Dos hombres vinieron a buscarlo. Reconoció a uno de ellos por haberlo visto en la granja de Manders.
—Acompáñanos, muchacho —dijo uno de ellos—. Vamos a dar un paseíto.
Andy sonrió estúpidamente, pero por dentro afloró el terror. Había sucedido algo. Algo malo. No enviaban a tipos como ésos cuando se trataba de algo bueno. Quizá lo habían desenmascarado. En verdad, esto era lo más probable.
—¿A dónde?
—Acompáñanos, eso es todo.
Lo condujeron al ascensor, pero cuando desembocaron en el salón de baile lo llevaron al interior de la casa y no afuera. Pasaron por la oficina de las mecanógrafas, y entraron en un despacho más pequeño donde una secretaria escribía la correspondencia con una máquina IBM.
—Entren —dijo.
Pasaron de largo junto a ella, por la derecha, y entraron por una puerta en un pequeño estudio con un ventanal desde el cual se divisaba el estanque de los patos a través de una barrera de alisos bajos. Detrás de un antiguo escritorio de tapa corredera estaba sentado un hombre maduro, de facciones espabiladas, inteligentes. Tenía las mejillas sonrosadas, pero por la acción del sol y el viento y no del alcohol, pensó Andy. El hombre miró a Andy, y después hizo una seña con la cabeza a los dos agentes que lo habían traído.
—Gracias. Pueden esperar afuera.
Salieron.
El hombre sentado detrás del escritorio miró fijamente a Andy, que le devolvió una mirada apática, sonriendo todavía un poco. Rogó al cielo que no estuviera exagerando.
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó.
—Soy el capitán Hollister. Puede llamarme Cap. Según dicen, estoy al frente de este rodeo.
—Mucho gusto en conocerlo —respondió Andy. Ensanchó un poco su sonrisa. Por dentro, la tensión se incrementó con otra vuelta de rosca.
—Tengo malas noticias para usted, Andy.
(oh Dios qué desgracia se trata de Charlie algo le ha pasado a Charlie)
Cap seguía escudriñándolo implacablemente con esos ojillos astutos, unos ojillos tan profundamente implantados en sus simpáticas redes de pequeñas arrugas que casi no notabas lo fríos y penetrantes que eran.
—¿Oh?
—Sí —dijo Cap, y se quedó callado un momento. Y el silencio se devanó cruelmente.
Cap se había abstraído en la observación de sus manos, que estaban pulcramente entrelazadas sobre el secante, delante de él. Andy necesitó hacer un esfuerzo sobrehumano para no abalanzarse sobre el escritorio y estrangularlo. Entonces Cap levantó la vista.
—El doctor Pynchot ha muerto, Andy. Se mató anoche.
La mandíbula de Andy se desencajó con una expresión de auténtica sorpresa. Lo recorrieron sensaciones alternadas de alivio y horror. Y encima se desplegaba, como un cielo búlleme sobre un mar alborotado, la convicción de que esto lo cambiaba todo… ¿pero cómo? ¿Cómo?
Cap lo miraba. Sospecha. Sospecha algo. ¿Pero sus sospechas son serias o sólo forman parte de su profesión?
Un centenar de interrogantes. Necesitaba tiempo para cavilar y no lo tenía. Tendría que reflexionar sobre la marcha.
—¿Esto lo sorprende? —le preguntó Cap.
—Era mi amigo —contestó Andy sencillamente, y cerró la boca para no añadir nada más.
Ese hombre lo escucharía pacientemente. Haría una pausa suficientemente larga después de cada comentario de Andy (como la hacía ahora) para darle la oportunidad de meter la pata, de hablar sin sopesar sus palabras. La técnica habitual en los interrogatorios. Y en esa jungla había trampas encubiertas. Andy lo intuía nítidamente. Había sido un eco, por supuesto. Un eco que se había trasformado en un rebote. Había empujado a Pynchot y había generado un rebote y éste lo había despedazado. Pero a pesar de todo, Andy no encontraba en su corazón un atisbo de compasión. Vislumbraba el horror… y la presencia de un troglodita que festejaba y se regocijaba.
—Está seguro de que fue… quiero decir, a veces un accidente puede parecer…
—Temo que no fue un accidente.
—¿Dejó un mensaje? (¿nombrándome?)
—Se vistió con la ropa interior de su esposa, entró en la cocina, puso en marcha la trituradora de residuos, y metió el brazo dentro.
