Hockstetter verificaba los instrumentos febrilmente. Su cabello, normalmente tan pulcro y estirado que casi parecía gritar, se había alborotado, y estaba levantado por atrás.
—¡Lo tengo! —jadeó—. Lo tengo, todos lo tenemos… está filmado… el gradiente de temperatura… ¿vieron cómo hervía el agua de la bañera? ¡Jesús! ¿Tenemos la grabación de audio? ¿La tenemos? Dios mío, ¿han visto lo que hizo?
Pasó de largo junto a uno de sus técnicos, dio media vuelta y lo cogió violentamente por la pechera de la bata.
—¿Usted diría que existe alguna duda de que ella fue la autora de esto? —gritó.
El técnico, casi tan excitado como Hockstetter, negó con la cabeza.
—No hay ninguna duda, jefe. Ninguna.
—Santo cielo —exclamó Hockstetter, girando en sentido contrario, nuevamente distraído—. Yo habría pensado… algo… sí, algo… pero esa bandeja… voló…
Vio a Rainbird, que seguía plantado frente al cristal polarizado, con las manos cruzadas detrás de la espalda, y con esa sonrisa vaga, perpleja, en el rostro. Hockstetter olvidó las viejas animosidades. Corrió hacia el indio gigantesco, le cogió la mano y la sacudió hacia arriba y abajo.
—Lo tenemos —le dijo a Rainbird con furibunda satisfacción—. Lo tenemos todo. Es tan convincente que podría servir de testimonio en un tribunal. ¡En el mismísimo y jodido Tribunal Supremo!
—Sí, lo tiene —asintió Rainbird parsimoniosamente—. Ahora será mejor que envíe a alguien a buscarla a ella.
—¿Cómo? —Hockstetter lo miró alelado.
—Bueno —prosiguió Rainbird, con el más apacible de los tonos—, tal vez el tipo que la acompañaba tenía una cita que había olvidado, porque salió como alma que lleva el diablo. Dejó la puerta abierta y su incendiaria acaba de salir.
Hockstetter escudriñó el cristal, atónito. Estaba más empañado que antes, pero era indudable que la habitación se hallaba vacía, con excepción de la bañera, el encefalógrafo, la bandeja de acero volcada y el puñado de virutas dispersas e inflamadas.
—¡Alguno de ustedes vaya a traerla! —rugió Hockstetter, girando en redondo.
Los cinco o seis hombres permanecieron junto a sus instrumentos, sin moverse.
Aparentemente sólo Rainbird había visto cómo Cap salía detrás de la niña.
Rainbird le sonrió a Hockstetter y después levantó su ojo para abarcar a los otros, esos hombres cuyos rostros se habían puesto súbitamente casi tan blancos como sus batas de laboratorio.
—Claro —dijo en voz baja—. ¿Cuál de ustedes quiere ir a buscar a la chiquilla?
Nadie se movió. Era gracioso, realmente. Rainbird pensó que los políticos pondrían esa misma cara cuando se enterasen de que finalmente estaba hecho, de que los misiles volaban de veras, de que llovían bombas, de que los bosques y ciudades ardían. Era tan gracioso que no pudo menos que reír… y reír… y reír.