19

Esa tarde empezó a nublarse y al anochecer ya caía una fría lluvia de otoño. En una casa de un suburbio muy pequeño y escogido cercano al reducto de la Tienda —un suburbio llamado Longmont Hills— Patrick Hockstetter estaba en su taller, armando un modelo de barco (los barcos y su Thunderbird reacondicionado eran sus únicos hobbies, y en toda la casa había docenas de sus balleneros y fragatas y paquebotes) y pensando en Charlie McGee. Estaba de excepcional buen humor. Pensaba que si conseguían que realizara otra docena de pruebas —incluso otras diez— su futuro estaría asegurado. Podría pasar el resto de su vida investigando las propiedades del Lote Seis… con un aumento sustancial en su remuneración. Pegó cuidadosamente con cola un palo de mesana en el lugar apropiado y empezó a silbar.

En otra casa de Longmont Hills, Hermán Pynchot estiraba un par de bragas de su esposa sobre una erección descomunal. Sus ojos estaban oscurecidos y en trance. Su mujer había ido a una fiesta organizada por una firma de ventas a domicilio. Uno de sus hijos encantadores estaba en una reunión de Boy Scouts y su otro hijo encantador participaba en el torneo de ajedrez de la escuela secundaria. Pynchot se abrochó cuidadosamente uno de los sostenes de su esposa detrás de la espalda. Colgaba fláccidamente sobre su pecho esmirriado. Se miró en el espejo y pensó que estaba… bueno, muy bonito. Entró en la cocina, sin preocuparse por el hecho de que las ventanas no tenían cortinas. Caminaba como en sueños. Se detuvo junto al fregadero y miró las fauces del dispositivo de eliminación de residuos recién instalado. Después de reflexionar largamente, lo puso en marcha. Y al son de sus dientes de acero giratorios y triturantes, cogió su miembro con la mano y se masturbó. Cuando el orgasmo hubo llegado y pasado, se sobresaltó y miró en torno. Sus ojos estaban preñados de un terror indefinible: eran los ojos de un hombre que despierta de una pesadilla. Detuvo la trituradora de residuos y corrió al dormitorio, agazapándose al pasar frente a las ventanas. Le dolía y zumbaba la cabeza. ¿Qué le sucedía, por Dios?

En una tercera casa de Longmont Hills —una casa desde la que se veía una colina, lujo que gentes como Hockstetter y Pynchot no estaban en condiciones de pagar— Cap Hollister y John Rainbird bebían coñac de sendas copas panzonas, en la sala. El equipo estereofónico de Cap difundía música de Vivaldi. Este había sido uno de los favoritos de su esposa. Pobre Georgia.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Cap con voz lenta, mientras se preguntaba nuevamente por qué había invitado a su casa a ese hombre al que odiaba y temía. El poder de la chica era extraordinario, y suponía que los poderes extraordinarios generaban extrañas alianzas—. El hecho de que mencionara la «próxima vez» con tanta naturalidad es muy significativo.

—Sí —sentenció Rainbird—. Parece que en verdad tenemos una cuerda para estirar.

—Pero no durará eternamente. —Cap agitó su coñac, y después enfrentó con un esfuerzo la mirada del único ojo refulgente de Rainbird—. Creo entender cómo te propones estirar esa cuerda, aunque Hockstetter no lo sepa.

—¿Lo entiende?

—Sí —respondió Cap, hizo una pausa y después acotó—: Es peligroso para ti.

Rainbird sonrió.

—Si ella llega a descubrir a qué bando perteneces realmente —prosiguió Cap—, es muy probable que aprendas lo que siente un bistec dentro de un horno de microondas.

La sonrisa de Rainbird se ensanchó hasta transformarse en la desagradable mueca de un tiburón.

—¿Y usted me llorará, capitán Hollister?

—No —contestó Cap—. Sería inútil mentirte. Pero desde hace un tiempo, desde antes de que ella se decidiera a hacerlo concretamente, siento rondar por aquí el fantasma del doctor Wanless. A veces sobre mi propio hombro. —Miró a Rainbird por encima del borde de la copa—. ¿Crees en los fantasmas, Rainbird?

