—Son muy bellos —murmuró Charlie—. Todo es muy bello. Estaban junto al estanque de los patos, no lejos del lugar donde Pynchot y su padre se habían detenido pocos días atrás. Este día era mucho más fresco y algunas hojas habían empezado a colorearse. Un viento ligero, un poco más inclemente que una brisa, ondulaba la superficie del estanque.
Charlie volvió la cara hacia el sol y cerró los ojos, sonriendo. John Rainbird, plantado junto a ella, había estado acantonado seis meses en la prisión militar de Camp Stewart, en Arizona, antes de que lo enviaran al exterior, y había visto esa misma expresión en los rostros de los hombres que salían a la intemperie después de cumplir una larga y rigurosa sentencia en el calabozo.
—¿Te gustaría que fuéramos hasta la cuadra y echar una mirada a los caballos?
—Oh, sí, claro que sí —respondió Charlie enseguida, y lo miró tímidamente—. Quiero decir, si no te molesta.
—¿Molestarme? A mí también me gusta salir al aire libre. Esto es un recreo para mí.
—¿Te asignaron esta tarea?
—No. —Echaron a andar por el borde del estanque hacia la cuadra situada en el otro extremo de la propiedad—. Pidieron voluntarios. Creo que después de lo que sucedió ayer no se presentaron muchos.
—¿Los asusté? —preguntó Charlie, exagerando un poco la dulzura de su tono.
—Sospecho que sí —contestó Rainbird, y eso era la pura verdad. Cap había alcanzado a Charlie mientras ésta deambulaba por el pasillo y la había escoltado de regreso hasta su apartamento. El joven que había huido de su puesto junto al encefalógrafo, sería destinado en breve a la ciudad de Panamá. La reunión de personal que se había celebrado después de la prueba había sido una cosa de locos: los científicos habían hecho gala de todas sus virtudes y de todos sus defectos; por un lado habían enunciado pomposamente un centenar de ideas novedosas, y por otro se habían preocupado hasta la exasperación —y tardíamente— por la forma de controlarla.
Sugirieron que aislaran sus aposentos con materiales refractarios, un servicio de guardia durante las veinticuatro horas del día, que le administraran drogas otra vez. Rainbird los escuchó hasta hartarse, y entonces golpeó fuertemente el borde de la mesa de conferencias con la parte metálica de su pesada sortija de turquesa. Golpeó hasta atraer la atención de todos los presentes. Como Hockstetter le tenía antipatía (y quizá no habría sido exagerado decir que lo odiaba), su equipo de científicos compartía este sentimiento, pero la estrella de Rainbird había ascendido a pesar de ello. Al fin y al cabo, había pasado buena parte de cada día en compañía de ese lanzallamas humano.
—Sugiero —dijo, mientras se levantaba y los miraba benévolamente desde la lente destrozada de su cara—, que no modifiquemos la política anterior. Hasta ahora ustedes actuaban fundándose sobre la premisa de que probablemente la chica no tenía la facultad que sabían que había sido documentada dos docenas de veces, y de que si efectivamente la tenía, era una facultad mínima, y de que si no era mínima, era probable que no volviera a utilizarla nunca más. Ahora saben que no es así, y quieren ofuscarla de nuevo.
—No es cierto —protestó Hockstetter, fastidiado—. Eso es sencillamente…
—¡Es cierto! —le espetó Rainbird, y Hockstetter volvió a encogerse en su silla. Rainbird sonrió nuevamente a los rostros congregados alrededor de la mesa—. Pues bien. La chica vuelve a comer. Ha engordado cuatro kilos y medio y ya no es una sombra escuálida de lo que debería ser. Lee, habla, pinta. Ha pedido una casa de muñecas, y su amigo el ordenanza prometió que trataría de conseguírsela. En síntesis, nunca estuvo mejor predispuesta desde que llegó aquí. Caballeros, ¿supongo que no nos pondremos a hacer tonterías ahora, verdad?
El hombre que había controlado anteriormente el equipo de video manifestó, con voz titubeante:
—¿Pero qué haremos si incendia su pequeña suite?
—Si ésa fuera su intención —replicó Rainbird parsimoniosamente—, lo habría hecho ya.
Nadie objetó ese argumento.
