El funeral fue una mala experiencia.
Andy había pensado que todo saldría perfecto. Su jaqueca había desaparecido y, al fin y al cabo, el funeral sólo era una excusa para quedarse a solas con Cap. Pynchot no le había caído simpático, aunque después de todo había resultado tan insignificante que ni siquiera merecía que lo odiaran. Su arrogancia mal disimulada y el evidente placer que le producía subyugar a otro ser humano habían sido, junto con su prioritaria preocupación por Charlie, las razones por las cuales el rebote que había generado en la mente de Pynchot no le causaba mucho remordimiento. Finalmente el rebote lo había descalabrado.
El eco no era nuevo para él, pero siempre había tenido la oportunidad de enmendar las cosas. Se trataba de algo en lo que ya era muy ducho cuando él y Charlie habían tenido que huir de Nueva York. En casi todos los cerebros humanos parecía haber cargas explosivas profundamente implantadas, temores y culpas muy arraigados, impulsos suicidas, esquizofrénicos, paranoides… incluso asesinos. El empujón producía un estado de extrema susceptibilidad y si una sugerencia se encauzaba por uno de esos senderos tenebrosos, podía ser destructiva. Una de las amas de casa que participaban en su Programa de Adelgazamiento había empezado a sufrir alarmantes trances catatónicos. Uno de sus ejecutivos le había confesado el anhelo morboso de bajar del armario el revólver que conservaba desde su paso por el ejército y de usarlo para jugar a la ruleta rusa, anhelo que se relacionaba de alguna manera en su mente con un cuento de Edgar Alan Poe, «William Wilson», que había leído cuando era alumno de la escuela secundaria. En ambos casos, Andy había conseguido frenar el eco antes de que éste se disparara y se convirtiera en un rebote mortal. En el caso del ejecutivo —un empleado de banca, de tercera categoría, rubio y taciturno— le había bastado darle otro empujón y sugerirle plácidamente que nunca había leído el cuento de Poe. El vínculo, cualquiera que éste hubiera sido, se cortó. En el caso de Pynchot nunca se le había presentado la oportunidad de cortar el eco.
Mientras se dirigían al funeral bajo una fría y susurrante lluvia de otoño, Cap habló incansablemente del suicidio de Pynchot. Parecía querer acostumbrarse a la idea. Afirmó que no había creído posible que un hombre mantuviera… mantuviera simplemente su brazo allí adentro una vez que las cuchillas empezaban a picar y triturar. Pero Pynchot lo había hecho. De alguna manera lo había hecho. Fue entonces cuando a Andy empezó a estropeársele el funeral.
Los dos sólo asistieron a los servicios que se celebraron al pie de la tumba, bastante alejados del grupo de deudos y amigos que se apiñaban bajo un ramo de paraguas negros en flor. Andy descubrió que una cosa era recordar la arrogancia de Pynchot; la sed de poder de un hombrecillo, de un pequeño César, que no lo tenía en realidad; el incesante e irritante tic nervioso que remedaba una sonrisa. Y otra cosa muy distinta era ver a esa esposa pálida y desvaída, con su traje negro y su sombrero con velo, que retenía las manos de sus dos hijos (el más pequeño tenía aproximadamente la edad de Charlie, y ambos parecían totalmente aturdidos y apáticos, como drogados), y que sabía —como tenía que saber— que todos los deudos y amigos estaban enterados de que a su marido lo habían encontrado vestido con la ropa interior de ella, con el brazo derecho volatilizado casi hasta el codo, aguzado como un lápiz viviente, con su sangre rociada sobre el fregadero y los aparadores, con pingajos de carne…
La garganta de Andy se convulsionó irremisiblemente. Se inclinó hacia adelante bajo la lluvia fría, luchando contra esa sensación. La voz del sacerdote se alzaba y bajaba absurdamente.
—No quiero estar aquí —dijo Andy—. ¿Podemos irnos?
—Sí, por supuesto —respondió Cap. El también estaba pálido, avejentado, y no parecía rebosante de salud—. Ya he asistido a suficientes funerales en este año.
