18

Al caminar de regreso con ella, Rainbird dijo:

—Deberías pedirle a Hockstetter que te deje montar ese caballo, si te gusta tanto.

—No… no podría… —murmuró ella, y lo miró desorbitada y atónita.

—Oh, claro que podrías —afirmó él, con una interpretación premeditadamente errada—. No entiendo mucho de caballos, pero sé que los que están castrados son teóricamente mansos. Parece enorme, pero no creo que se desboque contigo, Charlie.

—No, no me refería a eso. No me lo permitirán.

Él le colocó las manos sobre los hombros y la detuvo.

—Charlie McGee, a veces eres realmente tonta. Me hiciste un gran favor aquella vez que se apagaron las luces, Charlie, y guardaste el secreto. Así que ahora escúchame y te lo devolveré. ¿Quieres volver a ver a tu padre?

Ella hizo enseguida un ademán afirmativo con la cabeza.

—Entonces debes demostrarles que esto va en serio. Cada vez que generas fuego cuando te lo piden, para una de sus pruebas, les sacas algo a cambio —La sacudió suavemente por los hombros—. Te habla tu tío John. ¿Me escuchas?

—¿Crees realmente que me lo permitirían, John? ¿Si se lo pidiera?

—¿Si se lo pidieras? Quizá no. Pero si se lo ordenaras, sí. A veces los oigo hablar. Cuando entras a vaciar las papeleras y los ceniceros, piensan que no eres más que otro mueble. Ese Hockstetter se está meando en los pantalones.

—¿De veras? —Charlie sonrió un poco.

—De veras. —Echaron a andar nuevamente—. ¿Qué me dices de ti, Charlie? Sé que antes estabas muy asustada. ¿Qué sientes ahora?

Ella tardó mucho en contestar. Y cuando lo hizo, habló en un tono más reflexivo y en cierta medida más adulto que el que Rainbird le había oído emplear hasta entonces.

—Ahora es distinto —explicó—. Es mucho más fuerte. Pero… lo controlo mejor que antes. Aquel día, en la granja —se estremeció un poco y bajó ligeramente la voz—, sencillamente… se me escapó durante un rato. Iba… iba por todas partes. —Sus ojos se velaron. Exploró su memoria y vio las gallinas que estallaban como horribles fuegos de artificio vivientes—. Pero ayer, cuando le ordené que cesara, cesó. Me dije que sólo sería una pequeña fogata. Y así ocurrió. Fue como si pudiera proyectarlo en una sola línea recta.

—¿Y después lo recogiste dentro de ti misma?

—Dios mío, no —exclamó Charlie, mirándolo—. Lo dirigí al agua. Si lo recogiera dentro de mí misma… supongo que me abrasaría yo.

Caminaron un rato en silencio.

—La próxima vez habrá que poner más agua.

—¿Pero ya no tienes miedo?

—No tanto como antes —respondió Charlie, realizando una cuidadosa distinción—. ¿Cuándo crees que me dejarán ver a mi padre?

Él le rodeó los hombros con el brazo, en un ademán de ruda camaradería.

—Sigue engatusándolos, Charlie —sentenció él.