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Esa tarde, mucho después, la introdujeron en otra habitación. Cuando la habían dejado de nuevo en su apartamento se había dormido frente al televisor —su organismo aún era suficientemente joven como para imponerle su necesidad a su mente preocupada, ofuscada— y había descansado durante seis horas. Gracias a ello y a la ingestión de una hamburguesa con patatas fritas, se sentía mejor, más controlada.

Escudriñó la habitación, larga y cuidadosamente.

La bandeja de virutas descansaba sobre una mesa de metal. Las paredes eran de láminas de acero industrial gris, y estaban desprovistas de adornos.

—El técnico lleva un traje de amianto y zapatillas del mismo material —anunció Hockstetter. Le hablaba desde las alturas, sin perder su sonrisa paternal. El operador del encefalógrafo parecía acalorado e incómodo. Tenía puesta una mascarilla de tela blanca para no aspirar fibras de amianto. Hockstetter señaló un espejo largo y cuadrangular embutido en la pared opuesta—. Ese es un espejo unidireccional. Su otra cara es transparente. Nuestra cámara está detrás de él. Y ya ves la bañera.

Charlie se acercó a la bañera. Era un modelo antiguo, con unas falsas zarpas a modo de soporte, y desentonaba francamente con ese entorno austero. Estaba llena de agua. Charlie pensó que bastaría.

—Está bien —asintió.

La sonrisa de Hockstetter se ensanchó.

—Estupendo.

—Pero usted vaya a la habitación de al lado. No quiero verlo mientras lo hago. —Charlie miró impasiblemente a Hockstetter—. Podría suceder algo.

La sonrisa paternal de Hockstetter fluctuó un poco.