Se alejaron del grupo congregado alrededor de la falsa hierba. Las flores ya estaban ajadas y derramaban pétalos en medio de la fuerte lluvia. El ataúd descansaba sobre sus rieles frente a la fosa. Avanzaron juntos hacia el camino sinuoso de grava donde el coche de Cap, de modelo económico, estaba aparcado cerca del final del cortejo fúnebre. Otros tres o cuatro hombres, apenas visibles, se desplazaban alrededor de ellos. Andy pensó que ahora debía de saber cómo se sentía el Presidente de los Estados Unidos.
—Es tremendo para la viuda y los pequeños —comentó Cap—. Me refiero al escándalo.
—Ella… esto… ¿recibirá ayuda?
—Muy generosa, desde el punto de vista económico —contestó Cap, con voz casi monótona. Ya se acercaban al camino. Andy vio el Vega anaranjado de Cap, aparcado a un lado. Dos hombres montaban en un Biscayne situado delante. Otros dos montaron en un Plymouth gris situado atrás—. Pero nadie podrá sobornar a esas dos criaturas. ¿Vio la expresión de sus rostros?
Andy no dijo nada. Ahora se sentía culpable: era como si una sierra muy cortante le estuviera disecando las tripas. Ni siquiera lo consolaba pensar que su propia situación había sido desesperada. Lo único que podía hacer ahora era conservar el rostro de Charlie frente a él… Charlie y una figura tétricamente ominosa detrás de ella, un pirata tuerto llamado John Rainbird que había conquistado sigilosamente la confianza de Charlie para poder apresurar el día en que…
Montaron en el Vega y Cap puso el motor en marcha. El Biscayne de adelante arrancó y Cap lo siguió. El Plymouth ocupó su lugar detrás de ellos.
Andy experimentó una certidumbre súbita, casi macabra, de que el empuje lo había abandonado nuevamente, de que cuando lo intentara sería en vano. Como si ésa hubiera de ser la forma de expiar la tragedia reflejada en el rostro de los dos niños.
¿Pero qué otra cosa podía hacer, si no intentarlo?
—Vamos a conversar un poco —le dijo a Cap, y empujó. El empuje estaba allí, y la jaqueo apareció casi enseguida. Era el castigo por emplearlo tan pronto después de la última vez—. Eso no le impedirá conducir.
Cap pareció acomodarse en su asiento. Su mano izquierda, que se estaba estirando hacia el intermitente, vaciló un momento y después completó el movimiento. El Vega siguió serenamente al coche guía entre las grandes columnas de piedra, para desembocar en la carretera.
—No, no creo que la conversación me impida conducir —respondió Cap.
Estaban a treinta y dos kilómetros del reducto. Andy había verificado el cuentakilómetros al partir y nuevamente al llegar al cementerio. Una buena parte del trayecto se efectuaba por la carretera de la que le había hablado Pynchot, la 301. Era una ruta de tránsito rápido. Calculó que no disponía de más de veinticinco minutos para concertarlo todo. Durante los dos últimos días casi no había pensado en otra cosa y creía que lo tenía todo muy bien montado… pero había algo que necesitaba averiguar sin falta.
—¿Durante cuánto tiempo usted y Rainbird pueden asegurarse la cooperación de Charlie, capitán Hollister?
—No mucho más —manifestó Cap—. Rainbird montó el tinglado muy inteligentemente, de forma que es el único que la controla realmente en ausencia de su padre. El padre sustituto. —En voz baja, casi salmodiando, añadió—: Es su padre cuando su padre no está.
—¿Y cuando deje de cooperar, la matarán?
—No inmediatamente. Rainbird podrá manipularla durante un poco más de tiempo. —Cap encendió el intermitente para señalar que giraría por la 301—. Fingirá que los hemos descubierto. Que hemos descubierto que ellos dos actuaban en connivencia. Que él le aconsejaba cómo debía manejar su… su problema. Que él le había pasado mensajes a usted.
Se calló, pero Andy no necesitaba saber más. Se sentía descompuesto. Se preguntó si se habían felicitado de que fuera tan fácil embaucar a una chiquilla, ganar su afecto en un lugar solitario y aprovecharla para sus propios fines una vez que habían conquistado su confianza. Cuando se les agotaran los recursos, se limitarían a decirle que su único amigo, el ordenanza John, sería despedido y probablemente juzgado en virtud de la Ley de Secretos de Estado, por jactarse de ser su amigo. Charlie haría lo demás por su propia iniciativa. Charlie pactaría con ellos. Seguiría cooperando.