Ahora, cuando él y Charlie se apartaron del borde del estanque y se encaminaron hacia el establo de color rojo oscuro, con sus recientes ribetes de pintura blanca, Rainbird lanzó una carcajada.
—Sí, supongo que los asustaste, Charlie.
—¿Pero tú no tienes miedo?
—¿Por qué habría de tenerlo? —respondió Rainbird, y le alborotó el pelo—. Sólo me comporto como un chiquillo cuando está oscuro y no puedo salir.
—Oh, John, no debes avergonzarte de eso.
—Si tuvieras la intención de incinerarme —añadió, repitiendo su argumento de la noche anterior—, supongo que ya lo habrías hecho.
Charlie se puso inmediatamente rígida.
—Preferiría que no… que ni siquiera digas esas cosas.
—Lo siento, Charlie. A veces hablo sin pensar.
Entraron en el establo, que estaba en penumbras y fragante. Un sol crepuscular se filtraba oblicuamente, formando débiles barras y franjas en las cuales las motas de polvo de heno danzaban con aletargada lentitud.
Un mozo cepillaba las crines de un caballo negro con una mancha blanca en la frente. Charlie se detuvo y miró al animal con expresión maravillada. El mozo se volvió hacia ella y sonrió.
—Tú debes de ser la señorita. Me dijeron que te esperara.
—Es muy hermosa —susurró Charlie. El deseo de tocar ese pelaje sedoso le hacía temblar las manos. Le bastó echar una mirada a los ojos oscuros, serenos y mansos del caballo para enamorarse de él.
—Bueno, en realidad es macho —comentó el mozo, y le hizo un guiño a Rainbird, a quien nunca había visto antes y cuya identidad ignoraba—. Hasta cierto punto, claro está. —El animal había sido castrado.
—¿Cómo se llama?
—Nigromante —respondió el mozo—. ¿Quieres acariciarlo?
Charlie se acercó, titubeante. El caballo bajó la cabeza y ella se la acarició. Después de un rato le habló. No se le ocurrió pensar que encendería otra media docena de fogatas a cambio de poder montarlo en compañía de John… pero Rainbird se lo leyó en los ojos y sonrió.
De pronto, Charlie se volvió hacia él y vio la sonrisa, y la mano que había estado frotando el hocico del caballo se detuvo fugazmente. En esa sonrisa había algo que no le gustó, a pesar de que ella había creído que en John le gustaba todo. Tenía intuiciones acerca de la mayoría de las personas y no pensaba mucho en ello: formaba parte de su ser, como sus ojos azules y su pulgar con dos articulaciones. Generalmente, su relación con la gente se asentaba en estas intuiciones. Hockstetter no le gustaba, porque intuía que no se preocupaba por ella más de lo que se habría preocupado por un tubo de ensayo. Charlie era sólo un objeto más para él.
Pero en el caso de John, su estima sólo era producto de lo que él hacía, de su amabilidad para con ella, y quizás en parte de su rostro desfigurado: Charlie podía identificarse con él y compadecerlo por esto. Al fin y al cabo, ¿por qué estaba ella allí, sino porque era un bicho raro? Sin embargo, aparte de ello, era una de esas pocas personas —como el señor Raucher, el propietario de la tienda de comestibles de Nueva York que jugaba a menudo al ajedrez con su padre— que por algún motivo le resultaban indescifrables. El señor Raucher era viejo y usaba un audífono y tenía tatuado en el antebrazo un número azul desvaído. Una vez Charlie le había preguntado a su padre si ese número significaba algo, y él le había dicho —después de advertirle que nunca debería mencionárselo al señor Raucher— que se lo explicaría más adelante. Pero no se lo había explicado nunca. El señor Raucher acostumbraba a traerle rodajas de salchichón ahumado, que ella comía mientras veía la televisión. Y ahora, al mirar la sonrisa de John, que le pareció tan extraña y misteriosamente inquietante, se preguntó por primera vez: ¿En qué piensas?
La presencia maravillosa del caballo disipó estos pensamientos triviales.
—John, ¿qué significa la palabra «Nigromante»?
—Bueno, por lo que sé, significa algo así como «mago» o «hechicero».
—Mago. Hechicero. —Charlie pronunció estas palabras en voz baja, saboreándolas mientras acariciaba la seda oscura del belfo de Nigromante.