3

—Quiero ver a mi padre —anunció Charlie cuando entró Hockstetter. Estaba pálida y desvaída. Había cambiado su vestido por un viejo camisón y tenía el cabello suelto sobre los ojos.

—Charlie… —empezó a contestar Hockstetter, pero olvidó súbitamente lo que se había propuesto agregar. El informe de Brad Hyuck y las trascripciones de la telemetría en las que aquel se sustentaba lo preocupaban tremendamente. El hecho de que Brad hubiese confiado esos dos últimos párrafos a la letra impresa decía mucho y sugería aún más.

El mismo Hockstetter estaba asustado. Al dar el visto bueno para la trasformación de la capilla en sala de pruebas, Cap también había autorizado la instalación de más acondicionadores de aire Kelvinator alrededor del apartamento de Charlie: no ocho sino veinte. Hasta ese momento sólo habían colocado seis, pero después de la prueba nº 4, a Hockstetter le daba lo mismo que los instalaran o no. Pensaba que podían montar doscientos de esos condenados aparatos sin que ello bloqueara su poder. Ya no se trataba de que ella pudiera matarse o no a sí misma. Era cuestión de saber si podía destruir o no todas las dependencias de la Tienda, si lo deseaba… y quizá de paso todo el este de Virginia. Ahora Hockstetter pensaba que si ella se empeñaba en hacer todo eso, podía hacerlo. Y el elemento final de su secuencia lógica era aún más alarmante: ahora sólo Rainbird estaba en condiciones de controlarla eficazmente. Y Rainbird estaba loco.

—Quiero ver a mi padre —repitió Charlie. Su padre se hallaba en el funeral del pobre Hermán Pynchot. Había ido en compañía de Cap, a petición de este último. Incluso la muerte de Pynchot, aunque desvinculada de todo lo que sucedía allí, parecía haber proyectado su propia sombra maligna sobre la mente de Hockstetter.

—Bueno, creo que eso se podrá arreglar —respondió Hockstetter cautelosamente—, si nos muestras un poco más…

—Les he mostrado bastante —lo interrumpió ella—. Quiero ver a mi padre. —Su labio inferior se estremeció. Sus ojos estaban velados por las lágrimas.

—Tu ordenanza —comentó Hockstetter—, el indio, dijo que esta mañana no quisiste montar en tu caballo después de la prueba. Parecía preocupado por ti.

—No es mi caballo —replicó Charlie, con voz gangosa—. Aquí no hay nada mío. Nada excepto mi padre y… ¡quiero verlo! —Su voz se elevó hasta trocarse en un grito colérico, lloroso.

—No te excites, Charlie —exclamó Hockstetter, súbitamente asustado. ¿La temperatura había subido de pronto allí adentro, o eso sólo era producto de su imaginación?—. No… no te excites.

Rainbird. Rainbird debería haberse ocupado de ese trabajo, maldición.

—Escúchame, Charlie —ostentó una sonrisa ancha, cordial—. ¿Te gustaría ir a Six Flags, en Georgia? Es el parque de atracciones más estupendo de todo el sur, exceptuando quizá Disney World. Arrendaríamos todo el parque por un día, sólo para ti. Podrías montar en la noria gigante, visitar la casa encantada, dar vueltas en el tiovivo…

—No quiero ir a ningún parque de atracciones. Sólo quiero ver a mi padre. Y lo veré. ¡Espero que usted me escuche, porque lo veré!

Hacía más calor.

—Está sudando —comentó Charlie.

Él recordó la pared refractaria, que había estallado tan rápidamente que las llamas sólo se veían gracias a la filmación en cámara lenta. Recordó la bandeja de acero que había dado dos volteretas al volar a través de la habitación, despidiendo virutas incandescentes. Si dirigía ese poder contra él, se convertiría en un montón de cenizas y huesos calcinados casi antes de darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Oh Dios por favor…

—Charlie, de nada te servirá enfadarte conmigo…

—Sí —dictaminó ella, ciñéndose estrictamente a la verdad—. Sí, me servirá. Y estoy furiosa con usted, doctor Hockstetter. Muy furiosa.

—Charlie, por favor…

—Quiero verlo —repitió Charlie—. Ahora váyase. Dígales que quiero ver a mi padre y después podrán someterme a más pruebas si lo desean. No me molesta. Pero si no lo veo, haré que suceda algo. Dígaselo.

Hockstetter se fue. Pensaba que debería haber agregado algo más, algo que redimiera un poco su dignidad, que compensara un poco el miedo

(«está sudando»)

que ella había visto estampado en su rostro, pero no se le había ocurrido nada. Se fue, y ni siquiera la puerta de acero que lo separaba de ella bastó para mitigar por completo su miedo… ni su cólera contra John Rainbird. Porque Rainbird había previsto esto, y no le había advertido nada. Y si acusaba a Rainbird de ello, el indio se limitaría a exhibir su sonrisa escalofriante y preguntaría quién era el psiquiatra allí, después de todo.

Las pruebas habían mitigado el trauma que la disuadía de prender fuego hasta convertir dicho trauma en algo semejante a una represa de tierra en la que habían aparecido filtraciones en doce lugares distintos. Las pruebas le habían suministrado la práctica necesaria para retinar un tosco martillo de poder y hacer de él algo que ella podía arrojar con letal precisión, tal como un artista de circo lanza un cuchillo balanceado.

Y las pruebas habían sido la lección objetiva perfecta. Le habían demostrado a Charlie, sin un asomo de duda, quién mandaba allí.

Ella.