Ojalá me encuentre pronto con ese tipo. Ojalá
Pero ahora no tenía tiempo para pensar en eso, y si todo salía bien nunca se encontraría con Rainbird.
—Han programado enviarme a Hawai dentro de una semana a partir de hoy —dijo Andy.
—Sí, es cierto.
—¿Cómo?
—En un avión de transporte militar.
—¿Con quién habló para acordar esa operación?
—Con Puck —respondió Cap inmediatamente.
—¿Quién es Puck, capitán Hollister?
—El mayor Víctor Puckeridge. De Andrews.
—¿La base Andrews de la fuerza aérea?
—Sí, desde luego.
—¿Es amigo suyo?
—Jugamos juntos al golf. —Cap sonrió vagamente—. Siempre desvía la pelota. Es una calamidad.
Magnífica noticia, pensó Andy. La cabeza le palpitaba como un diente cariado.
—¿Y si le telefoneara esta tarde y le dijera que desea adelantar el vuelo tres días?
—¿Sí? —preguntó Cap dubitativamente.
—¿Eso implicaría un problema? ¿Mucho papeleo?
—Oh, no. Puck es una calamidad con el papeleo. —La sonrisa reapareció, ligeramente torcida y nada alegre, en verdad—. Desvía la pelota. Es una calamidad. ¿Se lo dije?
—Sí. Me lo dijo.
—Oh. Bueno.
El coche ronroneaba a una velocidad perfectamente legal de noventa kilómetros por hora. La lluvia había amainado para reducirse a una niebla estable. Los limpiaparabrisas chasqueaban regularmente.
—Telefonéele esta tarde, Cap. Apenas regrese.
—Telefonearle a Puck, sí. Precisamente pensaba que eso era lo que debía hacer.
—Comuníquele que deben trasladarme el miércoles en lugar del sábado.
Cuatro días no eran suficientes para recuperarse —más bien habría necesitado tres semanas— pero ahora se acercaban rápidamente al punto crítico. Había empezado la partida final. Ése era el hecho, y Andy debía admitirlo, obligadamente. No dejaría… no podía dejar a Charlie más tiempo del indispensable a merced de ese abominable Rainbird.
—El miércoles en lugar del sábado.
—Sí. Y después adviértale a Puck que usted también vendrá.
—¿Que yo iré? No puedo…
Andy renovó el empujón. Le dolió, pero empujó con fuerza. Cap respingó en su asiento. El coche coleó ligeramente en la carretera, y Andy volvió a pensar que estaba haciendo todo lo posible por generar un eco en la cabeza de ese tipo.
—Yo también iré, sí. Yo también iré.
—Eso es —asintió Andy hoscamente—. Ahora bien, ¿qué medidas de seguridad han tomado?
—Ninguna en particular —contestó Cap—. Usted está casi incapacitado por el Toracín. Además, se ha desmoronado y no puede utilizar su poder de dominación mental. Ha vuelto al estado latente.
—Ah, sí —murmuró Andy, y se llevó a la frente una mano un poco trémula—. ¿Eso significa que volaré solo en el avión?
—En absoluto— replicó Cap inmediatamente—. Creo que yo también iré.
—Si, ¿pero habrá alguien además de nosotros dos?
—Nos acompañarán dos hombres de la Tienda, en parte para desempeñarse como comisarios de a bordo y en parte para vigilarlo a usted. Es un procedimiento de rutina, ya sabe. Para proteger la inversión.
—¿Sólo está previsto que nos acompañen dos agentes? ¿Está seguro?
—Sí.
—Y la tripulación, por supuesto.
—Sí.
Andy miró por la ventanilla. Ya estaban a mitad de camino. Esa era la parte crucial, y la cabeza le dolía tanto que temía olvidar algo. Si lo olvidaba, todo el castillo de naipes se vendría abajo.
Charlie, pensó, y trató de recomponerse.
