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El miércoles, a las seis de la mañana, Charlie McGee se levantó, se quitó el camisón y se metió bajo la ducha. Se lavó el cuerpo y el pelo, y luego abrió únicamente el grifo del agua fría y se quedó tiritando un minuto más bajo la lluvia fina. Se frotó con una toalla y después se vistió escrupulosamente: bragas de algodón, enagua de seda, calcetines azules oscuros hasta las rodillas, el vestido de dril. Finalmente se calzó sus mocasines desgastados y cómodos.

Había pensado que esa noche no podría dormir. Se había acostado llena de miedo y trémula excitación nerviosa. Pero había dormido. Y había soñado incesantemente, no con Nigromante y la carrera por el bosque, sino con su madre. Esto era extraño, porque no pensaba en su madre tan a menudo como antes. A veces su rostro se aparecía brumoso y distante en el recuerdo, como una fotografía desvaída. Pero en sus sueños de la noche pasada las facciones de su madre —sus ojos alegres, su boca cálida y generosa— habían aparecido tan nítidamente como si Charlie la hubiera visto el día anterior. Ahora, vestida y lista para la jornada, algunas de las arrugas anormales de tensión se habían borrado de su cara, y parecía tranquila. En la pared, junto a la puerta que comunicaba con la cocina americana, había un botón de llamada y un interfono embutido en una placa cromada, justo debajo del interruptor de la luz. Pulsó el botón.

—¿Sí, Charlie?

Al dueño de la voz sólo lo conocía por el nombre de Mike. A las siete —hora para la que en ese momento faltaban más o menos treinta minutos— Mike se iba y lo reemplazaba Louis.

—Quiero ir esta tarde al establo, para ver a Nigromante —manifestó—. ¿Se lo dirás a alguien?

—Le dejaré una nota al doctor Hockstetter, Charlie.

—Gracias. —Hizo una pausa, sólo por un momento. Terminabas por conocer sus voces. Mike, Louis, Gary. Y te forjabas una imagen mental de sus caras, así como de las de los disc jockeys que oías por la radio. Al fin les cobrabas estima. De pronto comprendió que casi seguramente nunca volvería a hablar con Mike.

—¿Algo más, Charlie?

—No, Mike. Que… tengas un buen día.

—Oh, gracias, Charlie. —Mike pareció sorprendido y complacido, al mismo tiempo—. Lo mismo digo.

Charlie encendió el televisor y sintonizó un programa de dibujos animados que trasmitían todas las mañanas por el cable privado. Popeye inhalaba espinaca por la pipa y se disponía a aporrear a Bruto. Parecía faltar una eternidad para la una.

¿Y si el doctor Hockstetter no la autorizaba a salir?

En la pantalla, mostraban un corte trasversal de los músculos de Popeye. En cada uno había aproximadamente dieciséis turbinas.

Será mejor que me autorice. Será mejor. Porque saldré. De una manera u otra, saldré.