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—Tenía razón, como usted sabe —sentenció Rainbird—. Si la hubieran escuchado, habría salido bien la primera vez.

Hockstetter lo miró y soltó un gruñido.

—Pero todavía no lo creen, ¿verdad?

Hockstetter, Rainbird y Cap estaban frente al cristal unidireccional. Detrás de ellos, la cámara espiaba la habitación vecina y la cámara de video Sony zumbaba casi imperceptiblemente. El cristal estaba ligeramente polarizado, en razón de lo cual comunicaba una tonalidad azulada a todo lo que había dentro de la habitación de pruebas, como si se tratara del paisaje visto a través de la ventanilla de un autocar. El técnico estaba conectando a Charlie al encefalógrafo. Un monitor de TV montado en el cuarto de observación reproducía sus ondas cerebrales.

—Miren esas alfas —murmuró uno de los técnicos—. Está sobreexcitada.

—Asustada —corrigió Rainbird—. Está realmente asustada.

—¿Lo crees, verdad? —preguntó Cap de pronto—. Al principio no lo creías, pero ahora sí.

—Sí —contestó Rainbird—. Lo creo.

En la habitación contigua, el técnico se apartó de Charlie.

—Aquí estamos listos.

Hockstetter accionó un interruptor.

—Adelante, Charlie. Cuando quieras.

Charlie miró hacia el espejo y durante un momento sobrecogedor pareció fijar su vista en el ojo solitario de Rainbird. Él le devolvió la mirada, sonriendo tenuemente.