Cuando Hockstetter se hubo ido, Charlie se derrumbó sobre el sofá, con las manos sobre la cara, sollozando. La embestían oleadas de emociones antagónicas: remordimiento y horror, indignación, incluso una especie de placer colérico. Pero el miedo era más fuerte que todas las demás. Las cosas habían cambiado cuando ella había accedido a participar en las pruebas. Temía que hubieran cambiado definitivamente. Y ahora no sólo deseaba ver a su padre. Lo necesitaba. Lo necesitaba para que le dijera lo que debía hacer a continuación.
Al principio había recibido recompensas: los paseos al aire libre con John, el derecho a cepillar a Nigromante, y después a montarlo. Amaba a John y amaba a Nigromante… Si por lo menos ese estúpido hubiera comprendido cómo la había martirizado al decirle que Nigromante le pertenecía a ella cuando Charlie sabía que nunca sería suyo. El robusto caballo sólo era suyo en los sobresaltados sueños que recordaba a medias. Pero ahora… ahora… las mismas pruebas, la oportunidad de usar su poder y de sentirlo crecer… eso empezaba a ser la recompensa. Se había transformado en un juego sobrecogedor pero cautivante. Y Charlie intuía que sólo había raspado la superficie. Era como un bebé que apenas ha aprendido a caminar.
Necesitaba a su padre, lo necesitaba para que él le dijese qué era lo bueno, qué era lo malo, si debía perseverar o si debía detenerse definitivamente. Si…
—Si puedo detenerme —susurró.
Esto era lo más pavoroso de todo: no saber ya con certeza si podía detenerse. Y si no podía, ¿qué implicaría eso? Oh, ¿qué implicaría?
Se echó a llorar de nuevo. Nunca se había sentido tan atrozmente sola.