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Los dos hombres que habían acompañado a Andy hasta el despacho lo miraron con recelo: el Kleenex, los ojos enrojecidos y lacrimosos, el brazo paternal que Cap le había pasado sobre los hombros. Más o menos la misma expresión se reflejó en el semblante de la secretaria de Cap.

—Cuando se enteró de que Pynchot había muerto tuvo un colapso y se echó a llorar —comentó Cap serenamente—. Quedó muy alterado. Creo que buscaré la forma de que pueda asistir al funeral de Hermán conmigo. ¿Eso le gustaría, Andy?

—Sí —contestó Andy—. Sí, por favor. Si lo puede arreglar. Pobre doctor Pynchot. —Y súbitamente prorrumpió en un llanto auténtico.

Los dos hombres lo guiaron por delante del asistente atónito y ofuscado del senador Thompson, que tenía en las manos varios cartapacios con cubiertas azules. Sacaron de allí a Andy, que seguía llorando. Cada uno lo tenía ligeramente cogido por el codo. Ambos tenían una expresión de disgusto muy similar a la de Cap, de repulsión por ese gordo drogadicto que había perdido totalmente el control de sus emociones y todo sentido de la perspectiva y que derramaba un torrente de lágrimas por un hombre que había sido su captor.

Las lágrimas de Andy eran auténticas… pero era por Charlie por quien lloraba.