—Oh… Dios… mío. —Andy se sentó pesadamente. Si no hubiera habido una silla a mano se habría sentado en el suelo. Sus piernas no lo sostenían. Miró a Cap Hollister con espanto y náuseas.
—¿Usted no tuvo nada que ver con eso, verdad, Andy? —inquirió Cap—. ¿No lo habrá empujado a hacerlo, por casualidad?
—No —respondió Andy—. Aunque todavía pudiera, ¿por qué habría de hacer algo semejante?
—Quizá porque quería enviarlo a Hawai —argumentó Cap—. Quizá usted no deseaba ir a Maui, porque su hija está aquí. Quizá nos ha estado engañando hasta ahora, Andy.
Y aunque ese capitán Hollister reptaba sobre la cresta de la verdad, Andy experimentó una ligera distensión en el pecho. Porque si hubiera pensado realmente que él había empujado a Pynchot al suicidio, no habrían mantenido esa entrevista a solas. No, sencillamente se atenía a las reglas, y eso era todo. Probablemente, en el expediente de Pynchot figuraba todo lo que hacía falta para justificar su suicidio, sin necesidad de buscar métodos arcanos de asesinato. ¿Acaso no decían que la tasa de suicidios entre los psiquiatras era más alta que en cualquier otra profesión?
—No, no es cierto— protestó Andy. Parecía asustado, aturdido, a punto de balbucear—. Yo deseaba ir a Hawai. Se lo dije. Sospecho que por eso quiso someterme a más pruebas, porque yo deseaba irme. Creo que en cierto sentido no le caía simpático. Pero le aseguro que no he tenido nada que ver con… con lo que le ha pasado.
Cap lo estudió pensativamente. Sus miradas se cruzaron fugazmente y entonces Andy bajó la suya.
—Bueno, le creo, Andy —asintió Cap—. En estos últimos tiempos, Herm Pynchot había estado sometido a grandes presiones. Supongo que eso forma parte de la vida que vivimos. Es lamentable. Súmele a eso su travestismo secreto y, bueno, será duro para su esposa. Muy duro. Pero nosotros cuidamos de los nuestros, Andy. —Andy sintió que los ojos de ese hombre lo taladraban—. Sí, siempre cuidamos de los nuestros. Esto es lo más importante.
—Por supuesto —murmuró Andy con voz embotada.
Se estiró el silencio. Después de un rato Andy levantó la vista, esperando encontrarse con la mirada de Cap. Pero Cap contemplaba el jardín y los alisos y sus facciones parecían fláccidas y ofuscadas y avejentadas. Eran las facciones de un hombre que se ha dejado llevar por la tentación de pensar en otros tiempos, quizá más dichosos. Vio que Andy lo observaba y una pequeña arruga de repulsión cruzó por su semblante y después se borró. De pronto, Andy experimentó un acceso de odio corrosivo. ¿Por qué no habría de sentirse asqueado Hollister? Veía sentado frente a él a un gordo drogadicto… o eso era lo que creía ver. ¿Pero quién daba las órdenes? ¿Y qué le estás haciendo a mi hija, viejo monstruo?
—Bueno —dijo Cap—, me complazco en informarle que de todos modos irá a Maui, Andy. No hay mal que por bien no venga, ¿no es cierto? Ya he iniciado los trámites burocráticos.
—Bueno, eso me gusta. Pobre doctor Pynchot. —Pareció abatido durante un momento simbólico y después preguntó ansiosamente—: ¿Cuándo me iré de aquí?
—Lo antes posible. A fines de la semana próxima, a más tardar.
¡Un máximo de nueve días! Fue como si le hubieran asestado un golpe en el estómago con un ariete.
—Ha sido un placer hablar con usted, Andy. Lamento que nos hayamos conocido en estas circunstancias tristes y desagradables.
Estiró la mano hacia la clavija del interfono, y Andy comprendió repentinamente que no podía permitir que hiciera eso. En su apartamento equipado con cámaras y micrófonos estaría reducido a la impotencia. Pero si ese individuo era realmente el mandamás, su despacho debía estar acorazado contra indiscreciones. Debía de hacerlo controlar regularmente para evitar la instalación de micrófonos ocultos. Por supuesto, tal vez tenía sus propios sistemas de escucha, pero…
—Baje la mano —ordenó Andy, y empujó.
Cap vaciló. Su mano se replegó y se unió a la otra sobre el secante. Miró el jardín con esa expresión distraída, evocativa.
