Rainbird volvió a la casa donde se alojaba y se durmió vestido. Se despertó el martes después de mediodía y le telefoneó a Cap para informarle que esa tarde no iría a trabajar. Tenía un fuerte resfriado, posiblemente el comienzo de una gripe, y no quería correr el riesgo de contagiárselo a Charlie.
—Espero que eso no te impida viajar mañana a San Diego —manifestó Cap con voz perentoria.
—¿San Diego?
—Tres expedientes —replicó Cap—. Ultrasecretos. Necesito un mensajero. Tú. Tu avión despega mañana a las siete de la mañana, de Andrews.
Rainbird pensó deprisa. Esto también era obra de Andy McGee. Este conocía su existencia. Claro que la conocía. Eso había figurado en la nota para Charlie, junto con el demencial plan de evasión que McGee había fraguado, cualquiera que fuese dicho plan. Y esto explicaba por qué la chica se había comportado de una manera tan extraña el día anterior. Al ir al funeral de Hermán Pynchot, o al volver, Andy le había asestado un buen empujón a Cap, y éste había desembuchado todo. McGee despegaría de Andrews en la tarde del día siguiente. Ahora Cap le informaba que él, Rainbird, debía partir por la mañana. McGee utilizaba a Cap para quitarlo de en medio, en aras de su seguridad. Estaba…
—¿Rainbird? ¿Me escuchas?
—Sí. ¿No puede enviar a algún otro? Me siento bastante mal, Cap.
—No hay nadie en quien confíe tanto como en ti —respondió Cap—. Este asunto es dinamita. No querríamos que alguna… serpiente emboscada… pudiera robar el material.
—¿Ha dicho «serpiente»? —preguntó Rainbird.
—¡Sí! ¡Serpiente! —exclamó Cap, casi a gritos.
McGee lo había empujado, efectivamente, y dentro de Cap Hollister se estaba produciendo una misteriosa avalancha en cámara lenta. De pronto Rainbird tuvo la sensación —no, la certidumbre intuitiva— de que si se negaba y seguía machacando, Cap reventaría… como había reventado Pynchot.
¿Era esto lo que deseaba?
Decidió que no.
—De acuerdo —asintió—. Estaré en el avión. A las siete de la mañana. Saturado de antibióticos. Es un hijo de puta, Cap.
—Tengo pruebas irrefutables de la identidad de mi padre —contestó Cap, pero su chiste fue forzado y hueco. Parecía aliviado y trémulo.
—Sí, no lo dudo.
—Quizás jugarás un partido de golf mientras estés allá.
—No juego… —Golf. También le había mencionado el golf a Charlie, el golf y las serpientes. De alguna manera estos dos elementos formaban parte del aberrante carrusel que McGee había puesto en marcha en el cerebro de Cap—. Sí, quizás eso es lo que haré.
—Preséntate en Andrews a las seis y media —añadió Cap—, y pregunta por Dick Folsom. Es el asistente del mayor Puckeridge.
—Está bien —respondió Rainbird. No tenía el menor propósito de acercarse a la base Andrews de la fuerza aérea, al día siguiente—. Adiós, Cap.
Colgó y después se sentó en la cama. Se calzó las viejas botas que usaba para andar por el desierto y empezó a urdir planes.