—. ¿Todo listo?

—Sí —respondió Andy—. ¿Quiere llevar una de mis maletas?

La estolidez de Cap fue quebrada por una de esas miradas falsamente sagaces.

—¿Las ha revisado? —espetó—. ¿Para comprobar que no hay serpientes?

Andy empujó, débilmente. Quería disponer de la mayor reserva posible para un caso de emergencia.

—Levántela —ordenó, y señaló una de las dos maletas. Cap se adelantó y la levantó. Andy cogió la otra.

—¿Dónde está su coche?

—Está afuera —contestó Cap—. Lo han traído hasta la puerta.

—¿Alguien nos controlará? —Lo que había querido preguntar era si alguien los detendría.

—¿Por qué habrían de hacerlo? —inquirió Cap, sinceramente sorprendido—. Aquí mando yo.

Andy tuvo que conformarse con esto.

—Vamos a salir —explicó—, y meteremos el equipaje en el maletero…

—El maletero no ofrece peligro —lo interrumpió Cap—. Lo registré esta mañana.

—… y después iremos al establo y recogeremos a mi hija. ¿Alguna pregunta?

—No.

—Estupendo. Vamos.

Salieron del apartamento y se encaminaron hacia el ascensor. Unas pocas personas iban y venían por el pasillo, dedicadas a sus propios menesteres. Miraban cautelosamente a Cap y después DESVIABAN LA VISTA El ascensor los llevó hasta el salón de baile y Cap encabezó la marcha por el largo corredor de entrada. Josie, la pelirroja que controlaba la puerta el día en que Cap había despachado a Al Steinowitz rumbo a Hastings Glen, había ascendido a posiciones de mayor envergadura y mérito. Ahora la sustituía un hombre joven, prematuramente calvo, que fruncía el ceño sobre un texto de programación de computadoras. Tenía en una mano un rotulador amarillo. Cuando se aproximaron levantó la vista.

—Hola, Richard —saludó Cap—. ¿Devorando libros?

Richard rió.

—Más bien son ellos los que me devoran a mí. —Miró a Andy con curiosidad. Andy le devolvió la mirada sin inmutarse.

Cap introdujo el pulgar en una ranura y algo chasqueó. En la consola de Richard se encendió una luz verde.

—¿Lugar de destino? —preguntó Richard. Cambió su rotulador por un bolígrafo. Lo sostuvo en ristre sobre un pequeño libro encuadernado.

—El establo —respondió Cap rápidamente—. Vamos a recoger a la hija de Andy y ellos se fugarán.

—Base Andrews de la fuerza aérea —intervino Andy, y empujó. El dolor se implantó inmediatamente en su cabeza como un hacha de matarife con el filo embotado.

—BFA Andrews —asintió Richard, y lo anotó en el libro, junto con la hora—. Buenos días, caballeros.

Salieron al encuentro del sol y la brisa de octubre. El Vega de Cap estaba aparcado sobre la limpia grava blanca de la explanada semicircular.

—Deme sus llaves —ordenó Andy. Cap se las entregó, y Andy abrió el maletero y guardaron el equipaje. Andy cerró violentamente el maletero y devolvió las llaves—. Vamos.

Cap contorneó el estanque por un camino que llevaba al establo. En el trayecto, Andy vio a un hombre vestido con una chaqueta de béisbol, que corría hacia la casa de la que acababan de salir. Experimentó una ligera inquietud. Cap aparcó frente a las puertas abiertas del establo.

Estiró la mano hacia las llaves, pero Andy le detuvo con una palmadita.

—No. Deje el motor en marcha. Venga. —Se apeó del coche. La cabeza le palpitaba e irradiaba pulsaciones rítmicas de dolor hasta las profundidades de su cerebro, pero aún no eran demasiado insoportables. Aún no.

Cap también se apeó y se detuvo, indeciso.

—No quiero entrar ahí —murmuró. Sus ojos giraban frenéticamente de un lado a otro en las órbitas—. Está demasiado oscuro. Les gusta la oscuridad. Se esconden. Muerden.

—No hay serpientes —afirmó Andy, y empujó débilmente. Eso bastó para poner en movimiento a Cap, que sin embargo no parecía muy convencido. Entraron en el establo.

Hubo un momento sobrecogedor, espeluznante, en el que Andy pensó que Charlie no estaba allí. El cambio de la luz a la penumbra lo encegueció momentáneamente. La atmósfera estaba recalentada y bochornosa y algo había alarmado a los caballos. Estos relinchaban y coceaban en sus pesebres.

—Charlie —exclamó, con voz entrecortada y ansiosa—. ¿Charlie?

—¡Papá! —gritó ella, y a Andy lo acometió un arrebato de júbilo… un júbilo que se trocó en pánico cuando captó la estridencia aterrorizada de su voz—. ¡Papá, no entres! No entres…

—Creo que es un poco tarde para eso —dijo una voz que provenía de un lugar indeterminado de las alturas.