—¿Graban las reuniones que se celebran en su despacho?
—No —respondió Cap parsimoniosamente—. Durante mucho tiempo tuve aquí un Uher 5.000 activado por la voz, como el que puso en aprietos a Nixon, pero lo hice desmontar hace catorce semanas.
—¿Por qué?
—Porque me pareció que estaba a punto de perder el empleo.
—¿Por qué le pareció que estaba a punto de perder el empleo?
Cap contestó rápidamente, con una especie de letanía:
—Por improductivo. Por improductivo. Por improductivo. Los resultados deben justificar la asignación de fondos. Hay que reemplazar al jefe. Sin cintas magnetofónicas no hay escándalo.
Andy trató de adelantarse a los hechos. ¿Eso lo llevaba en la dirección que él quería seguir? Era imposible preverlo, y tenía poco tiempo. Se sintió como el niño más estúpido de la cacería del tesoro. Optó por avanzar un poco más por el mismo camino.
—¿Por qué era improductivo?
—El poder de dominación mental de McGee se había agotado. Estaba definitivamente anulado. Todos opinaban lo mismo. La chica se negaba a prender fuego. Juraba que no lo haría, en ningún caso. Decían que yo estaba obsesionado por el Lote Seis. Que había perdido la chaveta. —Sonrió—. Ahora está arreglado. Incluso Rainbird lo dice.
Andy renovó el empujón, y en su frente empezó a latir una pequeña pulsación de dolor.
—¿Por qué está arreglado?
—Tres pruebas hasta ahora. Hockstetter ha entrado en éxtasis. Ayer inflamó una placa de acero laminado. Una temperatura localizada de más de veinte mil grados durante cuatro segundos, afirma Hockstetter.
La conmoción le intensificó la jaqueca y le dificultó el control de sus pensamientos arremolinados. ¿Charlie estaba generando combustiones? ¿Qué le habían hecho? ¿Qué, en nombre de Dios?
Abrió la boca para preguntarlo y zumbó el interfono. El sobresalto le hizo empujar con mucha más fuerza de la necesaria. Por un momento, le aplicó a Cap casi todas sus reservas. Cap se estremeció de pies a cabeza como si lo hubieran azotado con una aguijada eléctrica para reses. Basqueó débilmente y su rostro perdió casi por completo el color. La jaqueca de Andy dio un salto cuántico, y se exhortó inútilmente a conservar la calma. Si tenía un derrame cerebral en el despacho de ese hombre no le haría ningún favor a Charlie.
—No haga eso —gimió Cap—. Duele…
—Ordene que no lo molesten durante los próximos diez minutos —dijo Andy. En alguna parte el caballo negro coceaba la puerta del pesebre. Quería salir, quería galopar libremente. Sintió que una transpiración aceitosa le chorreaba por las mejillas.
El interfono volvió a zumbar. Cap se inclinó hacia adelante y accionó la clavija hacia abajo. Sus facciones habían envejecido quince años.
—Cap, el asistente del senador Thompson está aquí con las cifras que usted pidió para el Proyecto Salto.
—Que nadie me moleste durante los próximos diez minutos —espetó Cap, y cortó la comunicación.
Andy estaba empapado en sudor. ¿Eso los detendría? ¿U olerían que había gato encerrado? No importaba. Como Willy Loman había sido tan propenso a llorar, el bosque ardía. Jesús, ¿por qué pensaba en Willy Loman? Se estaba volviendo loco. El caballo negro no tardaría en salir y podría ir montado. Casi soltó una risita.
—¿Charlie ha estado generando incendios?
—Sí.
—¿Cómo lo consiguieron?
—El cebo. Fue idea de Rainbird. A cambio de las dos primeras pruebas, la dejamos salir al parque. Ahora le permitimos montar a caballo. Rainbird piensa que esto bastará para conformarla durante las dos semanas próximas. —Y repitió—: Hockstetter ha entrado en éxtasis.
—¿Quién es Rainbird? —inquirió Andy, sin sospechar que acababa de formular la pregunta clave. Cap habló en ráfagas breves durante los cinco minutos siguientes. Le explicó a Andy que Rainbird era un asesino de la Tienda que había recibido heridas espantosas en Vietnam, donde había perdido un ojo (el pirata tuerto de mi sueño, pensó Andy, aturdido). Le explicó a Andy que Rainbird había estado a cargo de la operación de la Tienda que había culminado con la captura de Andy y Charlie en la laguna Tashmore. Le contó la historia del apagón y de la inteligente iniciativa que había tomado Rainbird para inducirla a producir fuego en condiciones experimentales. Por último, le informó a Andy que lo que le interesaba personalmente a Rainbird en toda esa operación era apropiarse de la vida de Charlie cuando por fin se agotara esa sucesión de patrañas. Habló de esos asuntos con voz desprovista de emoción pero curiosamente urgida. Después se calló.