—Hawai está muy lejos de Virginia, capitán Hollister. ¿El avión hará una escala para repostar?
—Sí.
—¿Sabe dónde?
—No —contestó Cap serenamente, y Andy tuvo ganas de pegarle un puñetazo en el ojo.
—Cuando hable con… —¿Cómo se llamaba? Hurgó frenéticamente en su mente exhausta, dolorida, y lo recuperó—. Cuando hable con Puck, averigüe dónde hará escala el avión para repostar.
—Sí, de acuerdo.
—Introduzca el tema con naturalidad en la conversación.
—Sí, introduciré el tema con naturalidad en la conversación y averiguaré dónde hará escala el avión para repostar. —Miró a Andy con ojos pensativos, soñadores, y Andy se preguntó sin saber por qué si ese hombre era el que había mandado matar a Vicky. Experimentó una necesidad repentina de ordenarle que acelerara a fondo y enfilara hacia el estribo del puente que se aproximaba a ellos. No lo hizo por Charlie. ¡Charlie!, exclamó su mente. Contrólate por Charlie.
—¿Le dije que Puck es una calamidad? —inquirió Cap afablemente.
—Sí, me lo dijo. —¡Piensa! ¡Piensa, maldito seas! Lo más probable era que se tratara de un lugar próximo a Chicago o Los Angeles. Pero no de un aeropuerto civil como O’Hare o Los Angeles International. El avión repostaría en una base aérea. Este hecho no afectaba por sí mismo a su lastimoso plan (era una de las pocas cosas que no lo afectaban) siempre que pudiera averiguar por anticipado de qué lugar se trataba—. Nos gustaría partir a las tres de la tarde —añadió.
—A las tres.
—Y cuide de que John Rainbird esté lejos.
—¿Quiere que lo mande a otra parte? —preguntó Cap con tono esperanzado, y Andy sintió un escalofrío al descubrir que Cap le temía a Rainbird… le temía mucho.
—Sí. No importa dónde.
—¿San Diego?
—Está bien.
Ahora. El último salto. Estaba a punto de darlo. Delante de ellos, una señal verde reflectante indicaba la rampa de salida que correspondía a Longmont. Andy metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo una hoja doblada de papel. Por un momento se limitó a retenerla sobre las piernas, entre el pulgar y el índice.
—A los dos tipos de la Tienda que nos acompañarán a Hawai, les dirá que deben reunirse con nosotros en la base aérea —dictaminó Andy—. En Andrews. Usted y yo iremos a Andrews tal como estamos viajando ahora.
—Sí.
Andy inhaló profundamente.
—Pero mi hija vendrá con nosotros.
—¿Ella? —Por primera vez. Cap se mostró agitado—. ¿Ella? Es peligrosa. No puede… no podemos…
—No era peligrosa hasta que ustedes empezaron a manipularla —espetó Andy con tono airado—. Mi hija viajará con nosotros y usted no volverá a contradecirme, ¿entendido?
Esta vez el zarandeo del coche fue más pronunciado y Cap gimió.
—Viajará con nosotros —asintió—. No volveré a contradecirlo. Eso duele. Eso duele.
Pero no tanto como me duele a mí.
Entonces su voz pareció provenir de muy lejos, filtrada por la red de dolor empapada en sangre que se ceñía cada vez con más fuerza en torno de su cerebro.
—Le dará esto —ordenó Andy, y le pasó a Cap la nota doblada—. Déselo hoy, pero con cuidado, para que nadie sospeche.
Cap guardó la nota en el bolsillo anterior de su americana. Se estaban aproximando a la Tienda. A su izquierda se levantaba la doble hilera de vallas electrizadas. Más o menos cada veinte metros se veían carteles de advertencia.
—Repita los puntos más importantes —dijo Andy. Cap recitó rápida y concisamente, con la voz de un hombre al que le han enseñado a aprender las cosas de memoria desde los días de su juventud en la academia militar.
