Cap Hollister tuvo un día muy ajetreado después de regresar del funeral de Herm Pynchot. No había terminado de instalarse en su despacho cuando su secretaria le entregó un informe interdepartamental con el sello URGENTE. Llevaba la firma de Pat Hockstetter. Cap le dijo a su secretaria que lo comunicara con Vic Puckeridge y se arrellanó para leer el informe. Debería salir con más frecuencia, pensó. Eso ventilaba las células cerebrales o hacía algo por el estilo. Durante el viaje de regreso se le había ocurrido que en realidad era absurdo esperar toda una semana para enviar a McGee a Maui. El traslado lo efectuaría ese mismo miércoles.
Después el informe atrapó toda su atención.
Distaba mucho de estar escrito en el habitual estilo frío y barroco de Hockstetter. En verdad, estaba redactado en una prosa grandilocuente y casi histérica, y Cap pensó, un poco regocijado, que la chica debía de haberle acertado realmente a Hockstetter con un barril de mierda. De lleno, y en la cabeza.
Lo que decía, en síntesis, era que Charlie se había emperrado. Antes de lo previsto, eso era todo. Quizá —no, probablemente— aún antes de lo calculado por Rainbird. Bueno, esperarían unos días y después… después…
La ilación de sus pensamientos se quebró. Sus ojos asumieron una expresión remota, ligeramente perpleja. Vio en su mente un club de golf, un palo número cinco, que bajaba zumbando y que hacía impacto, sólidamente, en una pelota Spaulding. Oyó el zumbido suave, sibilante. Después la pelota salió despedida, a gran altura y blanca contra el cielo azul. Pero se desviaba… se desviaba…
Su frente se despejó. ¿En qué había estado pensando? No era normal que él se distrajera con semejantes fantasías. Charlie se había emperrado. Era en esto en lo que había estado pensando. Bueno, paciencia. No había por qué alterarse. La dejarían en paz durante un tiempo, quizás hasta el fin de semana, y después utilizarían a Rainbird para presionarla. Encendería un montón de fogatas sólo para sacar del aprieto a Rainbird.
Su mano subió hasta el bolsillo delantero de la americana y palpó el papelito doblado allí dentro. Volvió a oír mentalmente el débil zumbido de un palo de golf, que pareció reverberar en el despacho. Pero esta vez con un sigiloso ssssss semejante al de una… una serpiente. Qué desagradable. Las serpientes siempre le habían parecido desagradables, ya desde la más tierna infancia.
Con un esfuerzo, alejó de su cabeza todas esas necedades acerca de las serpientes y el golf. Quizás el funeral lo había turbado más de lo previsto.
Sonó la chicharra del interfono y su secretaria le comunicó que Puck estaba en la línea uno. Cap levantó el auricular y después de intercambiar algunas trivialidades le preguntó a Puck si surgiría algún problema en el caso de que resolvieran adelantar el traslado a Maui del sábado al miércoles. Puck consultó y respondió que no habría ningún problema.
—¿Digamos, alrededor de las tres de la tarde?
—Ningún problema —repitió Puck—. Pero no adelantes más la fecha, si no quieres colocarme en un aprieto. Esto empieza a ponerse peor que la autopista en las horas punta.
—No, ya no habrá más cambios —contestó Cap—. Y otra cosa: yo también iré. Pero guarda el secreto, ¿de acuerdo?
—¿Un poco de sol, juerga y faldas de hierbas?
—¿Por qué no? —asintió Cap—. Debo escoltar un cargamento valioso. Creo que si fuera necesario, podría justificarme ante una comisión del Senado. Y no disfruto de unas auténticas vacaciones desde 1973. Los malditos árabes y su petróleo jodieron la última semana de aquel año.
—Seré discreto —prometió Puck—. ¿Jugarás al golf mientras estés allá? Conozco por lo menos dos campos estupendos en Maui.
Cap se quedó callado. Miró pensativamente la superficie de su escritorio, atravesándola con la vista. Bajó un poco el teléfono, apartándolo de su oído.
—¿Cap? ¿Sigues ahí?
Un ruido débil y nítido y ominoso en ese pequeño y confortable despacho: Sssssssss…
—Mierda, creo que se ha cortado la comunicación —masculló Puck—. ¿Cap? ¿Ca…?
—¿Sigues desviando la pelota, amigo? —preguntó Cap. Puck rió.
—¿Bromeas? Cuando me muera, me enterrarán en uno de los jodidos obstáculos del campo de golf. Por un momento pensé que se había cortado la comunicación.
—Sigo aquí —respondió Cap—. Puck, ¿hay serpientes en Hawai?
Esta vez fue Puck quien hizo una pausa.
—¿Puedes repetir la pregunta?
—Serpientes. Serpientes venenosas.
—Yo… caray, que me lleve el diablo si lo sé. Puedo verificarlo, si es importante. —El tono dubitativo de Puck pareció insinuar que Cap tenía casi cinco mil espías a su disposición para reunir precisamente esos datos.
—No, está bien —dijo Cap. Volvió a sostener el teléfono contra el oído con mano firme—. Supongo que pensaba en voz alta. Debo de estar envejeciendo.
—Tú no. Cap. Eres inmortal, como los vampiros.
—Sí, quizá. Gracias, camarada.
—No hay de qué. Me alegra de que te tomes un descanso. Nadie lo merece más que tú, después de lo que has soportado este último año. —Se refería a Georgia, por supuesto. No sabía nada acerca de los McGee. Lo cual significaba, pensó Cap cansadamente, que no sabía ni la mitad de las cosas.
Se disponía a despedirse, cuando agregó:
—Entre paréntesis, Puck, ¿dónde repostará el avión? ¿Lo sabes, por casualidad?
—En Durban, Illinois —contestó Puck rápidamente—. En las afueras de Chicago.
Cap le dio las gracias, se despidió y colgó. Sus dedos subieron nuevamente hasta la nota guardada en el bolsillo y la tocaron. Sus ojos se posaron sobre el informe de Hockstetter. Parecía que la chica había estado muy ofuscada, además. Quizá no estaría de más que bajara a conversar con ella, a halagarla un poco.
Se inclinó hacia adelante y pulsó el interfono.
—¿Sí, Cap?
—Voy a salir un momento —dijo—. Volveré aproximadamente dentro de media hora.
—Está bien.
Se levantó y salió del despacho. En ese momento se llevó la mano al bolsillo delantero y volvió a tocar la nota.