Andy escuchó con indignación y pánico crecientes. Cuando Cap concluyó su disertación, temblaba como una hoja. Charlie, pensó. Oh, Charlie, Charlie.
Ya casi se habían agotado sus diez minutos, y aún necesitaba saber mucho más. Los dos permanecieron en silencio durante unos cuarenta segundos. Un observador podría haber pensado que eran viejos amigos que ya no necesitaban hablar para comunicarse. La mente de Andy se había disparado.
—Capitán Hollister —dijo.
—¿Sí?
—¿Cuándo será el funeral de Pynchot?
—Pasado mañana —respondió Cap parsimoniosamente.
—Iremos. Usted y yo. ¿Entiende?
—Sí, entiendo. Iremos al funeral de Pynchot.
—Yo pedí ir. Cuando oí que había muerto me derrumbé y me eché a llorar.
—Sí, se derrumbó y se echó a llorar.
—Estaba muy alterado.
—Sí, lo estaba.
—Iremos en su coche particular, los dos solos. Podrá haber gente de la Tienda en los coches de adelante y de atrás, y motoristas a ambos lados, si ése es el procedimiento normal, pero iremos solos. ¿Entiende?
—Oh, sí. Está perfectamente claro. Nosotros dos solos.
—Y conversaremos largamente. ¿Entiende?
—Sí, conversaremos largamente.
—¿En su coche hay micrófonos ocultos?
—Absolutamente ninguno.
Andy empezó a empujar otra vez, con una serie de toquecitos suaves. Cada vez que empujaba. Cap respingaba un poco, y Andy comprendió que existían muchas probabilidades de que estuviera generando un eco allí dentro, pero tenía que hacerlo.
—Hablaremos del lugar donde está encerrada Charlie. Hablaremos de la forma de desencadenar un caos en estas instalaciones sin bloquear todas las puertas como cuando se produjo el apagón. Y hablaremos de la forma en que Charlie y yo podremos salir de aquí. ¿Entiende?
—No se supone que deban escapar —protestó Cap con un tono rencoroso, infantil—. Eso no figura en el guión.
—Ahora sí figura —dictaminó Andy, y volvió a empujar.
—¡Auuuu! —gimió Cap.
—¿Lo entiende?
—Sí, lo entiendo, no, no vuelva a hacer eso, ¡duele!
—Este Hockstetter… ¿se opondrá a que yo vaya al funeral?
—No, Hockstetter está totalmente obsesionado por la niña. Desde hace un tiempo casi no piensa en otra cosa.
—Estupendo. —No era nada estupendo. Era desesperante—. Un último detalle, capitán Hollister. Usted olvidará que mantuvimos esta pequeña conversación.
—Sí, la olvidaré por completo.
El caballo negro estaba suelto. Empezaba a galopar. Sácame de aquí —pensó Andy vagamente—. Sácame de aquí. El caballo está suelto y el bosque arde. La jaqueca arremetió en un ciclo nauseabundo de dolor palpitante.
—Todo lo que le he dicho se le ocurrirá con la mayor naturalidad, como si fuera idea suya.
—Sí.
Andy miró el escritorio de Cap y vio una caja de Kleenex. Sacó uno y empezó a enjugarse los ojos. No lloraba, pero la jaqueca le había hecho lagrimear y se alegró de ello.
—Ya puedo irme —le informó a Cap.
Lo soltó. Cap volvió a mirar los alisos, abstraído. Su rostro se reanimó, poco a poco, y giró hacia Andy, que se estaba secando los ojos y se sorbía la nariz. No era necesario exagerar.
—¿Cómo se siente ahora, Andy?
—Un poco mejor —respondió Andy—. Pero… usted sabe… recibir la noticia así…
—Sí, sí, lo alteró mucho —asintió Cap—. ¿Quiere tomar un café o algo?
—No, gracias. Prefiero volver a mi apartamento, por favor.
—Claro que sí. Lo acompañaré hasta la puerta.
—Gracias.