—Tomaré las medidas necesarias para que usted parta rumbo a Hawai en un avión de transporte militar el miércoles en lugar del sábado. Yo lo acompañaré. Su hija también nos acompañará. Los dos agentes de la Tienda que vendrán con nosotros nos esperarán en Andrews. Le preguntaré a Puck dónde repostará el avión. Se lo preguntaré cuando le telefonee para cambiar la fecha del vuelo. Tengo una nota para su hija. Se la entregaré después de hablar con Puck, y lo haré sin despertar sospechas. Y cuidaré que John Rainbird esté el miércoles en San Diego. Creo que eso es lo fundamental.
—Sí —respondió Andy—. Creo que sí. —Se recostó contra el respaldo del asiento y cerró los ojos. Por su mente cruzaron fragmentos entremezclados del pasado y el presente, al azar, como briznas de paja arrastradas por un vendaval. ¿Era realmente posible que eso saliera bien, o acaso no estaba haciendo más que pactar la muerte para ellos dos? Ahora sabían qué era capaz de hacer Charlie: habían tenido experiencias de primera mano. Si su plan fracasaba, completarían el vuelo en ese avión de transporte. Dentro de dos ataúdes.
Cap se detuvo en la garita de guardia, bajó el cristal y entregó una tarjeta de plástico, que el centinela introdujo en la terminal de una computadora.
—Adelante, señor —dijo el centinela.
Cap arrancó de nuevo.
—Un detalle más, capitán Hollister. Usted olvidará todo esto. Hará todo aquello de lo que hemos hablado, con la mayor espontaneidad. No lo discutirá con nadie.
—Está bien.
Andy hizo un ademán afirmativo con la cabeza. No estaba bien, pero debería conformarse. Existían muchísimas posibilidades de que se desencadenara un eco porque se había visto obligado a empujar a ese hombre con una fuerza tremenda y también porque las instrucciones que le había dado entraban en total contradicción con su naturaleza. Tal vez Cap podría llevar a cabo todo lo que le había encomendado, simplemente en virtud del cargo que desempeñaba allí. Tal vez no. En ese momento Andy estaba demasiado cansado y dolorido para preocuparse excesivamente por ello. Apenas pudo apearse del coche, Cap tuvo que cogerlo por el brazo para sostenerlo. Notó vagamente que la fría llovizna otoñal le producía una sensación agradable en el rostro.
Los dos hombres del Biscayne lo miraron con una especie de fría repulsión. Uno de ellos era Don Jules. Jules llevaba una camiseta azul con la leyenda EQUIPO OLÍMPICO DE BEBEDORES.
Mirad bien al gordo drogado, pensó Andy, medio aturdido. Nuevamente estaba al borde del llanto, y la respiración empezó a atascársele y convulsionársele en la garganta. Miradlo bien ahora, porque si el gordo escapa esta vez, va a hacer saltar toda esta inmundicia.
—Calma, calma —dijo Cap, y le palmeó el hombro con un aire condescendiente y rutinario de compasión.
Tú limítate a hacer lo que te ordené, pensó Andy, mientras se esforzaba por contener las lágrimas. No volvería a llorar delante de ellos, delante de ninguno de ellos. Tú limítate a hacer lo que te ordené, hijo de puta.
De regreso en su apartamento, Andy se tambaleó hasta la cama casi sin darse cuenta de lo que hacía, y se quedó dormido. Estuvo como muerto durante las seis horas siguientes, mientras la sangre se escurría de una minúscula perforación en su cerebro y varias células encefálicas palidecían y morían.
Cuando se despertó, eran las diez de la noche. El dolor de cabeza seguía en su apogeo. Se llevó las manos a la cara. Los puntos insensibles habían reaparecido: uno debajo del ojo izquierdo, otro sobre el pómulo del mismo lado, y otro justo debajo de la mandíbula. Esta vez eran más grandes.
No podré realizar muchos más esfuerzos sin matarme, pensó, y supo que esto era cierto. Pero resistiría el tiempo necesario para llevar esa operación a buen término, para darle una oportunidad a Charlie, si podía. De alguna manera se las apañaría para sobrevivir hasta entonces.
Fue al cuarto de baño y bebió un vaso de agua. Después volvió a tumbarse y, al cabo de un largo rato, se durmió nuevamente. Lo último que pensó, antes de dormirse, fue que Charlie ya habría leído su nota.