—Sí, creo en ellos.

—Entonces ya sabes a qué me refiero. Durante la última entrevista que tuve con él, intentó ponerme sobre aviso. Utilizó una metáfora, déjame recordar, John Milton a los siete años, esmerándose por trazar su nombre en letras legibles, y ese mismo ser humano madurando hasta poder escribir El Paraíso perdido. Me habló del… del potencial destructivo de esa chica.

—Sí —repitió Rainbird, y su ojo centelleó.

—Wanless me preguntó qué haríamos si descubríamos que contábamos con una chiquilla que inicialmente podía generar incendios y que, en etapas sucesivas, sería capaz de provocar explosiones nucleares y, finalmente, de partir el planeta en dos. Pensé que era cómico e irritante, y que estaba loco.

—Pero ahora cree que posiblemente tenía razón.

—Digamos que a veces me lo pregunto a las tres de la mañana. ¿Tú no?

—Cap, cuando el equipo del Proyecto Manhattan detonó su primer artefacto atómico, nadie sabía muy bien qué iba a pasar. Una escuela de pensamiento sostenía que la reacción en cadena no terminaría nunca… que tendríamos un sol en miniatura brillando en ese desierto hasta el fin del mundo.

Cap asintió lentamente con la cabeza.

—Los nazis también eran horribles —prosiguió Rainbird—. Los japoneses eran horribles. Ahora los alemanes y los japoneses son buenos y los rusos son horribles. Los musulmanes son horribles. ¿Quién sabe qué es lo que será horrible en el futuro?

—La chica es peligrosa —afirmó Cap y se levantó, inquieto—. Wanless tenía razón al respecto. Es un callejón sin salida.

—Quizá.

—Hockstetter dice que el lugar donde aquella bandeja se estrelló contra la pared quedó ondulado. Era una lámina de acero, pero el calor la onduló. La bandeja quedó totalmente deformada. Ella la fundió. Es posible que esa chica haya generado una temperatura de tres mil grados en ese recinto, durante una fracción de segundo. —Escudriñó a Rainbird, pero este paseaba la mirada distraídamente por la sala, como si hubiera perdido el interés—. Lo que digo es que lo que planeas hacer es peligroso para todos nosotros, y no sólo para ti.

—Oh, sí —asintió Rainbird, con tono complaciente—. Existe un riesgo. Quizá no será necesario hacerlo. Quizás Hockstetter logrará lo que desea antes de que tengamos que poner en ejecución… esto… el plan B.

—Hockstetter es un personaje singular —sentenció Cap tajante—. Es un adicto a la información. Nunca estará satisfecho. Podría experimentar dos años con ella y seguiría aduciendo que nos apresuramos demasiado cuando… cuando se la quitemos. Tú lo sabes y yo lo sé, así que no juguemos.

—Lo sabremos cuando llegue la hora —replicó Rainbird:—. Yo lo sabré.

—¿Y qué sucederá entonces?

—Entrará John el ordenanza amigo —explicó Rainbird, con una ligera sonrisa—. La saludará, le hablará y la hará sonreír. John el ordenanza amigo la hará feliz porque nadie más puede lograrlo. Y cuando John sepa que ha llegado al colmo de la felicidad, le asestará un golpe en el caballete de la nariz, de manera que éste se fracture explosivamente y que los fragmentos de hueso se le incrusten en el cerebro. Será una operación rápida… y cuando suceda le estaré mirando la cara.

Sonrió, pero esta vez no como un tiburón. Su sonrisa fue tierna, bondadosa… y paternal. Cap terminó su coñac. Lo necesitaba. Sólo deseó que Rainbird supiera con exactitud cuándo sería el momento justo porque de lo contrario todos ellos podrían descubrir lo que sentía un bistec en un horno de microondas.

—Estás loco —afirmó Cap. Las palabras se le escaparon antes de que pudiera reprimirlas, pero Rainbird no pareció ofenderse.

—Oh, sí —asintió, y vació su copa. Siguió sonriendo.